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Más allá de la línea de tres puntos
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Libro electrónico374 páginas5 horas

Más allá de la línea de tres puntos

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Información de este libro electrónico

Aunque Baldo tiene casi 30 años, aún vive como un adolescente a expensas de su tía, en un popular barrio de Madrid sin pretensiones. Las mismas pretensiones que tiene él, que no van más allá del baloncesto, sus plantas carnívoras y algún trabajo esporádico. Ni siquiera se ha buscado una novia, ni nada parecido. Pero su amodorramiento vital se ve alterado cuando la oficina del paro le demanda para un puesto de trabajo, en una empresa de reciclaje.

La novela, escrita en tono de tragicomedia, explora la vida ensimismada de un eterno adolescente, en el momento en que por fin debe enfrentarse a la vida real. Sus páginas son todo un muestrario acerca de ciertas actitudes de los millennials (generación Y), como por ejemplo, la de su característico síndrome de Peter Pan.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 ene 2018
ISBN9781370165148
Más allá de la línea de tres puntos
Autor

Miguel Ángel Salinas Gilabert

Nací en Madrid en 1970, ciudad en la que he vivido siempre. Crecí –te quedaste muy pequeño, me decía un vecino– en Usera, barrio de clase media trabajadora. Mis referentes culturales son, ante todo, los que puede tener alguien que se ha educado en una barriada madrileña. Me gusta escoger a los protagonistas de mis historias entre las personas sencillas que me rodean. Son estos personajes gentes sencillas y sin desbastar, y que, digamos, quieren y no pueden. Y a veces pueden, pero no quieren...

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    Más allá de la línea de tres puntos - Miguel Ángel Salinas Gilabert

    La tía Auri

    —¡Nene, ya que vas pa’bajo, saca la basura!

    La tía de Baldo era de las que no perdían la menor oportunidad. Y gracias a Dios que Aurelia, que así se llamaba, era espabilada. De lo contrario, seguramente Baldo no se llamaría Baldomero, ni ahora viviría en casa y a merced de su tía. De no ser por la tía Auri, lo más probable es que Baldo hubiera sido dado en adopción. A día de hoy se alojaría, por ejemplo, sin que de nada le faltara, en la espaciosa vivienda de una familia pudiente. Tal vez tendría un deportivo de gran cilindrada a su disposición, y un albornoz con las iniciales de su nombre y apellidos bordadas en oro. Claro que serían otros apellidos, no los de su madre biológica, que por supuesto eran los mismos que los de la tía Auri.

    Baldo era hijo de madre soltera. Según un día le había comentado la tía, el papá, del que apenas sabía que se llamaba Alfredo, se ganaba la vida como representante de una marca de ovillos de lana. A su madre, Marisa, le gustaba mucho tejer, y conoció al tal Alfredo cuando acudió a la mercería a comprar lana, para una bufanda que estaba tricotando. Y como dice el refrán: acudió a por lana y acabó trasquilada. Alfredo debió hacer bien su trabajo, como avezado comercial, porque en unos pocos minutos —andaba de paso, intentando cerrar un negocio con la mercería—, sedujo a aquella chiquilla ingenua. Pues por aquel entonces, Marisa acumulaba toda la ilusión de una joven risueña, y apenas 17 años de inexperiencia.

    La tejedora debió pensar que un vendedor de lanas tendría que ser, sin lugar a dudas, el hombre de su vida, por lo que terminó bajando la guardia. Alfredo era tan alto como desgarbado, más bien flaco, y de aspecto confiable. Poseía una sonrisa encantadora, y el timbre de voz de un actor de radionovela. Entre puntos de cruz, agujas y ovillos de lana, Marisa y Alfredo tejieron una relación tan intensa como breve: duró lo que tardó el comerciante en marcharse a otra ciudad con su muestrario de mercería, apenas una semana, olvidando parte del género de punto en casa de Marisa, pero sin dejar hilo tras el que seguir alguna pista de para dónde fue.

