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Información de este libro electrónico
En No soy un serial killer, vimos cómo John Cleaver rompía todas las reglas para salvar a su ciudad del mal. En No soy el Señor Monstruo, nos quedamos sin aliento mientras peleaba con su monstruo interno, en un intento de seguir al mando de su vida. Ahora, John maneja a la perfección sus talentos oscuros y asumió su rol como asesino de asesinos. Es hora de librar otras batallas. Solo existe una certeza: la muerte está muy pero muy cerca… Mucho más de lo que John imagina.
Dan Wells
Dan Wells is the author of the Mirador series (Bluescreen, Ones and Zeroes, and Active Memory), as well as the New York Times bestselling Partials Sequence and the John Cleaver series—the first book of which, I Am Not a Serial Killer, has been made into a major motion picture. He has been nominated for the Campbell Award and has won a Hugo Award and three Parsec Awards for his podcast Writing Excuses. He plays a lot of games, reads a lot of books, and eats a lot of food, which is pretty much the ideal life he imagined for himself as a child. You can find out more online at www.thedanwells.com.
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Comentarios para No quiero matarte
8 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
May 8, 2024
Ese final fue simplemente magnífico. Estoy sufriendo. Merecidas esas cinco estrellas.
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No quiero matarte - Dan Wells
Y o no conocía mucho a Jenny Zeller. De hecho, nadie lo hacía, y tal vez es por eso que decidió quitarse la vida.
Lo que sí sé es que tenía amigos y que participaba en varias actividades de la escuela. Cuando éramos pequeños, ella solía pasar los recreos jugando a los unicornios con una chica que me parecía muy linda (único motivo por el que recuerdo la situación). Al comenzar la escuela media, aquella amiga se había ido del pueblo. Ese mismo año, Jenny se postuló para formar parte de la delegación de alumnos como secretaria o tesorera. Seguramente le gustaban los gatos, ya que su campaña gráfica estaba repleta de ellos. A pesar de que aspiraba a ocupar un papel poco ambicioso, no había ganado las elecciones. Desde que habíamos entrado en la secundaria, perdí su rastro por completo. Según su obituario, dominaba a la perfección el lenguaje norteamericano de señas, un dato poco relevante que haría que los lectores reaccionaran con un simple: Oh, vaya
.
A principios de julio, la noticia de su suicidio conmocionó a todo el pueblo. No había dejado ninguna nota, sino que se había ido a acostar como todas las noches –aparentemente, más melancólica que de costumbre– y, a la mañana siguiente, su madre la había encontrado en el suelo del baño con las muñecas cortadas.
Durante este último año, me tocó presenciar muchísimas muertes: observé cómo mi vecino destripaba a tres personas; saqué de un automóvil a mi terapeuta que casi pierde la cabeza (¡qué ironía!); y estuve encadenado en el sótano de un psicópata mientras este torturaba y mataba a un sinfín de mujeres indefensas. Fui testigo de múltiples episodios brutales y sangrientos, de los que algunos fui protagonista. En definitiva, había tenido muchas experiencias difíciles y había observado media docena de asesinatos salvajes; pero, de alguna manera, el simple suicidio de Jenny Zeller (que ni siquiera había presenciado) era el que más me costaba afrontar.
Lo cierto es que yo no quería matar a aquellas personas, sino que lo había hecho con la intención de librar a mi pueblo de un par de asesinos seriales. Y, para hacerlo, había tenido que romper todas las reglas que me había impuesto a mí mismo. En cierta forma, había arriesgado mi vida por Jenny Zeller, pese a que no la conociera personalmente.
Pero, ¿de qué servía salvarle la vida a alguien que, de todos modos, se iba a suicidar?
E l teléfono sonó cuatro veces antes de que alguien lo atendiera.
–¿Hola? –perfecto, una mujer.
–Hola –pronuncié con claridad. Como había cubierto el auricular con un suéter a fin de suavizar mi voz, quería asegurarme de que me escuchara bien–. ¿Es usted la señora Jane Andelin?
