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Whitemalans y otros cuentos
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Libro electrónico212 páginas3 horas

Whitemalans y otros cuentos

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Esta colección de doce cuentos refleja la Guatemala del siglo XXI en todos sus aspectos positivos y negativos. Sin convertirse en una sórdida crítica sínica ni una superficial alabanza patriotera, algunos cuentos, como «Madre a mi edad», despiertan en el lector la ternura; otros, la esperanza, como en «Migrante, no hay camino» y varios, como «La Chula», «Guatebala» y «Señora Ada», ahondan la realidad socioeconómica guatemalteca con personajes profundos y bien trabajados. Fenómenos sociales que no solo pertenecen a Guatemala, sino a toda Centroamérica y Latinoamérica, forman el contexto de la trama de diferentes cuentos, como la corrupción, la migración, el narcotráfico, la violencia e, incluso, la crisis provocada por la pandemia de COVID-19. Este libro no solo es relevante por su calidad literaria, sino porque permite comprender la historia contemporánea.

«Whitemalans y otros cuentos» de Werner Solórzano Lemus pertenece a la colección Voluta, la cual consiste en libros de escritores latinoamericanos nóveles cuya calidad literaria respalda la editorial Cazam Ah.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 ago 2021
ISBN9781005995133
Whitemalans y otros cuentos
Autor

Werner Solórzano Lemus

Werner Solórzano Lemus (Guatemala, 1982). Traductor jurado, psicoterapeuta e instructor de inglés y francés. Escribe novela y cuento con un estilo directo y preciso, pero no por eso deja de ser cercano al lector. En su prosa se cuidan los acontecimientos externos que informan y nutren el paisaje interior de los personajes; además, desarrolla temas sociales y profundiza en la psique colectiva guatemalteca, que toma como punto de partida para explorar la universalidad del ser. Leer la obra de Werner Solórzano es atreverse a verse al espejo, reconocerse y crecer.

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    Whitemalans y otros cuentos - Werner Solórzano Lemus

    A la conmoción siguió la confusión de no saber con exactitud quiénes habían quedado sepultados bajo las montañas de basura, pero a medida que el tiempo avanzaba inexorablemente se produjo una lista de quince nombres. De las nueve personas que extrajeron, cuatro estaban con vida. La lluvia que se prolongaba pertinaz —y que Carlitos oía murmurar en el techo de lámina— provocó la suspensión de las tareas de rescate por el resto del día.

    Carlitos se asomó a la ventana. En la calle, los charcos le hacían triste espejo a un cielo de plomo que no dejaba de llorar. Se apartó de ella y merodeó por clases que no eran la suya, hurgando en las gavetas del escritorio de la seño. Ahí descubrió un frasco de gomitas; el temor y la culpa no le permitieron tomar sino una. Se aburrió con el paso de las horas. Lo habían dejado bajo llave.

    Lo encerraron a eso del mediodía cuando pidió permiso para ir al baño, en donde se distrajo viendo la decoración de gaviotas volando en las paredes y sacándose la mugre de las uñas. Su idea era permanecer ahí todo el tiempo que pudiera para ya no estar en esa clase con los dibujos de frutas que había que llenar con bolitas de papel de china y la ilustración del conejo que saltaba hasta el cansancio sobre la recta numérica. Sobre todo quería estar lejos de la maestra, de su risa y su «saquen cuaderno y libro de matemáticas» que repetía con la misma inflexión de voz, cada vez que empezaba el período.

    Ya corría la noticia de los derrumbes. Carlitos escuchó cómo crujían las gradas mientras evacuaban la escuela. No le dio importancia: debían estar haciendo otro simulacro de terremoto y cuánto mejor porque se perdería más tiempo de clases. Se quedó contando las gaviotas que volaban por la decoración de las paredes y limpiándose las uñas. Cuando volvieran, saldría del baño.

    Empezó a sospechar que algo pasaba cuando el silenció duró más de lo que les tomaría salir y volver a entrar en la escuela. Abrió una rendija en la puerta a la caza de algún alumno o maestra, pero no había nadie.

    Se deslizó hacia el segundo nivel por las gradas en donde ya empezaban a verse las señales de una salida en carrera: las clases estaban patas arriba. No se había hecho el ritual de barrer y ordenar pupitres. Ese ritual acortaba el tiempo de clases y todos buscaban adelantarlo, pues preferían estar haciendo bulto y platicando, fingiendo que ordenaban y limpiaban el salón, que estar inclinados sobre el cuaderno haciendo ejercicios o escuchando los regaños de la seño Sofi. Hoy se veía que no hubo nada de eso. ¡Quizás sí tembló y él no lo había sentido y todos se fueron a sus casas!

