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Progeniem
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Libro electrónico441 páginas6 horas

Progeniem

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Siempre hay verdad en la mentira y la mentira puede ocultar verdad.
En la vida de Emma, la enfermedad de su hermana, la ausencia de su padre y la huida de una madre que apenas conoció lo invaden todo. Y la llegada de aquellos que se hacen llamar Progeniem cambiará los límites de lo que creía saber como cierto.
¿Está preparada para saber la verdad? ¿Para saber del calor de Derek, de la risa de Ana o de la amistad de Carlos y Luis?
¿Está preparada para perderlo todo?
Ella os responderá por mí.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 oct 2020
ISBN9788418552113
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    Progeniem - María Cuesta

    desbocase.

    Primera parte

    Los orígenes

    Clara, no te cortes. Clara, no llores. Clara, por favor, sonríe.

    La historia de Emma, una chica que de corriente tiene poco, una chica cuya hermana no quiere vivir. Algunos lo llaman depresión, pero esto va mucho más allá de eso, mucho más allá de cualquier cosa.

    Emma descubrirá lo que son los progeniem, descubrirá que, después de todo, nada es lo que parece, y desafiará a lo que haga falta con tal de salvar a su hermana.

    Pero, a veces, darlo todo no es suficiente.

    Si tienes ganas de enamorarte de Derek, o de reírte con Luis y Carlos; quizás, incluso, quieras encontrar una amiga en Ana; si quieres comprender de qué narices estoy hablando, te reto a que sigas leyendo.

    Pero no te preocupes. Nadie te acusará de cobarde por cerrarlo y seguir con tu vida.

    Prólogo

    Las frías calles del barrio de Emma lucían un aspecto más sombrío que nunca. El año escolar empezaba en unas cuantas horas y, como no podía ser de otra forma, los niños dormían acurrucados en sus camas, ansiosos por ver a sus compañeros, por empezar de nuevo con las clases.

    Estaba todo tan desierto que si a alguien se le hubiera ocurrido asomar la cabeza por la ventana, habría podido observar a la mujer que se apoyaba sobre la farola de la esquina que conectaba con la calle principal. Sin embargo, nadie lo hizo. La mujer lucía una expresión cansada, con varias arrugas surcándole el rostro, en especial en los ojos; unos ojos muy negros, casi inhumanos, que observaban todo con un controlado interés, mirando cada dos minutos el reloj. Si no hubiera sido porque eran las tres de la mañana, cualquiera hubiera encontrado normal que estuviera esperando allí a alguien, aunque viendo la hora, se podrían levantar sospechas.

    Sin embargo, la mujer tenía muy claro lo que esperaba: lo que parecía un reloj era, en realidad, un rastreador, y de lo más avanzado. Caminó con paso firme por la carretera, sin molestarse en mirar si venía algún coche. Solo le importaba notar alguna variación, por mínima que fuera, pero nada, y por primera vez se permitió lucir una expresión desdeñosa y desesperada. Llevaba dos semanas buscando a la chica sin ningún éxito; se había esperanzado con la idea de que estuviese de vacaciones y que, con solo esperar a que llegara el año escolar, la encontraría como quien se encuentra con un viejo amigo o tropieza con cinco euros de pura suerte.

    —No la detectará el rastreador.

    Ni siquiera se sobresaltó al oír aquella voz tan grave y gutural. Una voz capaz de asustar a cualquiera, pero no a ella, que sabía de sobra de quién provenía:

    —¿Qué quieres, Gan?

    —Hay una presencia en su casa, la tendremos que encontrar.

    —¿Tendremos? Ella no es asunto tuyo, Esther me la encargó a mí.

    Llevaba años planeándolo todo, él no se entrometería ahora.

    Capítulo 1

    La luz del amanecer se filtró por la ranura de la ventana de Emma. A la chica no le hizo falta nada más para saber que era hora de levantarse. Primer día de colegio, mejor no llegar tarde. Sus pies descalzos pisaron el suelo, estaba frío, como ya se imaginaba. Nadie se había molestado en poner la calefacción; ¡ah no!, que no tenían.

