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El Rincón de los Bravos
El Rincón de los Bravos
El Rincón de los Bravos
Libro electrónico295 páginas4 horas

El Rincón de los Bravos

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El Rincón de los Bravos es un pueblo montañoso cuyos pobladores descendían de los Haschis, tribus guerreras y salvajes, y de su rival los Poxua, tribus pacíficas cuyo legado fue tallar sus historias en piedras. Del linaje de los Haschis desciende Macedonio Marcuse, hombre violento que no tiene escrúpulos para satisfacer sus deseos y someter a su familia mediante tratos crueles. Su esposa, Amanda Pertés, pertenece al linaje de los Poxua. Producto de esta unión, Macedonio Marcuse se apropia de la herencia de Amanda: las piedras talladas, codiciadas por coleccionistas y guijarreros. Su ilegal posesión y comercialización por parte de Macedonio Marcuse y de su socio Félix Centurión desatará en esta familia un cúmulo de desgracias. Amanda, con la ayuda de un estudioso de estas piedras, Alfonso, no solamente procurará dar freno al expolio, sino también al maltrato.

IdiomaEspañol
EditorialLily Taibo
Fecha de lanzamiento28 mar 2020
ISBN9780463404423
El Rincón de los Bravos

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    El Rincón de los Bravos - Lily Taibo

    EL RINCÓN DE LOS BRAVOS

    Lily Taibo

    EL RINCÓN DE LOS BRAVOS

    Primera edición: marzo de 2020

    Copyright © 2020 Lily Taibo

    Editado por Editorial Letra Minúscula

    www.letraminuscula.com

    contacto@letraminuscula.com

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

    Índice

    PRIMERA PARTE

    I

    II

    III

    IV

    V

    SEGUNDA PARTE

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    TERCERA PARTE

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    EPÍLOGO

    PRIMERA PARTE

    I

    Samuel llevaba varias horas sentado sobre las ramas de un ceibo con la mirada sumergida en la espesura. Bajo sus pies, el verdor se expandía hasta el horizonte. De rato en rato, elevaba los ojos mezclando los colores del cielo con los del camino; entonces su ánimo se teñía de alegría. Mimetizado con el tronco del árbol, su cuerpo acartonado, poblado de cicatrices, engañó a una paloma que confiada se acercó rozando sus cabellos. Cuando se posó en su hombro izquierdo hubo segundos de quietud compartida, luego el ave retomó su vuelo y Samuel vio destellos de libertad en esas alas. Tuvo un fuerte impulso de seguirla. Sintió que si extendía sus brazos y dejaba escapar el deseo, lograría volar como la paloma y liberar su alma para siempre.

    Ese día la suerte estuvo de su lado. Un grito perturbador, el mismo de siempre, lo sacó del éxtasis y evitó la caída que le hubiera significado una o varias marcas más a su flagelado cuerpo. Era Úrsula, la hermana mayor. Lo maltrataba a diario, solía estampillar sobre su espalda varillas de papiro que cortaba cada mañana. Cuando bajó del ceibo, las piernas le respondieron con dificultad por temor a la varilla que Úrsula agitaba mientras le gritaba que era un haragán y que ella no podía sola con todo.

    Era domingo, su día libre. Quiso expresar lo que sintió arriba, en el árbol, entre el cielo y la tierra, pero no pudo. De todos modos, ella jamás lo hubiera entendido. Para Úrsula, Samuel era un ignorante, sus palabras y sentimientos no tenían valor. Nunca había asistido a la escuela. Su padre, don Macedonio Marcuse, era un hombre violento, rara vez le dirigía la palabra y solo lo hizo por primera vez cuando Samuel aún era un niño, para decirle que su nacimiento había sido un error, que por una extraña maldición dos fetos fueron cambiados de lugar y que, si bien a él lo había expulsado del vientre Amanda Pertés de Marcuse, en realidad lo tendría que haber parido una burra. Un año después, cuando se enteró de que también se llamaba Samuel uno de los burros que pertenecían al viejo Zacarías, terminó por asumir como verdadera su historia.

    Úrsula apuraba el paso mientras la varilla levantaba polvo por la angosta senda entre los arbustos. Recriminó a Samuel por dejarla sola en el establo. Lo mandó a ordeñar las tres vacas que faltaban y a limpiar las botas de su padre. Milagrosamente, ese domingo la varilla no tocó ni un centímetro de su cuerpo. Al día siguiente, ayudó a los gemelos Pilo y René con la leña, también acarreó los palos de tipa que se usarían para cercar la nueva huerta. Por la noche, después del estofado y la rebanada de pan, con el último aliento contenido, ayudó a lavar los trastos y barrer la cocina.

