Última escala en ninguna parte
Por Ignacio Padilla
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Ignacio Padilla
Ignacio Padilla is the author of several award-winning novels and short story collections, and is currently the cultural attache at the Mexican Embassy in London.
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Última escala en ninguna parte - Ignacio Padilla
despedida
MI VIDA ENTRE AVIONES
Mi nombre es Abilio y he vivido cuarenta años, seis meses y ocho días en un avión. Bueno, será mejor que dijera aviones, así, en plural. He pasado más de la mitad de mi vida en aviones, entre aviones y con aviones. Por ejemplo, en este preciso momento comienzo la historia de mis viajes a bordo del vuelo AU 715. Se trata de un cómodo Airbus de fabricación irlandesa que sobrevuela el Océano Atlántico tres veces por semana. Si mis cálculos son correctos, dentro de cinco horas con veinte minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Nueva York. Si además llevamos vientos favorables, llegaré justo a tiempo para asearme en un baño de la Terminal B.
Me gustan los baños de la Terminal B, especialmente el que está junto al restorán de comida coreana. El hombre que limpia allí me conoce desde hace muchos años y es muy amable conmigo. Me presta sus franelas y sus cubetas, me regala botellitas de jabón y hasta obstruye la puerta con su carrito de limpieza para que pueda yo enjuagarme a gusto. Mientras me baño, el buen hombre me cuenta historias fabulosas de cuando piloteaba un helicóptero en la guerra de Vietnam. También suele preguntarme de dónde vengo y hacia dónde me dirijo esta vez. O cuántas horas de vuelo llevo o qué países nuevos he visitado desde la última vez que nos vimos.
Otras veces mi amigo solamente guarda silencio. Suspira y me mira con tristeza, como si estuviera pensando muy seriamente en dejarlo todo para seguirme en mis aventuras. Más le vale que ni lo intente: la vida de un viajero frecuente no es nada sencilla, no cualquiera puede soportarlo. Creo que él ya ha vivido bastantes cosas en la guerra como para meterse en más problemas. Cuando acabo de asearme, el hombre me entrega un rollo entero de toallitas de papel para secarme y se despide de mí moviendo su trapeador como quien ondea un pañuelo en la estación de tren.
No siempre tengo tiempo para refrescarme y asearme en los baños de los aeropuertos. Con frecuencia debo correr para abordar mi siguiente vuelo. Y si es bastante largo, me las arreglo para limpiarme las orejas en los diminutos lavabos del avión. Uno puede bañarse de cabo a rabo cuando viaja a bordo de un Boeing en un vuelo transatlántico que no venga muy lleno ni se sacuda mucho. Pero intentarlo en un avión más pequeño puede terminar en un absoluto desastre. Y si además te tocan las turbulencias del Mar de Islandia o las del Triángulo de las Bermudas es posible que salgas del baño más sucio de lo que entraste.
La cosa es muy distinta cuando viajas en primera clase, no importa en qué vuelo ni en qué tipo de avión. Entonces sí que puedes bañarte completo, como si estuvieras en un hotel de lujo, con toallas de tela esponjosa y loción que huele a hombre de mundo o a crema para bebé. Además, en primera clase te dan gratis jugo de naranja, desayuno extra y unas pantuflas de lo más cómodas y pachonas. Tienes para ti solo una televisión donde puedes elegir entre cien películas, videojuegos exclusivos y treinta canales de música. Cuando corren buenos tiempos para la industria aeronáutica, a los viajeros frecuentes nos dejan llevarnos todas las cobijas que queramos. Le he regalado varias a mi amigo que limpia los baños en la Terminal B del aeropuerto de Nueva York.
Cuando el baño del avión está ocupado, elijo entre dormir, estudiar mi guía de viajes o buscar la compañía de otros viajeros como yo. Hay que ser muy prudente en esto de reconocer a un viajero frecuente de verdad, pues sería descortés y hasta peligroso querer hablar así nomás con un viajero común y corriente. En mis muchos años de experiencia he