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De limas y limones
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Libro electrónico234 páginas3 horas

De limas y limones

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De limas y limones es una novela negra, policial, basada en hechos reales, extremadamente crítica, que retrata con crudeza los defectos de la justicia.

Un abogado muy joven, Mauricio, relata su paso dentro del poder judicial como secretario de una de las fiscalías mas complejas. Su jefa, Dolores Castro, amada y odiada en igual medida, tiene una manera diferente de enfocar sus casos y llevar adelante la coordinación de las investigaciones.

Juntos viven momentos de extrema presión, de profunda angustia y peculiar humor. Ensimismados en la resolución de dos casos graves, los personajes principales luchan incansablemente contra la impunidad, la corrupción, la burocracia del sistema judicial y las presiones de los políticos de turno.

Es una novela que aflora sentimientos de piedad, cariño, angustia, impotencia y de una inmensa ternura.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2024
ISBN9798224536993
De limas y limones

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    De limas y limones - Rita Montiel

    Rita Montiel

    Editorial Rubin

    Este libro se lo dedico a mis dos hijos, que me acompañan en cada etapa de mi vida, dándole luz a mi alma.

    Se lo dedico también a mi esposo, por ser un gran compañero, y bancarme en todos mis proyectos.

    En especial, se lo dedico a quienes le dieron forma a los personajes de Mauri, el comisario y Cati en la vida real.

    Índice

    Introducción

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Epílogo

    Introducción

    Sus ojos cerrados eran de hielo. Bajo sus párpados, las pupilas dilatadas ya no demostraban ninguna emoción. Su cara solo expresaba paz.

    —La posición del cuerpo no dice nada. El rigor mortis ya comenzó. No hay signos de violencia, doctor. Está acostada, como durmiendo. Estaba sola, parece. A la puerta y las ventanas las encontramos cerradas, nada está roto, ni forzado. La halló la señora que la ayudaba en la casa a la mañana. Junto al equipo de criminalística esperamos a que llegue el médico de policía —dijo el oficial a cargo cuando llamó a mi teléfono de turno.

    No me dejaron verla, no pude despedirme antes que su cuerpo fuera a la morgue.

    La angustia comenzó a invadir mi cuerpo como una plaga. Siento que no sé seguir adelante sin ella. Siento que Dolores era la luz que guiaba mi camino, y hoy esa luz se apagó para siempre.

    —Doctor, sé lo que esto significa para usted. Lamento haber sido yo quien le dé esta penosa noticia. Se nos fue alguien muy querido, estamos acongojados. —Se notaba en su voz que era sincero.

    Después, por razones obvias y conocidas por todos, me preguntó si me iba a excusar.

    —Por supuesto que voy a excusarme, si era como mi madre.

    —Ahora mismo le aviso a mi jefe, para que asigne a otro fiscal en este caso.

    —Disculpe, oficial, pero tengo que llamar a varias personas y no puedo seguir hablando, sabrá entender —se notaba el nudo en mi garganta al hablar.

    Ni bien corté la llamada, sólo pude llorar como un niño. Las lágrimas me invadieron casi al instante. Los ojos se me pusieron rojos, mi cara expresaba mi profundo dolor.

    Todo el mundo decía que era una persona expresiva. Más de lo que ella quería. Javier, su jefe, a quien nosotros habíamos apodado como el Tío, siempre le insistía en el conflicto que generaba eso para su profesión.

    Decía que tenía que expresar menos, que tenía que ser como un jugador de póker, que en las audiencias se la iban a comer cruda si adelantaba su próxima jugada. Decía que cada audiencia era como una partida de ajedrez. Uno debía adelantarse a la jugada de la contraparte, evitando exponer la propia.

    Pero ella era auténtica, luchaba contra su excesiva expresividad, pero su resistido cuerpo ganaba la partida contra su exigente mente. Era brillante, no importaba cuán demostrativa fuera, igual salía airosa de todas las audiencias, incluso aquellas que eran imposibles de ganar.

    Era su desparpajo y autenticidad lo que desorientaba al resto.

    Pero era su coraje el que ganaba las audiencias.

    Siempre intentaba luchar por las causas justas. Era un verdadero paladín de la justicia.

    Hoy me pregunto si valió la pena tanta pelea en vano.

    Creo que la gran mayoría de los pares la odiaban. Desde mi punto de vista, siento que envidiaban su forma de ser. Le importaba muy poco todo lo que pensaran de ella, era difícil de asustar y mucho más de dominar. Era un Quijote que luchaba contra los molinos de viento. Y yo era su flaco Sancho Panza. Con la diferencia que aquí los molinos sí existían, y eran más de los que ella misma creía.