    Carlitos recogió sus cosas y bajó a la puerta de entrada. Estaba con llave. Subió de nuevo y se asomó a una de las ventanas. Llovía.

    No le molestaba estar solo en el colegio; por el contrario, parecía disfrutarlo. Podía vagar con libertad, entrar a todas las aulas, meter las manos en las gavetas de las cátedras, revolver papeles y manosearlo todo. Siempre fue un hurgador y un manoseador. Una de las frases que escuchaba con frecuencia era: «¡Deje ahí, no toque!». Hoy nadie se lo decía y se deleitaba tocando y revolviendo todo lo que se le daba la gana.

    Cuando el deleite se convirtió en aburrimiento comenzó a buscar una manera de salir, pero en ninguna parte encontró las llaves que buscaba. Se asomó a una de las ventanas del segundo nivel y pensó gritarle desde ahí a algún vecino para que lo viniera a sacar, pero no hizo falta. Don Anselmo venía de La Mina y lo saludó desde lejos.

    La directora lo vino a sacar y le dio unos coscorrones sin ganas, acompañándolos con un regaño que más sonaba a súplica. De la mano de don Anselmo llegó a la casa de doña Clotis, la señora de la casa verde frente a la suya y que nunca se quitaba el delantal.

    A Carlitos le dio la impresión de que lo estaban esperando. Doña Clotis le dijo que pasara a la sala. A espaldas de él, oía que murmuraba algo con don Anselmo, pero no distinguía las palabras.

    El café y las champurradas tuvieron otro gusto para Carlitos. No tanto por su sabor y el pocillo del que bebía, sino por el lugar en el que se encontraba. En las paredes verde menta de la sala había pósteres con la imagen de la Virgen María y un Jesús que señalaba su corazón con el índice. Colgaban también un reloj de plástico cromado en cuyas agujas se posaban mariposas en un fondo de flores y una alfombra de otro Jesús arrodillado ante unas rocas bajo un cielo de estrellas fugaces.

    Después de la refacción, Carlitos se puso a hacer sus tareas. A esa hora, la cuenta de desaparecidos había subido de seis a sesenta. Los trabajos de rescate fueron reanudados al día siguiente, pero no durante todo el día, pues la lluvia volvió a hacer insegura la labor de tratar de encontrarlos bajo toneladas de basura.

    Su tía —a la que Carlitos llamaba mamá— se había ido de viaje. Eso fue lo que doña Clotis le dijo esa noche. El niño de seis años hizo muchas preguntas y la mujer hilvanó una historia que parecía más o menos verdad. Mientras tanto, ella se ocuparía de él. ¿Qué quería hacer? ¿Quería ver tele?

    Aunque había dicho que no sabía, ella lo puso a ver la televisión hasta que se empezó a quedarse dormido. Lo llevó al cuarto que había sido de su hijo y ahí lo acostó.

    A la mañana siguiente, doña Clotis lo llevó al mercado tomado de la mano. Al regresar, lo sentó en una pequeña silla de madera mientras ella se ocupaba en hacer los tamales para la venta del sábado. Lo puso también a cortarle los tallos a las hojas de espinaca y a pelar tamarindo. Mientras lo hacía, le contaba historias de su familia y de la odisea que fue venirse de Nicaragua. También le hablaba de sus hijos que estaban en los Estados Unidos y que le mandaban su remesita sin falta cada mes, que hablaba con ellos y que ya la vendrían a visitar de aquí a unos meses. Carlitos volvía a preguntar por su mamá y doña Clotis trataba de secarse una lágrima, pero esta ya había rodado por su mejilla, pendía de su barbilla y luego se lanzaba al vacío para mezclarse con el agua que hervía. Así se fueron hilvanando los días tristes, como perlas negras en un collar de luto.

    La escuela reanudó actividades cinco días después y Carlitos comenzó una rutina a la que tuvo que acostumbrarse. Otro desayuno, otra ruta para ir al colegio, otra vida.

    —¿Cuándo me va a venir a ver mi mamá? —le preguntó una de esas mañanas mientras avanzaban por las calles del asentamiento.

    —No sé. Al nomás poder. Mirá lo que tengo para ti: espero que te guste.

    Detuvieron la marcha y doña Clotis se inclinó sobre su bolso para buscar y sacar un estuche que tenía por fuera una imitación de Voltron. Corrió el zíper; en él había un borrador, varios lápices y unos lapiceros.

    —Tu mamá me pidió que te lo comprara —le mintió.

