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Mírame como te miro
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Libro electrónico383 páginas5 horas

Mírame como te miro

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Nayla encuentra un diario repleto de fechas y lugares escritos en sus hojas, y decide devolvérselo a su dueño, pero al acudir a una de las citas se encontrará con que lo que lleva en su poder es en realidad la agenda de un asesino.
Días, horas, lugares, víctimas. La policía no le cree, a su familia no le interesa.
¿Podrá un corazón valeroso hacerle frente al grupo de asesinos que pretende limpiar la ciudad de aquellos maleantes que se escapan a su ley?

Para afrontar este y otros problemas, la chica se sumerge en un mundo de artes marciales donde el instructor resulta ser uno de sus compañeros de colegio, un chico tímido pero con un aura escalofriante. 

IdiomaEspañol
EditorialLien Howl
Fecha de lanzamiento28 feb 2022
ISBN9798201409098
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    Mírame como te miro - Lien Howl

    Introducción

    En alguna ciudad del planeta, y en todas a la vez, hay un ciclo que nunca termina. Decir con exactitud dónde empieza es más una tarea subjetiva, algo imposible de determinar. Podríamos, por poner un buen ejemplo, situarnos en el punto donde una familia tiene una hija, la cuida y la ama. La niña crece sana y su belleza llama la atención de la gente equivocada. A veces en las altas cunas, muchas otras en los barrios más humildes, la inmensa mayoría, en la periferia, donde un país termina pronto y sus leyes lo acompañan. Ahí es donde la niña desaparece. Y no hay quien la pueda encontrar. La raptan para ser vendida, esclavizada, prostituida. Entonces, el ciclo comienza.

    En Europa, cada vez más prostitutas ejercen su servicio sin usar preservativos. Del 2005 al 2014 la proporción de infecciones de transmisión sexual creció del 14% al 20,6%, mientras que los abortos alcanzan a la mitad en quienes venden su cuerpo —voluntariamente o al servicio de una fuerza mayor—, generando un nuevo negocio tras el negocio de la prostitución; pero ¿qué pasa con los niños que no son abortados?

    Si la prostituta fuera libre, podría criar a su hijo; pero no lo es, y su prole tampoco. Los niños son apartados de sus madres y posteriormente comerciados como ellas. Los usarán para transportar droga oculta en sus cuerpitos, para círculos cerrados de prostitución, vandalismo infantil o, en el mejor de los casos, para mendigar monedas en la vía pública. Se especula que en el 13% de los casos, este es su último fin.

    Pero ¿qué pasa cuando el niño que pedía monedas crece y ya no da lástima sino miedo? El niño que da miedo sirve para robar. Al llegar a hombre podría tener un negocio redituable vendiendo estupefacientes, si llegara a la edad adulta, aunque ese no necesariamente va a ser el caso.

    Tal vez tú llegaste aquí por una historia romántica, y es lo que vas a encontrar; sólo recuerda que el amor es la fuerza creativa más poderosa sobre la tierra, y que en definitiva, a este círculo le urge que algo lo destruya para que un futuro digno en esas vidas oprimidas se pueda crear.

    Primera semana de clases

    El sonido del celular de Nayla la hizo despertar de a poco. Mientras la muchacha se incorpora, varios recuerdos invaden su mente: primero, el ver a su padre frustrado explicando que hubo un accidente en el trabajo y que los familiares del paciente habían decidido iniciarle un juicio por mala praxis; luego un largo proceso legal que los llevó a perderlo todo por aquel altercado; su madre llorando, las despedidas de sus compañeros del colegio Santa Mónica; ver a sus progenitores alzarse con un emprendimiento tan pequeño que apenas les permitiría mantener su casa, aunque el automóvil no corriera la misma suerte; que sus padres se enojaran por su reacción de repudio a esta nueva vida humilde a la que se debería someter hasta que dicho proyecto prosperase; su abuela visitándolos y llevándoles comida para recalentar; ir a inscribirse a una escuela pública y ahora; estar preparándose para asistir al primer día de clases de la misma.

    El no usar una camisa blanca y una pollera roja a cuadros a manera de uniforme le resultaba raro. Iría a un colegio sin corbatas ni zapatos, sin gente conocida ni elegante, con los salones sucios. Iría a una secundaria bastante vulgar, con las paredes escritas y un fuerte olor a marihuana en los baños.

    El destierro de vida de lujos equivalía a caer en una rueda donde su posible futuro ostentoso se veía comprometido rebajándose hasta ubicarse junto a las opciones de los menos pudientes. Ella sentía que ya no era nadie.