    La casa, que no es que fuera una mansión que digamos, constaba de dos plantas minúsculas. En la primera, la cocina y el salón se peleaban por los pocos metros cuadrados que disponían, mientras que la entrada se resignaba a ser un cuadrado donde no cabían más de dos personas. Las escaleras, que crujían bajo cualquier peso, eran de caracol y daban más vueltas de las necesarias, dando a parar a otro cuadrado desde el que se accedía a dos habitaciones. A la derecha, la del padre de Emma; hacía tiempo que no entraba en ella, aunque lo que recordaba era una habitación llena de cuadros y fotografías. A la izquierda, otra con dos camas, una sobre la otra, donde dormían Emma y Clara, su hermana.

    Eran mellizas, pero el parecido era nulo: Clara tenía unos trazos delicados, unos ojos verdes brillantes y enormes, y unos labios carnosos; su pelo, si se lo arreglase, sería rubio y sedoso. Era un retrato del padre que tuvo hace años, pero ahora solo quedaban andrajos, recuerdos, y un hombre prácticamente desconocido que, de vez en cuando, dejaba dinero para comida en la cocina.

    Emma no es que fuera fea, simplemente no era tan llamativa. Sus ojos eran verdes, lo que, hasta cierto punto, estaba bien, pero no lucía un pelo brillante ni de color oro, sino negro, y sus labios distaban mucho de ser carnosos. Además, era más alta que su hermana y estaba más definida. Podrían compararse como el día y la noche en muchos aspectos físicos, pero mentalmente hablando… Clara estaba hundida.

    Mientras Emma se hacía la coleta pensó en despertar a su hermana, decirle que hoy era el primer día de clases, que tenía que darse prisa para no llegar tarde. Y lo habría hecho, de verdad que sí, pero sabía cuál sería el resultado: un grito y, si había suerte, se limitaría a mirarla con ojos como platos y rodar sobre sí misma para luego llorar. Lloraba todo el rato, y cuando no lo hacía, se mecía en una esquina con los ojos vacíos y murmuraba cosas incoherentes.

    Salió de casa antes de ni siquiera intentar la idea que le rondaba la cabeza. Obligarla a ir tampoco serviría de nada, sería incluso peor, darían el espectáculo y la expulsarían por no obedecer al profesor.

    Varios chicos caminaban en la misma dirección que ella, pero ninguno la miró; algunos porque no la conocían pero, en general, todos tenían una teoría, la teoría de «Clara, la loca». Era una teoría estúpida. Su hermana estaba enferma. Ella lo sabía, su padre lo sabía, hasta su madre, que seguramente ya estaría muerta, sabía que su hija tenía un problema. Algunos lo llaman depresión. Emma, sinceramente, pensaba que eso iba mucho más allá de no poder ser feliz.

    Sin embargo, la gente, en general, suele ser cruel y murmura que ella la maltrató de pequeña hasta tal punto que la hizo enloquecer, y todo por un estúpido malentendido del cual no pensaba ni hablar. Aun así, no le importaba, ninguno le caía bien porque, a su forma de ver, si alguien se cree una historia sin probarla, no le interesaba ser su amiga.

    El colegio le gustaba, le servía para evadirse. Estudiar le conllevaba horas, horas de tranquilidad, sin gritos, sin llantos, sin nada, simplemente leyendo y aprendiendo; era un alivio de varias horas.

    Como no podía ser de otra forma, tomó asiento en la esquina más alejada de la clase, donde el profesor solo la veía si se empeñaba en hacerlo; y, por lo general, no solía hacerlo, no solían reparar en ella en absoluto.

    El colegio era un edificio antiguo. Las aulas necesitaban un arreglo, las pizarras tenían pintadas permanentes y tres de cada dos mesas cojeaban, por no decir que en los baños, varios espejos estaban resquebrajados y los cristales se rompían cuando alguien los pisaba al entrar. Pero había cierto encanto en ese edificio, se podían respirar los años y las lecciones impartidas durante largas décadas.

    Los profesores no cambiaban prácticamente nunca, solo el de Historia. Ese puesto estaba gafado, seguro; siempre le pasaba algo al profesor de Historia, desde un ataque de un gato en un patio hasta acabar atascado en el váter. Emma no entendía cómo había podido acabar ahí, encajado, el anciano profesor Bart. Así que la única emoción del curso era eso, saber quién narices impartiría la clase.

