El príncipe teje tapices
Por Carlos Rubio y Vicky Ramos
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Congruentes con las últimas tendencias de la literatura infantil, estas son historias para niñas y niños que viven en el siglo XXI con amor, sensibilidad, creatividad y humanismo. Pero también son cuentos para personas adultas que aún habitan el vasto territorio de la infancia.
Carlos Rubio
Carlos Rubio (Toledo, 1951), doctorado en la Universidad de California (Berkeley), ha enseñado en la Universidad de Tokio (1985-1990). Lexicógrafo (Diccionario Crown Español-Japonés, Sakura: Diccionario de cultura japonesa), traductor individual o en colaboración de más de treinta obras de literatura japonesa al español y divulgador de la misma (Claves y textos de la literatura japonesa, El pájaro y la flor, El Japón de H. Murakami, Los mitos de Japón, Mil años de literatura femenina en Japón). En 2014 recibió la Orden del Sol Naciente que concede la Casa Imperial de Japón. En la actualidad colabora con Casa Asia y Fundación Japón impartiendo cursos y conferencias. Es cotraductor, con Rumi Tani Moratalla, de Heike monogatari (2015), de Historia de los hermanos Soga [Soga monogatari] (Trotta, 2012), y de Kojiki. Crónicas de antiguos hechos de Japón (Trotta, 4ª edición en marzo de 2023).
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El príncipe teje tapices - Carlos Rubio
El príncipe teje tapices
Los dedos se deslizaron suavemente por la tersura del hilo. Las manos no tomaban la aguja, más bien se podría decir que bailaban con ella, curiosa danza era aquel ir y venir del rayo de seda, tendido en el telar de alto liso. Así, inclinado levemente sobre el paño, el príncipe tejía los tapices que deslumbraban la alborada.
—¿Quién hace esos tapices? –preguntaban los mercaderes que pasaban frente a las torres del palacio–. Miren qué delicadeza la que cuelga bajo la ventana. Nunca, ni chinos ni babilonios han hecho preciosidad parecida. Allí está el dragón en el tramado, con escamas de oro y ojos parecidos a vivos zafiros. Cualquiera podría decir que se encuentra a punto de lanzar llamaradas por su boca entreabierta. ¿Cuál es la artesana que hace soñar los hilos? La contrataré ahora mismo para que me haga paños que llevaré a vender por el mundo.
—Es el príncipe el que teje tapices –contestaba la mujer que vendía frutas bajo la sombra del toldo–. Es nuestro joven y único príncipe, futuro rey de estas tierras, dueño de esas manos tan delicadas.
—¿Quién inventa esos tapices? –preguntó la abadesa, quien, sentada sobre la mula, pasaba acompañada de las novicias–. Ninguna de las hermanas del convento mezcla los hilos de colores tan graciosamente. Ninguna ha hecho esos peces que parecen nadar sobre el paño, ese minotauro que se escapa del prado. Quiero llevarme a esa maestra tapicera para que enseñe a tejer a las principiantes, con esa rara mezcla de arte y técnica.
—No es ninguna maestra tapicera –insistió, ahora, el vendedor de cerdos desde la esquina de la calzada–. Es nuestro joven príncipe el que teje. Dicen que cuando se sienta en el telar, sus ojos se entrecierran. No ha faltado quien diga que un ángel le dice cuál es el hilo correcto, la línea secreta del entramado.
Así, sin dejar un nudo en el revés del paño, el príncipe pasaba el hilo entre las bovinas del telar. Su negra cabeza se movía de un lado a otro, con una rapidez inusitada, y en la tela aparecían pájaros a punto de alzar el vuelo y una mujer que viajaba en un barco repleto de libros.
—Hijo, tenés que comer aunque sea un poco –insistía la reina, sosteniendo un plato de sopa–. Te encerrás a tejer tapices y no hay quién te saque de aquí. Tan solo puedo ver tu figura delgada detrás del telar. Vamos, comé un poco.