    La muchacha observó el cuadro con una gigantografía suya de su cumpleaños número 15 repleto de las firmas de sus allegados como un recuerdo lejano, a pesar de haber acontecido hace apenas unos pocos meses. Se puso unos jeans rasgados, zapatillas de lona, una blusa roja y el temido guardapolvo blanco. Ató su cabello castaño y salió sin desayunar, convencida de que lo que le esperaba sería duro.

    El nuevo colegio no estaba cerca. Nayla tuvo que inflar su vieja bicicleta y, aunque apuró el paso lo más que pudo, tardó más de media hora en ver la desgastada fachada del establecimiento asomar a los lejos por las calles porteñas.

    Suspiraba por dentro cada vez que sus ojos se posaban en las marcas de lapicera y fibrón que inundaban todos los recovecos del colegio. ¿Sería siquiera imaginable que alguien produjera semejante injuria a su anterior institución educativa sin que el vándalo recibiera un castigo ejemplar? Francamente lo dudaba.

    Ingresó procurando no llamar la atención, pero con escasos resultados. Todos parecían conscientes de que ella no pertenecía a aquel sitio: la miraban raro, incluso un chico de rulos casi se choca contra un basurero por intentar observarla disimuladamente mientras caminaba al interior del colegio. La burla, el apodo grosero y la alienación por ser diferente pendían sobre su cabeza como una realidad próxima e inevitable.

    Buscó un lugar en medio del patio donde todos formaban para el acto de inicio del ciclo lectivo, se esforzó por no chocar con nadie mientras achinaba los ojos intentando encontrar algún rostro conocido; nada. La directora dio un breve discurso de recibimiento a todo el alumnado, las filas se rompieron sin que nadie diera una orden que lo amerite y los alumnos se dirigieron del patio del colegio a sus aulas entre bromas, empujones, barullo y centenares de comentarios imposibles de discernir.

    Todos parecían conocer el camino a clase, todos menos Nayla la cual seguía a un grupo de chicos que había estado conversando sobre empezar en el mismo grado que ella. El grupo la llevó hasta un salón grande en el primer piso, al lado de la fotocopiadora, donde ya varios habían acomodado sus mochilas tras las sillas o bajo los pupitres. Un cartel en la puerta corroboraba su pertenencia a ese lugar, a pesar de que ella no lo sintiera propio.

    Eligió el único espacio vacío que encontró en la fila de en medio, se sentó y luego sacó una carpeta púrpura y su lapicera de plumas. Las clases empezaron de inmediato, con una profesora de física que les dio la bienvenida advirtiéndoles que «esto» no sería como la primaria donde podían pasar sin estudiar, que debían esforzarse y bla, bla, bla.

    Su mente divagaba absorta en sus problemas mientras que la profesora intentaba conseguir la mayor participación posible por parte de los inquietos adolescentes. Pensaba que todo parecía sacado de un sueño desagradable, que quizás buscarle el lado positivo sería más fácil si encontrara a algún amigo, pero que nadie parecía de su agrado por esos cortes de pelo al ras, esas palabras mal entonadas y la cantidad de groserías que podían soltar por minuto sin que aquello los molestase. No quería apartarse sola, pero el sentirse diferente le era irremediable. Dos muchachos de su salón intentaron invitarla a salir sin siquiera conocerla, y eso le molestó; no estaba acostumbrada a nada de eso.

    Las clases de los distintos educadores parecieron más de lo mismo, y durante el recreo se recostó contra el balcón a mirar a las personas que caminaban por el piso de abajo. Un grupo de muchachos se acercó a conversar con ella, aunque su humor volátil la traicionó y la chica acabó por echarlos sin ser esa su intención.

    Para la última hora de clases la profesora se tardó en llegar y algunas de sus compañeras de fila, queriendo aprovechar la oportunidad de conocerla, intentaron darle plática.

    —Hola, yo me llamo Jesica y ella es Romina. ¿Cómo te llamas?

    —Soy Nayla —respondió sin disimular el temor en su voz.

    —¿De qué colegio vienes? —insistieron interesadas las adolescentes.

    —Del Santa Mónica. ¿Todos ustedes vienen del mismo colegio?

    —Más o menos. Creo que tú eres la única nueva del salón.

    —Ah... —Se sintió decepcionada. No le hacía gracia enterarse de la homogeneidad del grupo rota únicamente por su presencia allí.

    —¿Y te gusta salir a bailar? —cuestionó Romina abruptamente.

    —¿Perdón?

    —Si sales mucho —interpretó Jesica.