    También le dio tres cuadernos. Uno de gatos, uno de perros y otro de un piloto de motocross saltando en el aire.

    —Cuadernos ya tengo.

    —Te pueden servir: guardalos.

    —Guárdemelos usted.

    —Tratame de vos.

    Lo dejó frente a la escuela, en cuya fachada habían colocado una moña negra.

    —Hola, Carlitos, bienvenido —le dijo una maestra que estaba parada junto a la puerta recibiendo a los niños.

    —¿Le puedo platicar un ratito? —le preguntó doña Clotis.

    —Sí, dígame.

    —Usted sabe que la tía del niño...

    —Sí. Sé que falleció.

    —Yo no le he dicho nada y no quisiera que... pues, no quisiera que el niño se me pusiera malito.

    —Sí. Comprendo, pero... ¿cuándo le piensa decir?

    —¡No quisiera decirle nunca!

    El rostro con mucho maquillaje de la maestra se llenó de tristeza y dejó ver algunas arrugas en el contorno de los ojos.

    —No tenga pena. No le voy a decir nada... ¡Bienvenidos, pasen adelante! —les decía a los niños que desfilaban ante ella—. No se preocupe —dijo mirándola.

    —¡Gracias!

    A la hora de salida, doña Clotis estuvo en la puerta antes de que tocaran el timbre, esperando junto a las madres. Rió para sus adentros, diciéndose: «¡Madre a mi edad!».

    El timbre anunció la salida. Cada una se llevó a su hijo. Doña Clotis ya se iba con Carlitos cuando la llamó la maestra con la que había hablado en la mañana.

    —La directora quiere hablarle. ¿Puedes esperar allá en el patio, Carlitos? —le dijo al niño, señalando la casa que estaba frente al colegio.

    Otra maestra tomó a Carlitos de la mano y de tres pasos atravesaron la calle para entrar en el lugar que servía como área de recreación. No era una casa como tal, pues solo tenía cuatro paredes sin techo. Ahí desgastaban los zapatos los niños a la hora del recreo jugando futbol en el concreto. Carlitos tiró su mochila cerca de una de las paredes, levantó una nube de polvo y se unió a tres o cuatro niños que pateaban una pelota de plástico.

    Era la primera vez que doña Clotis entraba en la escuela, aunque había pasado con frecuencia frente a ella y oído la bulla de los niños. Fue conducida por un vestíbulo surcado por grietas. La escuela, como todas las casas de aquella área, estaba construida sobre el relleno sanitario. Las fallas en el concreto deletreaban el peligro. El segundo piso era de madera y doña Clotis subió las gradas que crujieron bajo sus pies. Llegó a una oficina que ostentaba en la puerta un rotulito de letras doradas en fondo negro que decía «Directora general».

    Detrás de un escritorio con torres de expedientes y papeles, se levantó una señora que no llegaba al metro cincuenta. Llevaba un peinado al estilo bomba de los años setenta. El traje también parecía de esa época, con las solapas de cinco dedos de ancho. El nudo de un pañuelo en el cuello completaba el conjunto. Llevaba puestos unos lentes que se deslizaban por la nariz y que se ajustaba de vez en cuando —no con el dedo índice, sino con el medio—. Los niños y maestros ya habían reparado en esto y formaba parte de los chascarrillos de la escuela Nuevo Amanecer. Al verla hacer el gesto, los maestros trataban de esconder la sonrisa, ya sea bajando la cabeza o cubriéndose la boca con la mano. Doña María Esperanza, quien jamás había hecho un gesto obsceno o pronunciado una sola obscenidad en su vida —aunque sí que las había pensado— no parecía darse cuenta del porqué sonreían.

    La directora rodeó su escritorio dando pasitos de perico y extendiendo los brazos, como si temiera perder el equilibro en cualquier momento. Le dio un abrazo a doña Clotis y un beso al aire. Regresó a su silla.

    —Gracias por venir. ¿Cuál es su nombre, perdone? —comenzó diciendo.

    —«Doña Clotis» me dicen... por Clotilde —agregó, como si la pausa de doña Ana María de Asturias le exigiera una explicación.

    —¿Usted está a cargo de Carlitos ahora?

    —Sí, directora. Bueno, no legalmente. Me lo llegó a dejar un vecino que lo sacó del colegio hace algunos días cuando pasó lo de los derrumbes y Carlitos se había quedado bajo llave. Vivo en la casa de enfrente.

