La renovación
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«No necesariamente el fin del mundo implica que todo acabe. Una esperanza planeada desde siglos atrás, llevará a dos mujeres a una aventura hacia el nuevo mundo.»
Historia de dos mujeres elegidas para formar parte de una nueva civilización ante la inminente extinción de la raza humana.
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La renovación - Liliana Rodriguez Bernal
Título original: La renovación
Imagen de la cubierta de Liliana Rodríguez Bernal
Primera edición: Febrero 2016
© 2016, Liliana Rodríguez Bernal
© 2016, megustaescribir
Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: Tapa Blanda 978-8-4911-2401-6
Libro Electrónico 978-8-4911-2402-3
CONTENTS
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVIII
CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXI
CAPÍTULO XXXII
CAPÍTULO I
C aía la tarde y María caminaba hacia su casa. Aún algo lejos puesto que el autobús que la recogió, decidió detenerse dos paraderos más allá del que acostumbraba para bajarse. Esto le significaba caminar unos quince minutos más. El ruido de la calle distraía su cansancio y apartaba de su mente los pensamientos en los que con gran esfuerzo quería concentrarse. Su día había sido largo y lleno de situaciones que ya sabía manejar. En su bolso llevaba algunas cosas que requería para la cena de su hijo, por eso sentía que no le pesaba.
Tras pasar por la casa del señor Manuel, en la esquina, salía de la misma una melodía que la transportó a otro tiempo o a otra vida tal vez, sin embargo pensó que debía apresurarse y no permitió que el ensueño la atrapara, no obstante esa melodía retumbaría en su mente algo más tarde, como un presagio.
Al llegar a casa, su hijo Tomás, la esperaba en la ventana, lo cual la llenaba de alegría en su interior pues corría a abrirle la puerta. Un tierno abrazo los unía cada tarde.
El alborozo de Tomás hacía que la noche entrara sin que se dieran cuenta. Los cuentos de la escuela, las labores pendientes, la pérdida de la pelota en el campo detrás del patio que daba hacia el ferrocarril, la rodilla raspada y muchas historias más, llenaban la mente de María sacando de su rostro una sonrisa.
En la mesa de la cocina, se sentaban a cenar juntos, lo cotidiano: Algo de pan, una sopa caliente con verduras con la que Tomás jugaba hasta que se enfriaba y algunas veces, algo de carne o pollo. Luego María revisaba el cuaderno de tareas y al ver que estaban completas, llevaba a Tomás a su cuarto para acostarlo, previa la discusión de siempre por el lavado de los dientes que Tomás odiaba.
Esa noche en particular, corría una brisa fría por el patio que hizo que María se estremeciera un par de veces. La luna creciente arriba del tejado le proporcionaba algo de paz. A eso de las 11 de la noche, ya todo en silencio, salvo por el perro de la casa contigua cuyo ladrido ya era parte del ambiente, llegó a la mente de María aquella tonada de la casa del señor Manuel que le sirvió de arrullo para conciliar el sueño, pero la melodía no venía sola, traía consigo una serie de imágenes, o mejor, recuerdos que a María le generaban algo de confusión. ¿Acaso eran sueños? Parecían tan reales… ese lugar no lo conocía, esos aromas tan cargados de sensaciones, personas que pasaban por su lado, podía sentir su roce, un ambiente denso, lleno de polvo, cascos de caballos, color rojizo en el aire. María se dejó transportar sin oponer resistencia y empezó a sentir que su cuerpo cabalgaba sobre un enorme caballo alazán, a través de una pradera verde y frondosa, con un clima cálido, dejando atrás un caserío de colores tierra por la polvareda. Al avanzar escucho una voz fuerte y grave que la llamaba y no sabe si por curiosidad o instinto, miró hacia su izquierda y vio otro jinete que la acompañaba velozmente en un caballo pinto. En su interior sabía que lo conocía… pero cómo podía entender lo que ocurría, de pronto ya no estaba en su humilde casa, sino en un valle soleado y con aroma a primavera. Eran unos ojos azules que reconocía, le daban confianza, pero no comprendía las características del rostro pues lo recordaba como una tez suave, tersa, blanca como las nubes, cabello rizado color castaño, una boca definida y mentón apenas delineado; su recuerdo no encajaba con este rostro de hombre fuerte, con tez árida, una barba de varios días, mandíbula como la de un tiburón, cabello negro y desordenado… sin embargo los ojos azules eran imperdibles. Eran los ojos de Amalia.
Amalia, una mujer cuya suerte ha sido mejor que la de María. Nacida en condiciones más cómodas, con posibilidades de elegir, con un matrimonio perfectamente organizado, planeado y estructurado por las madres de los novios, con garantía y estabilidad, pero al cabo de tiempo, incompresiblemente infeliz.
Extraño
podría decir, otros dirán que no hay felicidad completa
. El punto es que Amalia, quien tenía todo para ser feliz, sufría de una soledad inaguantable. Nació de una pareja que difícilmente se toleraba y siendo hija única, creció bajo el cuidado de personas extrañas, pues su madre vivía en eventos sociales con damas de alcurnia que no tenían más interés que presumir sus lujos, sus casas y sus vanidades. Desde el momento en que nació, hasta que cumplió cuatro años de edad, pasaron por su casa siete niñeras y no porque fuera una criatura difícil, sino porque su madre tenía muchos prejuicios con las personas que a pesar de servirle, no eran de clase
, como solía clasificarlas.
