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OWEN, Libro Uno de la Trilogía Tudor: Trilogía Tudor
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Libro electrónico390 páginas5 horas

OWEN, Libro Uno de la Trilogía Tudor: Trilogía Tudor

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Esta es la primera novela histórica que explora en profundidad la vida de Owen Tudor, abuelo del rey Henry VII y bisabuelo del rey Henry VIII. Enmarcada en el conflicto entre las casas de Lancaster y York, el cual desembocará en la Guerra de las Dos Rosas, la historia de Owen merece ser contada.

IdiomaEspañol
EditorialTony Riches
Fecha de lanzamiento5 feb 2019
ISBN9781547567386
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    OWEN, Libro Uno de la Trilogía Tudor - Tony Riches

    1

    ______

    INVIERNO de 1422

    ––––––––

    Me puse tenso al escuchar los pasos que se aproximaban, mientras aguardaba mi encuentro con mi nueva señora, la joven viuda del Rey Henry V, la Reina Catherine de Valois. Coloridos tapices flamencos decoraban las habitaciones reales del castillo de Windsor, deslumbrando mis sentidos y recordándome cómo la vida en la residencia real podía ofrecer nuevas oportunidades. Mi vida iba a cambiar para siempre si ella me aceptaba, a pesar de las molestas dudas que llenaban mi mente.

    Las puertas se abrieron y apareció el ujier de la Reina Catherine. Me habían indicado que tenía que aproximarme a la reina e inclinarme, pero que no debía mirarla directamente, ni decirle nada más que mi nombre, hasta que ella me hablara. Inspiré profundamente y entré en los aposentos privados de la reina, donde ella estaba sentada rodeada por sus damas de compañía, de miradas afiladas. Tuve una breve vislumbre de seda azul celeste, brocado dorado y perlas relucientes y aspiré una bocanada de exótico perfume. Me quité el sombrero y me incliné, clavando mis ojos en sus pies enfundados en zapatillas de terciopelo.

    -Owen Tudor, Su Alteza, Guardián de su Guardarropa- mi voz despertó ecos en el alto cielorraso.

    Una de sus damas no pudo contener una risita sofocada, un sonido bastante dulce si no eres el que lo provoca. Olvidé mis instrucciones y miré hacia arriba, para ver que la reina me miraba con sus confiados ojos azul hielo.

    -¿Eres galés?- sus palabras sonaron como una acusación.

    -Mi nombre completo es Owain ap Maredydd ap Tudur, aunque los ingleses me llaman Owen Tudor. Provengo de una larga línea de nobles galeses, Su Alteza- me arrepentí de mi alarde tan pronto como pronuncié esas palabras.

    -Owen Tudor...- esta vez su voz tenía un toque de diversión.

    Me volví a poner el sombrero y enderecé los hombros. Ella me examinó, tal como alguien puede estudiar a un caballo antes de hacer una oferta para comprarlo. Después de años de trabajo duro, había llegado a una posición digna de mis habilidades, pero eso no significaba nada sin la aprobación de la reina.

    -Pareces más un soldado que un sirviente- por el desafío en sus palabras, parecía que estaba tomándome el pelo.

    -He servido en el ejército del rey como soldado- sentía todos los ojos clavados en mí.

    -Pero... ¿no tienes espada?- ella sonó curiosa.

    -A los galeses no se nos permite portar una espada en Inglaterra, Su Alteza- esa injusticia todavía me amargaba el corazón.

    Recordé la última vez que la había visto, en el funeral del rey en Westminster. Con su cara oculta tras un velo, había subido en un carruaje dorado, tirado por una yunta de caballos negros. Yo había caminado tras ella en la procesión fúnebre, en medio de una multitud apesadumbrada, portando el estandarte del rey y usando la librea roja, azul y oro de la casa real.

    -¿Peleaste en Francia?

    -Con los arqueros del rey, Su Alteza, antes de convertirme en escudero.

    La reina no tenía el aire de tristeza que yo había esperado. Delgada, casi demasiado flaca, tenía muñecas de niña y dedos delicados, adornados con anillos de oro que chispeaban con diamantes y rubíes. Su cuello era largo y esbelto y su piel pálida, con la blancura de una mujer que raramente ve el sol. Su cabello castaño dorado estaba recogido en apretadas trenzas detrás de la cabeza, y su tocado, a la moda, realzaba su frente alta y suave.