    A la tercera hora llegó, y no era, para nada, como se esperaba. Entró en la clase una mujer menuda, de cabellos grisáceos y mirada penetrante; rondaría los cincuenta años, quizá un poco más. No lucía aspecto amistoso. Sus ojos, dos pozos negros, escrutaron la clase sin un ápice de interés. Un segundo más del necesario aguantó la mirada a Emma para luego seguir con su escrutinio. De repente, todos estaban muy callados y observaban a aquella mujer con más respeto del que con metro cincuenta debería imponer. Pero había algo, algo en la forma en la que te evaluaba, que te daban ganas de desaparecer:

    —Soy la profesora Amanda, podéis llamarme profesora o señorita Amanda, como prefiráis. Este año os daré Historia. Parecéis jóvenes, ¿qué edad tenéis?

    —Quince, algunos dieciséis.

    Desconocía quién habría tenido la osadía de responder; incluso aunque lo hubiese preguntado, no parecía que quisiera una respuesta. Emma, que aún estaba en el grupo de quince años, fue de las pocas que le aguantó la mirada cuando volvió a pasearla por la clase:

    —Genial, no espero que os guste mi clase, solo que la aprobéis. Supongo que todos tendréis el libro. —La clase entera asintió—. En ese caso, ¿a qué esperáis para sacarlo?

    Conforme avanzó la clase, Amanda le cayó mejor a Emma. Tenía un tipo de humor peculiar y su expresión, a pesar de no cambiar, no fue tan dura como al principio. No preguntó ni una sola vez a Emma, y eso que estaba empeñada en que todo el mundo participara. Emma se lo agradeció, no le gustaba hablar ni exponer en clase; sus compañeros no sentían ninguna simpatía por ella, como si fuese ella la chica maldita de la clase o algo así. Seguía sin entender por qué, tampoco había hecho nada malo.

    —La señorita del fondo, ¿cómo te llamas?

    A Emma le costó unos segundos saber que se refería a ella. Se hallaba inmersa en un párrafo sobre una historia verídica mezclada con mitología:

    —Emma.

    —Bien. Emma, ¿podría responderme a la pregunta que he formulado?

    Había preguntado el comienzo de la Guerra Civil, el año exacto en que empezó. Creía saberlo, pero no estaba segura:

    —No sé la respuesta.

    —Quizá, si hubiera estado escuchando, la sabría. ¿O hay algo más interesante que mi clase?

    Ella negó con la cabeza, más por evitar un problema que porque tuviera razón. La mujer le sonrió, pero más que un gesto afable resultó ser una mueca forzada y amenazante. El resto de la clase pasó sin incidentes; es más, Emma juraría que estaba evitando mirarla con todas sus fuerzas.

    * * *

    La puerta de la casa cedió al tercer golpe. De tratarse de una casa con gran valor, a Emma le hubiese preocupado lo fácil que era entrar en su casa sin necesidad de llave, pero no era el caso. Es más, seguramente, de ser un ladrón, habría pasado de largo sin ni siquiera echar una ojeada.

    Entró por la puerta tiritando, cargando en la espalda su mochila y en el brazo izquierdo la compra del día, y si su hermana seguía sin comer y su padre sin aparecer, seguramente de la semana. Eran normales esas ausencias, sobre todo a principio de curso cuando, como pensó Emma, su madre solía estar eufórica por llevar de la mano a sus dos hijas hasta la clase si hacía falta.Días melancólicos los llamaba ella.

    Oyó el crujir de las escaleras y se sorprendió al ver que su hermana se había levantado.

    —Buenos días —dijo Emma con una sonrisa.

    Siempre intentaba ser afectuosa con ella, jamás en la vida le ponía una mala cara, ni siquiera cuando Clara rechazaba el más mínimo intento de acercamiento por parte de Emma. A veces, murmuró ella para sí, de verdad sentía que su hermana la odiaba:

    —¿Has traído comida?

    —Sí. ¿Qué te apetece?

    —Un sándwich.

    Clara rara vez dejaba que Emma le preparara la comida, pero sorprendida de que esta vez se limitara a resoplar mientras se desplomaba contra la silla, empezó cuanto antes a preparárselo:

    —¿Vas a ir a la escuela mañana? Han preguntado por ti.