    —Antes salía con mis amigas —A la castaña se le hizo un nudo en el estómago al pensar en la situación paupérrima en que se encontraban sus padres y la vergüenza le ganó impidiéndole compartirlo con sus interlocutoras—, pero no creo que pueda por un tiempo... —musitó casi para sí misma en un tono más agudo.

    —¿Ah sí? ¿Y por qué? —Esa charla empezaban a parecerle molesta. No por las chicas, sus intenciones eran buenas, pero sus incesantes preguntas la estaban acalorando y no sabía cómo hacérselos saber.

    —¡Porque no! —exclamó elevando notoriamente la voz, con un poco de amargura. Algunos en el salón se voltearon a ver, mas las adolescentes se sólo se rieron.

    —Huy, ¡qué carácter! Perdón, no queríamos molestarte.

    —No, pero no quiero hablar ahora —contestó Nayla de mala manera. Jesica y Romina volvieron a sus lugares mientras que algunos grupitos comenzaron a susurrarse cosas mirándola de reojo.

    Era el colmo; por más que no quisiera llamar la atención esto le resultaría imposible. Las miradas a su al rededor no parecían felices con su conducta.

    El segundo día sus compañeras no fueron tan amables como la vez anterior, y ahora el número de muchachos que se acercaba a intentar sacarle conversación con intenciones románticas ascendió a más del doble, aunque todos obtuvieron la misma respuesta. Pronto La chica notó que su apariencia desentonaba más de lo esperado en ese colegio hasta el borde de que las personas no disimulaban al voltearse a verla, excepto quizás por el chico de rulos que esta vez desvió la mirada al notarla llegar, avergonzado por su conducta del día anterior. Por su parte, los demás adolescentes la piropeaban de las maneras más vulgares al tenerla cerca, mientras que las chicas la observaban con desagrado y conversaban despectivas entre siseos y gesticulaciones.

    Más de una vez pudo escuchar comentarios de todo tipo sobre su ropa o su rostro hasta que el cuarto día un chico alto, moreno y morrudo se le acercó a tratar de coquetear. Parecía reacio a recibir una negativa, la acorraló contra la pared colocando ambos brazos a los costados de la muchacha y acercó tanto su rostro que Nayla no tuvo otra opción que golpearlo para que se alejara. Él, fingiendo que no había ocurrido nada, volvió sobre sus pasos y comenzó a insultarla y reírse apodándola de varias maneras entre las que no faltaron la «puta» y la «mojigata», incomprensibles contrariedades de la vida.

    La experiencia había sido desagradable e irritante. Sin comprender porqué, se sintió disminuída, y eso la hizo entristecer mucho. Una ola de murmullos se alzó en torno a ella como si todos en el lugar reprendieran las actitudes que estaba tomando.

    Las cosas no le estaban yendo bien ese día y empeoraron a la salida, cuando un grupo de chicas la rodeó a unas pocas cuadras del colegio haciendo que frenara la marcha de su bicicleta, la empujaron tirándola al suelo y cuando logró levantarse, comenzaron a zamarrearla mientras los presentes formaban una ronda a su al rededor.

    —¿Así que te crees muy linda? —Le planteó una chica con un piercing en la nariz que era la que había empezado los empujones. La adolescente trató de escapar, pero las demás le cerraron todas las salidas y la devolvían al medio de la ronda mientras la insultaban e intentaban patearla por lo bajo.

    —¡Suéltame! Yo no te hice nada —suplicó la joven, pero la ronda crecía en lugar de desaparecer. Cada vez llegaban más chicas y muchachos a presenciar lo que estaba ocurriendo, los cuales en vez de ayudar la grababan con sus celulares llamándose unos a otros a presenciar el espectáculo como si de un show callejero grotesco y enfermizo se tratara.

    —¿Quién te piensas que eres para acercarte a mi novio? —prosiguió la chica del piercing, quien ya no solo la empujaba, sino que también le había propinado dos fuertes golpes a puño cerrado. Nayla sintió arder sus mejillas y una ira desmedida corriéndole por todo el cuerpo, mezclada con temor, impotencia y desesperación. El corazón le palpitaba de una manera tan violenta que hacía juego con los golpes y manotazos que la otra muchacha enfurecida le aventaba sin consideración ni juicio que lo amerite.

    Harta de aquella situación, buscó correr fuera de la ronda una vez más, pero en lugar de eso sólo consiguió que la chica del piercing aprovechara que le había dado la espalda y la tomara del cabello para comenzar a tironeárselo hasta hacerla caer al suelo. La adolescente se sacudía tratando de librarse, pero sólo lograba empeorar más la situación y el dolor.

