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Que no caigan las tinieblas
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Que no caigan las tinieblas
Libro electrónico305 páginas5 horas

Que no caigan las tinieblas

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Que no caigan las tinieblas es una novela de ciencia ficción estadunidense publicada por primera vez en 1939, en ella se abordan los temas del viaje en el tiempo y la historia alterna. La caída de un rayo transporta a Martin Padway en el tiempo, a la Roma de 537, donde sobrevive a partir de la invención de herramientas y tecnologías pertenecientes a otras épocas históricas. Con una narración ágil, clara, despreocupada y no exenta de comicidad, Sprague de Camp da su propio giro al viaje en el tiempo y la historia alterna, ideal para los jóvenes iniciados en la ciencia ficción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 jun 2020
ISBN9786071668097
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    Que no caigan las tinieblas - L. Sprague De Camp

    COLECCIÓN POPULAR

    785
    QUE NO CAIGAN LAS TINIEBLAS

    L. SPRAGUE DE CAMP

    Que no caigan las tinieblas

    Traducción

    DARÍO ZÁRATE FIGUEROA

    Primera edición, 1941

    Primera edición en español (FCE), 2020

    [Primera edición en libro electrónico, 2020]

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    Título original: Lest Darkness Fall

    © 1941, L. Sprague de Camp

    D. R. © 2020, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-6809-7 (ePub)

    ISBN 978-607-16-6764-9 (rústico)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    Para Catherine

    I

    TANCREDI volvió a apartar las manos del volante e hizo un ademán.

    —… Por eso lo envidio, doctor Padway. Aquí en Roma todavía nos queda trabajo por hacer. Pero ¡pah! Sólo se trata de llenar pequeños huecos. Nada grande, nada nuevo. Y trabajo de restauración. Trabajo para contratistas de obras. De nuevo: ¡pah!

    —Profesor Tancredi —dijo Martin Padway, con paciencia—, como dije, no soy doctor. Espero serlo pronto, si puedo sacar una tesis de esta excavación en Líbano. —Puesto que él era un conductor cauteloso, tenía los nudillos blancos por la fuerza con que se aferraba al interior del pequeño Fiat, y le dolía el pie derecho de tanto tratar de empujarlo contra el entablado del piso del vehículo.

    Tancredi dio un volantazo a tiempo para esquivar por un pelo a un señorial Isotta. El conductor del Isotta siguió su camino, con pensamientos siniestros.

    —Ay, ¿cuál es la diferencia? Aquí todos son doctores, lo sean o no, si me entiende. Y un joven tan inteligente como usted… ¿De qué estaba hablando?

    —Depende. —Padway cerró los ojos mientras un peatón apenas si escapaba a su destrucción—. Hablaba de inscripciones etruscas, y luego de la naturaleza del tiempo, y luego de arqueología roma…

    —Ah, sí, la naturaleza del tiempo. Ésta sólo es una tonta idea mía, ya sabe. Estaba diciendo que todas esas personas que desaparecen se han resbalado de nueva cuenta por la valija.

    —¿La qué?

    —Quiero decir el tronco. El tronco del árbol del tiempo. Cuando terminan de resbalarse, están de vuelta en algún tiempo pasado; pero en cuanto hacen algo, cambian toda la historia posterior.

    —Suena como una paradoja —dijo Padway.

    —No-o. El tronco sigue existiendo, pero donde la persona se detiene surge una nueva rama. Así tiene que ser; de lo contrario, todos desapareceríamos, porque la historia habría cambiado y quizá nuestros padres no se habrían conocido.