    Antes de acostarse, sacudió el roído colchón de lana por si hubiera algún bicho dando vueltas. Soñó con su madre burra y tuvo fiebre; en el campo, junto a ella y de cuatro patas arrancaba el pasto con los dientes. Por más que masticaba y masticaba, no lograba tragar. La dureza de la gramilla lastimaba su boca que sangraba, pero él insistía en llevar al estómago esa bola áspera y repugnante. Cuando despertó, sintió su cuerpo mojado por el sudor, apestaba, llevaba cinco días sin lavarse. Por la sequía, el agua escaseaba en el pozo. Irían al arroyo el lunes, le había dicho Úrsula.

    La fiebre lo acompañó toda la noche. El dolor de estómago se hizo más agudo. Todavía estaba oscuro cuando salió al patio. El aire fresco y puro delató lo irrespirable de la habitación, porque inmediatamente sintió alivio. Caminó hasta los árboles de mandarinas donde su padre siempre orinaba. Asqueado, giró a la derecha por el caminito de tierra que serpenteaba hasta el pueblo. El silencio era solo interrumpido por el trinar de los gorriones y canarios que anunciaban la aurora. No había rastros del ganso de plumas grises y pecho amarillo que custodiaba el sembradío con sus graznidos y recorría de punta a punta la plantación de maíz bordeando la cerca de bambú que limitaba la hectárea de don Aníbal.

    Observó el amanecer. Los rayos del sol inundaban el espacio, se deslizaban entre las ramas y hojas, lo que resaltaba los colores. Las mazorcas tiernas de maíz eran una tentación, pero a Samuel no le gustaba robar. Entendía que se trataba de algo malo que enfadaba muchísimo a su padre. Recordó la tarde en que Naria, una de las gemelas, sacó de la despensa, sin permiso de Úrsula, las galletas de anís que su padre pocas veces compartía. Samuel tuvo que socorrerla, porque después de tremenda paliza su hermana no pudo moverse por varios días. Comer galletas sin permiso era sinónimo de castigo y en la familia Marcuse cada tanto alguien era golpeado por cualquier motivo.

    La finca de los Marcuse tenía una huerta enorme poblada de árboles frutales. Las manzanas, ciruelas y duraznos maduraban antes que los higos y las uvas. Al terminar el verano recolectaban las naranjas y limones, recogían zapallos, papas y una variedad multicolor de hortalizas. En invierno las batatas y habas eran almacenadas en canastos de mimbre forrados en cuero; las mandarinas, pequeñas y agrias, a duras penas sobrevivían en sus enanos árboles alineados cerca del establo. Samuel pensaba que el culpable era su padre, porque los orinaba demasiado. Las nueces se conservaban en tarros de cobre todo el año. Eran las golosinas con las que Úrsula los premiaba de vez en cuando.

    Macedonio Marcuse controlaba todo a través de Úrsula, quien cumplía con obstinación cada indicación de su padre. Supervisaba cuántas peras y cuántos higos había en cada canasto; las uvas las pesaba en una destartalada báscula que había pertenecido a un tal comandante Dionisio Ponce Ases, «Descendiente de los Poxua y luchador incansable en defensa de su linaje», según revelaba la frase escrita en el viejo cuadro colgado en la pared de la cocina. Se podía observar el dibujo de un rostro rudo y de mirada triste. Samuel prefería evitarlo, siempre se ubicaba de espaldas al cuadro. Bastante tenía con los maltratos de su padre como para estar soportando la mirada del viejo barba roja en cada movimiento que hacía. El cuadro sobrevivía junto a una repisa de madera torneada, donde un recipiente verde y opaco sostenía pétalos y espigas de otras décadas, caídos en el olvido igual que los honores y las oraciones.

    Samuel pensó rebelarse contra su destino, pero su cobardía no lo dejaba actuar. El miedo a ser asesinado por su padre lo paralizaba, estaba harto de los malos tratos y del trabajo pesado que día a día caía sobre sus espaldas. Tenía prohibido bajar hasta el pueblo sin autorización, no podía mostrarse libremente para no llamar la atención de la maestra Berta, quien además era directora y consejera de la nueva escuela que había en El Rincón de los Bravos. El día que ella llegó hasta la finca para llevar a cabo el primer censo escolar, Macedonio Marcuse le habló de todos sus hijos, menos de él y de su hermana Elisa.

