National Geographic México

HACIA LA MONTAÑA, A UN MUNDO PERDIDO

EN UNA OSCURA NOCHE DE FEBRERO, Bruce Means estaba solo en las profundidades de las montañas de Pacaraima, al noroeste de Guyana. Mientras exploraba el bosque nuboso con la linterna de su casco, observó a través de sus gafas empañadas un mar de árboles centenarios cubiertos por barbas de musgo verde. El aire húmedo, impregnado de olor a plantas y madera en descomposición, vibraba con una sinfonía melódica de ranas que lo atraía como un canto de sirena hacia lo más profundo de la selva, hasta el punto de preguntarse si alguna vez lograría salir.

Apoyado sobre su mano en un árbol joven para mantener el equilibrio, Bruce dio un paso titubeante hacia adelante. Sus piernas temblaron al hundirse en la hojarasca pantanosa y maldijo su cuerpo de 79 años. Al inicio de esta expedición, me confió que pensaba iniciar con lentitud, pero que se fortalecería cada día a medida que se aclimatara a la vida en el monte.

Después de todo, durante su carrera como biólogo de la conservación había realizado 32 expediciones en esta región. Yo había visto una foto suya de joven: un hombre de la selva de 1.93 metros, alto y de hombros anchos, con el pelo recogido en una cola de caballo y una enorme serpiente que colgaba de su cuello.

Me había contado historias sobre cómo viajaba en autobuses desvencijados en los años ochenta a través de las llanuras de la Gran Sabana venezolana y luego se adentraba en las montañas, adonde iba en busca de nuevas especies de anfibios y reptiles. Una ocasión pasó días solo en la cima de un pico oscuro, a veces desnudo, donde vivió lo más cerca posible del mundo natural. Todo era una extensión de las exploraciones que hizo de niño al sur de California, cuando recorría las colinas de Santa Mónica en pos de lagartos, caimanes y tarántulas, o como le gusta decir, “pequeñas experiencias de la magnificencia de la naturaleza”.

Esa filosofía lo había traído hasta aquí. Claro, la cola de caballo ahora era gris y delgada, y con 129 kilos estaba muy por encima de su peso de combate, pero me aseguró que aún tenía bríos. Pronto encontraría su ritmo.

Sin embargo, la selva –con sus enjambres de insectos, lluvia incesante y ciénagas que amenazan con tragarse a una persona enteratiene su forma de desgastarte; tras una semana de caminatas escabrosas y cruces interminables de ríos, era obvio para todos en la expedición que Bruce se debilitaba a cada día. Las tierras silvestres de Guyana no son sitio para un septuagenario fuera de forma.

No obstante, ya había visto a Bruce recuperarse antes. Habíamos hecho tres viajes a esta región, un remoto foco de biodiversidad llamado cuenca del río Paikwa, que se ubica en el límite norte de la selva amazónica. El interés principal de Bruce aquí eran las ranas, y si el planeta albergaba un paraíso de estos animales, de seguro era este.

Las ranas desempeñan un papel fundamental en los ecosistemas de todo el mundo, pero en ningún lugar han existido durante más tiempo que en las selvas ecuatoriales como ésta. Durante millones de años, los ejemplares de este sitio han seguido una serie de caminos evolutivos que dieron lugar a una profusión de especies

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