    —Ésa es toda una idea —dijo Padway—. Ya es bastante saber que el sol puede convertirse en una nova, pero si también es probable que desaparezcamos porque alguien volvió al siglo XII y atizó la lumbre…

    —No. Eso nunca ha pasado. Quiero decir que nunca nos hemos desaparecido. ¿Ve usted, doctor? Seguimos existiendo, pero ha comenzado otra historia. Tal vez hay muchas, existiendo todas a la vez en alguna parte. Tal vez no son muy distintas de la nuestra. Tal vez el hombre viene a caer en medio del océano. ¿Qué pasa? Los peces se lo comen y todo sigue como antes. O la gente lo cree loco, y lo silencian o lo matan. De nuevo, no hay mucha diferencia. Pero suponga que el hombre se convierte en rey o en duce… Entonces ¿qué? ¡Presto, tenemos una nueva historia! La historia es una red cuatridimensional. Es una red resistente, pero tiene puntos débiles. Las uniones —los puntos focales, podríamos decir— son débiles. El deslizamiento en sentido inverso, de ocurrir, ocurriría en esos lugares.

    —¿A qué se refiere con puntos focales? —preguntó Padway. Aquello le sonaba a palabrerío rimbombante.

    —Oh, lugares como Roma, donde se intersecan las líneas mundo de muchos acontecimientos famosos. O Estambul. O Babilonia. ¿Recuerda a aquel arqueólogo, Skrzetuski, que desapareció en Babilonia en 1936?

    —Pensé que lo habían matado unos atracadores árabes.

    —Ah. ¡Nunca encontraron su cuerpo! Ahora bien, muy pronto Roma podría volver a ser el punto de intersección de grandes acontecimientos. Eso significa que, una vez más, la red está debilitándose en este punto.

    —Espero que no bombardeen el Foro —dijo Padway.

    —Oh, nada de eso. No habrá más grandes guerras; todos saben que es demasiado peligroso. Pero no hablemos de política. La red, como dije, es resistente. Si un hombre en efecto se resbalara hacia atrás, se necesitaría un esfuerzo tremendo para destejerla. Como una mosca en una telaraña del tamaño de una habitación entera.

    —Qué agradable pensamiento —dijo Padway.

    —¿Acaso no lo es? —Tancredi se volvió para sonreírle, y luego pisó el freno con brusquedad. El italiano se asomó por la ventanilla y lanzó maldiciones contra un transeúnte. Se volvió hacia Padway una vez más—. ¿Vendrá a cenar a mi casa mañana?

    —¿Q-qué? Por supuesto, con mucho gusto. Mi barco sale…

    —Sí, sí. Le mostraré las ecuaciones que he resuelto. Se tiene que conservar la energía, aun cuando cambia el tiempo de uno mismo. Pero no diga nada de esto a mis colegas, por favor. Usted entiende. —El hombrecillo cetrino retiró las manos del volante para agitar ambos índices en dirección de Padway—. Es una excentricidad inofensiva, pero uno debe proteger su reputación profesional.

    ¡Caray! —exclamó Padway.

    Tancredi pisó el freno y derrapó hasta detenerse detrás de un camión que estaba parado en la intersección de la Via del Mare y la Piazza Aracoeli.

    —¿De qué estaba hablando? —preguntó Tancredi.

    —Excentricidades inofensivas —dijo Padway. Tenía ganas de añadir que su forma de conducir era una de las menos inofensivas. Pero aquel hombre había sido muy amable con él.

    —Ah, sí. Las cosas se saben y la gente habla. Los arqueólogos hablan peor que el resto de la gente. ¿Es usted casado?

    —¿Qué? —A Padway le parecía que ya debía estar acostumbrado a este tipo de cosas. No lo estaba—. Pues sí.

    —Bien. Traiga a su esposa. Verá algo de cocina italiana de verdad, no esas cosas de espagueti con albóndigas.

    —Ella ya volvió a Chicago. —Padway no tenía ganas de explicar que su esposa y él llevaban más de un año separados.

    Ahora entendía que no todo había sido culpa de Betty. Para una persona con sus antecedentes y sus gustos, él debió haber parecido imposible: un hombre que bailaba mal y se negaba a jugar bridge, y cuya idea de diversión era reunir criaturas semejantes a él para una tarde de discusión a fondo sobre el futuro del capitalismo y la vida amorosa de la rana toro. Al principio, ella se había emocionado con la idea de viajar a lugares lejanos, pero eso se curó cuando probó la vida en una tienda y vio a su esposo murmurando sobre las inscripciones en trozos de cerámica.