    —¿Quién? Sabes tan bien como yo que no tengo amigos. —El tono que utilizó fue cortante y seco. Emma ni se inmutó.

    —Eso no es cierto, a Marta le caes bien y a Eric creo que le gustas.

    —Marta es una cría y Eric solo busca sexo.

    No insistió más en el tema. Como muchos otros intentos de entablar conversación con su hermana, este tampoco tenía sentido. Era como correr hacia un muro y esperar que, por arte de magia, este desapareciese. Obviamente, no lo hacía.

    —Entonces, ¿les digo que todavía no irás?

    —Les dices que estoy muerta, que llevo años muerta.

    Emma se mordió la lengua y miró por la ventana, se había formado una fina capa de vaho. No iba a llorar, claro que no, solo era un comentario estúpido; no lo pensaba en realidad, seguro que no.

    —¿Has visto a papá?

    Clara negó con la cabeza mientras jugueteaba con el bocadillo. Nunca estaba hambrienta, y eso que comía una vez al día, si había suerte. Estaba en los huesos: su clavícula parecía a punto de salirse de su cuerpo y la piel se le pegaba alrededor de los pómulos, añadiéndole años, por no hablar de su palidez. Emma no era precisamente una chica morena, pero al menos no tenía ese aspecto enfermizo. No podía evitarlo, a veces le recordaba a un cadáver.

    —Me voy a la habitación, no me molestes.

    —Sin problemas.

    En cuanto se fue, le dieron ganas de estampar el medio bocadillo que había dejado contra la puerta y gritarle, gritarle cualquier cosa que la hiciese despertar. Pero contó hasta diez, se hizo por tercera vez en el día la coleta y cogió sus apuntes de Historia; habían dado poco, pero necesitaba estudiar algo, lo que fuese.

    Así estuvo hasta que el día dio paso a la noche y la luz fue insuficiente para leer. Pensó en encender la lámpara de su derecha, pero luego recordó que, seguramente, su padre no habría pagado la factura y se resignó a prepararse algo de cenar. El medio bocadillo seguía sobre la mesa, aguardando a su propietaria, la que, por cierto, seguía en su habitación haciendo a saber qué. No fue a preguntárselo, sino que abrió la nevera y pilló lo primero que encontró, que resultó ser una ensalada del supermercado con frutos secos. No era el mayor manjar del mundo, pero era lo que era: su cena.

    Cuando subió a su habitación se encontró el panorama de siempre: su hermana agazapada como una cría de tres años en una esquina mirando a un punto muerto. Era escalofriante, pero no se detuvo a meditarlo, sino que caminó hasta su cama y se dejó caer sobre ella.

    Por alguna razón desconocida, lo último que recordó antes de caer dormida fueron los ojos negros de la profesora Amanda.

    * * *

    Al día siguiente, las cosas no cambiaron mucho para Emma, o no de forma que ella se enterase. A su parecer, todo seguía igual. Salió de casa a menos cuarto y llegó dos minutos antes de que empezara la clase, se sentó en el mismo sitio y sus compañeros permanecieron sin hacerle caso. Pero, de vez en cuando, sentía la necesidad de volver la cabeza, sobre todo cuando volvía hacia su casa. Notaba algo, mejor dicho, a alguien observándola, y si no fuera porque a la única persona que vio fue a Amanda, su profesora de Historia, habría jurado que la seguían.

    En casa el panorama sí que era distinto. Su padre había vuelto, la chaqueta vaquera colgada a la entrada lo demostraba. Emma no supo cómo sentirse, rara vez hablaban, pero le alegraba saber que había vuelto. Clara se mostraba más amable cuando estaba él.

    —Emma, ven a ayudarme a poner la mesa.

    En la cocina la esperaba su padre, un hombre alto y desgarbado, de manos grandes y pies planos. Su ropa, que parecía más de un vagabundo que de un padre de familia, apestaba a alcohol. Y su pelo, en su día rubio, ahora no era más que una maraña grisácea. Había ganado peso y años, años desperdiciados, por eso ella odiaba observar detenidamente a la gente, sobre todo a su hermana y a su padre. ¿Sería así como estaba ella?

    Prefirió alejar ese pensamiento de su mente y centrarse en la mesa.

    —¿Qué tal el colegio?