Fue hasta el cumpleaños número cinco de Amalia, que llegó a su casa una mujer fina, alta, de buenos modales y con tanto amor que le sobraba de aquel que tenía para su propia hija. Ésta mujer, se llamaba Rosa o Rosita como le decía Amalia al poco tiempo de compartir sus cortos años con ella.
Rosita era más que una niñera, se convirtió en la madre de Amalia, compañera de juegos, confidente en los secretos de la adolescencia, ejemplo para la formación personal y cómplice en los caprichos de la joven Amalia. Vino a completar este conjunto, la pequeña hija de Rosita, llamada María, quien creció al lado de Amalia, aunque siempre como la hija de la niñera.
La vida de las niñas era plácida cuando estaban juntas. Les gustaba cantar y bailar aunque Amalia casi siempre se decidía por dibujar y María con mucha más paciencia y tolerancia, aceptaba la elección de Amalia sin discusión. Se sentaban en el jardín debajo de un árbol que les regalaba mucha sombra y allí pasaban su tiempo, adivinando lo que la otra había dibujado o solían poner un tema y al final ganaba la que lo dibujara mejor, situación que siempre desfavorecía a María por cuanto Amalia se auto proclamaba ganadora de manera dictatorial.
Rosita siempre estaba pendiente de las niñas lo cual no impedía que realizara sus demás labores. María era más fuerte e intrépida en tanto que Amalia era más puesta en su sitio y solía razonar con más detalle cada situación. Rosita sabía que estando juntas mantenían el equilibrio perfecto, pero cuando María no estaba, dedicaba aún más su atención a Amalia pues sentía su fragilidad a flor de piel. Amalia necesitaba tanto de Rosita que siempre la buscaba con la mirada para sentirse segura de lo que fuera que estuviera haciendo. Rosita constantemente se preocupaba al pensar ¿qué sería de Amalia cuando ingresara al colegio?
El tiempo pasaba y la infancia quedó atrás, llegando entonces una gran nube que cubrió como un manto gris la vida de Amalia, cuando una desalmada enfermedad se llevó a Rosita, dejándola desvalida, pues en ese momento a pesar de estar próxima a graduarse, sus únicas interlocutoras eran Rosita y María. Ninguno de sus padres llenarían ese gran espacio, sin embargo Amalia no dudó en apoyarse en María al ver y sentir la fortaleza que siempre la acompañaba, seguro porque tenía la sangre de su madre, llegó a pensar alguna vez Amalia.
Fue entonces cuando María, pasó a ser su empleada. Amalia sabía que al no estar Rosita, su madre sacaría a María sin contemplación alguna, así que decidió que la única forma de mantenerla a su lado, sería si María reemplazaba a Rosita. El disgusto de la Madre de Amalia terminó en su aceptación porque finalmente ella tampoco tenía la intención de velar y atender las necesidades de su hija. María aceptó la propuesta, además porque no tenía otra opción puesto que su madre no encontró la forma de inscribirla en un buen colegio y mucho menos de darle educación superior, teniendo entonces que buscar su propio ingreso para cubrir sus gastos. Así que tuvo que cambiar las tardes de charlas con Amalia, por los elementos de aseo y cocina, primero de la casa de los padres de Amalia y más adelante del apartamento en que viviría Amalia con su esposo. No obstante la situación, su complicidad, compañerismo y fraternidad, siempre estuvo por encima de cualquier relación patrono – empleado, esto se quedaba sólo para cuando la madre de Amalia rondaba por ahí.
La Madre de Amalia, sentía cierto desprecio
por María. Le importunaba su forma alegre de hablar, decía que era escandalosa y hasta la juzgaba como ordinaria y sin modales
lo cual le preocupaba pues pensaba que se le pegaría a Amalia como si se tratara de un virus. Evidentemente era una mujer con bastantes prejuicios, pero esto no le molestaba a Amalia quien ya sabía cómo manejarla. Para las niñas era cuestión de estar juntas, quedando todo lo demás en un segundo plano. Incluso alguna vez Rosa llegó a pensar que ellas se comunicaban por el pensamiento, por cuanto en algunas ocasiones se dio cuenta que María no alcanzaba a decir una palabra, cuando Amalia se adelantaba para terminar la frase. Una vez, estando Rosa en la cocina, le dijo a María que fuera al segundo piso a llamar a Amalia para que viniera a comer, cuando con sorpresa, sin que María hubiera salido de la habitación, se presentó Amalia con una sonrisa diciendo:
− Lista para comer Rosita.
Y en seguida se llenó el recinto con una gran carcajada de las niñas.
En otra oportunidad, ya siendo adolescentes, el corazón de Amalia fue roto por uno de esos amores de verano cuando fue enviada a un campamento durante tres meses. Obviamente María tuvo que quedarse en casa con su madre y de repente una noche no paró de llorar sin razón alguna, tanto que Rosa la llevó al Centro Médico pues no entendía qué le pasaba y María, después de ser valorada, se acercó al médico diciéndole que le dolía el corazón, a pesar que el electrocardiograma que le tomaron arrojó plena normalidad. Al regreso del campamento y habiendo superado