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Una Jornada Difícil: Una Autobiografía  Socio-Política
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Libro electrónico448 páginas7 horas

Una Jornada Difícil: Una Autobiografía Socio-Política

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Mximo Serrano Hrcules

Naci en El Salvador, en febrero de 1961. Es hijo de una familia campesina, labradores de la tierra, tuvo muy poca escuela debido a las precaras condiciones econmicas, empez a trabajar desde la adolescencia.
Estando muy joven se ve en una situacin desesperante debido a la guerra interna en El Salvador, el simple instinto de preservar la vida lo oblig a emigrar hacia otros pases e internarse en la avertura en tierras desconocidas, recorriendo desde Guatemala, Mxico, los Estado Unidos y Canad, en situaciones infrahumanas, indocumentado.
Por la veracidad del problema blico que desangraba su patria fue favorecido aplicante para residir en Canad. Hoy se ha convertido en obrero y ciudadano canadiense, vino a este pas en 1989. Dedica sus horas libres a la escritura y a sus deberes como humano, le gusta la poesa y todo lo que est relacionado con las artes y su cultura.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento16 abr 2013
ISBN9781463324285
Una Jornada Difícil: Una Autobiografía  Socio-Política
Autor

Máximo Serrano Hércules

Máximo Serrano Hércules was born in El Salvador in February 1961. He comes from a peasant family working in the countryside. He had very little education due to the precarious economic conditions in the country, so he had to start working on the farms since his adolescence. Being so young, he sees himself in a desperate situation due to the internal political war in El Salvador. By the simple instinct to preserve life, he was forced to immigrate to other countries, and he adventured in other unknown lands as a working journey from Guatemala, Mexico, the United States, and Canada in infrahuman situations as an undocumented being. Because of the veracity of the war problem that caused bloodshed in his country, he was granted by the United Nations to become a permanent resident in Canada since 1989, and now he has become a regular worker as a Canadian citizen. He uses his free moments for literature and for his tasks as a human being. He loves poetry and anything related with arts and culture.

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    Una Jornada Difícil - Máximo Serrano Hércules

    Copyright © 2013 por Máximo Serrano Hércules.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012905876

    ISBN:   Tapa Dura   978-1-4633-2427-8

       Tapa Blanda   978-1-4633-2429-2

       Libro Electrónico   978-1-4633-2428-5

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

    Fecha de revisión: 27/08/2016

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

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    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    383841

    INDICE

    DEDICATORIA

    PREFACIO

    DE COLONO EN LA HACIENDA

    EN EL VALLE

    UNA MUJER DE LA COMUNIDAD

    EN LA ESCUELA

    UN MAL HACENDADO

    INICIOS DE LA GUERRA

    RUMBO AL NORTE

    DEPORTADO A EL SALVADOR,

    Y DE REGRESO

    LAS BARRERAS DEL INDOCUMENTADO: EL RACISMO Y HABLANDO CON LA GENTE NORTEAMERICANA LA VERDAD DE LA GUERRA EN EL SALVADOR

    OTRA EXPERIENCIA

    EL CASO FINAL

    PATRIA CHIQUITA MÍA

    EL FIN DE LA GUERRA EN EL SALVADOR Y LA POST-GUERRA

    AGRADECIMIENTOS

    POEMAS

    VIDA CAMPESTRE

    MADRE

    EL LABRADOR

    DESPEDIDA

    EN TU MEMORIA

    HE AQUÍ EL CAÍDO

    MI PUEBLO

    MUERTO EN VIDA

    PAZ

    REFUGIADO

    TUGURIO

    SOLIDARIDAD

    UN SOÑADOR

    DEDICATORIA

    Esta obra se la dedico, en especial y en primer lugar, a quienes me dieron la vida: mis inolvidables padres. Siempre los quise, y aquí los tengo, en mi corazón, todo el tiempo, cada día. A mi gente, que a diario padecía y luchaba por el mínimo sustento.

    Se la dedico también a mi pueblo sufrido y a los pueblos hermanos. A todos los países tercermundistas que deben luchar en contra de un imperio. A los que son explotados década tras década, siglo tras siglo.

    A los que son víctimas de la discriminación racial, en su propia tierra o en tierras extranjeras. Los que son discriminados por ser de diferente raza o de otra cultura. Los que sienten, a causa de esto, que sus vidas miserables.