    —Muy bien. Hay una profesora nueva de Historia, se llama Amanda.

    La chica no pudo ver, debido a que estaba agachada recogiendo una servilleta, la tensión que cruzó el rostro de su padre durante un segundo. Reconocía ese nombre:

    —¿Y cómo es?

    —Es mayor, supongo que cincuenta años, y tiene unos ojos negros enormes; a veces da miedo.

    El hombre se tensó aún más, era una descripción bastante acertada de la mujer que tenía en mente. «Pero era imposible», pensó, llevaban ocultos años, su mujer ya no estaba, así que no podía ser quien él creía.

    —¿Ha ido tu hermana al colegio?

    —No.

    Clara, como si pudiera escuchar la sola mención de su vida, apareció en el umbral de la puerta. Observó a Emma fijamente, no como una hermana miraría a su otra hermana, y luego giró el rostro hacia su padre y se esforzó por sonreír. A Emma eso la alegró. Si no hacía ese esfuerzo por ella, al menos que lo hiciese por su padre.

    —¿Cómo estás, cariño?

    —Bien.

    Ese «bien» sonaba de todo menos... bueno, menos bien. El camisón de Clara se arrastró hasta la silla más cercana y se dejó caer ahí. Emma le sirvió su plato, macarrones, pero ella no hizo ademán ni de coger el tenedor. Resignada, se sirvió su plato y se puso a comer.

    —Esta semana me voy de viaje, volveré en el lunes que viene. Clara, quiero que vayas al colegio, ¿entendido?

    Ni siquiera lo miró. Asintió. No tenía pinta de que hubiera escuchado a su padre, fue más bien un gesto mecánico. Mientras, Emma intentó dar tema de conversación, pero la vista del padre estaba fija en Clara, hasta en su propia casa ella era invisible. Al final, cabreada como pocas veces se permitía a sí misma estar, se levantó de la mesa y salió a dar una vuelta. Hacía frío, por no mencionar que de un momento a otro empezaría a llover. Pero le daba igual, de la misma forma que a su padre le daba igual si estaba en la habitación, o a su hermana si iba a volver o no.

    No tardó en arrepentirse de no haber cogido una chaqueta, pero no dio media vuelta, eso era ya cuestión de principios. Anduvo sin rumbo fijo durante media hora hasta llegar a un pequeño parque. De pequeña iba allí a jugar. Una señora mayor cerró las cortinas antes de que Emma pudiese siquiera verle el rostro. Era una zona famosa por el vandalismo.

    Empezó a chispear, pero a ella la lluvia no le desagradaba, no al menos tanto como le desagradaba estar en su casa. Se sentó en el banco donde años atrás su madre la cogía en el regazo y le hacía cosquillas. Sus pensamientos vagaron por su cabeza, ideas, imágenes contradictorias y sueños. Soñaba mucho, y cosas de lo más extrañas, pero ella no debía moverse, o no lo suficiente, porque jamás despertaba a Clara. A pesar de estar tan inmersa en su propio mundo, fue capaz de oír el chirrido de una puerta al abrirse.

    Una mujer mayor, de mirada severa y curiosa, se asomó. Llevaba una bata larga de color gris y sus labios formaban una línea dura y fría en su rostro. La reconoció al instante: Amanda.

    —¿Qué haces aquí?

    —He salido a dar una vuelta.

    Era una excusa pobre, incluso para ella, pero no se le ocurrió nada mejor.

    —Entra, anda.

    El tono casi amable de la mujer la sorprendió. Dudó unos instantes, hasta que decidió que no perdía nada por entrar un rato a su casa. Amanda, mientras la esperaba, empezaba a impacientarse. «Es una chica extraña»,pensó la profesora para sí.

    Una vez dentro, Emma pudo comprobar que el carácter de la profesora estaba presente en cada rincón de la casa. No había apenas decoración, como si el hecho de centrarte en algo que no fuera la anfitriona fuese un insulto, pero sí que había espejos, más de los que ella consideraba necesarios, y una tupida alfombra le hizo cosquillas cuando Amanda le pidió que se quitara los zapatos. No había nada destacable, no había fotos familiares, tampoco cuadros o discos de música que delataran algún gusto de la propietaria. Sin embargo, a Emma no le resultó raro; es más, le gustaba la simpleza del lugar, como si la propia casa sin decoración te pudiera contar una historia.