    Era especial, sí que lo era. Uno de los caracteres más podridos que he conocido. Pero jodido de veras. Era exigente, incansable y obsesiva. Sólo muy pocos podíamos seguirle el tren. Creo que éramos contados con los dedos de una mano. Por suerte, me encontraba entre ellos. El comisario era otro de este grupo, y obvio que Cati también.

    Cati no era del mismo palo que nosotros, ella no estudiaba derecho, ni era abogada, ni siquiera le interesaba la materia. Ella estudiaba algo ambiental que no recuerdo, creo que una licenciatura.

    Sólo ella podía lograr que alguien que no sabía nada de derecho se convirtiera en una sumariante de primera como lo era Cati, que terminara hablando de temas legales mejor que un reconocido jurista.

    Sólo ella podía lograrlo. Hacía que nos apasionáramos hasta de cosas triviales.

    De pensar que tengo que llamar al comisario y a Cati para contarles lo que pasó, se me congela la sangre. Es mi deber hacerlo. Yo era más que su empleado, era como un hijo para ella, y pesa en mí ese deber. Bueno, diría que más que un deber es un privilegio, porque sé que a ella le hubiera gustado que fuera yo quien juntara nuevamente al grupo.

    Seguro que hubiera deseado que tomáramos una cerveza negra en su honor.

    Sí que tenía honor, le sobraban las agallas de tanto honor.

    Era tan predecible. Cualquiera de nosotros tres, el comisario, Cati o yo, la mirábamos y sabíamos qué pensaba y qué iba a hacer. Lo sabíamos, hasta a veces ganábamos tiempo y la sorprendíamos con lo que pensábamos que iba a pedir.

    ¿Qué lleva a una persona a terminar así?

    ¿Cómo no frenó antes?

    Ella y nosotros sabíamos que el final era inevitable y que algún día llegaría.

    Llegó hoy.

    Su cuerpo, separado de su alma, seguramente yace inerte en una mortaja fría que la debe estar trasladando hasta la morgue por orden del fiscal que me haya suplido.

    ¿Le habré dicho cuánto respeto generaba en mí?

    ¿Le habré dicho gracias alguna vez?

    Ahora ya es tarde para decirlo, porque no va a estar acá para decirme que termine con la cursilería.

    Sabrá donde esté que su cuerpo al final terminó en autopsia.

    ¡Si nos habremos reído con eso!

    Nunca vi a un ser humano con tantas operaciones, nunca vi que a un cuerpo le saquen, en vida, tantos órganos.

    Era infaltable su comentario ácido antes de una operación: «No, nene, no te preocupes, es una cirugía más. Pasa rápido. ¡Lo que pasa es que estos médicos me están haciendo la autopsia en cuotas!».

    Si nos habremos reído con Cati a raíz de ese comentario.

    El comisario, que siempre tenía un remate para las frases locas de ella, le contestaba que ni para el INCUCAI servía. Y ella reía.

    Su risa era muy contagiosa. Por suerte, reímos más veces de las que lloramos juntos. Y eso que lloramos varias.

    Con el comisario tenían un código especial, al que Cati y yo no nos animábamos, pero que ellos disfrutaban en exceso. Los dos manejaban al dedillo la ironía y se reían de sus propios cuerpos, sin que le afectara; al contrario, lo disfrutaban. Era como estar dentro de un paso de comedia, nos hacían reír mucho. Cuando se juntaban eran dinamita, como Pelopincho y Cachirula.

    Salir con ellos a hacer operativos o medidas judiciales, sean cual fueran, era pasar de la risa al miedo y viceversa constantemente. Nos distendíamos, nos preocupábamos, nos poníamos nerviosos y nos relajábamos; eran las horas más fluctuantes que podíamos vivir. Lo único que sí podíamos predecir era que el aprendizaje para nosotros, que tanto lo necesitábamos, alcanzaba su máxima expresión. Ella se encargaba de ello.

    ¡Si habremos hecho operativos juntos!

    Mi memoria no deja de traerme imágenes. Hemos renegado, gritado, reído, nos hemos embarrado, mojado, transpirado, quemado, intoxicado y hasta caído.

    ¡Cuántos recuerdos!

    Era una fanática de los detalles, pero fanática en serio. «Los detalles son la base de todo» decía.

    Era obsesiva en eso. Pocas personas conocí tan fieles a un pensamiento tan claro. Los detalles eran una religión para ella y nosotros teníamos que ser sus feligreses.

    En un comienzo pensé: «¿Cómo puede insistir tanto con los detalles?». Hasta que aprendí que en verdad son los que pueden cambiar el rumbo de un caso. ¿Le habré dicho alguna vez que me ayudó a aprender a fijarme en cosas que antes no veía?

    ¿Se lo habré dicho?

    A veces, me daban ganas de mandarla a..., pero nunca lo hice.