    El rey Henry V había elegido como prometida a la hija menor del hombre al que llamaban el rey loco, Charles VI. Decían que el Rey Charles creía estar hecho de cristal, y temía romperse en pedazos si no tenía cuidado. Charles le prometió a Henry que heredaría el trono y que se convertiría en siguiente rey de Francia, y hubo rumores de que había existido una dote secreta, una fortuna en oro.

    Apenas un año después de su boda, dejó a su novel esposa embarazada y sola en Windsor. Volvió a su guerra en Francia, capturando el castillo de Dreux antes de marchar hacia la fortaleza de Meaux, defendida por John de Gast, el Bastardo de Vaurus, un capitán cruel y valiente. El rey nunca conoció a su hijo y heredero, que llevaba su mismo nombre.

    El sitio de Meaux fue una victoria muy dura para el rey, ya que contrajo disentería, la temida maldición de los campos de batalla. Se ha sabido de hombres que se curan, si son fuertes y afortunados. Pero la mayoría no lo hace, a pesar de las sangrías y las sanguijuelas. La disentería es una forma de morir nada gloriosa, especialmente para un rey guerrero victorioso, que ya nunca podría ser Rey de Francia.

    La reina me estaba evaluando con su mirada. Ella había enterrado sus esperanzas para el futuro junto con su esposo. Recordé que estaba mirando a la madre del nuevo rey, una vez que el niño alcanzara la edad necesaria. Una cosa era cierta; ella no iba a dejar que el príncipe creciera solo. Hombres ambiciosos ya estaban compitiendo por su tajada de poder e influencia.

    Al fin, ella dijo:

    -¿Y ahora formas parte de mi personal de servicio?

    -Sir Walter Hungerford, Chambelán de la Casa Real y Condestable de Windsor, me asignó a vuestro servicio.

    -Sir Walter era uno de los hombres en los que más confiaba mi esposo, el albacea de su testamento.

    -Trabajé como escudero para Sir Walter durante muchos años, en Inglaterra y en Francia.

    -¿Hablas francés?

    -Un poco, Su Alteza- respondí, en ese idioma.

    -¿Participaste del sitio de Rouen, con el rey Henry?- ahora fue ella la que habló en francés.

    -Sí, Su Alteza. Nunca podré olvidarlo- respondí otra vez en francés. Había aprendido el lenguaje en el campo de batalla y en las tabernas de París, y podía maldecir tan bien como cualquier francés.

    -Escuché que la gente de Rouen estaba muriendo de hambre... antes de rendirse- su voz se suavizó y volvió a hablar en inglés.

    Dudé en decirle que tenía razón. Sobre el final, los ciudadanos de la gran ciudad de Rouen estaban comiendo gatos y perros, y cualquier otra cosa que pudieran encontrar. Cientos de buenos hombres y mujeres murieron de inanición antes de darle la victoria a su esposo. Yo llegué a beber agua estancada de las zanjas para sobrevivir, y las visiones del sitio de Rouen permanecerán grabadas en mi memoria para siempre.

    -La guerra es cruel, aunque ahora se la desea menos.

    -Rezo a Dios por que sea cierto- ella miró por sobre el hombro a sus damas, que miraban y escuchaban, tal como hacen las damas de compañía. La reina Catherine me miró sin dejar translucir nada -Le doy la bienvenida a nuestro servicio, maese Tudor.

    -Gracias, Su Alteza.

    Nuestro primer encuentro había terminado. Ella no era como ninguna mujer que yo hubiera conocido antes; fascinante, intrigante y hermosa. Más que eso: había algo en ella que yo encontraba profundamente atractivo, algo peligroso de admitir. Quizás mi fascinación venía del breve vistazo que le había  dado a esa mujer real, de mi misma edad, que había detrás de la Reina Viuda de Inglaterra.

