El justo Salomón, que gobernó el reino de Israel en el siglo x a. C., disponía de una flota mercante que, junto con la de Hiram I de Tiro, comerciaba con Egipto y Mesopotamia mientras abría nuevas rutas hacia Saba y Ofir, tierra abundante en oro. Durante su periplo, que se repetía una vez cada tres años, los hombres hacían negocios con Tarsis, un populoso enclave que algunos han querido asimilar, por homofonía, con la civilización de Tartessos, entre Huelva, Sevilla, Cádiz y Badajoz.
¿Fueron aquellos navegantes los primeros judíos que se adentraron en la península ibérica? No es probable. Que judíos, tirios y fenicios efectuasen intercambios comerciales no quiere decir, como explica Joseph Pérez en Los judíos en España, que se diera una diáspora o dispersión tan temprana. El Libro de los Reyes nos cuenta que las naves de Salomón volvían cargadas de oro, plata, marfil, monos y pavos reales, y, como bromea Fernando Sánchez Dragó en Gárgoris y Habidis a propósito de los marfiles, «nadie se atreverá a sostener que en las marismas menudeaban los paquidermos». Así, el asentamiento de judíos en el siglo x a. C. se inscribe, más bien, en el terreno de lo legendario, y, en cualquier caso, la huella que habría dejado ese flujo, aislado y sin continuidad, es imperceptible. Aun admitiendo que entonces, o unos pocos siglos después, los hebreos hubieran alcanzado nuestras costas y algunos se hubieran afincado en ellas, su identidad se habría acabado diluyendo por la distancia respecto a Palestina.
ADIÓS A JERUSALÉN
Salomón, artífice del Primer Templo, se libró de asistir a la caída de Jerusalén y la destrucción del recinto que guardaba