    Además, él no era muy atractivo; era más bien menudo, con una nariz y orejas enormes y una actitud tímida. En la universidad lo apodaban el Ratón Padway. Bueno, de todos modos era una insensatez que un hombre que hacía trabajo de exploración se casara. Sólo había que ver la tasa de divorcios entre antropólogos, paleontólogos y similares.

    —¿Podría dejarme en el Panteón? —preguntó—. Nunca lo he examinado de cerca, y está a sólo un par de cuadras de mi hotel.

    —Sí, doctor, aunque me temo que se mojará. Parece que va a llover, ¿no?

    —Está bien. Esta gabardina me protegerá.

    Tancredi se encogió de hombros. Salieron disparados por el Corso Vittorio Emanuele y, derrapando, doblaron la esquina hacia la Via Cestari. Padway bajó en la Piazza del Pantheon, y Tancredi se alejó agitando ambos brazos y gritando:

    —¿Mañana a las ocho, entonces? Sí, muy bien.

    Padway se quedó unos minutos mirando el edificio. Siempre le había parecido muy feo, con esa fachada corintia sobrepuesta a la rotonda de ladrillos. Por supuesto, la gran cúpula de concreto era toda una obra de ingeniería, tomando en cuenta la época de su construcción. Entonces Padway tuvo que saltar para evitar que lo aplastara un hombre con uniforme militar que pasó a toda velocidad en su motocicleta.

    Padway caminó hacia el pórtico, en torno al cual se agolpaban hombres entregados al deporte nacional de holgazanear. Una de las cosas que le gustaban de Italia era que ahí era un hombre bastante alto en comparación con los demás. Un trueno retumbó a sus espaldas y una gota de lluvia le cayó en la mano. Comenzó a andar a zancadas. Aunque su gabardina lo protegiera del agua, no quería que su Borsalino nuevo de doce mil liras se empapara. Le gustaba ese sombrero.

    Sus reflexiones se vieron interrumpidas por el padre de todos los relámpagos, que cayó sobre la Piazza a su derecha. El pavimento se desprendió bajo sus pies como una trampilla.

    Sus pies parecían colgar sobre la nada. No podía ver nada, por los fosfenos rojos y púrpuras en sus retinas. El trueno seguía retumbando.

    Estar suspendido en medio de la nada era una sensación de lo más desconcertante. No había ninguna corriente de aire, como cuando se cae por un pozo. Sentía algo parecido a lo que Alicia debió sentir en su tranquila caída por la madriguera del conejo, sólo que sus sentidos no le daban información clara sobre lo que estaba ocurriendo. Ni siquiera podía saber qué tan rápido ocurría.

    Entonces, las plantas de sus pies golpearon algo duro. Estuvo a punto de tropezar. El impacto fue tan fuerte como el de una caída de medio metro. Mientras trastabillaba, se golpeó la espinilla con algo.

    —¡Auch! —exclamó.

    Sus retinas se despejaron. Estaba de pie en la oquedad creada por el derrumbe de un trozo de pavimento casi circular.

    Ahora llovía a cántaros. Padway salió del agujero y corrió a refugiarse bajo el pórtico del Panteón. Estaba tan oscuro que pensó que las luces del edificio deberían estar encendidas. No lo estaban.

    Padway notó algo curioso: los ladrillos rojos de la rotonda estaban cubiertos por losas revestidas de mármol. Pensó que ésa era una de las obras de restauración de las que Tancredi se había quejado.

    La mirada de Padway pasó con indiferencia sobre el holgazán más cercano, y luego volvió a él con brusquedad. En vez de pantalón y abrigo, el hombre vestía una sucia túnica de lana blanca.

    Era extraño. Pero si el hombre quería usar ese atuendo, no era de la incumbencia de Padway.