    Y a los héroes que ya partieron: los héroes que entregaron su vida por darles un futuro mejor a las próximas generaciones. Aquellos a quienes los pueblos recuerdan, a quienes nunca olvidarán. Los que lucharon en contra de la miseria, la injustica, la explotación. Los que entregaron, por ello, sus vidas. Los héroes inolvidables que ya partieron, y que nunca, nunca morirán…

    PREFACIO

    Desde que recuerdo, mi vida junto a mi familia estuvo marcada por el neocolonialismo. Aunque mis padres tenían una poca tierra que habían heredado de mis abuelos por ambos lados, quisieron vivir esa experiencia de ser colonos en una hacienda de terratenientes. Mi padre estaba casi esclavizado, en muchas ocasiones tenía que ir a trabajar a la hacienda durante los fines de semana o las noches, sin pago alguno. Pues, ahí, en esa hacienda, nací yo y nacieron todos mis hermanos. La vida fue grata y bonita hasta que mi padre tuvo que irse de este lugar y recurrir a la herencia que le había dejado mi abuelo, su padre, para que la explotara y viviera allí con nosotros.

    Mi niñez fue muy dura. Sin embargo, la quisiera volver a vivir, porque a la vez fue de mucha ingenuidad. Había muy poco desarrollo; así era la vida campestre en aquel momento en mi país. Los tiempos de mayor crisis que vivimos fueron cuando El Salvador estuvo en guerra con Honduras. Todo el país estaba en la extrema pobreza; mucha gente no tenía absolutamente nada para comer. Recuerdo que los niños de cinco a unos doce años de edad andaban por los poblados, desnudos o semidesnudos, sucios o chorreados porque no tenían en donde bañarse, pidiendo cinco centavos para juntar para comer. En el campo por lo menos existe al menos la ventaja de que la gente campesina se arroja a las montañas a conseguir frutas o vegetales silvestres, y a buscar cualquier sabandija comestible para cazarla y llevársela a la casa para que la madre de la familia la cocine.

    De mi niñez también recuerdo que era típico padecer diarreas y fiebres, estar llenos de lombrices y enfermarme a causa de las muchas epidemias tropicales. Mi madre siempre tenía que cuidarnos sola, ya que mi padre estaba en la hacienda.

    Luego, vino el tiempo de la escuela. Había que caminar por los fangales, y si el alumno llevaba el uniforme sucio, recibía garrotazos de la profesora. Y cuando ayudábamos a nuestro padre a trabajar, íbamos a la escuela llenos de tierra y con las manos verdes por la hierba, y también había garrotazos.

    Más adelante vienen los otros tiempos, los inicios de una guerra, y había mucha incertidumbre en toda la gente. La burguesía, apoyada por los Estados Unidos, usó su dinero y su poder para manipular como títeres a los gobernantes. La corrupción era mucha.

    Sin embargo, ni se imaginaba cómo iban a ser los tiempos que llegarían: tener que dormir en cuevas en los abismos para no ser asesinado cuando venían convoy de militares; huir hacia los barrancos; gente asesinada, amontonada en una pila; balaceras y bombas explotando por todos lados, tiradas por los aviones y los helicópteros que atacaban los valles de los campesinados y pueblos, de día y de noche.

    Los militares se peleaban por el poder militar y político. Como dijo una anciana que todavía tenía su pequeño negocio en el mercado de San Salvador: «Se pelean como si fueran perros y gatos. Ya sabemos que lo mismo son todos. Cuando andan en sus campañas políticas, dicen: Ya se acabará la explotación del hombre por el hombre, pero cuando llegan al poder, son iguales. Las promesas son solo para engañar a la gente, y siguen siendo títeres de los ricos y de la administración de los Estados Unidos».

    El Salvador ha sufrido mucho a causa de catástrofes naturales como huracanes y terremotos. Los huracanes han causado inundaciones y la gente más afectada siempre es la más pobre. Ha habido muchísimos terremotos que han sido de muy alto grado y que hecho desaparecer pueblos y comunidades completas, que han llevado a mucha gente pobre a la más profunda miseria. En mi país, la diferencia entre ricos y pobres es abismal. Una vez leí un libro donde aparecen las catorce familias más ricas del país: la familia Regalado Dueñas tiene posee un total de 176 millones de dólares en el país. En ese país tan pobre, hay familias tan ricas.

    El país es muy pequeño pero, tiene un potencial muy grande porque tiene mucha industria nacional e industrias de capitales extranjeros, trasnacionales, y muchos trabajadores. A causa de la guerra, muchos de ellos han emigrado: se considera que solo en los Estados Unidos hay un promedio de dos millones de salvadoreños: después de los mexicanos, representan el mayor grupo de inmigrantes en ese país. Por muchos años El Salvador ha sido el país que más dinero envía per cápita a sus familias. No cabe duda de que antes de esta guerra mucha gente de muchos países del mundo no sabía siquiera de la existencia de El Salvador, al que por su geografía le llaman el Pulgarcito de América. Hoy en día, dicen las estadísticas mundiales que no hay un país donde no haya un salvadoreño: el mundo se dio cuenta de la existencia de este país de pequeñas dimensiones, pero grande en muchos aspectos históricos, políticos, geográficos y sociales.