    Dos chicas más salieron de entre el montón y la sujetaron de las manos mientras la del piercing se le sentaba encima y comenzaba a pasearle una navaja por el frente de la cara canturreando.

    —Ahora no vas a ser más tan linda y agrandada. Te voy a destrozar la cara, hija de p...

    Sentía el frío del acero acariciarle el rostro de a tramos mientras trazaba un vaivén pendular en tanto el peso de la muchacha le dañaba el pecho y los brazos. Su respiración parecía fallar por tanta adrenalina, los músculos de las piernas y las zonas donde había recibido algún golpe le ardían y la invitaban a gritar.

    Desesperada, Nayla buscó un rostro conocido entre la multitud para pedir ayuda y en un atisbo de alegría logró divisar a Jesica y a Romina, las chicas que habían conversado con ella días atrás y que iban al mismo salón. Las llamó a los gritos, pero ellas sólo se le rieron y la señalaron por lo bajo con un dedo. Entonces, una sensación de frío seguida de un ardor y dolor punzantes atravesaron el lado derecho de su cara, justo debajo de su ojo, provocando que una línea de sangre recorriera el rostro de la joven al paso brillante del cuchillo.

    La turba aplaudía e insultaba por igual, aunque nadie se metía a ayudar. Un nuevo dolor surcó las mejillas sonrosadas mientras ella pensaba «¿Esta loca pensará matarme aquí?». A la joven le parecía injusto que la acusen de algo que no hizo y ni siquiera sabía quién era el eludido novio por el cual ahora estaba sufriendo aquello.

    Aunque cerró sus ojos como tratando de despertar de una horrible pesadilla, el siniestro prosperó aumentando la cantidad de golpes y la profundidad de los cortes paulatinamente, hasta que de repente el frío de la navaja cesó.

    Nayla pudo sentir como el peso de la joven que la aplastaba desaparecía abruptamente. Con temor, abrió los ojos justo a tiempo para ver como el muchacho bajo y con el pelo lleno de rulos que la había estado ignorando después del primer día desplazaba a los empujones a las que la sujetaban dejándola al fin libre para luego interponerse entre ella y sus agresoras a fin de protegerla al grito de «ya basta».

    El grupo de violentas lo insultaron y exigían que se retirara indicándole que no era asunto suyo. Una de ellas aludió a él bajo el nombre de Líen mientras las otras dos usaban otras nomenclaturas menos amables para referirse al muchacho, y éste insistía en que ya había sido suficiente, que dejaran a la joven postrada en el suelo en paz y se retiraran, que la lucha ya había terminado y que ellas habían ganado.

    Líen no parecía querer pelear, sólo intentaba conversar con las adolescentes, mas la chica del piercing se hartó de esperar y lanzó una puñalada al muchacho de rulos la cual esquivó sin ningún esfuerzo para luego de sujetarla del brazo con que sostenía el cuchillo y la desarmó torciéndole la muñeca. El chico pateó el cuchillo arrojándolo en dirección a Nayla y sin mirarla, le dirigió por primera vez la palabra para decir.

    —No lo toques.

    Breve discurso, pero suficiente para lograr la obediencia de su defendida. Nayla no podía evitar hacer caso a quien le proponía su única salida en aquella situación.

    Las otras dos chicas se le abalanzaron intentando sujetarlo como habían hecho con la castaña, pero él las volvió a esquivar, le arrojó su campera en la cara a una para luego tomarla del brazo, hacerla perder el equilibrio y estamparla contra su amiga, luego de lo cual recuperó su abrigo, todo en un mismo movimiento. Su destreza era asombrosa, hacía que toda la pelea pareciera un simple juego de niños.

    La chica del piercing se dirigió hacia él revoleando puñetazos y patadas, para lo cual el muchacho avanzó en medio de los golpes, se posicionó al lado de su agresora y con un ágil movimiento de barrido de pie la desestabilizó haciéndola caer al suelo, produciéndose un fuerte «¡PLOP!» como si se tratara de una bolsa de papas.

    Las dos muchachas ayudaron a levantarse a la primera y ésta, humillada, empujó a las personas que la rodeaban para salir enfurecida del circulo. Los que lo conformaban sí se lo permitieron a ella.

    Líen se mantuvo firme en el arte fallido de convencer a las adolescentes que la pelea era vana siendo lo mejor regresar cada uno a su casa y no volver a enfrentarse jamás, pero las otras chicas estaban sacadas de sí mismas e intentaron un nuevo ataque combinado.

