La casa de la moira
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La casa de la moira - Sergio Sánchez Benítez
La casa
de la Moira
Sergio Sánchez Benítez
Ilustraciones de María Montes Sueiro
Bululú
Para Kasia
1. Desde las Cuatro Torres
Desde la azotea de la Torre Norte aquella casa feota y antigua parecía una mosca sucia y peluda atrapada en una tela de araña. Podríamos haberla llamado de mil formas diferentes –el chalé siniestro, el castillo maldito, el hogar del horror–, pero los niños del barrio la llamábamos, sencillamente, la casa de la bruja. En su interior, como en la atracción de feria, vivía –entre telarañas y rodeada de murciélagos, sapos y culebras, suponíamos nosotros– una extraña señora sobre la que se contaban mil y una historias, a cual más espantosa. Esa señora, claro, era la bruja, y aunque solo la veíamos de lejos nos daba a todos muchísimo, pero que muchísimo miedo.
La casa de la bruja debió de ser blanca en otro tiempo, pero el paso del tiempo y la contaminación la habían teñido de un gris plomizo. Su aspecto te metía el miedo en el cuerpo nada más verla. En especial, los días de tormenta, cuando las nubes tenían el mismo color que los muros de la casa maldita. Sobre su tejado medio hundido, se alzaba una chimenea enorme y un pararrayos en forma de espantapájaros. Las ventanas no tenían cristales y, para que no entrara el viento ni el agua de la lluvia, su misteriosa habitante había tapado los vanos con trozos de cartón y bolsas de plástico. El conjunto parecía un pastel de dos pisos que se hubiese aplastado contra el suelo y estuviese a punto de derrumbarse del todo.
La casa estaba rodeada por una parcela de tierra no muy extensa, donde la bruja había plantado un pequeño huerto. A veces la veíamos trabajar allí, con una pamela enorme y medio rota en la cabeza y unas gafotas negras, recolectando tomates y zanahorias. Algunas gallinas y un par de conejos correteaban en libertad alrededor de la casa.
La parcela, con la casa en medio, era una isla, pero en lugar de mar estaba rodeada de autopistas. Entre la civilización de hormigón y aquella casa embrujada se interponían los cuatro carriles de la autopista X-40 y, por la parte de atrás, los ocho carriles de la X-30 la abrazaban hasta dejarla sin respiración. En aquel océano de asfalto, se oían los bufidos de ballena de los camiones, el mar encrespado de las motocicletas que rugían al batir contra acantilados de aire contaminado y el zumbido sordo del oleaje de los coches que nunca cesaban de pasar.
¿Cómo salía la bruja de aquella isla? A los niños del barrio la respuesta nos parecía muy sencilla: volando a lomos de su escoba mágica. ¿Acaso no era una bruja? Y como nunca la habíamos visto por el barrio, pensábamos que volaba muy lejos, quizá a algún país lejano para hacer sus compras, ir al médico y raptar algún niño para comérselo en la merienda. Algún día, pensaba yo, su escoba se quedaría sin gasolina o simplemente le daría pereza surcar los cielos, entonces cruzaría la carretera e iría a por nosotros.
Como nuestros padres nos habían prohibido terminantemente acercarnos a aquella casa tenebrosa, eso aumentaba el misterio. No era más que una de esas prohibiciones un poco absurdas típicas de los adultos, que a base de prohibir se creen más poderosos e importantes. No hacía falta prohibirnos nada porque la bruja nos daba un miedo atroz. Y, además, estaban las autopistas que rodeaban la casa. Había que estar bastante loca y correr tan rápido como la luz para cruzar la carretera y llegar a la casa sin que te atropellara un coche. Y, sin embargo, tengo que reconocer que aquella casa nos fascinaba. Y a mí, en especial, todo lo que tenía que ver con la bruja me atraía mucho, diría incluso que me tenía embrujada. Me pasé muchas tardes observando la casa desde el borde de la autopista e, incluso, llegué a espiar a la bruja con los prismáticos de Manolito, el hijo del policía, para intentar descubrir qué hacía dentro de su casa, aunque nunca llegué a descubrirlo.
¿Y quién era la bruja?, te estarás preguntando. No sabíamos mucho de ella, porque nunca la habíamos visto de cerca. Ya te he dicho que la bruja no cruzaba nunca