    La penumbra empezaba a iluminarse un poco. Ahora los ojos de Padway comenzaron a desplazarse de un hombre a otro. Todos llevaban túnicas. Algunos se habían guarecido bajo el pórtico para protegerse de la lluvia. Ésos también llevaban túnicas, y algunos estaban cubiertos con capas parecidas a ponchos.

    Algunos miraron fijamente a Padway, sin mucha curiosidad. Entre ellos y él seguían cruzándose miradas fijas pocos minutos después, cuando la lluvia cesó. Padway conoció el miedo.

    Las túnicas por sí solas no lo habrían atemorizado; un solo hecho inusitado puede tener una explicación racional, aunque recóndita. Sin embargo, dondequiera que miraba, los hechos se acumulaban. No podía asimilarlos todos a la vez.

    En vez de la acera de concreto había losas de pizarra.

    Aún había edificios alrededor de la Piazza, pero no eran los mismos. Por encima de los más bajos, Padway notó que la Cámara del Senado y el Ministerio de Comunicaciones —ambas construcciones bastante llamativas— no estaban.

    Los sonidos eran distintos. El ruido de las bocinas de los taxis estaba ausente. No había taxis. En vez de eso, dos carretas tiradas por bueyes bajaban despacio, con un chirrido irritante, por la Via della Minerva.

    Padway olfateó. El aroma a ajo y gasolina de la Roma moderna había sido remplazado por una sinfonía de corrales y chozas en la que el olor a caballo era el motivo más fuerte y más identificable. Otro ingrediente era el incienso que flotaba desde la puerta del Panteón.

    El sol salió. Padway avanzó hacia la luz. Sí, el pórtico aún tenía la inscripción que atribuía la construcción del edificio a Marco Agripa.

    Mirando a su alrededor para cerciorarse de que no lo observaban, Padway se acercó a uno de los pilares y lo golpeó con el puño. Le dolió.

    —Diablos —dijo Padway, mirando sus nudillos lastimados.

    No estoy dormido, pensó. Todo esto es demasiado sólido y consistente para ser un sueño. No hay nada fantástico en la luz de la tarde y los mendigos de la Piazza.

    Pero, si no estaba dormido, ¿entonces qué? Tal vez estuviera loco… pero ésa era una hipótesis sobre la cual era difícil orquestar un plan de acción sensato.

    Estaba la teoría de Tancredi sobre los deslizamientos hacia atrás en el tiempo. ¿Había vuelto al pasado, o le había ocurrido algo que hacía que imaginara que así era? La idea del viaje en el tiempo no le agradaba. Sonaba como algo metafísico, y él era un empedernido empirista.

    Estaba también la posibilidad de la amnesia. Tal vez el relámpago había caído sobre él y suprimido su memoria hasta ese momento; luego, tal vez había ocurrido algo que le devolvió el sentido… Entonces habría en su memoria una laguna entre el primer relámpago y su llegada a esa copia arcaizante de la vieja Roma. Entretanto, podría haber ocurrido toda suerte de cosas. Podría haber entrado por equívoco al plató de una película. Mussolini, que por mucho tiempo se había creído la reencarnación de Julio César, podría haber decidido que la gente debía usar ropa romana clásica.

    Era una teoría atractiva; sin embargo, la echaba por tierra el hecho de que Padway llevaba exactamente la misma ropa y tenía las mismas cosas en los bolsillos que antes del relámpago.

    Escuchó el parloteo de un par de holgazanes. Padway hablaba un italiano bueno, aunque con un dejo de pedantería. Sin embargo, no lograba entender la conversación de esos hombres. A menudo captaba entre las sílabas apresuradas algunos sonidos familiares, pero nunca los suficientes. Aquella lengua tenía la prometedora pseudofamiliaridad que tiene el bajo alemán para los angloparlantes.

    Entonces pensó en el latín. De inmediato, el habla de los haraganes le resultó más familiar. No hablaban latín clásico, pero Padway descubrió que si tomaba una de sus oraciones y la comparaba primero con el italiano y luego con el latín, podía entender la mayor parte.