–Lo siento, ¿quién habla?
Sonreí. Directo al grano. Algunas parloteaban sin cesar antes de que yo pudiera meter un bocadillo. Había aprendido que la mayoría de las madres eran así, ya que estaban solas durante todo el día y ansiaban entablar una conversación con cualquiera que tuviera más de tres años de edad. La última con la que me había comunicado pensaba que yo era de la Asociación de Padres de Familia y me había hablado por un minuto entero, hasta que decidí gritarle algo escandaloso para captar su atención. En cambio, esta vez, la señora me seguía la corriente.
De todas formas, lo que tenía que decirle ya era demasiado perturbador.
–Hoy vi a su hijo –hice una pausa–. Es un niño muy alegre.
Silencio.
¿Cómo reaccionará?
–¿Qué es lo que quiere?
Una vez más, directo al punto. Tal vez, demasiado sensata. ¿Está asustada o se lo está tomando con mucha calma? Tengo que agregar algo más.
–Creo que le agradaría saber que el pequeño Jordan se dirigió directamente a su casa desde la guardería. Pasó por la farmacia, siguió hasta la antigua casa roja, dobló en la esquina, caminó junto a los apartamentos y llegó a su hogar. Miró hacia ambos lados en todas las calles y no habló con ningún extraño.
–¿Quién es usted? –respiraba con mayor intensidad, y parecía atemorizada y disgustada. Me costaba descifrar a las personas por teléfono, pero la señora Andelin había tenido la gentileza de atender la llamada desde la sala, por lo que podía observarla por la ventana. Miró hacia afuera con los ojos abiertos en medio de la oscuridad y luego cerró las cortinas con rapidez. Esbocé una sonrisa, mientras escuchaba el aire que entraba y salía de su nariz.
»¿Quién es usted? –insistió.
El temor que expresaba no era fingido, sino puramente auténtico. Temía por su hijo. ¿Significa que es inocente, o una experta en mentir?
Luego de haber trabajado en el banco durante casi quince años –toda su vida adulta–, Julie Andelin había renunciado la semana anterior, lo cual no era una decisión sospechosa en sí misma –ya que la gente dejaba el trabajo todo el tiempo, sobre todo para conseguir uno nuevo y mejor–, pero yo no podía descartar ni la pista más sutil. No sabía con certeza de qué eran capaces los demonios, pero había visto que uno de ellos había asesinado a una persona y ocupado su lugar. ¿Qué me garantizaba que este no pudiera hacer lo mismo que aquel? Quizás Julie Andelin se había cansado del trabajo, o tal vez (tal vez) había muerto y quien la había reemplazado no había podido continuar con su rutina. Desde cierto punto de vista, un repentino cambio de vida podía ser la actitud más sospechosa del mundo.
–¿Qué quiere usted con mi hijo?
Al igual que las otras madres con las que había hablado durante los últimos dos meses, ella se mostraba muy sincera.
Ya habían pasado 63 días y no había ocurrido nada. Sabía que estaba viniendo un demonio, porque yo mismo lo había llamado. Sí, literalmente lo había llamado por teléfono móvil. Su nombre era Nadie y, probablemente, era una demonio mujer. Le había dicho que lucharía contra sus compañeros, porque ellos se habían dedicado a atemorizar a los habitantes de
mi pueblo por demasiado tiempo. Mi plan era deshacerme
de ellos, uno por uno, hasta que finalmente estuviéramos a salvo. No quería que nadie viviera con miedo.
–¡Déjanos en paz! –gritó.
–Tengo una copia de la llave de su casa –dije, bajando la voz. No era verdad, pero sonaba estupendo por teléfono–. Me encantan los arreglos que hizo en la habitación de Jordan.