    Samuel recordó esa tarde: la maestra acomodó sus cuadernos en la mesa de la cocina, él se dirigió a la despensa, abrió el armario que estaba bajo llave y sacó una caja destartalada con papeles en su interior. Samuel pudo espiar por la ventana de la cocina, protegido tras la tupida enredadera que la cubría, escuchó cómo su padre nombraba a cada uno de sus hermanos y le explicaba a la maestra lo orgulloso que estaba de tenerlos.

    Mientras hablaba, sus labios y ojos se movían groseramente. La expresión de su rostro revelaba falsedad en las palabras. Macedonio Marcuse no amaba a nadie, sus hijos eran esclavos, al menos Samuel pensaba que lo era. Comenzó hablando de su hija mayor, Úrsula, quien tuvo que hacerse cargo de controlar a sus hermanos y supervisar todas las tareas, cuando su querida esposa Amanda Pertés y los gemelos murieron en el último parto. Nombró a Inés y María como las gemelas aventureras que dejaron El Rincón de los Bravos, según él, por un futuro mejor. Dijo que Arturo y Delfina eran los administradores de la finca, que Naria junto a Emma velaban por la seguridad y el bienestar de Peco y Marco, los gemelos que sobrevivieron a un prematuro parto muchos años atrás.

    Tanto la maestra Berta como Macedonio Marcuse coincidieron que no era conveniente enviarlos a la escuela, porque asustarían a los otros niños, ya que se babeaban y gritaban todo el tiempo. Naria y Emma quedaban fuera del programa escolar, así que solo fueron registrados para ir a la escuela Pilo y René.

    Samuel soñaba con leer libros de aventuras y aprender a manejar los números. No era justo que su padre no lo nombrara, lo poco que su madre le había enseñado de pequeño lo olvidó por completo cuando ella murió. Sintió mucha bronca y un impulso tremendo por entrar a la cocina con la escoba o los tachos con agua para el caldo y así hacerse ver con la maestra. Se animaba y desanimaba, apretaba fuerte la escoba en su mano, el corazón le latía apresurado. Así estuvo, dando un paso y retrocediendo, sudando, sus ojos enrojecidos y las uñas clavadas en el mango de la escoba. Por tanta indecisión terminó de muy mal humor. El miedo le ganó la partida, estaba un poco débil para los azotes. Se maldijo por ser tan cobarde.

    Volvió a espiar. La maestra escribía en su cuaderno de registro los nombres de sus hermanos mientras saboreaba uvas blancas que su padre le había convidado. Simulando congoja, Macedonio Marcuse le habló sobre la trágica muerte de su hijo mayor, mellizo con Úrsula, acuchillado, según él, en una confusa gresca con ladrones ocurrida en la finca. Todos en la casa conocían la verdadera historia: Carlos había sido asesinado por un Macedonio Marcuse totalmente borracho, mientras intentaba proteger a su madre de los cachetazos que su padre le estaba propinando. Nadie jamás se atrevió a delatarlo.

    Samuel daba por sentado que su padre prefería tenerlo de sirviente con el trabajo de la casa y el campo antes que darle la oportunidad de estudiar. Sus hermanos menores pasarían el día en la escuela, mientras él, seguramente, cargaría con quehaceres extras. Se apartó de la ventana antes que la señorita Berta se marchara; además, los perros andaban merodeando la cocina y podrían delatarlo. Caminó cabizbajo hacia el arroyo, se recostó sobre un enorme fardo de paja seca y lloró en silencio. Solo una yegua de pelaje gris lo acompañó en su desahogo.

    Pensó nuevamente en marcharse para siempre de El Rincón de los Bravos, pero ¿a dónde iría? Ni siquiera tenía un buen par de botas para una larga caminata. Si al menos supiera dónde estaban Inés y María, tendría una oportunidad de escapar y unirse a sus hermanas, quienes fueron muy valientes, pero él sentía que era un miserable cobarde.

    Una tarde, mientras cosechaban arvejas, Delfina le contó la verdadera historia. La furia de Macedonio Marcuse al enterarse de que solo había nacido una niña y cómo le pagó a una gitana para que se la llevara y no la devolviera jamás. A pesar de los gritos desgarradores de Amanda y pedidos de ayuda, él no se inmutó en recuperar a su hija. Macedonio Marcuse afirmaba que en una familia de sangre noble Haschis como la suya, era una deshonra no procrear mellizos o gemelos, por eso ofreció a Elisa a los gitanos después de nacer.