    —No hace muy buen día para dar una vuelta. ¿No crees, Emma?

    —No esperaba que se pusiera a llover.

    Amanda asintió y Emma notó su mirada penetrante mientras sus ojos vagaban por la estancia. Quizá no debería haber accedido, apenas conocía a esa mujer.

    —¿Tienes problemas en el colegio? Algunos profesores me han dicho que no tienes muchos amigos.

    El tono era curioso, incluso preocupado.

    —No tengo amigos, es verdad, pero no es un problema para mí. Me gusta estar sola.

    Emma sonrió, dejando por primera vez en mucho tiempo desconcertada a Amanda. La muchacha había utilizado un tono neutro, casi jovial, como si con quince años el hecho de no tener amigos no fuese algo más que preocupante.

    —¿Te importaría contarme el motivo?

    Emma se lo pensó, pero decidió que, al fin y al cabo, todo el colegio sabía la condición de su hermana.

    —Mi hermana está enferma, hace tiempo que no sale de casa, solo cuando la obligo, y siempre acabamos montando el espectáculo. En el colegio creen que la maltraté hasta hacerla enloquecer y la llaman «Clara la loca».

    Tamborileó con los dedos. No le importaba contar esa historia, no la definía ni tampoco contaba su vida entera. Solo era una pequeña parte, algo que no le importaba compartir con alguien, ni siquiera con una desconocida:

    —¿Cuánto lleva así tu hermana?

    —Unos diez años.

    A decir verdad, no tenía ningún recuerdo de su hermana que no fuera el de una chica infeliz. Tenía algunas fotos, y de vez en cuando, en sueños, aparecían visiones, más imaginarias que reales, de la sonrisa de Clara. Amanda, por su parte, miraba a Emma con un renovado interés y cierta pena. La chica no parecía ni un ápice acongojada, como si el hecho de expresar algo que no fuese una absoluta calma no se le estuviese permitido.

    —¿Y es por eso que no estás en tu casa? ¿Por tu hermana?

    —Bueno, en parte. A decir verdad, no me gusta permanecer mucho tiempo en un mismo lugar, y puesto que no he salido en mi vida de la ciudad... No me mire así, aquí soy feliz, este es mi hogar.

    «Mentir es fácil», pensó acto seguido de decir eso. En ningún momento de su vida había considerado aquel lugar su hogar; quizá su prisión o, incluso, su jaula:

    —Me alegra oír que así es. Yo también soy de aquí, desde hace muchos años, es raro que no hayamos coincidido nunca.

    Pero los pensamientos de Amanda estaban mucho más lejos de lo que creía. Había encontrado a la chica que buscaba. No era, para nada, como se esperaba, aunque, a decir verdad, tampoco tenía una idea clara de lo que se iba a encontrar. Quizá un poco más fuerte o un poco más preparada para lo que se le venía encima. Era poderosa, se le notaba desde el minuto uno que entró por la puerta. Había algo en ella, algo que denotaba que un don crecía en su interior. Pensó en llevársela en ese mismo instante, pero tenía que ser precavida.

    —Profesora.

    —Perdona, ¿qué decías?

    —Que creo que debería irme, no quiero llegar muy tarde a mi casa. Mi padre se va de viaje mañana y querrá despedirse.

    Emma se levantó un poco impresionada de que esa mujer tan severa se hubiera permitido evadirse delante de una alumna. Aun así, ninguna comentó nada hasta que llegaron a la puerta.

    —Emma, escúchame. No quiero que en tu casa sepan que has hablado conmigo, ¿entendido?

    Ella asintió. No necesitaba ninguna excusa para no contarle lo sucedido a su padre o a su hermana porque, siendo realistas, ninguno de los dos preguntaría.

    * * *

    No le llevó mucho tiempo recoger sus cosas. La casa, a pesar de ser suya, jamás había contenido muchas pertenencias. La visitaba poco y durante el tiempo justo y necesario, jamás más del establecido. Solo le quedaba encajar los zapatos de montaña en un hueco de la maleta y cerrarla. Ni una hora le había llevado, pero cada minuto valía oro, sabía que tenía que ir a por la chica y gracias a Emma sabía que su padre solo estaría en casa esa noche.