De inmediato, ella cortó la comunicación y, acto seguido, yo apagué el aparato telefónico, que no sabía ni de quién era. Realmente me sorprendía la cantidad de cosas que la gente se olvidaba en las salas de cine. Como ya lo había utilizado para hacer cinco llamadas, era hora de deshacerme de él. Me alejé de donde estaba, acorté camino por el estacionamiento de un edificio, removí la batería y la tarjeta SIM, las arrojé en cestos de basura distintos, limpié los guantes y me escabullí por un agujero que tenía la cerca de atrás. Mi bicicleta estaba detrás de un contenedor, a media calle de distancia. Mientras caminaba hacia ella, fui repasando la lista mental y taché el nombre de Julie Andelin. Definitivamente, no se trataba de un demonio impostor –lo cual habría sido muy poco probable–, sino de la madre real. Al menos no había perdido mucho tiempo con este caso, ya que solamente había vigilado a su hijo durante cinco minutos. Sin embargo, no era necesario decir mucho más si uno sabía lo que tenía que decir. Con una simple frase escalofriante como A tu hija le queda bien el azul
, a
las madres se les avivaba el instinto maternal e imaginaban lo peor, sin importar que la hija jamás se vistiera de azul. Tan pronto como se producía la reacción honesta e intensa en la madre, yo obtenía la respuesta deseada y podía pasar a investigar a la siguiente mujer que escondiera un secreto.
Pese a que me había dado cuenta de que todas las personas guardaban secretos, habían pasado 63 días y todavía no había descifrado el que tanto quería saber.
Tomé la bicicleta, guardé los guantes en los bolsillos y emprendí la marcha. Ya era tarde, pero como estábamos en agosto, el viento de la noche era cálido. Faltaba muy poco para que comenzaran las clases y ya tenía los nervios de punta. ¿Dónde se encontraba Nadie y por qué aún no había actuado? La verdad es que no era difícil encontrar a un asesino ya que, además de todas las pruebas materiales que dejaban atrás (como las huellas dactilares de las manos y los pies y el ADN), también existían un sinfín de evidencias psicológicas. ¿Por qué asesinar a esta persona en vez de a aquella? ¿Por qué ahora y no antes o después? ¿Qué arma se usó y, de ser así, cómo se la utilizó? Para obtener el perfil psicológico de un asesino –similar a un retrato impresionista–, había que reunir las respuestas a esas preguntas. Por lo tanto, si Nadie finalmente se dignara a asesinar a alguien, yo podría localizarla sin problemas.
Si bien era muy fácil encontrar a un asesino, era casi imposible hallarlo antes de que matara a alguien, lo cual equivalía a que yo era más fácil de hallar que un demonio. Como yo ya había asesinado a Bill Crowley y a Clark Forman, dos demonios con forma humana, ella corría con mucha ventaja; solo tenía que saber por dónde buscar y, con el tiempo, podría hallarme fácilmente. Cada día que pasaba, aumentaba mi tensión y desesperación, ya que ella podría estar a la vuelta de cualquier esquina.
Por eso, era necesario que yo la encontrara antes.
Pedaleé en silencio hacia mi hogar, mientras marcaba mentalmente las casas que ya había descartado
. La mujer de aquella casa está engañando a su esposo con otro; la de esa es alcohólica; la de esta tiene una enorme deuda por jugar al póker en Internet y todavía no le ha contado a su familia que perdió todos los ahorros. Desde que había comenzado a observar a la gente, revisar sus desechos, ver quién salía hasta tarde, quién se juntaba con quién y quién tenía algo que ocultar, me había sorprendido muchísimo al darme cuenta de que muy pocos quedaban fuera de esas intrigas. Todos los habitantes del pueblo se estaban hundiendo en la corrupción antes de que los demonios pudieran hacerlo por ellos. ¿Valía la pena intentar salvar a esa clase de personas? ¿Acaso deseaban que las protegiera? Si eran tan autodestructivas como parecían, entonces la demonio las estaba ayudando más que yo en su camino hacia la completa aniquilación. Un pueblo entero –un mundo entero– se cortaba la vasta muñeca comunitaria y se desangraba, mientras el resto del universo lo ignoraba.