    Apunta alto, muchacho, me aconsejó una vez el charlatán que me instruía en el uso del arco, con la voz ronca de tanto gritarme. ¡Ir a lo seguro y esperar hasta tener un tiro limpio no es la manera galesa de hacer las cosas! El hombre escupió el piso con fuerza para reforzar sus dichos, y se quedó mirándome fijamente a los ojos, parado tan cerca de mí que casi podía sentir los pelos grises de su barba crecida. Cuando apuntas alto, alzó un arco imaginario hacia el cielo, tu flecha penetrará profundamente entre las filas de tu enemigo, y lo golpeará con fuerza, como una venganza de Dios

    Quien, por supuesto, estará de nuestra parte. Algo atrevido y audaz para que un muchacho como yo le dijera a un hombre que podía tumbarme de un puñetazo. O algo peor.

    Por un momento, vi como el viejo trataba de decidir si yo había sido irrespetuoso, sacrílego, o ambas cosas a la vez. Pero el momento pasó. Coloqué otra flecha en el arco y la disparé hacia el cielo, sin preocuparme dónde iría a caer.

    Sonreí ante el recuerdo, mientras descendía por el largo corredor de regreso al salón de la servidumbre. La vida como arquero del rey había sido dura, pero disfruté de la camaradería de los otros hombres, y aprendí muchas cosas. Además de cómo usar el arco, aprendí a cuidar mi espalda, a saber cuándo hablar y cuándo guardar silencio. Mi instructor murió en el espeso lodo de Normandía, aunque su consejo todavía me era útil; yo sabía apuntar alto.

    Esa noche, completamente despierto en medio de la oscuridad, reflexioné sobre el impensado giro que había tomado mi vida. Siempre había imaginado que me convertiría en un comerciante, estableciendo una tienda en alguna de las angostas y sucias calles de Londres, o quizás en un aventurero, navegando en busca de mi fortuna. Pero en cambio seguía siendo un sirviente, aunque por primera vez tenía mi propio cuarto, aunque fuera pequeño y estrecho.

    La recompensa por mis prolongados y leales servicios como escudero de Sir Walter había sido esta nueva asignación, una posición de gran responsabilidad. El guardarropa de la reina es un almacén lleno de tesoros invaluables, de oro y de joyas, además de todos sus valiosos ropajes y sus demás y aún más valiosas posesiones. Un puesto tan importante en la casa real pagaba más de lo que yo había ganado en toda mi vida, y llevaba consigo influencia, lo que me permitiría tener un acceso regular y privilegiado a la reina.

    Decidí que me volvería indispensable para ella. Altos y poderosos señores y duques irían y vendrían, con sus falsas preocupaciones y sus consejos interesados, pero yo la vería todos los días, atendiendo sus necesidades. Recordé que ella se había referido a Sir Walter como uno de los hombres en los que más confiaba el rey. Eso era en lo que yo quería convertirme: el hombre en el que más confiara la Reina Catherine.

    *********************

    Mi vida comenzó a ajustarse a la nueva rutina, y yo aprendí pronto que era lo que le gustaba y lo que no le gustaba a la reina. Nunca había trabajado tan duro hasta entonces, y extendí mis responsabilidades a todos los aspectos de la vida doméstica de la casa real, dividiendo mi tiempo entre el ejército de sirvientes que atendían a la reina y el supervisar adecuadamente el mantenimiento del palacio de Windsor. Muchos empleados y sirvientes trabajaban en el castillo, de modo que este era casi independiente del mundo exterior. Yo tenía que tomar muchas decisiones y resolver disputas entre ellos todos los días.

    Uno de mis deberes diarios más importantes era visitar la guardería real y comprobar que todo estuviera bien en lo que refería al príncipe Henry. Aunque había sido coronado rey en setiembre, todos en la casa se referían a él como el príncipe, ya que aún no había cumplido un año de edad. Cada mañana recorría los largos corredores, de ornados pisos de baldosa y con altas ventanas de cristales emplomados, hacia los apartamentos del príncipe. La guardería ocupaba un ala entera del castillo, con sus propios guardias y su propio personal para cuidar del futuro rey.

    El rey Henry V había permitido que dos doncellas y tres damas nobles acompañaran a la Reina Catherine a Inglaterra. Juliette, de dieciséis años y la más joven de las doncellas escogidas, me saludó. Vestía de manera sencilla y se cubría el pelo con una pañoleta blanca; la única alhaja que llevaba era un crucifijo de plata alrededor del cuello. Parecía más una monja que una mucama, aunque yo entendía por qué la reina le confiaba el cuidado del pequeño príncipe. Había una chispa de ambición en los ojos color avellana de Juliette, y ella siempre era la primera en notar cuando yo iba de visita.