    El idilio, aunque efímero, debió ser apasionado, porque Marisa quedó embarazada a las primeras de cambio. Mucho rollo, pero no de lana, debió traer el comercial. Aquella mujer inexperta en casi todo, y sobre todo en asuntos de amores, se dejó fácilmente enredar en la madeja de hilos de un amante ladino. Tal vez soñó que, junto a un varón tan talludito —Alfredo medía más de dos metros—, alcanzaría a tocar las estrellas. Mas si acaso estuvo cerca de alguna, ésta fue fugaz…

    «Ya te advertí que ese hombre no era de fiar», reprochó Aurelia a Marisa, cuando ésta le notificó la novedad que venía en camino. En cierta medida se sentía responsable del embarazo de su hermana, pues, aunque apenas se llevaban un par de años de diferencia, ella era la mayor de las dos. Como tanta gente de provincias, habían llegado a Madrid para labrarse un futuro mejor. Hacía apenas año y medio que se habían instalado en un barrio modesto de la capital. Eran huérfanas de madre desde bien niñas, y las únicas hermanas de una familia de clase media en la que el padre, el señor Baldomero, se las había tenido que apañar solo, como buenamente había podido, para sacarlas adelante.

    La tía Auri estudiaba Farmacia en la universidad, mientras que Marisa estaba a la sopa boba, a verlas venir, sin decidirse ni por trabajar ni por estudiar. Desde siempre, en su corta familia, la hermana menor había ostentado el título de consentida. El papá, que tenía unas cuantas olivas allá en la provincia de Jaén, se quedó en el pueblo administrando el pequeño patrimonio familiar. El buen hombre, de vez en cuando, enviaba a las hijas un dinero, para que pudiesen pagar la renta del piso y su manutención. Otros gastos no tenían las hermanas, pues no eran de mucho salir: Marisa pasaba las horas muertas haciendo calceta y escuchando apasionadas radionovelas. Y la tía Auri no hacía otra cosa más que poner todo su empeño en estudiar la carrera.

    El corazón de Marisa pareció deshilvanarse tras la fuga precipitada del tratante de ovillos. Como era de suponer, el embarazo inesperado la afectó mucho. Para colmo, su hermana no dejaba de sermonearla con peroratas del tipo de «en el pecado, está la penitencia», y otras lindezas que le dejaban el alma hecha trizas, para una vez que la pobre chica se asomaba un poco a la vida. Al menos la tía Auri no tardaba demasiado en arrepentirse de su deslenguada bocaza. El complejo de culpa la reconcomía, y la conducía a remendar, con doble empeño, los agujeros emocionales que horadaba en el ánimo simplón de su hermana.

    De momento la tía Auri decidió, por las dos, que no le comunicarían nada al señor Baldomero acerca del embarazo. Pretendía evitar a su padre cualquier preocupación, con la excusa de que era un hombre mayor. Además, ya habían quedado prevenidas las dos, antes de salir del pueblo, que se cuidasen de los peligros de la capital, y sobre todo de los hombres. Cuando naciese la criatura ya vería Aurelia cómo le comunicaban la noticia. La tía pensaba que les sería más fácil salir del atolladero cuando el nieto —o nieta— estuviera delante del abuelo por primera vez, en vivo y en directo. Tenía la convicción de que la desafortunada noticia del embarazo quedaría amortiguada, de alguna forma, por el pan que todo recién nacido trae siempre bajo el brazo.

    Marisa no puso objeción alguna a los planes de su hermana: tampoco tenía otra opción. Simplemente, y dado su profundo estado de melancolía, se refugió en lo que más le gustaba, y en la única habilidad que tenía, que era tejer. Y ahí anduvo entretenida durante todo el embarazo. Sirviéndose de los muestrarios de lana que dejó olvidados el comercial prófugo, derrochaba el tiempo confeccionando jerséis para la criatura que llevaba en su interior. Hacía punto en todo momento, desde prácticamente el amanecer, hasta bien entrada la noche. Se le ocurrió tejer un jersey para cada edad del bebé: uno para cuando fuera un recién nacido, otro para los 3 mesecitos, otro para el año, y otros más para cuando cumpliese los 5, 6, 7, 8 años… Estuvo tricotando todo un surtido de prendas para completar las que su hijo pudiera necesitar hasta alcanzar la edad adulta, tejiendo los modelos con diversos diseños y tamaños. Como aún no sabía el género del bebé, decidió tejer prendas unisex, combinando hilos de varios colores para conformar el surtido de figuras geométricas que brotaban de su mente agitada: ora un rombo, ora unos círculos de fantasía, ora unos cuadrados de armonías cromáticas imposibles… En una ocasión no pudo evitar llevarse la contraria a sí misma, y, aventurando que lo que estaba por venir sería una niña linda, ideó un modelo rosa salpicado de margaritas.

