Huracán Otto, la noche que duró muchos días
Por Carlos Rubio, Mabel Morvillo, Floria Jiménez y
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Carlos Rubio
Carlos Rubio (Toledo, 1951), doctorado en la Universidad de California (Berkeley), ha enseñado en la Universidad de Tokio (1985-1990). Lexicógrafo (Diccionario Crown Español-Japonés, Sakura: Diccionario de cultura japonesa), traductor individual o en colaboración de más de treinta obras de literatura japonesa al español y divulgador de la misma (Claves y textos de la literatura japonesa, El pájaro y la flor, El Japón de H. Murakami, Los mitos de Japón, Mil años de literatura femenina en Japón). En 2014 recibió la Orden del Sol Naciente que concede la Casa Imperial de Japón. En la actualidad colabora con Casa Asia y Fundación Japón impartiendo cursos y conferencias. Es cotraductor, con Rumi Tani Moratalla, de Heike monogatari (2015), de Historia de los hermanos Soga [Soga monogatari] (Trotta, 2012), y de Kojiki. Crónicas de antiguos hechos de Japón (Trotta, 4ª edición en marzo de 2023).
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Huracán Otto, la noche que duró muchos días - Carlos Rubio
Huracán Otto,
la noche que duró muchos días
Minor Arias, Ani Brenes, Rodolfo Dada
Ana Coralia Fernández, Jaime Gamboa, Daniel González
Floria Jiménez, Mabel Morvillo, Lara Ríos, Carlos Rubio
Ilustraciones
Ruth Angulo, Álvaro Borrasé, Héctor Gamboa, Wen Hsu
Nela Marín, Vicky Ramos, Josefa Richard, Lucy Sánchez
Presentación
Otto fue el nombre que se le dio a un huracán que golpeó varios países entre el 21 y 26 de noviembre de 2016. Por sobre todo afectó a Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Causó desbordamientos de ríos, caídas de laderas y destrucción de casas, escuelas, puentes y caminos. Fueron días y noches de angustia para cientos de personas que se vieron obligadas a dejar sus hogares y refugiarse en albergues, algunas de ellas desconocían el paradero de familiares y amigos.
Hubo árboles derribados y animales que también sufrieron sin posibilidad de salvarse del golpe del viento y la fuerza de la lluvia. Fue un tiempo de incertidumbre en el que constantemente se interrumpían los servicios de electricidad y agua potable, no se dieron clases y miles de adultos no pudieron cumplir con sus trabajos habituales.
La cooperación fue casi inmediata y las personas se organizaron para ayudar con alimentos, medicinas o ropa para quienes más lo necesitaban. Sin embargo, un grupo de escritores e ilustradores supo que había otra manera de ayudar, pues era necesario dejar un testimonio de fantasía y esperanza para que se conocieran los hechos ocurridos en el futuro. Se dispusieron a escribir y crearon cuentos, poemas e imágenes.
Casi un año después, la tormenta tropical Nate provocó mayores daños que Otto. El cielo volvió a tomar ese color grisáceo, llovió constantemente y fue necesaria la apertura de albergues en diferentes lugares del país. Esperamos que no se repitan desastres naturales con esa intensidad… Y como un legado queda este libro, es señal de que los golpes del viento, el agua y el barro pueden causar terror y dolores pero no nos arrebatan la solidaridad y la hermandad que nos caracterizan en este gran hogar que es Costa Rica.
Y de pronto, un día...
Ana Coralia Fernández Arias
Ilustró Lucy Sánchez
El viento se convirtió en un lobo y aulló toda la noche.
Arrancó paredes, inundó el patio y la escuela donde habito.
Los vi salir a todos primero como tortugas, después como venados.
La luz que alumbraba la clase se apagó como una candelita de cumpleaños.
La llanta que servía de columpio, amarrada a un mecate en uno de mis brazos, sirvió de salvavidas a los últimos habitantes de mi barrio.
Las voces se callaron.
No hubo más juegos.
Y el miedo bailó al vaivén de los chubascos.
Todo soledad. Todo barro.
Una noche de tres días y aquí quedé solitario.
Me gustan los bosques.
Me gusta jugar con los niños.
Me gustan los bosques y los niños.
Los bosques porque son mi casa.
Los niños, porque se suben a mí y descubren nidos.
Imaginan que son gigantes viendo el horizonte desde mis hombros.
Gustoso daría una parte de mí para que se hicieran un trompo, un yoyo o un caballito de palo o una balsa para andar los siete mares aunque fueran imaginarios.
Así podrían viajar llanura arriba, llanura abajo, inventando aventuras.
Y yo iría con ellos y podría salvarlos y no solo quedarme inútil, parado, inmóvil a merced del viento y el agua.
Nací hace 70 años, aquí en Upala.
Y como al que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija
, mis padres me protegieron del ardiente sol y de la fuerte lluvia.
Crecí libre, sin miedo y heredé mil memorias de mis antepasados. Ellas corren por mis venas.
Y cuando fundaron el pueblo, tuve la suerte de que construyeran la escuela, justo al límite del bosque que es mi hogar.
Cada tres campanadas, los niños salían alborotados a jugar quedó y bola.
Yo les servía de punto cuando jugaban al escondido y hasta de caja fuerte porque en mis hoyos ocultos guardaban sus tesoros: bolas de vidrio, frutas, fotos, cartas de naipe o papelitos de colores.
Y después del mediodía solo silencio, hasta la mañana siguiente, cuando de nuevo sus gritillos alegraban mi corazón.
Yo era el testigo silencioso de sus alegrías y de sus tristezas, porque más de una vez, alguno venía a llorar a mi tronco por haber perdido un examen