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Improntas
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Libro electrónico134 páginas2 horas

Improntas

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Información de este libro electrónico

A no dudarlo, uno de los mayores logros de Improntas es la diversidad, no solo de temas sino también de narradores y de tratamiento literario. Los cuentos aquí reunidos van desde el realismo más descarnado hasta los límites de la fantasía, con recursos variados y un estilo directo que, sin embargo, le da paso a imágenes poéticas de gran belleza, que despiertan la sensibilidad del lector sin rayar en la sensiblería. Para la autora no hay tema vedado, y con total desparpajo pasa de un narrador masculino a uno femenino y a otro sin un sexo determinado.
Otro logro es la fluidez en la escritura, que denota un ejercicio constante, una labor que definitivamente no es de una principiante. Las descripciones de los ambientes, los diálogos entre los personajes, los puntos de vista narrativos involucran al lector haciéndolo cómplice de unas realidades que traspasan los límites de lo privado, de lo que no debiera ser dicho, de lo que se podría haber callado. Esta particularidad, que está presente en todos los textos con diferente grado de impunidad, hace que el lector se ate a las historias y, aun en contra de sí mismo, lo lleva a repasar las líneas leídas, con una mórbida obsesión que revuelve sus entrañas: la indiferencia no es posible para el lector de estos relatos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2020
ISBN9789587149876
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    Improntas - Sandra Castrillón Castrillón

    Improntas

    Sandra Castrillón Castrillón

    Literatura / Cuento

    Editorial Universidad de Antioquia®

    Colección Literatura / Cuento

    © Sandra Castrillón Castrillón

    © Editorial Universidad de Antioquia®

    ISBN: 978-958-714-986-9

    ISBNe: 978-958-714-987-6

    Primera edición: noviembre del 2020

    Hecho en Colombia / Made in Colombia

    Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®

    Editorial Universidad de Antioquia®

    (+57) 4 219 50 10

    editorial@udea.edu.co

    http://editorial.udea.edu.co

    Apartado 1226. Medellín, Colombia

    Imprenta Universidad de Antioquia

    (+57) 4 219 53 30

    imprenta@udea.edu.co

    Para María Fabiola,

    la mamá de la voz soleada

    A la memoria de papá,

    que un día me enseñó a leer

    Un papá, una niña y un libro

    Le doy vueltas al espacio que ocupan la niña y el padre en el balcón. El balcón de un segundo piso. Giro alrededor de ambos. Un señor corpulento en una camisa a rayas aprieta con esfuerzo desmesurado un lápiz amarillo. Está agachado sobre el cuaderno abierto, que huele a leche en polvo. La niña está descalza, tiene un pantalón largo y una blusa de casa, observa el cuaderno, trata de aferrarse, aunque el movimiento de la calle la distrae de continuo.

    Si voy directamente a ellos, si camino por la baldosa a cuadros rojos y amarillos de esa casa, incluido el balcón, y asciendo por los pies de la niña y las sandalias del padre, descubro que están sentados en el borde de cemento de una pequeña jardinera que se arrincona en uno de los extremos del balcón.

    La luz del sol, pese a que no los toca, les lustra a ambos los cabellos anaranjados de la cabeza.

    La niña no sabe leer aún, tiene siete años, está en primero elemental, la profesora la mira con reparo cuando no acierta a descifrar el enigma de las hormigas negras paralizadas en una hoja blanca. La regla de la profesora señala un par de sílabas.

    —Júntalas —ordena.

    Pero la boca pálida no musita nada aunque sus compañeras suelten, a sus espaldas, un silbido que se parece al paso del viento entre los árboles altos.

    La maestra le cuenta a la madre. La madre inicia un plan de enseñanza: la hermana mayor, luego la tía morena y joven. Planas sin sentido, solo un sartal de hormiguitas haciendo fila sin chistar. Nada.

    Aunque el libro de lectura era una cosa deliciosa. Nacho lee primero. En la portada Nacho va por un camino empedrado, alrededor despuntan los árboles y los arbustos. Alguna ardilla lo ve pasar. Lleva sombrero, se parece extraordinariamente a Huckleberry Finn, con un pantalón sucio y roto, al cual sostienen dos cargaderas desgastadas. Todo en Nacho es devastador. Excepto que lleva un libro en la mano.

    Ahora no sé qué es lo que coincide con la realidad, pero esto es lo de menos. Nacho, descalzo en un camino empedrado, parece estar a salvo, ríe incluso, pues Nacho lee.

    Yo abría el libro, encontraba un olor que coincidía con el que se desprendía de las hojas del periódico que deshilvanaba papá los domingos en la sala y me concentraba en mirar los dibujos: una niña inclinada sembrando un árbol, tomates, lobos, casas, madres acariciando a sus hijos, cometas, payasos.

    Así que el último maestro fue papá. Me lo anunció mamá dos días antes:

    —El domingo tu papá te va a enseñar a leer.

    Es domingo en la mañana. Papá se ha bañado, se ha puesto colonia, la casa entera huele a colonia, ha postergado la lectura del periódico y va hacia el muro de cemento de la jardinera. Antes de salir de la sala profiere:

    —Trae el libro, el cuaderno y los lápices.

    Me levanto y arrumo las cosas en ese orden en mis manos. En el rincón del balcón papá ha instalado una mesita para poner los libros y el cuaderno. Y empezamos. Se parecía un poco a lo de la profesora:

    —¿La m con la a cómo suena? Júntalas.

    —Mmmaaa —contestaba yo.

    —Junta la t con la u —decía y hacía el gesto para pronunciar un tú.

    Hicimos más ejercicios. Usamos mucho el borrador de goma. Oímos retorcerse el lápiz bajo el molino del sacapuntas.