    Mientras su hermana tricotaba con obstinación enfermiza, la tía Auri acudía a la universidad. Cuando regresaba, no era capaz de concentrarse en los estudios. Encontraba a Marisa como ida, con la radio puesta pero sin prestar atención a la novela de turno, tejiendo tan compulsivamente, que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para convencerla de que hiciera un alto para comer. Marisa estaba adelgazando tanto, y presentaba un aspecto tan desmejorado, que Aurelia temió por su salud y la del futuro bebé. Así que un buen día dejó la universidad y se dedicó a cuidar de su hermana. «Al menos, hasta que dé a luz», se conformó Aurelia, para sus adentros.

    Tal era la labor y empeño de Marisa, que los armarios de su habitación empezaron a quedar desbordados por las prendas que confeccionaba. Cuando agotó los ovillos de lana mandó a su hermana a por más. Le pidió que, de paso, preguntase en la mercería si sabían algo de Alfredo. Aurelia, por no contrariarla, atendió a sus solicitudes sin rechistar. De vuelta a casa, le notificó a Marisa que en la mercería seguían sin tener noticias de su amante. Marisa agachó la cabeza para fijar la mirada en sus agujas de punto, y, con más ahínco si cabe, continuó tejiendo como si nada. Estaba en mitad de uno de sus jerséis cuando notó que rompía aguas.

    La tía Auri llamó a un taxi, en el que acudieron a la clínica más cercana. Les atendió una monjita joven y atenta. Mientras a Marisa la recostaban en una camilla, Aurelia respondió a unas preguntas, para cumplimentar la ficha de ingreso. Cuando llegaron al apartado en que se preguntaba por la filiación del padre, Aurelia contestó, con suma franqueza, que no había papá a la vista, y que por ende los apellidos del bebé habrían de ser los mismos que los de la madre. La joven monja puso cara de asombro, y pidió permiso para ausentarse un momento. Al cabo apareció en pos de otra religiosa de mayor edad. A todas luces debía ser su superiora, porque a partir de entonces se limitó a seguir las indicaciones de su jefa, y a no decir ni mu.

    Las maneras de la monja veterana no eran tan agradables como las de la joven. Con el ceño fruncido y en voz alta, para que Marisa también escuchase desde la camilla en que estaba tendida, comentó a Aurelia que, cuando la madre era soltera, lo que más convenía al bebé era buscarle una familia adecuada, «bien constituida, con un padre y una madre, como debe ser. Porque a fin de cuentas —prosiguió literalmente la sor—, la criatura que está en camino no tiene culpa alguna de las acciones irresponsables de sus papás». Y entonces la hermana superiora, arqueando aún más las cejas, echó la cabeza hacia atrás en actitud altiva, mientras la monjita joven la inclinaba, con pudor, hacia el suelo reluciente.

    A la tía Auri no le cayó simpática la monserga que soltó la madre superiora. Temiéndose lo peor, cogió del brazo a su hermana y la apremió para que saliesen de allí. Marisa, con el rostro desencajado por el dolor, parecía indiferente al discurso que acababan de pronunciar en su honor. Tumbada sobre la camilla miraba al horizonte finito del techo. Aurelia, con todo su tesón, trató de incorporarla, mientras la sor principal intentaba disuadirla: «¡Pero cómo se la va a llevar; en el estado en que está, es una imprudencia!». Pero Aurelia no cejó en su empeño: «¡Vámonos de aquí, Marisa, que te quieren quitar al niño; vámonos de aquí!». Por fin Marisa se levantó a duras penas, y, caminando como pudo, con la ayuda de su hermana, abandonó la clínica.

    Aurelia mandó parar a otro taxi. El chófer no terminó de comprender la extraña carrera que pretendían sus clientas: salían de una clínica y le pedían que les llevase con urgencia a un hospital. Por el camino, el rostro de Marisa, que gemía y gritaba a ratos, se desencajaba cada vez más. El taxista, impertérrito, propuso llamar al bebé igual que él, Fulgencio, si es que llegaba a nacer en su taxi. O Fulgencia, si nacía una niña. Se quedó tan pancho con la ocurrencia, como quien disfruta de un tranquilo y soleado paseo por la playa. La tía Auri simplemente le calló la boca con un «¡ande, dese prisa y no diga estupideces, que no está el horno para bollos!».