    La aventura por tierras extranjeras me dio mucho que aprender. Empecé por Guatemala. En Tecún Umán conviví con gente indígena entre la cual apenas algunos hablaban un poquito de español. Su forma de vivir es totalmente diferente a la nuestra, y son absolutamente conformistas: viven en una pobreza más extrema que la nuestra, pero están conformes con esa vida. En el tiempo durante el cual vivía en Guatemala y trabajaba en México podía ver bien la diferencia entre ambos países.

    Después llegué hasta Michoacán, en las inmediaciones del territorio mexicano, con su cultura diferente a las del sur. El acento cambia, la gente es de otras etnias. Ahí, la mayoría es ladina o totalmente blanca, de origen español o europeo. Los indios viven separados de la mayoría. Luego trabajé en Guadalajara, Jalisco, la segunda ciudad más grande de México.

    Más adelante, nos lanzamos a la parte más dura, que fue evitar que nos descubriera la migra y llegar al norte del país: cuestionan hasta a los mismos mexicanos y les piden sus documentos. En el norte de ese país, como Chihuahua y Sonora, trabajé en todo el proceso de la uva. Las plantas vinícolas son extranjeras y los productos vuelan para otros países. La gente sufre y no se beneficia en nada, solo ganan para subsistir. La lucha es constante en esas tierras.

    Después de varios intentos, logré conocer los Estados Unidos. Mis primeros trabajos fueron en Arizona, en los campos de la labor agrícola. Luego fui a Wyoming y trabajé con el betabel.

    Luego viene la experiencia de estar preso por ilegal y ser deportado. Si no hubiera sido por familiares en el Ejército, me habrían matado. Y tuve que estar en el Escuadrón de la Muerte, que era lo que más odiaba, sin poder hacer nada al respecto. Vi a mis padres como sufrían por esta situación, y ellos también estaban amenazados.

    Y llegó otra aventura rumbo al Norte, ya con diferentes ideas, conviviendo y conociendo diferentes personas y culturas. La experiencia del ser indocumentado y de no saber el idioma inglés es lo más deprimente de estar en los Estados Unidos. Sumado a eso, la discriminación racial. En los trabajos uno tiene que ponerle ganas, el doble o más que lo que le pondría cualquiera que no fuera indocumentado, para ser merecedor del empleo y demostrar que uno vale la pena como trabajador. Aun así, uno es humillado, insultado y despreciado por los compañeros, en especial, los blancos, que tienen el prejuicio más arraigado en sus corazones y en sus mentes.

    En ese período, me ayudó mucho moral y psicológicamente el hecho de estar trabajando de modo voluntario en la organización que fundamos. Sentir que se está haciendo algo por el prójimo que está en peores condiciones que uno llena el corazón. Y, claro, preocuparse porque nunca les falte su comida y sus cosas básicas a los seres queridos en sus hogares, en especial, los que lo trajeron al mundo a uno, los padres.

    DE COLONO EN LA HACIENDA

    Vida campestre

    Las golondrinas naufragan por los aires con inquietud.

    Los árboles mecían sus ramas con pureza.

    El río en su cauce, sin descanso, sin rapidez.

    Y las flores se secaban, perdían su tez tersa.

    El alba con sus arreboles repintaba la mañana.

    Los gallos con su canto se adueñaban del amanecer.

    Los ladridos esporádicos de un perro que tal vez necesitaba

    las caricias que su amo por las mañanas le daba.

    El campesino con el yugo a sus bueyes preparaba

    porque araba. Allá, en la cima, surco tras surco labraba,

    sembrando las semillas que anhelosamente depositaba,

    para el alimento de los suyos, a quienes amaba.

    La primavera vestida de verde, la maleza terca en brotar.

    La fértil cañada verde del frijol o del maíz,

    de donde saldrán las tortillas que escandalizan con su olor,

    que el ama de casa hace armoniosamente con amor

    Los días sollozantes por el invierno.

    Las nubes agresivas chorreando su cristal.

    El huracán o un tornado que vendría.

    Del fenómeno de la naturaleza nuestro sustento dependía.

    En su casa las gallinas molestaban

    cacaraqueando por el umbral

    Los niños lloraban, pedían.

    Un puerco que rugía y una lluvia que venía.

    La madre, la ropa ya juntaba y componía.

    Lavaba en el arroyo que estaba cercano a su jacal,

    pensando en la cena de su esposo (¿qué le haría…?),

    que pronto regresaría de la labor.