    Juliette sonrió a modo de bienvenida.

    -Buenos días, señor- dijo.

    Yo siempre esperaba verla en mis rondas diarias. Aunque tenía cuatro años más que ella, me daba la impresión de que pensaba que yo era demasiado joven para ocupar un puesto tan importante. Yo deseaba demostrar que era lo suficientemente bien organizado y capaz para obtener lo mejor de los sirvientes. A veces los escuchaba decir cosas muy inapropiadas a mis espaldas, pero Juliette era diferente y yo admiraba su modestia y sencillez.

    Juliette me vio mirando al príncipe.

    -Ha dormido bien, señor- me dijo -Todos damos gracias a Dios porque ya ha pasado lo peor con la salida de sus dientes. Esos pequeños diablillos lo han mantenido despierto todas las noches.

    Miré hacia donde el príncipe estaba sentado con su niñera. Ella llamaba su atención con una cinta roja atada a una campanilla de plata, la cual sonaba musicalmente cuando ella la agitaba. Henry ya era capaz de sentarse derecho, y el pelo rubio le cubría la cabeza. Mostraba muy pocos signos de la cara alargada de los Plantagenet, característica de su padre, aunque yo esperaba que los desarrollara con el tiempo.

    -¿La reina ha venido a visitar a Henry hoy?

    Juliette sacudió la cabeza.

    -Aún no, señor, pero siempre estamos listas para ella.

    Estaba feliz de tener una excusa para quedarme un rato más de lo usual en la guardería y aprovechar la oportunidad para conocer un poco mejor a Juliette. Siempre era cuidadoso de mantener una distancia profesional con los sirvientes, pero extrañaba la camaradería que compartía antes de venir al castillo de Windsor.

    -Me preguntaba...  ¿Podrías ayudarme con los preparativos para la Navidad y el Año Nuevo?

    Ella pareció sorprendida.

    -Estaré feliz de hacerlo, señor.

    -Necesitamos reunirnos para discutir lo que se necesita hacer.

    Yo sabía que a los demás sirvientes esto les parecería una señal de favoritismo. Murmurarían en los corredores, pero la Navidad significaría que habría  muchos visitantes yendo y viniendo, muchos comerciantes con los que negociar y mil decisiones que tomar.

    -Tengo algo de tiempo mañana en la mañana, si está bien para usted, señor.

    -Gracias, Juliette. Te veo mañana entonces.

    Tarareando una melodía, me dirigí hacia la siguiente parada en mi recorrido del castillo: la Gran Cocina, con sus altos techos con arcos, sus calderos humeantes y sus cocineros gritando órdenes por sobre el ruido causado por el golpeteo de ollas y sartenes. Al principio, la escala del trabajo en las cocinas me había resultado abrumadora, particularmente cuando había banquetes que preparar. Pero pronto aprendí a planificar con meses de anticipación y a cuidarme de no confiar en los consejos de Samuel Cleaver, el jefe de cocineros, que era quien dirigía la Gran Cocina.

    Cleaver tenía la complexión y el tamaño de un buey, con una cabeza afeitada y brillosa, un cuello grueso y ojos hundidos e inquisitivos. El jefe de cocineros era un hombre difícil y desafiante, que consideraba que la Gran Cocina era su feudo personal. Dirigía a su ejército de esbirros con modos ásperos e intimidantes, rugiendo órdenes a los cocineros con su fuerte acento norteño.

    Se corrían rumores de que había amasado una considerable fortuna a lo largo de sus años en el castillo de Windsor. Las enormes cantidades de alimentos producidas en la Gran Cocina representaban un objetivo muy tentador para ser robadas, y yo sentía que Samuel Cleaver era un hombre que tenía algo que ocultar. No deseaba convertirme en su enemigo, aunque la evidencia cierta de sus crímenes saldría a la luz eventualmente.

    Escuché una discusión en voz alta, y me encontré con un guardia de palacio, con el rostro encendido, que estaba siendo reprendido por un distinguido caballero vestido con ropas de montar. Reconocí al visitante como el duque Humphrey de Gloucester, el hermano menor del difunto rey, que había sido designado Lord Protector del Reino y Regente de Inglaterra.