    Ya en el hospital de destino, el procedimiento de ingreso transcurrió sin contrariedades aparentes. Sin embargo, por lo que fuera, tal vez a causa de la tardanza, por tanto discurrir entre hospitales, el parto terminó enmarañándose. Después de cuatro horas eternas, una doctora preguntó en la sala de espera por el marido o familiares de María Luisa Benítez del Bosque.

    —Es mi hermana —dijo Aurelia.

    La doctora condujo a la tía Auri a una estancia más íntima, y la invitó a que tomase asiento. Empezó contando que el parto había sido muy complicado, y que su hermana había dado a luz a un varón. Pero el tono serio de la voz de la doctora auguraba malas noticias, que se fueron corroborando cuando mencionó la palabra hemorragia, y más aún tras comunicar que desgraciadamente había muerto. La tía Auri montó en cólera y empezó a gritar que no podía ser, que el niño no estaba muerto, que sólo se lo querían robar a su hermana, por ser madre soltera. Que si estaba muerto, tal y como decían, lo quería ver ella con sus propios ojos…

    —Tranquilícese, por favor —dijo la doctora—. Creo que no me ha comprendido o no me he explicado bien: quien ha fallecido es su hermana. No hemos podido hacer nada por ella. De veras que lo siento. El niño, por fortuna, está perfectamente sano. ¿Es usted quien se va a hacer cargo de él?

    A la tía Auri no le cupo más remedio que sobreponerse a la tragedia, y aceptar de inmediato la herencia que le acababa de dejar su hermana. Agilizó todo el papeleo, y le dio al bebé sus propios apellidos. Luego llamó al pueblo, y preparó a su padre para lo que había ocurrido: le dijo que viniera a Madrid corriendo, porque Marisa estaba bastante grave, en el hospital. Al señor Baldomero tuvo que acercarlo un paisano hasta la estación de tren más cercana, porque el médico del pueblo, tras asistirlo en su estado de nervios, le recomendó que no condujera su propio coche. Ya en la ciudad, su hija le contó la historia completa de los acontecimientos. Así fue cómo el hombre supo toda la verdad y conoció al nieto que acababa de nacer. Tal y como había previsto Aurelia, la llegada del chiquillo vino a atemperar el amargo sabor de la desgracia. Sustrajo a todos de la pena por el fallecimiento de Marisa, aunque sólo en parte. Y dadas las circunstancias, lo del embarazo inesperado terminó siendo lo de menos.

    A partir de entonces la tía Auri se hizo cargo de todos los asuntos del pequeño, como si fuera su verdadera madre. Tuvo que ponerse a trabajar, y postergar, por más que lo pesó, los estudios de Farmacia, con el presagio de que sería para siempre. El abuelo arrendó las olivas y se quedó a vivir en Madrid, con la hija y el nieto. Contó con el honor de que al chiquillo lo llamaron como a él, Baldomero. Aunque pronto al nieto le abreviaron el nombre con el diminutivo de Baldo, que sonaba como más moderno.

    El señor Baldomero era un hombre chaparrito, al que le gustaba curiosear el comportamiento y costumbres de los urbanitas. Después de toda una vida sin salir del pueblo, apenas para casi nada, tuvo que resignarse a vivir en la ciudad. Del pueblo, echaba de menos las conversaciones de media mañana con sus paisanos, cuando acudía sin prisa al mercado o a realizar alguna gestión, por ejemplo camino de la caja rural en que guardaba sus ahorros. En la ciudad no volvió a disputar una partida de cartas, como aquellas que se echaba en el casino, siempre después de la siesta, con sus amigotes del pueblo. Allá, acostumbrado a regirse por su libre albedrío, fumaba más de una cajetilla diaria de un tabaco negro y fuerte. Pero en la ciudad, sujeto a la disciplina de su hija Aurelia, se las tuvo que apañar para hacerlo a escondidas, pues Aurelia le reprochaba ese vicio tan feo que tenía. Por supuesto que no le dejaba fumar en casa, porque no quería que le apestase el sofá ni las cortinas, ni que el niño respirase un aire viciado y pernicioso. Así que el abuelo se las ingeniaba, como bien podía, para echarse un cigarrito a gusto. Con la menor excusa aprovechaba para salir a la calle, prestándose voluntario para hacer cualquier recado, o para sacar al nietecillo de paseo. Lograba así echar unas caladas a salvo del exceso de celo de su hija. Nieto y abuelo echaban el rato explorando el barrio de acá para allá. O acomodados en un banco de la plaza, o sobre un murete del descampado: el niño entretenido en comer unas pipas que el abuelo le enseñaba a pelar, o revolcándose en la arena, haciendo rodar unas canicas; el abuelo, contemplando el trajín de paseantes o críos con sus mamás, mientras disfrutaba de su tabaco negro con la misma libertad con que lo había hecho toda la vida en el pueblo. Entre paseo y paseo, la complicidad entre nieto y abuelo fue agrandándose. En ocasiones el yayo le compraba a Baldo juguetitos y chucherías a deshora; luego la tía Auri le recriminaba que tenía al niño demasiado consentido, y que lo estaba maleducando. A lo que el señor Baldomero replicaba que para eso estaban los abuelos: para malcriar a los nietos.