    Delfina también le relató que al siguiente año, cuando Samuel nació, su padre no pudo regalarlo porque hubo demasiados testigos; que Amanda, temiendo lo peor, había bajado al pueblo por primera vez en años soportando los dolores y que el párroco la auxilió en la iglesia y la ayudó a parir sobre una manta detrás del altar.

    Samuel era despreciado por su padre, lo consideraba un bastardo. Desde pequeño le gritaba la falsa convicción de haber nacido de una burra. Aunque Delfina siempre intentó mostrarle que era una mentira, Úrsula y su padre se empeñaban día a día en hacérselo creer.

    II

    El Rincón de los Bravos era un pueblo escondido entre las montañas, en la región de Altagarras. Lejos, muy lejos, estaban el mar y los nuevos caminos conquistados por el hombre moderno, las ciudades cada vez más grandes y ruidosas devorando colores y perfumes, desplazando y sofocando sin piedad el murmullo de los campos.

    La mayoría de los pobladores de El Rincón de los Bravos descendían de las tribus Haschis y Poxua que vagaron por la región de la Gran Montaña después de que la tierra dejara de tiritar y las gélidas sombras se disiparan para dar lugar a la incipiente luz.

    La tradición oral revelaba el espíritu guerrero y salvaje de los Haschis. Natos cazadores se comían a los niños Poxua, estos se veían forzados a huir de las matanzas y convertirse en nómadas. Cuando los valles volvieron a renacer, llegaron los jabalíes azules, las perdices de cuello rojo, las corzuelas y todo un abanico de pájaros multicolores. Gracias a ellos, y después de casi un siglo de canibalismo, los Haschis dejaron de lado sus costumbres macabras para con los Poxua, tribus pacíficas acostumbradas al acoso de los bárbaros Haschis, quienes terminaron por convertirse en parte de ellos, aunque desde una escala inferior, por lo que soportaron denigrantes posiciones, obligados a ocuparse de las tareas más pesadas como acarrear agua, sembrar, descuartizar las presas, curtir las pieles y construir sus refugios con pesados adobes que muchas veces colapsaban, por lo que se convertían en sus propias sepulturas. Las mujeres más jóvenes eran elegidas para satisfacer a cualquier Haschis que quisiera poseerlas. Los bastardos eran educados como guerreros, pero con extrema rudeza e indiferencia. Ante un enfrentamiento los usaban como escudos.

    Los Haschis habían llegado del norte. Eran esbeltos, lampiños, imponían su presencia casi desnudos. En cualquier escenario, ya sea recostados durante el descanso del ocaso o cazando cabras agazapados por los desfiladeros, siempre lucían perfectos. Sus largos fémures y marcados músculos emulaban a semidioses que emergen de las montañas. Sus rostros cuadrados y pálidos parecían cincelados en mármol.

    En cambio, los Poxua, de piel morena y cabellera cobriza, denotaban una mirada diferente, mezcla de inocencia y picardía. En invierno cubrían sus pies con lonjas de cuero y tripas. Cuando el sol se adueñaba de los días, usaban sandalias de madera blanda y yute graciosamente trabajadas en los bordes, muchas veces con elevadas plataformas que disimulaban el legado de una talla insuficiente. Escultores y místicos, poseían habilidad para trabajar la piedra. Los grabados atraían por su simpleza y elocuencia. Revelaban sorprendentemente escenas cotidianas y tradiciones. Tallaron el sufrimiento de una tribu perseguida y diezmada que sobrevivió, según el mito, gracias a la ayuda de seres extraterrenales, sus ancestros celestiales, dueños de especiales facultades, que acompañaron a los Poxua hasta el final de las matanzas. Se decía que estos seres poderosos tenían una misión secreta en este mundo, que obsequiaron a los Poxua sus herramientas y les enseñaron el oficio de grabar las piedras. Acostumbraban a inmortalizar a cada familiar muerto con el tallado de diez o más piedras, donde plasmaban los acontecimientos más importantes de sus vidas y los hechos más relevantes de su pueblo. Constituía un ritual de purificación que elevaba el espíritu Poxua hacia la luz verdadera.