    No entendía por qué me exigía tanto a mí, en particular. Me exigía más de lo que yo podía.

    Ella sólo decía: «Dale, nene, no me jodas, no seas blandito, no aflojes ahora. Si te exijo es porque sé que podes. Sé que vas a llegar muy alto, lo sé con certeza. Ahora falta que te lo propongas. Vos recordá que elijo a mis mejores guerreros para mis peores batallas. No vas a aflojar ahora». 

    Definitivamente, sabía lo que hacía, porque sacaba lo mejor que teníamos cada uno.

    Tanto Cati como yo le dábamos batalla al sistema con nuestras mejores herramientas. Ella sabía qué armas darnos a cada uno para rendir en un ciento por ciento.

    Y eso que darle batalla al sistema no era tarea fácil.

    ¡Qué manera de renegar con todo!

    No sé por qué el ser humano hace que hasta lo más fácil sea complejo y burocrático. Siempre se le busca una salida retorcida para todo. Si hay un camino recto y ágil, se pretende llegar por el espiral que lo retuerce todo.

    Estoy aquí sentado, en mi despacho, atrás de este, que fue su escritorio, y no puedo dejar de mirarla en la foto que tengo de ella.

    ¡Cómo voy a extrañarla!

    ¿Y ahora qué?

    ¿Qué sigue después?

    Tengo que ver cómo le doy la noticia al comisario y a Cati. Tengo que llamarlos, pero me hace falta coraje. No tengo las agallas necesarias para decirles que ella se fue, para siempre. Que no la veremos nunca más.

    Tengo que acompañar a su familia también, ver cómo puedo ayudar a sus hijos.

    Debe ser muy duro para ellos. Lo es para mí, no quiero imaginar para ellos.

    Yo era su hijo putativo y no soporto tanta angustia en mi alma. Ellos eran la razón de su existir. Siempre le decíamos que nació para ser madre. Lo llevaba en la sangre, en todo su ser. Pero no sólo de sus hijos biológicos, era madre de todo el que se cruzaba en su camino. Cada uno de nosotros nos sentíamos un poco hijos suyos.

    Me hubiera gustado visitarla más seguido en este último tiempo, pero el concurso en el que me anoté para este cargo de fiscal y después la responsabilidad del cargo asumido me volvieron loco. Ella siempre decía que un cargo público trae aparejado una gran responsabilidad. Hoy sé que es cierto.

    Recuerdo qué linda estaba el día de mi juramento, sentada en primera fila, al lado de mi madre y mi novia.

    ¡Se la veía tan feliz! Puedo afirmar que lo disfruté. Veía su carita de alegría y mi alma se colmaba de dicha. Ella era la causa por la que yo me animé a tanto en mi corta vida.

    ¿Le habré dicho que no sé seguir sin ella?

    ¿Le habré dicho que no sé cómo encarar esta nueva etapa?

    ¿Estará orgullosa de mi logro?

    ¿Le habré dicho que yo estaba orgulloso de ella?

    ¿Se lo habré dicho?

    Cuán feliz me hacía.

    ¿Y ahora qué? ¿Cómo se sigue ahora?

    Capítulo 1

    Era un día lluvioso, lo que se podría decir un día gris. Hacía un frío de locos, y en la oficina se nos congelaba hasta el agua hirviendo del mate. Nos habíamos cansado de pedir que arreglaran el aire frío/calor. Creo que entre Cati y yo, fácil, hemos presentado a la regional como quince pedidos por escrito. Seguramente los mismos papeles que usaron para prender las hornallas de la cocina.

    Ella, como era de costumbre, ya estaba sentada en su escritorio, viendo en la computadora todas las causas que entraron el día anterior. Cosa que hacía todas las mañanas después de cumplir el ritual de pedirle a Cati un mate en el trayecto que va del pasillo hasta su silla.

    Era una de las pocas que llegaba temprano, la mayoría de sus colegas pisaban la oficina pasada las nueve.

    Ella, según nos contaba, se levantaba, preparaba la leche a los hijos, se cambiaba, los llevaba a la escuela y venía al laburo.

    El marido protestaba porque ella odiaba llegar tarde a algún lado, por eso, preparaba a todos una hora antes de cualquier evento.

    Pero ella siempre fue así y él no se podía quejar, porque la eligió de esa manera.

    Nosotros no la habíamos elegido, pero lo que tocaba, tocaba, y a nosotros nos tocó justo ella.

    Después de que revisaba el sistema, si había algo muy jodido me llamaba a su escritorio para pedirme tal o cual cosa. Este día era uno de esos.

    Sentí sus pasitos chuecos y me di cuenta enseguida que venía a buscarme, y a juzgar por la rapidez con la que lo hacía, el tema era grave o urgente.