    Años más tarde, cuando Baldo tenía 6 años de edad, al abuelo le pasó factura su adicción al tabaco. Tras una enfermedad corta y dolorosa, murió de cáncer de pulmón. Del día funesto de la muerte del abuelo, a Baldo apenas le quedaban en la memoria más que unos pocos recuerdos deslavazados. Como ése de que la tía Auri le vino a buscar al colegio a una hora desacostumbrada. O que pasó todo el día en casa de la Pili, la vecina del piso de arriba, quien le puso para comer un enorme filete con una montaña de patatas fritas. Tras la ausencia del abuelo, el nieto sintió cierta tristeza, acompañada por el efecto secundario de que se terminaron las chucherías a deshora, y, sobre todo, las expediciones por el barrio. A partir de entonces, Aurelia tuvo más que suficiente con atender a las obligaciones de casa y trabajo, por lo que Baldo apenas volvió a pisar la acera de la calle más que para acudir al colegio.

    Desde la muerte del señor Baldomero la tía Auri ha constituido la verdadera y completa familia de Baldo. Sólo ella y nadie más: Aurelia, la misma persona que lo rescató de las garras feroces que, a todas luces, lo quisieron entregar en adopción. Aunque, eso sí, jamás ha tenido el detalle de regalarle, a su querido sobrino, un albornoz con sus iniciales bordadas en oro: B.B.B.

    La oferta de empleo

    —¡Anoche no sacaste la basura, y bien que te lo dije cuando te fuiste a entrenar! —le reprochó Aurelia a su sobrino.

    —¿Eh?

    Aunque eran casi las doce de la mañana, Baldo, aún adormilado, comenzaba a desayunar.

    —¡Es que me tengo yo que encargar de todo, y ya estoy cansada! —prosiguió la tía—. Que una se hace mayor. Tú, con tal de estar a la sopa boba… En eso nadie dirá que no has salío a tu madre, que en paz descanse… Y ahora ahí está la basura, echando una peste que pa’qué

    —¡Pero tía, para ya, que estoy medio dormido, y haces que me retumben los oídos! Siempre estás con lo mismo…

    —¡Ya, pero tú no haces otra cosa más que comer, dormir, ver la tele, perder el tiempo delante del ordenador, y jugar al baloncesto! ¡Que son ya 30 años los que vas a cumplir...! ¡A ver si te decides a buscar trabajo de una vez…! Por cierto, ahí tienes una carta del paro, que te ha llegado esta mañana.

    Baldo no se inmutó demasiado, y continuó desayunando como si la charla de su tía no hubiera ido con él. El entrenamiento de la tarde-noche anterior le había dejado bastante cansado, y ahora se encontraba medio dolorido, en una especie de semiletargo. De vez en cuando el entrenador les sometía a sesiones especialmente físicas, y todo el equipo terminaba tan molido como si les hubiera pasado por encima la pasión insaciable de un pelotón de amantes brasileñas. El Cola Cao con galletas le recompuso un poco. Cuando terminó de desayunar cogió la carta del paro y, con intención de leerla, se recostó en el sofá del salón.

    —¿Te acabas de levantar y ya te estás tumbando en el sofá?