    Decidió que estaban hablando alguna forma tardía del latín vulgar, a más de medio camino entre la lengua de Cicerón y la de Dante. Jamás había intentado siquiera hablar esa lengua híbrida, pero al hurgar en su memoria en busca de su conocimiento sobre cambios fonéticos, podía intentarlo: Omnia Gallia e devisa en parte trei, quaro una encolont Beige, alia…

    Los dos holgazanes lo habían visto prestando oídos a hurtadillas. Fruncieron el ceño, bajaron la voz y se fueron.

    No, la hipótesis del delirio tal vez fuera desagradable, pero ofrecía menos dificultades que la del deslizamiento temporal.

    Si estaba imaginando cosas, ¿de verdad estaba de pie ante el Panteón, imaginando que la gente vestía y hablaba como en el periodo entre los años 300 y 900 d.C.? ¿O estaba en una cama de hospital, recuperándose de una electrocución y fantaseando que se encontraba frente al Panteón? En el primer caso, debía encontrar a un policía y pedir que lo llevara a un hospital. En el segundo caso, esto sería un desperdicio de energía. Por seguridad, era mejor suponer lo primero.

    Sin duda, alguna de esas personas era en realidad un policía, con sombrero reluciente y todo. ¿Qué significaba en realidad? Que Bertrand Russell y Alfred Korzybski se preocuparan por eso. ¿Cómo encontrar…?

    Un mendigo llevaba un par de minutos gimoteando ante él. Padway hizo una imitación tan perfecta de un sordo que el jorobado harapiento se alejó. Ahora había otro hombre hablándole. En su mano izquierda llevaba una sarta de cuentas con una cruz, todo ello amontonado. En la derecha, entre el pulgar y el índice, sujetaba el broche de la sarta. Levantó la mano derecha hasta que toda la sarta de cuentas quedó suspendida, luego volvió a bajarla y la levantó de nuevo, hablando sin cesar.

    Fuera cual fuera la época y la situación, ese gesto le confirmó a Padway que aún estaba en Italia.

    Padway preguntó en italiano:

    —¿Podría decirme dónde encontrar un policía?

    El hombre detuvo su parloteo mercantil y respondió:

    Non compr’endo.

    —¡Hey! —dijo Padway. El hombre se quedó callado. Con mucha concentración, Padway tradujo su petición a lo que esperaba que fuera latín vulgar.

    El hombre se quedó pensando y dijo que no sabía.

    Padway comenzó a voltear hacia otro lado, pero el vendedor de cuentas llamó a otro buhonero:

    —¡Marco! Este caballero quiere encontrar a un agente de policía.

    —El caballero es valiente. Y también está loco —respondió Marco.

    El vendedor de cuentas rio. Varias personas más también rieron. Padway sonrió un poco; aquellas personas eran humanas, aunque no fueran útiles. Dijo:

    —Por favor, de verdad quiero saber.

    El segundo vendedor, que tenía colgada del cuello una bandeja llena de baratijas de latón, se encogió de hombros y soltó una retahíla que Padway no pudo seguir.

    Padway le preguntó al vendedor de cuentas, lentamente:

    —¿Qué dijo?

    —Dijo que no sabe —respondió el vendedor de cuentas—. Yo tampoco sé.

    Padway comenzó a alejarse. El vendedor de cuentas lo llamó:

    —Señor.

    —¿Sí?

    —¿Se refiere a un agente del prefecto municipal?

    —Sí.

    —Marco, ¿dónde puede el caballero encontrar a un agente del prefecto municipal?

    —No sé —dijo Marco.

    El vendedor de cuentas se encogió de hombros.

    —Lo lamento, yo tampoco sé.

    Si ésa fuera la Roma del siglo XX, no habría ninguna dificultad para encontrar a un policía. Y ni siquiera Benny el Alce podía hacer que toda una ciudad cambiara de lengua. Así que Padway debía estar en (a) una filmación, (b) la antigua Roma (la hipótesis de Tancredi) o (c) un engendro de su imaginación.