    Su teléfono vibró en la cocina. No le hizo falta otra segunda llamada para cogerlo:

    —Soy yo. ¿Cómo vas? —Gan siempre tan directo.

    —Ya estoy. Tenéis el coche preparado para el padre y la niña, ¿no?

    —Sí, también hay otro para...

    —Emma se viene conmigo, Gan. Que te haya dejado participar en la misión no significa que haya cambiado de idea respecto a la chica.

    El hombre suspiró, más resignado que enfadado. Sabía que no cambiaría de idea, a pesar de que la había intentado convencer:

    —¿Cómo es? —preguntó en un susurro.

    —Igualita a su madre.

    Amanda sabía que para él sería más duro que para nadie ver a la chica, un retrato tan exacto que ni siquiera en una hija parecía normal.

    —Acuérdate de que, a no ser que te lo diga, no utilizaremos la fuerza.Permaneceréis en el coche, y si os doy la señal, venís.

    —No me gusta tu plan.

    —No te tiene que gustar a ti.

    Y cortó la conexión.

    * * *

    La noche ya era total y todas las ventanas estaban cerradas. Su padre se iba a ir pronto, así que cuando se despertase, ya no lo vería. Y su hermana dormiría en la cama de abajo sin hacer el menor ruido. Sin embargo, Emma no podía dormir, podía oír cada crujido provocado por el viento en la calle. Además, no paraba de pensar en su encuentro con la profesora Amanda.

    Ni su padre ni su hermana habían dicho una palabra de su inesperada salida, había imaginado que sucedería. Su hermana estaba en su habitación leyendo, o eso decía que hacía, y su padre escuchaba la radio. Aun así, Emma tenía una sensación extraña, como si se le estuviera escapando algo importante, algo muy importante.

    Estaba decidida a cerrar los ojos, ceder y dejar de darle vueltas al asunto para sumergirse en un sueño profundo. Pero el destino tenía otros planes porque, en ese preciso instante, llamaron a la puerta.

    Sobresaltada, miró por la ventana. Una figura, tapada con un abrigo, esperaba en el umbral de su puerta. Le resultaba vagamente familiar, a pesar de no verle el rostro. Volvió a llamar, esta vez de forma más insistente.

    —¿Qué es ese ruido? —preguntó Clara desde abajo.

    —Hay alguien llamando a la puerta. Voy a abrir.

    Pero su padre ya estaba en el pasillo con cara de malas pulgas. Su hermana, para sorpresa de Emma, la siguió por el pasillo mientras aguardaban a que su padre abriera. Este no se giró al oírlas caminar tras él, pero Emma juraría que algo similar al terror había alumbrado la luz de la luna.

    —Hola, Víctor. Cuánto tiempo.

    La voz provenía de Amanda. ¿Qué hacía ella allí? ¿Podía ser todo un sueño? Disimuladamente se pellizcó la pierna. Nada. Mientras, su padre estaba quieto, como petrificado; el hombre tenía una expresión de horror tan espeluznante que era mejor que sus hijas no lo vieran. Los habían encontrado, ahora se la llevarían. En el fondo, pensó: «¿No era eso lo que tanto quería?».

    —Supongo que sabrás a qué he venido, ¿verdad?

    —Sí.

    Emma continuaba sin entender nada. ¿Desde cuándo se conocían su profesora y su padre? La mujer, sin ni siquiera preguntar, apartó a su padre de la puerta y sonrió a la chica. Clara estaba quieta, solo se le movía el labio inferior y las manos en un temblor nervioso preocupante.

    —Yo me llevaré a Emma. A tu otra hija y a ti os está esperando un coche fuera.

    —¿Qué está pasando?

    La voz salió como un graznido, más animal que humano, y Emma no estaba muy segura de que se la hubiera entendido.

    —Llévate a Emma. Clara y yo nos quedamos.

    ¿Cómo? La mente de Emma iba a mil por hora. ¿La ofrecía? Miró a su padre como rara vez lo había hecho, con todo el rencor que en más de una ocasión había sentido. Y con incredulidad. Era su hija, eso importaba, tenía que importar...

    —Tenéis que acompañarnos, podemos hacer esto por las buenas o por las malas.