    Sus hijos preguntaban si su padre ya vendría.

    Pensando en su vida y en el descanso del día.

    Regresa el campesino con poco que decir.

    Sus guaraches, ya acabados; su camisa, ya vencida.

    Se quita el sombrero, se come una tortilla,

    y piensa en el mañana, la rutina de día tras día.

    Mira el atardecer con mucha lentitud.

    Unas canas atrevidas se le notan por el sol,

    las arrugas marchitadas lo empiezan a invadir,

    con miedo de que una mañana se vaya a tener que ir.

    image%201.JPG

    En una placita de San Salvador esta este monumento de los TOROGOCEZ, es una placita recientemente construida y ya que es nuestra ave nacional salvadoreña. Él torogoz.

    Apenas recuerdo esa época. Mi padre era un colono en la hacienda «San Antonio». Según cuentan, dicha hacienda se llamaba así porque su primer dueño se llamaba Antonio. Sin duda alguna fue un español que emigró de España en los tiempos de la colonia. De acuerdo con lo que en esa época había acontecido, esta persona también contribuyó en un episodio de la historia de El Salvador en aquellos tiempos del colonialismo y, de alguna manera o la otra, se apoderó de esta hacienda de más o menos novecientas hectáreas de terreno.

    La mayor parte de las tierras de esta hacienda estaban en bajío. Colindaba al occidente con el río Sucio, donde había tierras muy fértiles. Había mucha madera en varios lugares de la hacienda. Las montañas estaban vírgenes, no se habían tocado. En las colinas había una gran variedad de árboles gigantescos, de donde se sacaba madera para construir casas.

    Al propietario, don Alfonso González quien era el nieto del propietario que vino supuestamente de España, le interesaba más la ganadería. Así, empezaron con el afán de deforestar parte de la hacienda para sembrar pasto para la ganadería. En una parte ya habían plantado cafetales y caña de azúcar. La hacienda estaba rodeada de árboles frutales, como una variedad mango, aguacates, árboles de zunzas, zapotes, varios tipos de de naranjas, limones, etc. Y, por supuesto, tenían una gran variedad de tipos de guineos, como plátano, banano, guineo morado y otros. El guineo en ese tiempo se vendía mucho en el mercado del poblado. Todo esto componía una hacienda o finca muy bien adornada con árboles frutales.

    Don Alfonso -que, como ya he dicho antes, era el heredero español y, en la época que yo recuerdo, el dueño de la hacienda- era un hombre, alto, de tez morena clara, o trigueña, como de unos sesenta años de edad, y tenía un carácter gentil, por lo general.

    Este señor fue el que eligió a mi padre para que trabajara para su hacienda. Había también vínculos familiares entre don Alfonso y un primo del padre de mi padre, es decir, mi abuelo paterno.

    Y como dicho señor tenía muy poca gente en la hacienda o colonos que trabajaran allí, y debido a que pensaba cultivar de una manera más intensiva, entonces habló con mi abuelo paterno, pues ya se conocían.

    Mi abuelo paterno vivía en las afueras de esa hacienda, en un pequeño valle donde había instalado un caserío que tendría unas treinta familias en ese entonces, llamado Agua Fría porque el agua suele ser fría en ese lugar. En el caserío solo vivía gente campesina. Era un laderoso, con algunas colinas, es decir, terrenos quebrados, y la gente que vivía allí era de bajos recursos económicos.

    También tengo que decir, que cuando mi padre nació y creció, no habían escuelas en el campo en El Salvador, pero mi papá sabía muy bien leer y también escribir. Él sabía muy bien matemáticas, más que cualquier joven que tenía 9no grado. El sabia cuanta madera podía producir una troza de un metro en diámetro. El siempre adoraba los números y todo el tiempo estaba haciendo muebles, madera para una casa o cualquier cosa que tenía que resolverlo con números. El leía los periódicos cuando casi siempre los compraba en el poblado, aun para leer los resultados del deporte.

    Algunos campesinos tenían su pequeña parcela para trabajarla. Otros no tenían tierra y para hacer su sembrado tenían que arrendar, ya sea con dinero o por terraje, que es un sistema de trueque o cambio: media hectárea de tierra se dejaban trabajar a cambio de tantas medidas de maíz, ya en grano, cuando salía la cosecha.

    Buscaban también tierra para alguna vaca que tal vez tenían, porque era necesario tenerla cerca para ir a ordeñarla todas las mañanas. Muchos también tenían su caballo para el uso doméstico de todos los días, pues los usaban para ir al poblado a traer las cosas que compraban, como medio de transporte, para ir a traer la leña con la que cocinar los alimentos, para acarrear leña, para arrear el ganado en los potreros y hasta para traer la cosecha a sus casas. El caballo en ese tiempo daba un servicio totalmente necesario cuando se trataba de transporte.