    -¿Cuál es el problema, milord?

    El duque frunció el ceño.

    -¿Y tú quién eres?

    -Soy el mayordomo de la casa real, Owen Tudor, milord.

    Sentí que los afilados ojos del duque me evaluaban.

    -Deseo ver a la reina- le apuntó al guardia con un dedo acusador -Este hombre ha tenido la impertinencia de desafiarme.

    -Mis disculpas, milord, pero debemos ser muy cuidadosos- parecía un error razonable, ya que el duque había llegado sin anunciarse y estaba vestido como para ir de caza.

    El duque Humphrey pareció aplacarse, aunque su tono fue estridente.

    -Desde ahora, espero que el servicio doméstico me reconozca, ¿está entendido?

    -Sí, milord. ¿Puedo preguntar si la reina lo esperaba hoy?

    El duque me dedicó una mirada cáustica.

    -Lo dudo.

    Guie al duque por el corredor que llevaba a los aposentos de la reina, preguntándome qué diría ella cuando viera a su visitante. Ese era otro recordatorio del poco control que ella tenía ahora sobre su propia vida. Iba a necesitar a hombres poderosos e influyentes, como el duque Humphrey, de su lado, que pudieran enviarla al castillo de Leeds en Kent y poner al príncipe al cuidado de niñeras de su confianza.

    El duque aguardó, impaciente, mientras yo llamaba y entraba a las habitaciones privadas de la reina, en las que ella estaba sentada con sus damas de compañía. La reina Catherine levantó la vista cuando me vio.

    -Un visitante, Su Alteza. El duque Humphrey de Gloucester.

    La reina no pareció sorprendida, y despidió a las damas. Dejé entrar al duque y me quedé esperando afuera, en el salón, listo para escoltarlo cuando terminara la reunión. El duque hablaba en voz muy alta, y yo me esforcé por entender sus palabras a través de las puertas cerradas. Su postura era clara: le estaba diciendo a la reina cómo debía comportarse.

    Cuando, finalmente, el duque salió, me ordenó llevarlo a algún lugar donde pudiéramos hablar en privado. Lo conduje a una de las habitaciones destinadas para los dignatarios que visitaban el palacio. Allí el aire era húmedo y frío debido al invierno, ya que el cuarto estaba vacío y no había un fuego encendido. El duque me hizo un gesto para que cerrara la puerta y tomó asiento, indicándome que hiciera lo mismo. Tuve un presentimiento sobre lo que el duque Humphrey me iba a decir. Como Protector del Reino, tenía el derecho de designar nuevo personal y sirvientes para la reina, o de despedirlos, según le pareciera.

    -La reina Catherine me dijo que está complacida con la manera en que diriges su casa.

    -Gracias, milord.

    -Lo has hecho bien aquí- Su tono era más amigable que antes -Ahora bien... Hay algo que necesito que hagas por mí.

    -¿Qué es, milord?

    -Soy el responsable de salvaguardar al joven rey. Pasará un largo tiempo hasta su mayoría de edad- su tono se volvió conspirador -Tengo que pasar la mayor parte de mi tiempo en Londres, y necesito alguien que sea mis ojos y oídos, aquí en Windsor y en las otras residencias reales, en especial cuando la reina esté viajando. Necesito estar seguro de que todo sea como debe ser, especialmente detrás de las puertas cerradas.

    Debía pensar rápido, ya que aceptar me pondría en una posición imposible.

    -¿Me está pidiendo... que espíe a la reina, milord?

    El duque entornó los ojos.

    -Tú simplemente me contarás quién la visita, y cuándo. Hay... facciones que buscarán influenciar a la reina para sus propios fines. Esto debe quedar entre nosotros. No debes mencionárselo a nadie. ¿Entiendes?

    -Sí, milord.

    El duque Humphrey pareció complacido.

    -Enviaré un hombre cada dos semanas para que le des tus reportes. Si hay algún problema, espero que me envíes un mensaje.

    Desde la gran entrada del castillo de Windsor, vi como el duque se alejaba cabalgando, y tomé una de las decisiones más difíciles desde que había llegado allí. Regresé a las habitaciones de la reina, y le solicité hablar con ella a solas, sobre un asunto confidencial referido a la casa real. La reina me miró, sorprendida, y despidió a sus damas de compañía por segunda vez. Era la primera vez que estaba a solas con la reina Catherine, y posiblemente fuera la última.