    Muchos siglos más y una invasión inesperada se necesitaron para acortar diferencias entre ambos linajes, por lo que llegaron casi a convivir en armonía. Después de la sangrienta conquista, la supremacía de los Haschis se desvaneció por completo, cuando ambas tribus tuvieron que luchar para sobrevivir.

    A pesar de que muchísimas piedras fueron saqueadas, los Poxua, quienes las consideraban sagradas, se las ingeniaron para conservarlas. Miles de álgidos y duros tesoros, llenos de significados, fueron escondidos por generaciones enteras.

    Samuel conocía exactamente el lugar donde su padre tenía enterradas piedras grabadas, algunas del tamaño de un ternero. De acuerdo con el volumen y la escena dibujada, los traficantes le asignaban un valor. Las piedras se comercializaban en una especie de mercado negro ambulante que burlaba constantemente a las autoridades, atraía a estudiosos y coleccionistas. Los pueblerinos intercambiaban piedras por dinero, oro, cueros o cualquier otro elemento que les permitiera satisfacer sus necesidades. La mayoría estaba escondida bajo tierra, sobre ellas crecían árboles o verduras. Algunos se las ingeniaron para esconder las piedras colocando cruces sobre montículos de barro simulando tumbas de sus antepasados. Otros construyeron sus establos y corrales sobre miles de piedras grabadas, decenas de túneles y pasadizos llegaban hasta los tesoros de piedra y algunos objetos de oro y plata.

    Con los años, esas estrategias se fueron conociendo y atrajeron a muchos «guijarreros», quienes vagaban con pico y pala en mano matando y saqueando. Se escondían en las montañas hasta lograr vender sus botines a los coleccionistas. Muchas veces eran confiscados por el comisario del pueblo, quien lejos de restituir lo robado a sus dueños, los vendía en el mismo mercado negro que debía erradicar. Las misteriosas piedras trajeron enfrentamientos y muertes.

    III

    Una especie de leyenda prevaleció en el pueblo. Nadie opinaba en público al respecto, pero, cuando irremediablemente el tema se instalaba en los encuentros familiares, el aire se enrarecía y el cabello se encrespaba. Una intriga febril anticipaba que algo terrible podría suceder. Desde siempre en El Rincón de los Bravos se contaron historias y, con el correr del tiempo, lo fantástico se mezcló con lo real. Las interpretaciones hechas a miles de grabados dieron origen a muchos relatos, pero uno cobró fuerzas: el del «final de los tiempos», el cual acontecería después de la conquista con la aparición de la tercera piedra grabada. Ese día sería tan sombrío como la noche. Pocos podrían verla, pero todos sufrirían el horror de las imágenes talladas presagiando el final.

    La piedra podría estar oculta, desde hace siglos, en alguna esquina de El Rincón de los Bravos o en cualquier lugar del valle, tal vez en una cueva de la montaña azul donde Satán buscaba refugio cada vez que se materializaba en Carnaval, cuando el hechizo enajenaba a los pueblerinos de sus pudores.

    Dicen que todo comenzó una tarde de otoño, nadie recuerda exactamente el año, cuando el tatarabuelo de don Braulio Pertés y el abuelo de la señora Julia Venilos encontraron, cada uno en sus tierras, una gran piedra negra. Ambos habían estado desmalezando los surcos para sembrar hortalizas.

    El hallazgo fue simultáneo: también ese día, curiosamente, Santos Solas —el carpintero— era asesinado y descuartizado a sangre fría. Le había comentado a su esposa, la noche anterior, que algo grande iba a dar que hablar en el pueblo. Después de esos hechos confusos, la adversidad se apoderó de todo ser vivo en El Rincón de los Bravos. Hasta las liebres y las salamandras sufrieron alteraciones. Las luciérnagas negaron sus destellos, las raíces de los bananos se pudrieron sin razón aparente. Algunos bebés nacieron dentados, balbuceando malos augurios.

    Una plaga de langostas se triplicó en pocas horas y no dejó nada. El paisaje, velado por las mandíbulas cortadoras, trajo desolación y tragedia. Muchos murieron de hambre y fueron enterrados rápidamente por sus familiares, otros sobrevivieron masticando a sus propias adversarias, las langostas.