    Así era el pequeño valle de Agua Fría, donde vivía mi abuelo paterno, quien fue uno de los primeros moradores del lugar. Con muchos esfuerzos había adquirido un pequeño terreno de unas seis manzanas. Esta medida de manzanas la trajeron los españoles: 1 manzana son 10.000 varas cuadradas (1 vara son 33 pulgadas imperiales), lo que equivale a unos 8.700 m², alrededor de 2,2 acres, en total.

    Se sabía también que en la familia de mi abuelo eran carpinteros, que toda la familia había heredado dicho oficio. Todos eran aserradores, pues podían cortar la madera entre dos con sierra al aire. Las trozas se montaban sobre las vigas: eran trozas de más de un metro de diámetro y de cinco metros o más de largo. Se hacían cuartónes, vigas o reglas para hacer casas. Estos señores, además de cortar la madera, hacían el artesón de una casa o, mejor dicho, construían los trazos de una casa y hasta hacían muebles finos en general.

    Para todos era un oficio que garantizaba la alimentación de la familia, y esta fue la razón por la cual don Alfonso convocó a mi padre para trabajar en su hacienda. A cambio, el patrón le daría una porción de tierra que podría trabajar.

    Según cuentan, la respuesta no se hizo esperar. Cuentan que llegaron varios colonos de la hacienda junto con mi padre y en una pequeña meseta, cerca de un acantilado desde donde se veía el río al fondo de un abismo, allí hicieron un pequeño jacal. En el lugar ya había habido casa, pero a nadie le gustaba ese sitio porque era sombrío, remoto.

    Se dice que llevaron unas carretas con vigas, teja de arcilla o barro y otros materiales, y en una semana el jacal estaba terminado. Estaba hecho con horcones gruesos de madera fina, madera en bruto de árboles de la montaña, vigas rollizas de horcón a horcón, con vigas también de madera rolliza y en varillada para poner la teja. Las paredes eran de zacate jaraguá, que es un zacate que alcanza una altura de unos dos metros. Usaron bambú para los enreglados de los costados y embarraron de lodo el lado donde iba a ser la cocina. El piso era de tierra, pues solo se corto la hierba que había, y ya era el piso.

    Y resulta que cuando se venían fuertes lluvias, hasta nacía agua dentro de la casa, así que ya no era necesario ir al arroyo a traerla, porque allí había agua por semanas.

    Mi padre y su compañera de vida, mi madre, ya eran entonces colonos de la hacienda «San Antonio». Yo alcanzo a recordar que vivíamos al peque de una colina. Como decimos los salvadoreños, «ahí quedó mi cordón umbilical enterrado».

    En el lugar había algunos árboles frutales y apenas los restos de una casa. Los vientos huracanados pegaban muy fuerte porque era un poco alto, y siempre venían de Sur a Norte: se venían por el cañón del río y como al norte teníamos la montaña, ahí chocaban los huracanes con ella. La montaña era bastante alta y tenía árboles gigantescos.

    Se decía también que ahí, en ese lugar, asustaban. Que la gente anterior se había ido por eso. Decían que cantaba un gallo a medianoche en las inmediaciones o en la cúspide de la montaña. Otros aseguraban que oían a la Siguanaba, una mujer que carcajeaba a medianoche en medio de la montaña. La Siguanaba es un fantasma, y en casi toda Latinoamérica se tiene la creencia de que existe.

    Había también, en esa montaña, muchos animales peligrosos: como culebras tan grandes que se podían devorar perros y hasta las pequeñas crías de las vacas, y eran una amenaza. Además, los gatos monteses no permitían tener gallinas. A mi mamá no le daban chance de hacer una crianza: se comían las gallinas con todos los pollitos. Esos gatos eran parecidos a los linces, grandes como un perro, y había otros del mismo tamaño, pero más parecidos a un pequeño león. Se comían una gallina entera y todavía quedaban con hambre de otra.

    La única diversión que encontrábamos era en tiempo de verano. Mi madre bajaba al río a lavar ropa mientras nosotros aprendíamos a nadar. No recuerdo cuándo aprendí a nadar, porque mis hermanos mayores me enseñaron y fue quizás cuando tenía unos tres años de edad.