    —Jo, tía, es que estoy muy cansado; Ramiro nos metió ayer una paliza tremenda. Ya sabes que es un poco fanático de los entrenamientos…

    —¡A tu edad estaba yo harta de limpiarte el culo y cambiarte los pañales! Bueno, me voy a trabajar, que si no, voy a llegar tarde. En el frigorífico te he dejado la comida de hoy: puré de primero y albóndigas de segundo. ¡No te vayas a comer otra cosa que luego me desbarajustas, que te conozco…!

    —Sí, tía…

    —¡Y no te olvides de bajar la basura cuando vayas al entrenamiento!, ¿eh?

    —Sí, tía…

    —Luego, cuando vengas, ya te preparo yo la cena. Anda, dame un beso, nene. Hasta la noche…

    Baldo dio un beso desganado a su tía, y ésta se marchó a trabajar.

    Desde que Marisa murió, Aurelia tuvo que buscarse la vida para sacar adelante a su reducida familia. Los primeros años trabajó de administrativa en una agencia de viajes. Era un trabajo de media jornada durante las mañanas, que le permitía ganar algo de dinero a la par que encargarse de Baldo por las tardes. El abuelo cuidaba del niño por las mañanas, y, con las rentas de las olivas del pueblo, tenían más de lo necesario para llevar una vida desahogada. Su pensión también ayudó al principio. Pero cuando éste murió, Aurelia decidió vender las tierras para no estar a dos bandas. Se concentró como pudo en criar al niño y en su trabajo, pues con eso ya tenía más que suficiente tarea en la que pensar. Entonces, una excompañera de facultad la recomendó para un puesto de auxiliar de farmacia. El padre de la amiga, don Luis, era el dueño de dos farmacias. Al hombre se le enterneció el alma con la historia de la orfandad de Baldo y la lucha abnegada de su tía para sacarlo adelante, por lo que no dudó en contratarla. Al final Aurelia tuvo la suerte de trabajar en el ámbito que había deseado desde siempre, pero con la espinita clavada de no haber tenido la oportunidad de finalizar la carrera: nunca podría aspirar a un puesto más allá que el de auxiliar.

    Desde un principio, su turno de trabajo en la farmacia se adaptó al típico horario comercial de mañana y tarde. Como Baldo tenía un horario similar en el colegio, más o menos se las podía apañar. Antes de ir al trabajo lo dejaba en el colegio, y allí quedaba el sobrino durante toda la mañana, ocupado en sus clases. A la hora de comer pasaba a recogerlo, comían juntos en casa, y luego lo devolvía de nuevo a la escuela, porque el niño también tenía un par de horas de clase por la tarde. Tuvo que entretenerlo con alguna actividad extraescolar, como inglés, mecanografía o baloncesto, pues la farmacia no cerraba hasta bien entrada la tarde, y no quería que el niño estuviese en casa solo, o bandeando en la calle sin nada que hacer. En ocasiones extraordinarias era Pili, la vecina, la que acudía a recoger a Baldo, si la jornada en la farmacia se alargaba más de la cuenta, o surgía algún otro imprevisto. La vecina quedaba encantada con esta tarea ocasional. Para su desgracia no tenía hijos, y Baldo le servía un poco de distracción, hasta que su marido regresaba de trabajar.

    Con el tiempo Baldo aprendió a ser más autónomo, y él solito iba y venía de la escuela, independientemente de si la tía estaba o no trabajando todavía en la farmacia.

    Tras la liberalización de horarios de los últimos años, don Luis se había unido a la tendencia de algunas farmacias de abrir ininterrumpidamente, las 24 horas del día. Aurelia, por sus años de servicio, obtuvo el privilegio de esquivar el turno de noche, aunque no las guardias ocasionales de fines de semana. Continuó con el horario de trabajo de toda la vida, el mismo con el que había aprendido a organizarse, tanto en la realización de las tareas de casa, como en el cuidado de «su niño», que ya era todo un mocetón camino de la treintena. Ahora la mayor preocupación de la tía Auri era que Baldo encontrase un empleo, pues todo el día andaba ganduleando sin oficio ni beneficio: entretenido viendo la tele, trasteando con su ordenador, o dedicado al cultivo y mimo de sus plantas de interior. El chaval se pasaba todo el día encerrado en casa, que no abandonaba para otra cosa que no fuera ir a jugar al baloncesto.