No, sacudí la cabeza. No puedo pensar así. Tengo que seguir adelante.
Debo hallar a la demonio y detenerla.
El problema es que se trata de algo mucho más difícil de lo que parece. Sherlock Holmes resumió la esencia de la investigación en una simple frase: una vez que se remueve lo imposible, queda la verdad, por más improbable que sea
. Muy buen consejo, Sherlock, pero se nota que nunca tuviste que capturar a un demonio. Yo había conocido a dos y había hablado con un tercero. En verdad, todo lo que hacían era irrealizable. Los había visto arrancarse los órganos, continuar saltando luego de recibir una docena de balazos, apropiarse de extremidades ajenas e incluso sentir las emociones de otros. También había presenciado cómo robaban identidades, rostros y vidas enteras. Hasta donde yo sabía, eran capaces de hacer cualquier cosa. ¿Cómo podría descifrarlos? Si la maldita Nadie se hubiera dignado a asesinar a alguien, al menos tendría por dónde empezar.
Cuando estaba por llegar, frené a unos metros de distancia para observar una casa muy alta de color café. Era el hogar de Brooke, la chica con la que había tenido dos citas, súbitamente interrumpidas por la aparición de cadáveres. Me había comenzado a gustar, aunque no estuviera seguro de que eso fuera posible, ya que me habían diagnosticado sociopatía, un trastorno psicológico que me provocaba, entre otras cosas, falta de empatía. Por eso, no era capaz de establecer un verdadero vínculo con Brooke, aunque realmente disfrutara de su compañía y soñara con ella por las noches. Sin embargo, los sueños no eran buenos y mi compañía era aún peor, por lo que me parecía bien que ella hubiese decidido alejarse de mí. No nos habíamos separado, porque técnicamente nunca habíamos estado juntos
, pero yo lo vivía como una analogía platónica de ruptura –o como se diga– por las fuertes y terminantes palabras que me había dirigido: Te tengo miedo y no quiero verte nunca más
. Frase imposible de malinterpretar.
En parte la comprendía, ya que, después de todo, yo me había acercado a ella con un cuchillo, lo cual era algo difícil de superar por más que tuviera una buena razón para hacerlo. Sálvale la vida a una chica mientras la pones en peligro, y apenas tendrá tiempo de agradecerte antes de marcharse para siempre.
Aun así, aquello no me impedía detenerme cada vez que pasaba por su casa –al igual que esta noche– y preguntarme qué estaría haciendo. ¿Qué importaba si ella me había dejado? La verdad era que todos me habían abandonado. La única persona que realmente me importaba era Nadie, y estaba a punto de matarla.
¡Felicitaciones a mí!
Solté el freno y avancé unos metros más hasta la funeraria
del final de la manzana. Era un edificio bastante grande, con una capilla, algunas habitaciones y, en el fondo, una sala para
embalsamar. Mamá y yo vivíamos en un pequeño apartamento en el piso de arriba. La funeraria era nuestro negocio familiar, pero, para evitar inconvenientes, manteníamos en secreto el hecho de que yo era quien embalsamaba los cuerpos. ¿Acaso dejarías que un chico de 16 años se ocupara de embalsamar a tu abuela? El resto de la gente, tampoco.
Acomodé la bicicleta contra la pared del estacionamiento y abrí la puerta de servicio. Adentro, había un hueco de la escalera que tenía dos salidas: la entrada de abajo conducía a la funeraria y la de arriba, a nuestro apartamento. Como la luz se había quemado, subí a tientas en medio de la oscuridad. La televisión estaba encendida, lo que significaba que mamá continuaba despierta. Cerré los ojos y me los froté por un instante. Realmente no tenía ganas de hablar con ella. Permanecí en silencio, mientras me preparaba para el encuentro, pero, de pronto, una frase de la televisión me llamó la atención:
–…lo encontraron muerto…
Esbocé una sonrisa, al mismo tiempo que abría la puerta. Había ocurrido otro asesinato. Finalmente, Nadie había matado a alguien. Luego de 63 días de espera, todo comenzaba.