    En ese entonces, el río era más caudaloso que hoy en día. El agua era más pura y clara, menos contaminada. Años después, con el asentamiento de muchas fábricas río arriba, por las cercanías del poblado, se convirtió en el río más sucio de la región. Los ingenios de café lo usaban para deshacerse de la pulpa del café, a extremos de que apestaba cuando se andaba por las cercanías. Cuando limpiaban los beneficios de los ingenios de caña, mataban los peces. Luego abrieron una fábrica norteamericana, la Kimberley-Clark. Esta fábrica a menudo contaminaba el río, que quedaba con un olor nauseabundo a causa de los peces muertos.

    A partir de entonces, la gente ya no pudo lavar ropa y, menos, bañarse en sus aguas. La contaminación de las aguas fue parte de lo que le hizo Estados Unidos a El Salvador con su explotación industrial. Esto sucedió con todo tipo de industrias que los estadounidenses asentaron en países tercermundistas, ya que no es un hecho que se haya producido solo en nuestro país.

    En fin, en estas circunstancias, mis padres ya estaban cansados de vivir en un lugar tan funesto. Era difícil hacer crianza de gallinas, patos, guajolotes -o güegüechos- y de otros animales pequeños porque los animales de la montaña se los devoraban.

    Además, era un lugar feo. En invierno daba un poco de miedo vivir ahí, por estar al pie de la montaña. Cuando había huracanes con viento, las ramas de los árboles volaban largas distancias por los aires, las tejas volaban lejos y se quebraban. Lo peor eran las tormentas por las noches o por las madrugadas: nos enfermábamos y padecíamos fiebres, gripes o catarros. Éramos cuatro hermanos en este entonces, todos pequeños. La mayor tendría apenas unos ocho años, y yo tenía seis años. Cuando ocurría una tormenta de esas, por la mañana mi padre tenía que arreglar el techo, y a veces ya no había más tejas para hacerlo. Una vez hasta se voló también la pared de un costado.

    Vivir ahí en invierno era un verdadero suplicio, así que mi padre habló con don Alfonso y le dijo que si le daba otra casa, en otro lugar, él se quedaba en la hacienda, si no, se marchaba de ella.

    Después de algunos días, el patrón le dijo que tenía una casa río abajo, por la vega, en un hermoso lugar. Ahí el río daba una vuelta, y quedaba una tierra de unas cuatro hectáreas de planicie.

    El problema era que, desde ya hacía varios años, allí vivía un hombre llamado Juan Guardado. Al patrón le habían comentado que este hombre no quería trabajar más para la hacienda porque ya se había vuelto algo adinerado. Tenía muchos animales, como vacas y otro ganado, y aunque algunos no eran de su propiedad, los engordaba para otros, a cambio de un parte del dinero que se pagaba cuando el animal era vendido.

    Así que, de repente, a este hombre le llegó el aviso de que el patrón quería que le desocupara la casa de la hacienda. El hombre se rehusó a abandonarla y dijo que ni con la Guardia Nacional se iba de allí, pues ya le había tomado cariño al lugar, además de estar haciendo dinero de otras maneras. Sin embargo, al cabo de unos tres meses, y con la ayuda de otras fuentes legales, el patrón lo logró sacar. A partir de allí, este hombre se volvió enemigo de mi padre por el resto de su vida, pero como dijo el patrón, no era responsabilidad de mi padre, era la hacienda la que había tomado esta decisión.

    Un día de primavera, antes de que empezara el invierno, nos mudamos a la nueva casa. Recuerdo que un tío, hermano de mi papá, llegó con su yunta de bueyes y su carreta para llevar nuestras pertenencias. Como no era muy lejos, se logró hacer todo en el día.

    Después de vivir en la casa anterior, sentimos que habíamos llegado a un castillo: la casa era grande, de unos quince metros de largo y unos ocho metros de ancho. Tenía su cocina aparte, tres cuartos y una gran sala. Había dos corredores: uno en el lado norte y otro en el lado sur. Todas las paredes eran de adobe y el piso, de ladrillos, hasta se podía trapear. El artesón del techo era de madera aserrada, bien cuartoneada y en reglada, y el techo, de teja. Los corredores tenían pilares con base de cemento.

    Alrededor de la casa crecía una bella arboleda solo de árboles frutales: palmeras de coco, mangos de varias clases, naranjos, limoneros, plátanos y otros. También había un hermoso lugar con sombra para los animales, como aves de corral y otros animales que se pudieran mantener ahí, en el predio.

    Además, estaba la extensión de tierra que era suficientemente grande como para plantar maíz y otras hortalizas. La tierra era fértil y, como no tenía piedras, incluso podía ser arada con tractores.

    La vida cotidiana de la familia se desarrollaba en armonía en el campo. Mi mamá aprovechaba las condiciones de esta casa, rodeada de árboles frutales, y tenía su crianza de animales. Había logrado tener más de cien gallinas, por lo que tenía que viajar cada cuatro días al poblado para vender los huevos y, a veces, llevaba también un par de pollos. De allí traía los comprados para el hogar.