    La reina me miró.

    -¿Cuál es ese misterioso asunto, maese Tudor, que es tan confidencial?

    -El hombre que la visitó, el duque Humphrey...- debía explicarle si quería tener alguna posibilidad de ganarme su confianza -Me pidió que lo mantuviera informado de todos quienes la visiten, milady.

    -¿Y qué le respondiste?- su voz sonó cortante.

    -Si me hubiera negado, él habría encontrado a alguien más que lo hiciera. Al menos ahora usted lo sabe, y puede decidir qué es lo que debo contarle.

    La reina lo pensó con cuidado.

    -Tienes razón. Es mejor así. Estoy segura de que el duque solo quiere proteger a mi hijo.

    -Por lo que sé, el duque Humphrey se toma sus responsabilidades muy en serio.

    -El duque se ha excedido en sus deberes. Mi protector es Henry Beaufort, Obispo de Winchester.

    - Entiendo...- yo sabía que ambos hombres eran fieros rivales y parecía que el duque Humphrey tenía mucho talento para hacerse enemigos. Además de oponerse abiertamente al obispo Beaufort, el hombre más poderoso del parlamento y del concejo, el duque también mantenía una agria disputa con su hermano mayor John, Duque de Bedford, y Regente de Francia.

    El collar de diamantes de la reina centelleó al reflejar la luz.

    -Te agradezco que me hayas dicho esto. ¿Ofreció pagarte por tus servicios?

    -No, no lo hizo, milady.

    Un fugaz gesto de preocupación cruzó por su cara.

    -Debes tener cuidado, maese Tudor. El duque puede ser un enemigo muy peligroso si lo enfrentas - la reina Catherine me miró con sus grandes ojos azules- Esperemos que nunca tengas que comprobarlo.

    2

    ______

    INVIERNO de 1422

    ––––––––

    La Navidad en el Castillo de Windsor significó una gran alteración en mi bien organizada rutina. Los invitados de la reina llegaron al castillo casi sin aviso, esperando ser alimentados y acomodados en alojamientos acordes a su rango. Noté que el duque Humphrey no estaba entre ellos, y que aún no había enviado a su hombre para preguntarme sobre los visitantes de la reina.

    Después de discutirlo con la reina Catherine, contraté a un ayudante, un joven de aspecto monacal llamado Nathaniel Kemp, para que registrara los detalles de todos los que llegaban para las celebraciones. Le dije a Nathaniel que fuera discreto, aunque por lo que él sabía, los registros eran solo para organizar el servicio. Llenó una hoja entera de pergamino amarillo con la lista de visitantes; eso le probaría al duque Humphrey que había escogido bien a su informante.

    Aunque era mi primera noche de Año Nuevo en Windsor, decidí no juntarme a beber con los sirvientes. Era importante mantener mi reputación y no me agradaba la idea de tratar con subordinados ebrios. Como mayordomo de la casa, mantenía mi distancia con los sirvientes y con el personal.  Sin embargo, eso no me molestó, ya que disfrutaba mi puesto en Windsor, y estaba satisfecho con poder aflojarme la túnica y calentarme los pies ante el fuego.

    Me gustaba tener mi propio cuarto, a pesar de su techo bajo y de los pocos muebles. La litera era confortable y tenía gruesas mantas de piel para mantenerme a salvo del frío del invierno.  El lavamanos tenía un recipiente de peltre que yo había tomado de una granja abandonada, en Normandía, y también una jarra de barro enlozado, con agua fresca, un lujo que nunca daría por seguro. La robusta mesa de roble cumplía sus fines y tenía dos viejas sillas de cuero acolchado, una a cada lado del hogar de piedra. Ese cuarto era mi hogar y me recordaba mucho al camarote del capitán de un barco, con su única ventana oval que daba a la gran extensión verde del parque de Windsor.

    Cuando me acomodé frente al fuego, escuché unos golpes indecisos en mi puerta. Gruñí mientras me preparaba para enfrentarme con otra emergencia sin importancia. Me ajusté la túnica, abrí la puerta y me encontré a Juliette, quien sostenía una tela doblada entre las manos.