Primer día.
L a demonio había matado a un pastor.
En las noticias informaban que habían encontrado al hombre sin vida en el jardín de la Iglesia presbiteriana del Trono de Dios. Cerré la puerta y me senté en el sofá junto a mi madre, mientras ambos observábamos la televisión en silencio. Era demasiado bueno para ser cierto. El sheriff Meier describía la escena del crimen: el pastor estaba tumbado boca abajo con dos largas varas que sobresalían de su espalda; una era una fregona sin el extremo y, la otra, un mástil despojado de la bandera. Las tenía incrustadas entre las costillas, específicamente en el espacio correspondiente a ambos omóplatos, una de cada lado. Me incliné hacia adelante para verlas mejor, demasiado sorprendido como para esconder mi entusiasmo.
–¿Puedes creerlo? –preguntó mamá–. ¡Pensé que ya habíamos superado todo esto!
–Conozco a este asesino –dije con suavidad. Poco a poco, iba reconociendo los indicios.
–¿Qué?
–Este es un verdadero asesino.
–Por supuesto que es un verdadero asesino, John. El pastor está muerto.
–No, me refiero a que no es un simple chico del pueblo. Hace algunos años, leí sobre un crimen exactamente igual a este. ¿También le quitó las manos?
–Además de las varas en la espalda, el asesino le cortó las manos y la lengua –anunció el presentador con la mirada sombría.
–¡Ajá! –exclamé, mitad riéndome.
–¡John! –protestó mamá con severidad–. ¿Qué clase de reacción es esa?
–¡Es el Manitas! –expresé con ímpetu–. Siempre les hace lo mismo a las víctimas: les corta las manos y la lengua, y las deja afuera con estacas en la espalda –me quedé observando la borrosa foto de la escena del crimen, mientras sacudía la cabeza con asombro–. No tenía ni idea de que era un demonio.
–Tal vez no lo sea –respondió mamá, al mismo tiempo que se ponía de pie y llevaba el plato de la cena a la cocina. Ella había visto al primer demonio y había escuchado hablar del segundo, pero aún le resultaba incómodo conversar del asunto.
–Por supuesto que es un demonio –dije–. Crowley era un demonio y Forman, el segundo demonio, había venido por él. Ahora otro demonio vino en busca de este último.
–No tienes forma de saberlo –contestó finalmente, luego de permanecer en silencio durante un instante.
Todavía no le había contado a mamá acerca de la llamada telefónica con Nadie, porque se habría interpuesto en mi
camino para protegerme.
–¿Cuántas probabilidades hay de que haya tres asesinos seriales que no tengan relación entre sí en un pueblo de estas magnitudes? –le pregunté, siguiendo sus pasos hacia la sala–. ¿Y por qué diablos vendría el Manitas, cuyos ataques fueron siempre en Georgia, al condado de Clayton, en Dakota del norte, justo dos meses después de la desaparición del último demonio?
–Porque este pueblo está maldito –respondió rotundamente.
–Pensé que no creías en los hechos sobrenaturales.
–No me refiero a que esté literalmente maldito –dijo mientras me daba la espalda–. Quiero decir que… No sé lo que quiero decir. ¡Son demonios, John, o algo similar! No sé… no sé por cuánto tiempo más podremos quedarnos.
–No podemos irnos –repliqué con rapidez. Quizás con demasiada rapidez, ya que mamá permaneció con la vista fija en mí y, de inmediato, me señaló con enfado.
–¡Oh, no! –exclamó–. No, no, no, no, no. No vas a perseguir a este como a Bill Crowley. No vas a jugar al superhéroe y poner en riesgo tu vida como un idiota.
–No soy un idiota, mamá.