Y el muchacho asomaba su rostro pálido por encima de la tela. Sus ojos parecían también tejidos con finas agujas.
—Ya no puedo pensar en otra cosa, madre, que en tejer. Desde que te veía inventar tapices en el cuarto de costura, rodeada de las comadres y las comadronas, supe que no tenía palabras para decir lo que sentía, que tan solo con los hilos podría contar lo que contemplo con los ojos cerrados. Mirá, anoche soñé con esta muchacha, quien lleva una ajorca de cristal en su tobillo. Ella me insistía, téjeme, teje nuestra historia para que, así, sabios y niños puedan conocerlo.
—Nada de tejer. Ya es suficiente –vociferó el rey en el marco de la puerta. Su inmenso cuerpo, coronado por la abundante cabellera grisácea, lo hacía parecer un león desdibujado–. Ya basta de hilos, dragones y ajorcas de cristal. Un príncipe no puede pasarse la vida sentado ante un telar. Un futuro rey debe pensar en asuntos fundamentales para su pueblo.
El monarca entró dando zancadas a la habitación, arrugó el tapiz que el príncipe terminaba de crear y se lo quitó de la mirada.
—Bien sabes que el gobernante del reino vecino quiere declararnos la guerra. En cualquier momento irrumpirá en nuestras fronteras, con sus tropas, dispuesto a arrebatarnos cada prado o aldea que compone nuestro reino –y al mismo tiempo que hablaba, guardaba las carruchas de hilos y las agujas de diversos tamaños en el baúl–. En una situación así, el futuro rey debe alistarse, junto a todos los nobles, los caballeros y los jóvenes del pueblo, para defender la honra del territorio. ¿Para qué sirve un príncipe que solo habla de bordados y textiles? No, un verdadero príncipe es el que sabe empuñar la espada, clavar certeramente la lanza y dirigir a miles de hombres a la inmensa victoria de la batalla.
La reina se levantó y empezó a sacar las carruchas de hilo de la caja, mientras reprochaba:
—Él tan solo tiene diecisiete años, está muy joven. Recordá que el maestro de esgrima dijo que este niño no sirve para asuntos de espadas, pero, en cambio, los hilos se convierten en resplandores mágicos cuando él los combina en la lanzadera.
—Yo soy el que da las órdenes –gritó el rey con mayor fuerza–. Mañana el príncipe empezará los entrenamientos con los altos oficiales del ejército.
Y el joven, que tenía pocas palabras y muchos hilos a su haber, se quedó callado, inmutable, sin poder expresar, ni siquiera, el más pequeño pensamiento.
Así, en los días siguientes, apenas el gallo se ponía en una pata y llamaba a la alborada, el joven príncipe ya tenía el arco en una mano. En la otra, la flecha temblaba débilmente; una flecha que era tomada, como si se tratara de una inmensa aguja. El maestre señalaba el centro de la pizarra con círculos concéntricos.
—Un príncipe debe acertar ahí –insistía–, justo en el centro.
Y el joven, con dedos que podían hacer volar pájaros de lino, pero no armas ni proyectiles, lanzaba las flechas en todas las direcciones inimaginables: hacia el césped, hacia los troncos de los árboles y hasta rozaba la cabeza de los caballeros, pero no caía en el real centro de la pizarra, sitio donde se debía medir la fuerza de su nobleza.
—Debe vestir una armadura pesada –rugía el rey montado a caballo, bajo el sol ardoroso de media mañana–. El príncipe debe verse respetable, grandioso, levantando la cabeza coronada por un penacho rojo.
Y a su lado, el ujier de armas insistía:
—No puede ser, su majestad. El joven príncipe es delgado y pequeño. Su cuerpo no soportaría el peso de una armadura de ese calibre.
—Pues ordeno que se la confeccionen de hierro, con un peto de acero y hombreras