    Ella me enseñó que grave y urgente no son lo mismo. A veces, algo grave no era urgente y otras veces lo urgente podía no ser grave. Antes de conocerla, para mí era todo lo mismo. Había que darle bolilla y punto, fuera grave o urgente.

    Sentí su mano en mi hombro y me dijo que había visto en sistema algo raro, que la acompañara a su oficina. Seguramente sería raro sin exageraciones, porque con lo que le costaba caminar y el dolor que le causaba, no iba a hacerlo por una pavada.

    —Nene, necesito que llames, urgente, al secretario del tío. Fíjate que hay una causa que estaba a nombre de la pastenaca de acá arriba y ahora la cargaron a nombre mío. Andá, rápido, porque como está cargada parece grave y urgente. Si no te atiende el secretario, vas y te le pegás como marca personal, como un buen dos del mejor equipo del mundo, al primer salame que ande dando vuelta por el edificio de en frente y hasta que no te den explicaciones, lógicas, ni pises acá. Fijate si alguno del séquito de inútiles que tiene a su cargo el tío tiene la causa en su escritorio, y si es así, me la traes, sin importar la seguidilla de excusas que te van a poner para retrasar aún más el trabajo.

    Algo que tendrían que haber hecho para ayer.

    —Bien, doc, le doy mi palabra de que sin la causa ni aparezco por acá. ¿Vio que juega Boquita hoy? ¿Esto no nos llevará todo el día, no es cierto?  Porque yo ya la conozco bien a usted, y cuando se entusiasma con algo...

    —Qué me voy a entusiasmar, si por lo que leí, esta causa va a ser una pesadilla. Pero algo me huele mal y no son mis medias. Si querés ir a ver a tu Boquita del alma, apurate en conseguir los papeles. Va, va, va... menos charla y más movimiento. Andá y después vemos.

    ¡Como me empapé cruzando al edificio de enfrente! Yo no sé por qué siempre que llueve no llevo el paraguas y cuando no llueve sí. ¿Será ley de Murphy?

    Volví al rato triunfante con la causa en las manos. Para mí era como un trofeo de guerra, como haber ganado la Libertadores.

    La llevé directo al despacho de ella. Ni bien me vio entrar con un par de hojitas, se dio cuenta del problema que nos aquejaba. Eran tres hojitas, como las empanadas de Brandoni. Pero no tenían una pobreza digna, sino una preocupante.

    Era una causa compleja, y a juzgar por el tamaño de esta, nuestros compañeritos de arriba no habían hecho nada. Seguramente, alguien se había quejado con el tío y este, como de costumbre, cuando tenía problemas con otros colegas de la doctora, les sacaba las causas y se las pasaba a la Castro. Como decía mi doc, éramos un rejunte de quilombo ajeno.

    Así fue en este caso también. Con la salvedad que el quilombo debía ser muy grande porque a mi llegada, en sólo quince minutos, ya tenían la causa y el recibo listos para firmar. Era como si me hubieran estado esperando ansiosos por deshacerse de tres mil kilos de dinamita listos para estallar.

    Cuando le di mi impresión, que coincidía con la suya, me pidió que Cati preparase mate y nos sentamos los tres a leerla lo antes posible.

    —Doc, ¿arranco por la denuncia y vamos tomando notas como siempre?

    —Sí, dale, seguimos la rutina, ponele pilas y arrancá nomás. —Comienza como todas:

    Rosario, 11 de abril 2016

    Siendo las 0930 horas se presenta ante mí quien dice llamarse Rosalía Morales, argentina, soltera, de 18 años, con domicilio en la calle bla, bla, bla, de Oberá, Misiones, que exhibe DNI bla, bla, bla, acreditando identidad y bla, bla, bla. Quien a continuación preguntada por los detalles del hecho que motiva la presente denuncia manifiesta lo siguiente:

    El motivo de mi denuncia es anoticiar que...

    Para variar, Cati me interrumpió.

    —Yo no sé quién cangrejos puede decir la palabra anoticiar en una denuncia. No entiendo por qué estos tarados no ponen textual lo que dice la víctima. Mira si nos vamos a creer que la chica dijo anoticiar. Eso no te lo cree ni Montoto. ¿No les enseñan que tienen que ser textuales? Mira si va a decir ANOTICIAR.

    —Bueno, Cati, dejate de hinchar. No nos vamos a fijar en eso ahora. Si interrumpís a cada rato el nene seguro se pierde el partido y no por culpa mía, esta vez. Dejalo que siga leyendo la denuncia tal cual como la escribieron. No interrumpas más. Así que chito la boca.

    —Comentarios después del relato, ¿dale?

    —Seguí, nene...

    El motivo de mi denuncia es anoticiar que el año pasado quedé embarazada de mi novio, que era casado. Yo me enteré después

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