–Bueno, pero tienes comportamientos demasiado estúpidos como para ser un genio –contestó–. Crowley intentó matarte y Forman casi lo logra. También estuvo a punto de asesinar a Brooke y a Curt. Esto no es un juego.
–No sabía que te preocupabas tanto por Curt.
–No quiero que muera –gritó–. Solo quiero que se aleje de nuestras vidas. Es un imbécil arrogante, pero no por eso puedes matarlo.
–Qué bueno que no lo hice –dije, cada vez más enfadado.
–No, pero por culpa de tu obsesión con estos… lo que sean… casi mueren personas inocentes. ¿Cuánta gente más debe morir para que te eches para atrás?
–La pregunta es, ¿cuánta gente morirá si yo me echo para atrás?
–Para eso están los policías.
–El Manitas asesina gente desde hace al menos cinco años y, ahora que sabemos que es un demonio, probablemente desde hace siglos. Si la policía es tan estupenda, ¿por qué no lo capturó?
–No irás tras él –espetó mamá con firmeza.
–La policía no tiene ni idea de cómo luchar contra un demonio –dije, intentando mantener la calma–. No sabe con quién tiene que lidiar, pero yo sí. Ya detuve a dos de ellos y, si logro detener a este, podré salvar cientos de vidas, o tal vez miles. ¿Piensas que esto va a matar a un par de personas y luego desaparecerá para siempre? No, mamá, va a asesinar y asesinar hasta que no queden más víctimas.
–Él –me corrigió mamá, con la mirada fija en mí.
–¿Qué?
–Lo llamaste esto –respondió, haciendo uso de su autoridad–. Sabes que no puedes utilizar el término esto. Tienes que decir él.
Cerré los ojos y respiré hondo. Una de las características de los sociópatas, especialmente de los asesinos seriales, era que dejaban de considerar a la personas como personas y las veían solo como objetos. Cada vez que estaba alterado o dejaba de pensar con claridad, comenzaba a llamar esto a las personas, lo cual iba en contra de mis reglas.
Pero las reglas estaban diseñadas para los seres humanos.
–Es un demonio –exclamé–. No es una persona humana. No puedo deshumanizar algo que no es humano.
–Es un ser vivo que piensa; humano, demonio o lo que sea –contestó mamá–. No sabes lo que es, pero sí sabes quién eres tú y, por eso, tienes que cumplir tus reglas.
–Lo siento –mis reglas. Ella tenía razón–. Él o ella –añadí rápidamente–. Podría tratarse de una mujer.
–¿Por qué lo dices?
Porque la voz con la que hablé era de una mujer, pensé.
–No lo sé –respondí–. Quiero decir que aún no lo sabemos –con indignación fingida, agregué–. ¿Estás insinuando que todos los psicópatas son hombres, o que todos los hombres son psicópatas?
–No estoy de humor para hacer bromas –dijo, mientras apagaba la televisión–. Me voy a la cama. No más noticias ni asesinos. Mañana seguiremos hablando.
A regañadientes, regresé a la cocina y me serví un tazón de cereales. Como generalmente me dormía después de las 2:00 am, me quedaba mucho tiempo para estudiar la situación.
Ya contaba con un poco de información acerca del Manitas,
porque había leído noticias sobre él. Sabía que era un asesino poco convencional proveniente de Macon, Georgia, o, al menos, allí habían encontrado a su primera víctima y también a la tercera. Cada nueve meses, viajaba a un sitio distinto dentro de Georgia para cometer un asesinato. Todas las escenas del crimen coincidían con la que había ocurrido aquí: solía matar a las víctimas en sus lugares de trabajo o en sus hogares, les quitaba las manos y la lengua, arrastraba los cadáveres hacia afuera, les clavaba dos varas en la espalda y desaparecía. Todavía no se habían encontrado pruebas reales de su identidad, pero se inferían algunos datos de los crímenes mismos. En primer lugar, todos asumían que se trataba de un hombre por dos motivos: la tremenda fuerza física que se necesitaba para amputar las manos, desplazar los cuerpos e insertar los
