Los impulsos de Julieta
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Los impulsos de Julieta - Francisco Serrano García
Los impulsos de Julieta
Copyright © 2011, 2022 Francisco Serrano García and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374368
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
LOS IMPULSOS DE JULIETA
1. LAS VISITAS DE DOÑA ISABEL
Con las rodillas arqueadas y su alma echando lumbre, Julieta coronó el último repecho y enfiló hacia El Claro de Picas. Por fin llegaba a su casa. Era tarde e iba desgreñada, como si se hubiera peleado con los perros de Marcial.
Pero hoy, los perros de Marcial sólo habían ladrado, mostrado sus colmillos y asomado sus babas cuando ella se los enfrentó a través de la verja, a mitad de la cuesta. Eran dos bóxers con los belfos llenos de agua, tal si les sobraran los líquidos de la rabia.
Resopló como se resopla cuando el aire se envilece y puso un gesto de contrariedad; quizá se ganara una lúcida reprimenda por haber malgastado el tiempo y por venir como venía, con la melena embarrada, y los codos como de haber aventado estiércol.
No obstante sus temores, entretenerse con sus compañeras de clase en desafíos desde lo alto de un terraplén, en juegos de adolescencia, o simplemente en duras partidas de cartas, donde albergaba sus sentimientos más codiciosos, no constituía para ella una pérdida de tiempo ni un despilfarro de sus horas a la intemperie, sino más bien la culminación de un deseo de libertad.
Se detuvo ante la fachada de su casa, colocó los libros en el suelo y se apoyó sobre la pared, bajo el baldosín de tonos verdes y amarillos que llevaba la inscripción Casa Mantuenga
; le interesaba recuperar los ritmos de su corazón, controlar la entrada de aire a sus pulmones y acompasar los latidos de sus sienes.
Finalmente, inspiró en profundidad, se irguió como si fuera una espiga de verano y avanzó unos pasos, camino de la regañina.
Antes de atravesar la puerta de entrada, quedó sin aliento por la estampa vidriosa que se le presentó de improviso.
Allí estaba, como un negro presagio, el viejo ford de doña Isabel, que más que un utilitario en decadencia parecía una cucaracha gigante. El coche se encontraba junto al costado derecho de la casa, al lado mismo de las jardineras de dalias y azaleas que adornaban el entorno.
Ahí está la bruja —musitó en voz baja, mientras se le removían las entrañas por el desencanto—. ¿Es que hemos de soportarla todos los días? ¡Ojalá reviente!
Sabía que doña Isabel se encontraba dentro, con su madre, hoy tocaba visita y estaría cómodamente instalada en el salón, frente a una bandeja de pastas y una tacita de té, manzanilla o cualquier otro potingue de las plantas del campo.
Pero no por eso sintió menos aversión a la amiga de su madre. Nadie se acostumbra a los males del cuerpo, y, para Julieta, la presencia de doña Isabel en su casa era como una esquirla de dolor clavada en el pecho.
El resentimiento de Julieta venía de dos meses atrás, desde cuando las visitas de doña Isabel se hicieron cada vez más recurrentes e insoportables. Insoportables para ella, para Julieta, porque para doña Úrsula, su madre, disfrutar de una compañía tan distinguida como aquélla que se le presentaba tan a menudo equivalía a una aproximación al cielo venturoso. Con anterioridad, doña Isabel solía venir dos o tres veces al mes, y ambas amigas, al igual que ahora, compartían largas sesiones de charla sobre temas de interés común.
Pero desde hacía un par de meses, doña Isabel se dejaba ver por allí con machaconería, como si disfrutara contemplar el valle desde las alturas o por deseos incontenibles de mantener vivos los gestos esquivos de la joven: los lunes, miércoles y viernes, con la regularidad de una puesta de sol; los martes, jueves y sábados, según sus deseos de agradar, aunque para Julieta, verla en su casa constituía el mayor de los desagrados. Y es que las charlas amistosas de antaño habían dejado de tener el encanto de la improvisación para convertirse en hostigamiento a la menor de la casa: Consientes mucho a tu hija, Úrsula —le decía a cada instante—. Si por mí fuera, la castigaría sin salir los fines de semana
; o debes obligarla a estudiar de firme; sus notas son un reflejo de su pereza y va a suspender el curso
.
Julieta sabía de los consejos de doña Isabel, y, por su culpa, más de un sábado había quedado encerrada en casa. Incluso en una ocasión se le prohibió ir al cine con sus amigas. Así aprenderá
, dijo en su momento la bruja, quien también en su momento consiguió que Julieta se perdiera la excursión organizada por su colegio a la dehesa de las Viñuelas, donde hubo juegos, competición de saltos, rifas y baile hasta el anochecer, aderezado todo ello con la música de una orquesta contratada por la dirección del centro.
Y ahora la tenía allí mismo. De nuevo, metida en su casa. Para criticarla, para malmeterla, para perseguirla... Había olvidado que hoy la vería una vez más. Pero ahí estaba su coche para recordárselo, el viejo ford, tan viejo como su propietaria.
Julieta empujó la puerta de entrada y pasó, avanzó después por el pasillo y al cruzar por la puerta entreabierta del salón, donde las dos mujeres departían con el talante de las abanderadas, repitió la expresión que minutos antes brotara desde su rencor más acendrado: ¡Ahí está la bruja!
Según mascaba su sentencia de condenación, pasó de largo sin entretenerse en saludos al vacío.
—¡Julieta! —gritó su madre al verla.
Pero para entonces, la joven ya estaba a mitad de la escalera, haciendo bamboleo con su melena y cerrando sus oídos a la llamada. Subió los peldaños que le quedaban de dos en dos, pasó a su habitación y arrojó los libros sobre la cama.
Sin tan siquiera quitarse el uniforme ni los zapatos azules que tanto la incomodaban, se sentó frente a su mesa de estudio y extrajo unos auriculares del cajón central. Tras colocárselos convenientemente, introdujo la clavija en su conector de entrada, situado bajo la tapa de la mesa, y recuperó su figura estática de las tardes en estado de bruma.
Desde su puesto de escucha, las palabras de las dos mujeres llegaban hasta ella nítidas y espaciadas, como pronunciadas con el desapego de la confidencialidad.
—... y es que la consientes mucho —decía en aquel momento doña Isabel—. Una buena azotaina de vez en cuando le vendría como anillo al dedo. Vamos, que te tienes que imponer. Si fuera hija mía, no le pasaría ni una. ¡Mira que venir a la hora que ha venido! Y encima, pasa como un vendaval, como si esta casa fuese un vagón de tercera o la antesala de una discoteca.
—Puede que no nos haya visto —repuso doña Úrsula—. Ha pasado con tanta precipitación que ni tan siquiera se ha dado cuenta. Le ponen muchos deberes en el colegio y los tiene que presentar al día siguiente. Por eso ha subido tan aprisa a su habitación.
—Pues no sé lo que estudiará ahí arriba, porque he sabido que en el colegio no da ni una. Es la última de la clase, se pelea con sus compañeras y no hace caso de sus profesores. Y cuando le viene en gana, se une a lo peorcito de la comarca para gandulear; y se va al río o al pinar aun por las mañanas. Porque has de saber que este mes ha faltado al colegio en cinco ocasiones. No, Úrsula, no. No tienes una hija; tienes un grano a punto de reventar. Coge una estaca y cuéntale cómo se debe comportar una niña de doce años. Hazlo por su bien cuanto antes. Hoy mejor que mañana, y mañana mejor que pasado. Ya sé que la castigas sin salir de casa algún que otro fin de semana, pero no es suficiente. Debes colocar el listón de