    —Sí, me acuerdo. Tuvimos que desalojar y Carlitos se quedó escondido en el baño; no me explico cómo nadie se dio cuenta porque las maestras tienen la instrucción de revisar todo antes de salir. No es que el colegio estuviera en peligro, pero usted sabe que esta tierra no es firme. No voy a correr ningún riesgo con ciento cincuenta almas a mi cargo. ¿Se fijó en las grietas que hay en el primer nivel?

    Doña Clotilde asintió.

    La directora se ajustó los lentes y siguió diciendo:

    —Ese día tuve que salir al Ministerio a hacer una diligencia, pero le aseguro que eso no se repite. Ya todo el personal está advertido. Yo me debo a los niños y me preocupo por cada uno de ellos sin excepción. ¡Sin excepción!

    Doña Clotilde no había dejado de asentir a todo lo que decía la directora. Esta suspiró después de la carrera de palabras, encajó las manos en un aplauso sin sonido y dijo:

    —Bueno, la mandé a llamar para conocerla, para estar segura de que hay alguien que se esté ocupando de Carlitos porque me lo dijo una maestra, pero yo no me confío. Ya ve lo que hicieron de no revisar los baños. ¡Cuesta con la gente! —suspiró.

    Se puso a buscar algo en el escritorio. Se levantó y caminó hacia un pequeño archivero de cuatro gavetas. Quitó llave y de la primera sacó un fólder. Sin levantar la vista de su contenido dijo:

    —Aquí nos aparece el número de teléfono de un tío. Es del interior, pero cuando llamamos nos manda a buzón. ¿No le ha dicho nada al niño sobre que falleció su tía? —dijo viendo a doña Clotis sobre los anteojos.

    —¡Ay, no pude, seño! Le prometo que traté, pero no pude.

    —Va a tener que decirle. No ahora, pero va a tener que hacerlo. ¿Qué le ha estado diciendo? —preguntó mientras tomaba el fólder en la gaveta y volvía a sentarse.

    —Que su tía se fue de viaje.

    —¿Usted sabe la historia de ese niño?

    —La verdad no, licenciada. Solo sé que no tiene familia y que su mamá lo abandonó cuando nació, que tenía hermanos pero que los adoptaron o que se metieron a una mara. Son cosas que la gente dice.

    La directora apretó los labios, arqueó las cejas y ladeó la cabeza. Tomó un lapicero de un bote que quizás fue de leche condensada, decorado con flores deformes de papel construcción.

    —¿Cuál es su nombre completo y número de teléfono?

    Lo apuntó con una mano nerviosa. Un anillo ahorcaba el anular.

    —¿Tiene medios para subvencionar... tiene dinero para mantenerlo? —preguntó cerrando el fólder.

    —Sí —contestó con firmeza doña Clotis.

    —Si llegara a tener problemas, venga a platicar conmigo porque tenemos un programa de apadrinamiento.

    —¡Gracias, licenciada!

    Doña Clotis ya se levantaba para irse, pero se volvió a sentar.

    —Sí, dígame.

    —Perdone, licenciada, ¿qué es eso del apadrinamiento?

    La directora abrió una de las gavetas de su escritorio y sacó un trifoliar. Se lo dio a doña Clotis y esta lo estuvo sosteniendo una eternidad mientras su rostro se ponía rojo y el sudor le corría de la frente hacia el cuello.

    —No sé leer —dijo mirando hacia abajo y devolviéndolo.

    —Se lo resumo —dijo la directora—. Un padrino corre con los gastos de los estudios del niño y, en algunos casos, los útiles escolares. El niño debe tener buen rendimiento y buen comportamiento. En el caso de Carlitos no habría problema con ninguna de esas dos condiciones.

    La directora tomó el trifoliar que había puesto sobre su escritorio y le mostró un formulario impreso en la parte de atrás.

    —Esta es la solicitud. Le voy a dar dos; quizás pueda pedirle a alguien que se lo llene con los datos de Carlitos. Si necesita cualquier información de él, puede acercarse aquí.

    Doña Clotis tomó los trifoliares de mano de la directora y mientras los guardaba en su cartera dijo:

    —Cuando le tenga que decir lo de su tía... ¿cómo sería mejor decirle?

    —¿Por qué no se viene mañana como a las once y busca a Sarita? Es una de nuestras maestras. Ella ha trabajado el duelo con niños y podría darle algunos tips. Es estudiante de psicología.

    Se despidieron; esta vez la directora solo alargó la mano sobre el mar de expedientes sonriéndole y viéndola con sus ojitos que parecían cincos.

    Doña Clotis fue a buscar a Carlitos al patio y ambos caminaron a casa bajo un sol de fuego. Al llegar, se puso a preparar

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