    Papá me condujo a los últimos dibujos de la cartilla y me pidió que le contara historias inventadas sobre ellos. Así que narré por mí misma la historia de una niña que plantaba un árbol, la historia muy triste de un payaso de circo, la salida del sol para un campesino que cargaba su azadón a cuestas.

    Luego llegó la hora del almuerzo, descansamos, papá tomó café. Y continuamos la tarde entera, sin importar la somnolencia del almuerzo. Y sin mayores tropiezos, pudo ser a las cinco de la tarde, leí mi primera frase completa.

    Recuerdo que juntaba sílabas, como había hecho con los otros ejercicios, juntaba y friccionaba el aire, porque no acertaba a dejar que la marcha prosiguiera, pero sin darme cuenta me fui de largo, casi patinando, como si jugara sobre el piso enjabonado, sobre las hormigas que gesticulaban y asentían. Leí: El… niño… no… raya… la… mesa.

    Ya estuvo. El transitar de los buses era más lento en ese día y a esa hora, el sol se metía detrás de un cielo muy azul que guardaba algunas esquirlas de nubes que no iban a convertirse en lluvia.

    Supe que había leído una frase y que era irreversible.

    Ahora sé que fue un asentimiento contundente a las letras.

    Papá, que me regañaba constantemente por hacer garabatos en las paredes, repitió:

    —El niño no raya la mesa. ¿Te das cuenta? Para eso están los cuadernos. —Y siguió diciendo unas cosas más, como si para él enseñarme a leer y reñirme por rayar paredes fueran lo mismo.

    Y lo son, de formas distintas.

    El día empezó a despojarse de su techo blanco, fue cerrando la puerta con persianas azul oscuro. Sé que estuve en el balcón otro rato después de que papá se hubo levantado para leer su periódico tardío. No tengo ni idea de si me comí algunos cuentos de las últimas hojas o de si me entretuve mirando el espectáculo del cambio de la luz. Ahora mismo me devuelvo, sin precisar la escena, por los cuadros rojos y amarillos teñidos de ocaso. Dejo allí a la niña, que todavía está descalza, ya sola con el libro, como si inaugurara el sentido de su existencia.

    El parto

    Hasta que el líquido amniótico corrió por los muslos, había esquivado pensar en el asunto. Encontró la manera de vestir cada mes el crecimiento innegable del vientre. Los primeros meses había bajado de peso considerablemente por los vómitos matinales, tan corrientes en su estado, y por la falta total de apetito. Le llegaba desde el esófago un escozor que se acrecentaba a medida que el tiempo le agregaba centímetros a la cintura.

    Podía concentrarse en la ideación del ocultamiento, en los medios para confundir a los que tuvieran sospechas, pero nunca pensaba realmente en esa situación. Descosió la pretina del uniforme y la rehízo ella misma, sentada en la taza del sanitario. Aflojó el cinturón de varios pantalones y difundió la idea de que la ropa ancha estaba de moda, por si acaso hubieran puesto allí el recelo. El vientre aumentaba para su desazón, sin que ella se detuviera a contemplar ese cuerpo que se transfiguraba.

    Consiguió dar contorno y forma al organismo, crearle una imagen entre circular y enérgica, aparecer frente a todos como una chica de un apetito voraz, aun cuando comer nunca fue su fuerte. Cierto buen humor aunado a su aspecto rollizo tiñó las relaciones familiares de amistad y calidez, cuando antes era una especie de extraña que andaba de su cuarto a la puerta de la calle sin dirigir saludo a nadie. De esta manera ese colosal robustecimiento fue puesto en segundo plano.

    A lo largo de esos meses determinó la profesión que habría de seguir, amenguó las salidas nocturnas y cada noche fijó la vista en los libros olvidados de la biblioteca. Hubiera aprendido a tejer si esa actividad no hubiera sido motivo de desconcierto o de asociación entre una aguja que se levanta y hace una red de hilo y un calcetín babeando hebras en sus contornos. La laboriosidad de esta chica llegó a conmocionar a la madre atareada, que ahora encontraba una recompensa a las horas invertidas en la crianza de la hija.

    Los amigos de crestas azules en la cabeza la llamaron sin cesar, rogando por la heroína que no temía a las rumbas desproporcionadas aun en los días de semana. Los llamados no fueron atendidos. Les dio la espalda, bajó un tomo de filosofía del anaquel más alto de la biblioteca, sopló el polvo reposado en aquel lomo amarillento y se metió de cabeza a esas líneas pardas de secretos antiguos. Una cosa seguía a la otra: aprendió a cocinar, se movía en el cuarto de humos densos con una cintura abultada, esparciendo harina de trigo sobre moldes transparentes, donde más tarde emergía una torta blanda y dulce. Adquirió cierto gusto por acompañar a su madre en las tardes, cuando ella tomaba el café con leche y tostadas. Podía verse a la madre y a la hija en el balcón, interesadas en el fragoroso otoño del jardín, en donde el ripio de las hojas tejía elaboradas alfombras amarillas.

    Y así el último día fue pálido e indeciso, sin clima, sin esperas ni sobresaltos. Llegó puntual del colegio, fingió atiborrarse de legumbres y se metió al bolsillo del uniforme un frasco de alcohol, un paquete de algodón y un bisturí de manualidades escolares. Lo había visto en internet, pero el dolor no se grafica a pesar de los avances de la tecnología.

    Pasó el cerrojo de la puerta del baño esforzándose en no producir ruidos sospechosos. Así mismo, con suma delicadeza, levantó la tapa del sanitario y examinó los efectos como si acabara de desactivar una mina. Los oídos le latían por el sumo esfuerzo con el que pretendía escuchar cualquier movimiento incierto. Al acomodarse en la taza, sintió el vaho

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