    Comenzó a caminar. Hablar era demasiado esfuerzo.

    No pasó mucho tiempo antes de que cualquier esperanza de estar en una filmación se esfumara ante el descubrimiento de que la supuesta ciudad antigua se extendía varios kilómetros en todas direcciones, y que la disposición de sus calles era muy distinta de la Roma moderna. Padway descubrió que su mapa de bolsillo era casi inútil.

    Los rótulos de las tiendas estaban escritos en un latín clásico muy inteligible. La ortografía seguía siendo la de los tiempos de César, aunque la pronunciación no lo fuera.

    Las calles eran estrechas, y en su mayor parte no estaban muy abarrotadas. La ciudad tenía un aire soñoliento, de decoro conservado pese al desaliño, de deterioro, como Filadelfia.

    En un cruce relativamente concurrido, Padway vio que un hombre a caballo dirigía el tránsito. Extendía una mano para detener una carreta de bueyes y dejar que pasara una litera. El hombre llevaba una estridente camisa a rayas y pantalones de cuero. Tenía aspecto de ser de Europa central o del norte, más que italiano.

    Padway se apoyó en una pared y escuchó. Ocasionalmente un hombre decía una oración demasiado rápido como para que la entendiera. Era como si mordisquearan la carnada pero jamás tragaran el anzuelo. Con una enorme concentración, Padway se obligó a pensar en latín. Mezclaba los casos y los números, pero mientras se limitara a oraciones simples no tendría muchos problemas con el vocabulario.

    Dos niños pequeños lo miraban. Cuando los vio, rieron y se echaron a correr.

    El lugar le recordaba a Padway los proyectos del gobierno de Estados Unidos para restaurar pueblos coloniales, como Williamsburg. Pero esto parecía auténtico. Ninguna restauración incluía toda la suciedad y la enfermedad, los insultos y las trifulcas que Padway había visto y oído en una hora de caminata.

    Sólo quedaban dos hipótesis: el delirio y el desplazamiento temporal. Ahora el delirio parecía lo menos probable. Decidió seguir la suposición de que todo era en verdad lo que parecía.

    No podía quedarse ahí parado indefinidamente. Tenía que hacer preguntas y orientarse. La sola idea le daba escalofríos. Tenía fobia a abordar extraños. Dos veces abrió la boca, pero la glotis se le cerró de pánico.

    Vamos, Padway —se dijo—, contrólate.

    —Le ruego me disculpe, pero ¿podría decirme la fecha?

    El hombre al que se dirigía, un individuo de aspecto apacible que llevaba una hogaza de pan bajo el brazo, se detuvo y lo miró de forma inexpresiva.

    ¿Qui’e?¿Qué cosa?

    —Dije: ¿podría decirme la fecha?

    El hombre frunció el ceño. ¿Iba a ser grosero? Pero sólo dijo:

    Non compr’endo.

    Padway volvió a intentarlo, hablando muy despacio. El hombre volvió a decir que no entendía.

    Padway buscó su agenda y su lápiz. Escribió su petición en una página y alzó la agenda.

    El hombre la miró, moviendo los labios. Su rostro se aclaró.

    —Oh, ¿quiere saber la fecha?

    Sic, la fecha.

    El hombre le soltó una larga oración, que bien podría haber estado en trabresh.¹ Padway agitó las manos con desesperación, exclamando:

    ¡Lento!

    El hombre retrocedió y volvió a empezar.

    —Dije que lo entiendo, y que pensaba que era ocho de octubre, pero no estaba seguro porque no recordaba si el aniversario de bodas de mi madre fue hace tres días o cuatro.

    —¿Qué año?

    —¿Qué año?

    Sic, qué año.

    —1288 Anno Urbis Conditae.

    Esta vez fue el turno de Padway de quedar perplejo.

    —Por favor, ¿qué año es en la era cristiana?

    —¿Quiere decir cuántos años desde el nacimiento de Cristo?

    Hoc ille; así es.

    —Bueno, no sé; quinientos

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