    El desempleo era como una epidemia que se había propagado por todo el país, y atacaba, sobre todo, a la población más joven. Hacía ya más de una década que Baldo había finalizado el bachillerato. Su afición por las plantas le llevó después a intentar estudiar, sin éxito, ingeniería forestal: apenas aprobó un par de asignaturas de primero de carrera. Luego añadió, a su currículum, estudios oficiales de administrativo contable, más otros cuantos de informática sin titulación oficial ni validez académica alguna, la gran mayoría cursillos para desempleados. Sólo había trabajado intermitentemente, siempre como encargado de reponer mercancías en un supermercado, que lo contrataba eventualmente cuando algún trabajador caía enfermo o estaba de vacaciones.

    Pero un día, por lo que fuera, el supermercado dejó de contar con él, y desde entonces no había vuelto a trabajar. Una mezcla entre su desgana y timidez acrecentaba su dificultad para volver a encontrar un empleo, a pesar de que la tía le pinchaba a cada rato para que se pusiera manos a la tarea y buscase trabajo de una vez. Baldo no sabía ni qué hacer ni por dónde comenzar, y se limitaba a acudir a la oficina del paro para cumplimentar formularios, inscribirse en tal o cual bolsa de empleo de cuestionable utilidad, o solicitar éste o aquel curso de formación para el que casi nunca lo llamaban. Confiaba en que la oficina del paro, o el Ayuntamiento, o el Estado, fuesen a velar por él, como un buen padre: tenía fe en que, tarde o temprano, le proporcionarían el trabajo que él no era capaz de encontrar por sí mismo. Pero lo cierto era que aquellos organismos oficiales sí se comportaban como su auténtico padre, aquel tal Alfredo que jamás lo arropó por las noches, durante su infancia, y al que ni siquiera había llegado a conocer. El único padre, o madre, que al final terminaba ocupándose de él, era, como siempre, la tía Auri…

    Cuando tumbado en el sillón, aquella mañana perezosa Baldo abrió la carta de la oficina de empleo, sintió que, por fin, más allá de su tía, alguien le estaba teniendo en cuenta: «Preséntese en nuestras oficinas, para posible incorporación a un puesto de trabajo». Cierta emoción lo embargó, aunque tampoco fue tanta como para que se le saltaran las lágrimas. Miró el reloj que, tan aburrido como él, en el salón, marcaba las horas, y calculó que, si se daba prisa, y con suerte, aún le podrían atender aquella misma mañana. Se lavó un poco la cara, más que nada por borrar las legañas de sus ojos, y fue a su cuarto para vestirse. Cogió del armario unos vaqueros limpios, pero se enfundó una camiseta y un par de calcetines a medio ensuciar. Se calzó las zapatillas con las que solía jugar al baloncesto, y luego abrió la ventana, para comprobar qué tiempo hacía. Afuera la temperatura era agradable. Recordó que otras veces, en la oficina del paro siempre se había encontrado con demasiado frío, o con demasiado calor, según tuvieran encendido el aire acondicionado o la calefacción. Se decidió por tomar del armario alguno de los jerséis que tejiera su madre para él. Pensó que hasta podría traerle algo de suerte. Eligió el primero que le vino a mano, uno de los más livianos, de color rojo con rombos amarillos. Aún se entretuvo un momento más, atrapando una mosca que repiqueteaba en el cristal de la ventana de su habitación. Se la dio de comer a una de sus plantas carnívoras, y salió rumbo a la oficiona del paro.

    La oficina del paro

    —Perdone, no puede pasar, dentro de poco vamos a cerrar, y ya no se atiende a más gente que la que hay dentro.

    —Es que me han enviado esta carta para una oferta de trabajo.

    Como quien enseña un salvoconducto, Baldo mostró la carta al vigilante de seguridad que estaba apostado junto a la puerta de entrada, nada más traspasarla. Era un tipo panzudo y corpulento, de mediana edad. De un azul descolorido, medio asomaba, por la manga plegada de su camisa, el tatuaje de una sirena, de la que sólo se veía desde la cola de pez hasta los pechos. En la parte inferior, de la camisa, por la abertura que dejaba un botón extraviado, se podía intuir la pelusa de su ombligo; más arriba, dos botones desabrochados ofrecían, a los visitantes, el espectáculo de la selva entrecana del torso. El hombre echó una mirada cansina a Baldo, de arriba a abajo, pero desde su misma altura. Sopesando la situación, hizo un breve silencio, intercalado por el soniquete de rumiante que, al mascar chicle, emitía su boca.

    —Ok, pasa dentro. Coge

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