    Preocupados por el futuro y unidos por el miedo, en caravana llevaron las dos piedras negras hasta la parroquia. Belisario se llamaba el misionero, los recibió en el altar con doscientas cuarenta y tres velas blancas encendidas, ciento catorce estampitas de madera colgadas en las paredes y mucha agua bendita con la que glorificó a los fieles. Las piedras chatas y pulidas reflejaban, como en un espejo, el desconcierto y sufrimiento de los rostros. Fueron cuidadosamente depositadas a los pies del altar, sobre dos alfombras de lana roja bordadas por la viuda del carpintero Solas. Los rezos se multiplicaron junto con los sahumerios y ofrendas. Hombres y mujeres conmovidos por los sucesos lloraron sosteniendo apenas a sus hijos, tan escuálidos y hambrientos como ellos.

    Tardaron meses en reponerse. La desesperación los llevó a cavar en sus huertas buscando raíces, gusanos o lombrices que devoraron en silencio. Algunos pocos visitantes y comerciantes de paso colaboraron con plantas y semillas.

    Misioneros de la orden Conversión al Infiel, enterados de la tragedia, acudieron a El Rincón de los Bravos. Donde ocurrían tragedias estaban ellos brindando su ayuda a los nativos para después convertirlos. Cargaron en doce mulas jaulas precarias armadas con ramas de quebracho donde chillaban, apretujados, puercos, conejos y polluelos. Construyeron una granja, una huerta y un pequeño dispensario casi a dos kilómetros del pueblo, sobre una lomada. Todas las mañanas, desde su llegada, este grupo solidario preparaba un caldo humeante y nutritivo en cuatro enormes tachos de latón percudidos por el continuo uso y la falta de friega. Para la mayoría, esa sopa espesa, hecha a base de maíz y carne seca, constituía el único alimento diario.

    Al cabo de pocos meses, obsequiaron a cada familia tres gallinas, dos puercos, seis conejos y plantines. En ocasiones, cuando los misioneros conseguían sacos de harina y vasijas con miel, invitaban a las mujeres y a los niños a preparar bollos y panes dulces. Los hornos, como ovillos huecos de entrelazados adobes, conservaban desde el alba el calor de la madera encendida. Allí se doraban los manjares que ayudaban a mitigar el hambre. La saciedad los alejaba de la pena por algunas horas, las suficientes para renovar las esperanzas hasta el próximo festín.

    Cuando la primavera llegó compensando las pérdidas, El Rincón de los Bravos recuperó la alegría. Nuevamente los colores se instalaron en el campo y en las montañas, los árboles, fieles centinelas de los viejos caseríos, regalaron aromas y sabores. Otra vez el mismo paisaje, la misma rutina, los mismos trinos, pero diferentes las miradas.

    Nadie quiso encontrar la tercera piedra, la del «final de los tiempos». A pesar de ello, hubo curiosidad por develar los mensajes de las otras dos. Ambas rectangulares, negras brillantes, se complementaban por uno de los lados.

    La primera delataba en sus grabados muchas lunas y planetas, además de una mancha indefinida en el centro sugiriendo un sol. Se distinguían anillos alineados enmarcando la piedra. Una soga o guía los atravesaba como si se tratara de un ensartado de cuentas. Resaltaba un grabado curioso en uno de los bordes. Una especie de balanza antigua inclinada hacia la derecha parecía anunciar un desequilibrio y apuntaba hacia la segunda piedra, más negra y pesada, que encajaban a la perfección. Esta poseía dibujos dignos de un artista: mostraba a un Haschis y a un Poxua tomados de la mano, la misma soga los envolvía desde las rodillas hasta la cintura y muchas líneas rodeaban sus cabezas, como si fueran rayos irradiando fuerza o luz. Se encontraban de pie sobre una gigantesca plataforma anillada de cuyo centro un fuego abrasador dominaba la escena. Cientos de pequeños trazos y jeroglíficos imprecisos cubrían el espacio, lo que le otorgaba más misterio al grabado.

    ***

    Un día, la rutina volvió a quebrarse junto a los techos y paredes que se desmoronaron, lo que sepultó cuerpos y revivió temores. La tierra, cual indomable corcel, se agitó desaforada intentando quitarse todo de encima. Tras un descomunal estallido, una larga grieta se desplazó reptando por el centro de la Montaña Azul. El infortunio recayó sobre la mayoría de los niños, quienes perecieron aplastados por un cobertizo de madera construido cerca de los establos. Lo usaban como refugio, allí solían jugar y aprender las buenas costumbres bajo la supervisión de jovencitas que preferían cargar con los pequeños propios y ajenos,

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