    -Esto es para usted- Juliette dudó y luego me tendió el paño –Es un regalo de Año Nuevo- explicó.

    -Gracias- yo no había pensado darle ningún regalo de Año Nuevo a nadie, ni siquiera a Juliette, quien se había vuelto indispensable para mí, ya que siempre parecía saber lo que la reina deseaba. Durante el mes anterior, nuestra relación había sufrido un cambio sutil, ya que ella ya no me llamaba señor, aunque tampoco me llamaba aún por mi nombre.

    -¿Me va a invitar a pasar?

    Dudé en aceptar, dado que todo el personal doméstico ya presumía que había una razón más profunda para mi elección para que la joven mucama francesa se desempeñara como mi asistente. Las lenguas tendrían de qué ocuparse si alguien la veía entrando o saliendo de mi habitación. Pero esta era una noche en el año en la que todos tendrían mejores cosa que hacer que enterarse de quién me visitaba.

    -Es la noche de Año Nuevo. ¿Quieres acompañarme a tomar una copa de vino tibio y especiado?

    Juliette entró, cerrando la puerta tras de sí. Se sentó en una silla frente a mí, al otro lado del fuego, y agradecí tener mi cuarto ordenado y la cama tendida. Un gran leño crujió entre las llamas, generando una agradable ola de calor en medio de la fría noche invernal.

    Ella se quitó su pañoleta, soltando su pelo castaño oscuro. Le llegaba a los hombros, enmarcando su cara de manera muy atractiva. Me sorprendió su transformación. Sin la pañoleta, Juliette era más hermosa de lo que yo había imaginado, y sentí un inesperado escalofrío de deseo.

    Vertí el vino especiado en un cuenco de barro y lo coloqué sobre el fuego para que se calentara. Regresé a mi silla, frente a ella, y desplegué su regalo. Me había tejido un pañuelo de lino, bordado con un dragón rojo.

    -Gracias, Juliette- su gesto me había emocionado y me quedé sin palabras. No podía recordar la última vez que alguien había hecho algo parecido por mí.

    -Solo es... un recuerdo- Juliette jugaba con un largo mechón de su pelo.

    No cabía duda de que se había tomado mucho trabajo para hacer su regalo. Debió haber sido difícil para ella encontrar una imagen del emblema de Gales, aún en este castillo, con su biblioteca llena de magníficos libros ilustrados. El bordado debió llevarle muchas horas, trabajando a la débil luz de las velas.

    Tomé el cuenco de vino tibio y llené dos copas de peltre. El pesado aroma del clavo y la canela flotó en el aire como una exótica promesa. Le tendí una de las copas, muy llena, a Juliette y fue agradable escucharla reír cuando casi derramo el vino sobre su vestido. Me sentí afortunado por no pasar solo la noche de Año Nuevo.

    Alcé mi copa.

    -Por un venturoso Año Nuevo.

    El vino era bueno y las especias le daban un sabor embriagador. Estaba disfrutando de la compañía, y sentí un hormigueo de anticipación al preguntarme cómo iba a terminar todo eso. Al fin y al cabo, había sido ella la que había decidido golpear a mi puerta a esa hora tan avanzada para darme su regalo de Año Nuevo.

    Juliette alzó su copa.

    -¡Por 1423!- brindó, y tomó un sorbo de vino –Este vino es fuerte... Siento que se me sube a la cabeza. Me trae recuerdos de la Navidad. Cuando era niña lo llamábamos vin chaud, y para hacerlo usábamos el vino tinto más barato, y le poníamos limón.

    -No acostumbro beber solo en mi cuarto. Este vino es un regalo de la reina.

    -Bueno, gracias por compartirlo conmigo- Juliette me miró con una mirada traviesa brillando en sus ojos -¿Sabe que la reina Catherine lo tiene a usted en alta estima?

    -Ella se guarda muy bien sus opiniones.

    Juliette tomó otro sorbo de vino.

    -Creo que... ella esconde sus sentimientos acerca de todo- se inclinó hacia mí, en un gesto cómplice -¿Puedo decirle algo?

    -Por supuesto.

    -Ella no era así antes de la muerte del rey. Es como si se hubiera encerrado en sí misma.

    Me sentí intrigado, ya que cuanto más entendiera a la reina, más podría serle

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