    El tiempo se congeló en el preciso instante en que las miradas de Amanda y su padre se cruzaron, retándose, él a intentar obligarla a irse y ella a que la forzara a hacerlo. Con un rápido movimiento de brazo, Amanda pulsó un botón. Al principio nada sucedió, para alivio de Emma y de su hermana, quien respiraba ahora de forma irregular. Ella le echó una ojeada intentando tranquilizarla, decirle que no pasaba nada, que se podía ir a la cama, que todo era un mal sueño... Pero antes de poder decir algo de eso, cuatro hombres irrumpieron en la casa. Todos eran armarios, hombros anchos, brazos musculados, a pesar de que uno de ellos tendría una edad avanzada. No les veía bien los rasgos y no ayudó que todos arremetieran contra su padre.

    —Parad, soltadlo.

    Nunca sabrá de dónde le salió la valentía para ponerse entre esos hombres y su padre. Tampoco llegó muy lejos, entre dos ya la arrastraban afuera, y un tercero cogía a su hermana quien, como era de esperar, no opuso ninguna resistencia; se dejó caer, como si de un saco se tratase, y eso le quitó cualquier fuerza que le pudiese quedar.

    —Te lo explicaré todo mañana por la mañana, Emma, te lo prometo.

    La chica no se creía nada. Es más, no pensaba, la cabeza no le respondía. Las luces de los coches la deslumbraron haciéndola trastabillar, pero no permitió que Amanda la ayudara. Esa mujer era de todo menos profesora y solo la seguía por el simple hecho de que tenía a su familia.

    —Debes de estar asustada, pero, de verdad, estás a salvo.

    Se tiró sobre el asiento del coche y cerró los ojos con fuerza.

    —Lo único que estoy es cansada.

    Capítulo 2

    La enfermería era un espacio en blanco, a cualquier lado que mirases lo veías: paredes blancas, camas blancas, batas blancas... Los pacientes lo encontraban mareante en muchos casos y agónico en otros, pero nunca se quejaban, ya que era eso o no tener enfermería.

    Pero eso era ajeno a Emma. Ella aún seguía profundamente dormida mientras Amanda la observaba.

    Había ensayado en incontables ocasiones cómo explicárselo de una forma que lo entendiese o, al menos, que lo aceptase. Tenía que decirle la verdad, no más mentiras, pero no es tan fácil desmontarle la vida a alguien. Bueno, quizá sí, pero es difícil intentar explicarle que tus motivos son buenos.

    Una enfermera la sobresaltó al pasar a su lado para quitar el sedante a Emma.

    —¿Cómo está?

    —Bien, solo necesita descansar.

    —¿Tardará en despertar? —La chica, muy joven y atractiva, la miró serena.

    —Bueno, eso nunca se sabe, depende del paciente.

    Y con una sonrisa en los labios, se dirigió a otra cama.

    Ella, Amanda. Ella, que había luchado en innumerables ocasiones y competido otras tantas, que había levantado la voz a quien no debía y le gustaba exigir el máximo a cualquiera, ahora se encontraba allí, mordiéndose las uñas, intimidada por una cría de quince años.

    Pero tenía algo, algo especial, lo pudo sentir desde el segundo en que la vio inclinada sobre su pupitre, desde el segundo en que le sonrió mientras le contaba que no tenía amigos y que su hermana estaba triste. Aun así, no se vio capaz de verla despertar, desorientada y muy lejos de lo que ella le había dicho que era su hogar.

    Puede que, después de todo, no fuese una mujer tan valiente.

    * * *

    Voces. Eso fue lo primero que llegó a los oídos de Emma. Sentía su cuerpo agarrotado bajo la suave seda de su cama, una cama que, sin necesidad de abrir los ojos, sabía que no era suya. Intentó moverse ligeramente, comprobando hasta qué punto estaba adormecida, y la tranquilizó saber que aún era capaz de moverse sin problemas. Acto seguido, abrió los ojos, y un segundo después, se arrepintió. Era como abrir los ojos para que fogonazos de luz le quemaran la retina. La segunda vez fue más precavida y primero los entornó, para luego abrirlos poco a poco.

    Fue sencillo, y tras unos cuantos parpadeos, observó su entorno. Era una sala blanca, pero

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