    Además tenía crianza de patos, pavos, gallinas guineas y algunos puercos para engordar y vender. Asimismo, ya éramos dueños de dos vacas, que estaban en el potrero. Recuerdo que a una de ellas, de color gris, la llamamos Bufanda. La otra vaca se llamaba Chiltota (Calandria) porque tenía un color rojizo, como el ave que lleva ese nombre. Creo que el nombre de este pájaro viene del maya. En México se llama calandria. Esta ave tiene un canto muy armónico, muy bello. Hace sus nidos en las puntas de los árboles más altos, con fibras que encuentra en los tallos de los árboles. Los nidos están tejidos de una manera muy fina, en forma de una chuspa que parece un calcetín de unos cuarenta a sesenta centímetros de largo, y se ven mecerse en las cimas de los árboles con el viento.

    Las vaquitas no daban mucha leche, solo de cuatro a seis botellas diarias cada una. Mi papá o mi mamá las ordeñaban de cinco a seis de la mañana, antes de que el jefe se fuera a su labor. Por la tarde, mi mamá sacaba la crema, luego el queso y, por último, el requesón. El suero que salía al final todavía lo aprovechaba dándoselo a los puercos para que engordaran más rápido.

    A este tipo de ganado allá le llaman ganado de Castilla, ya que supuestamente es traído de España. Estos animales comen casi de todo y pueden vivir en los peores terrenos. Es el tipo de ganado que generalmente tiene el campesinado, porque también es el más barato. Cuando los usan para trabajar, son buenos para las cargas pesadas, ya sea para jalar la carreta o para arar la tierra. Así, están sumamente ligados con la economía del campesino y también de las haciendas, que solían tener decenas de yuntas. Las haciendas usaban las yuntas para arar las tierras donde el tractor no servía a causa de la cantidad de piedras, así que tenían que pagar peones que las araran con los animales.

    Los fines de semana que mi papá no viajaba al poblado, se quedaba con nosotros, y después del desayuno, nos íbamos al río.

    A veces, él ya tenía algún charral preparado. Lo construía de la siguiente manera: se buscaba un lugar donde el agua fuera mansa, sin corrientes fuertes, y tuviera más o menos un metro de profundidad. Luego hacia una hornilla con piedras grandes, en forma de guarida. Después le ponía ramas de árboles espinudos encima. Así, formaba una especie una madriguera. Entonces solo había que echarle chingaste, es decir, maíz molido, todos los días, por alrededor de una semana. Por último, con las atarrayas o trasmallos que nosotros teníamos encerrábamos el lugar, y mi papá empezaba a quitar las ramas hasta que agarrábamos a todo los peces que estaban atrapados allí. En ese tiempo todavía había mucha mojarra y guapote en el río, y era lo que más se pescaba de esa manera.

    Esa también era una forma de vivir, haciendo uso de los recursos naturales, pero en estos tiempos ya todo eso se ha agotado y es más difícil la supervivencia para alguien que tiene que buscar su propio alimento.

    Los atardeceres eran muy bellos en ese lugar, con el ruido del río. Después, se volvían melancólicos. Recuerdo, cuando ya casi era la puesta del sol, ver a mi padre bajar la ladera por la vereda antes de llegar a un arroyo que había como a una cuadra de la casa. Lo recuerdo cuando venía trayendo en su hombro derecho la sierra, que era como de dos metros de largo. Nosotros, los tres más mayores, lo salíamos a encontrar al arroyo. Luego le ayudábamos con el tecomate, o cantimplora, o con su morral. Pero lo que más nos gustaba era que traía la ración que le daban en la hacienda, que era un poco de arroz frito con frijoles salcochado o de la hoya en un cajón de tusa. En nuestro país se le llama cajón de tusa a la hoja que queda después de que se saca la mazorca de maíz; con eso le servían la ración a los peones en la hacienda. A nosotros nos fascinaba esa comida, pero tal vez mi papá ya venía aburrido de ella, y mi mamá le preparaba algo diferente mientras platicaban sobre el trabajo de la hacienda y su compañero, el mashtro (maestro). Manuel, con el que trabajó alrededor de diez años.

    Este señor era experto en sacar la madera de un árbol: sabía muy bien el producto que una troza podía dar, y por eso todo el mundo le decía maestro. Él visitaba con frecuencia nuestra casa y nos quería mucho. A veces se quedaba a cenar con nosotros y después de la cena, ya después de que había anochecido, nos sentábamos en el patio de la casa, a la luz de la luna, y nos contaba cuentos, como el del tigre y león, el del coyote y del conejo entre otros.

    En ese tiempo, un día de labor de ocho horas de un peón valía un colón, pero como el jefe de la casa hacía un trabajo de más técnica, ganaba 1,25 colones, y todos ganaban la comida de arroz frito con frijoles sancochados. Cada día pasaba el despensero por los campos de labor. Iba en una carreta jalada por una yunta de bueyes y llevaba su caracol, que hacía pitar muy fuerte para que todos oyeran la presencia del almuercero, y les repartía la comida a los trabajadores. Algunos peones limpiaban el cañaveral, otros limpiaban el cafetal, otros reparaban el cerco de púa para que el ganado no se pasara a los sembrados de maíz, de frijol, etc. Otros trabajaban en los establos, ordeñando las vacas y cuidando de ellas.

    En los días del otoño, cortaban la caña y la procesaban en el trapiche, que era operado por una o dos yuntas de bueyes. El trapiche es una especie de molino, y se usaba para sacarle el jugo a la caña. El jugo cae a los peroles, donde primero se convierte en una miel y después se hace dulce de panela para la venta. También en esos mismos días se sacaba el café, que recuerdo que cada día era llevado al beneficio para que lo procesaran.

    A veces llegaba el patrón para ver los avances del trabajo agrícola. Venía desde San Salvador, en un Jeep o en varios, porque a veces traía familia. Los Jeeps debían tener piñón de montaña para que no se quedaran por los caminos malos de entonces.

    Don Alfonso vivía en la Colonia Escalón, donde viven todos los ricos del país, y también otras haciendas en otros lugares del país. Algunos mayordomos de la hacienda conocían su casa, y contaban que era una mansión de mucho lujo, de mucho dinero. A veces sus dos hijas salían al campo a montar a caballo. Eran muy bonitas y poco orgullosas con la gente, ya que de vez en cuando hablaban con los campesinos mientras un peón las jalaba en los caballos. Todos los muchachos las contemplaban con admiración, a sabiendas de que era inútil pensar en ellas. Ellas vivían en un mundo diferente al nuestro: no conocían el sufrimiento ni la extrema miseria que tienen que padecer tantos seres humanos. «Para ellas, la vida es un deleite desde el nacimiento: solo tienen que ordenar para tener todo a sus pies», decía un señor llamado Fermín, quien cuidaba los bueyes y caballos, y los burros, que los ocupaban para transportar la leche diariamente al poblado, desde la hacienda.

    Don Alfonso también tenía de criadas a las hijas del mandador y a las de algunos campesinos. Sus choferes y jardineros eran de la hacienda. Por supuesto, en los años sesenta no era fácil encontrar a alguien que tuviera un sexto grado, que eran los requerimientos. Había que tener las habilidades correspondientes, y la mayoría de la gente no sabía leer ni escribir.

    Antes de los años sesenta no había ni la mínima posibilidad de una educación profesional acreditada. No había escuelas, especialmente en los sectores rurales, para el ciudadano salvadoreño, y si había alguna capuchita donde les enseñaban a los jóvenes un poquito a leer y a escribir, al menos su nombre, fue por iniciativa de la misma gente campesina que se lo propuso. Tal vez había un lugar para diez o doce caseríos cercanos, en los que todos los moradores eran analfabetos.

    Los campesinos que tenían recursos económicos mandaban a sus hijos hasta el poblado, para lo cual había que invertir mucho dinero en gastos de ingreso, de escuela y de manutención, porque los estudiantes tenían que vivir en el pueblo, por lo general.

    Mi padre me contó que allá por los años treinta, cuando él tenía diez años de edad, en la región no se conocía un lugar de aprendizaje o un profesor, y nadie sabía leer ni escribir. Por este motivo, todo el mundo tenía que firmar con el dedo gordo de la mano derecha cuando sacaba su cédula de identidad personal en su municipio.

    Si había alguno que sabía un poquito, con la habilidad de un segundo o tercer grado, era asignado comisionado por parte de la alcaldía municipal: llevaba o traía ordenes del valle a la alcaldía, daba algún parte de novedades -como una muerte, un asesinato o un accidente-, llevaba la correspondencia y estaba al servicio de la comunidad. Con todo, era trabajo sin paga, le llamaban voluntario, aunque no era tan voluntario… Tenían que hacerlo cuando y a la hora que fuese si había una emergencia; tenían que dejar su labor e ir a la alcaldía o, si se trataba de un parte de muerte, tenían que ir a la guardia de la Policía de Hacienda. Y, por lo general, no eran bien tratados: los trataban con mucho desprecio, con mucha discriminación, cuando llegaban al frente de un teniente de la

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