    El combate prosiguió con ese ritmo por un tiempo hasta que, llegado un punto, el chico de los rulos se cansó, sujetó el brazo de una de sus agresoras, lo dobló hasta ponerle la mano en medio de los omóplatos quedándose en su espalda, mientras con su mano libre la sostenía del hombro colocándola como escudo humano en medio de él y la otra chica, la cual no sabía cómo reaccionar.

    El chico de rulos insistió en que la pelea había acabado, pero justo cuando terminaba esta frase, una mano enorme impactó directamente en su oreja, haciéndole perder el equilibrio y soltar a su rehén al instante. El chico alto y moreno que había intentado coquetear con Nayla había venido en ayuda de las agresoras, y ahora se enfrentaba al pequeño intento de salvador enarbolando unos brazos gigantescos como arsenal de batalla.

    Líen insistió en no pelear, pero el gorila descargó una lluvia de puñetazos toscos en dirección a él. Éste los esquivó nuevamente, casi sin inmutarse, guardando incluso las manos de los bolsillos como si buscara presumir.

    Golpes e insultos se dirigían a él, pero el muchacho los evadía como una semilla flotando en una corriente de aire; simple y elegante, frágil pero invencible.

    El mastodonte se desesperó aumentando el ritmo y la violencia de sus ataques, y justo cuando parecía que iba a acorralar a Líen entre sus puños y la ronda, éste reaccionó saltando y descargando una bestial patada con giro que fue a parar a la quijada del enorme moreno, haciéndolo caer al suelo derrotado en ese mismo instante.

    La multitud ensordeció por unos segundos y luego estalló en vítores mientras las chicas que habían atacado a Nayla en un primer momento se desesperaban a rodear al muchacho noqueado quien yacía desparramado en el piso y con los ojos cerrados. Parecían dispuestas a pelear nuevamente, pero un grito anónimo dio aviso de la presencia de un policía acercándose al lugar y todos huyeron despavoridos.

    El héroe de rulos tomó a Nayla del brazo, la ayudó a subir a su bicicleta y la turba se abrió para dejarlos salir. La acompañó unas pocas cuadras y allí, sin más, la abandonó.

    No había dicho una sola palabra durante el viaje y tampoco lo hizo al despedirse, parecía absorto mientras la sujetaba de la cintura con una mano y con la otra llevaba el manubrio de la bicicleta de la joven, manteniendo los ojos puestos en algún punto inexistente entre el camino y el horizonte.

    El pecho de la joven se hinchaba y regresaba a su tamaño con fuerza, reproduciendo las emociones en cada respirar; estaba asustada, jamás le había ocurrido algo así. Solo deseaba regresar a su casa y que todo hubiera sido una pesadilla. Ya no estaría segura nuevamente en ese colegio, no mientras esas chicas estuvieran por ahí, dando vueltas y amenazándola con su sola presencia, salvo caso, claro, que el noble muchacho de rulos merodee por el lugar. Él había sido su salvador aquella tarde.

    Noticias de ayer.

    Esa noche la señora Hilda caminaba desprevenida por Lavalle, observando el trasero de su perro que la guiaba al andar. El cánido tenía un recorrido estandarizado donde bordeaba dos manzanas hasta llegar a una calle poco transitada, lugar que elegía por lo general para ladrarle a otro perro al cual nunca habían visto por vivir detrás de la cortina de un garaje; luego intentaba orinar en el mismo sitio de siempre para al fin abandonar la zona siguiendo casi religiosamente el mismo ritual; pero esa noche la secuencia gozó de una pequeña diferencia, algo insignificante comparado con la extensión del recorrido, pero suficientemente relevante como para cambiar todo el sentido de éste y de todos los demás paseos en la posteridad.

    Todo comenzó con una nimiedad: una pequeña distracción debida a un trozo de pastel tirado en el suelo al que Harrison, el perro, no dudó en hacerle frente con la voracidad propia de su especie. Dicen que el perro tiene dos grandes rasgos que lo caracterizan: ser un gran tragador y (posteriormente) ser un gran vomitador, pero esta vez Harrison demostró ser un gran desobediente porque, pese a los jalones y forcejeos que su dueña le propinaba, a duras penas lograba ignorar la comida.

    El Shar pei avanzó entre la nada misma, aprovechando la escasez de transeúntes noctámbulos que brindaba la anochecida ciudad hasta detenerse nuevamente en un trozo de comida abandonado en la vía pública. Este detalle no atrajo especialmente la atención de su dueña, quien ya estaba acostumbrada a la idiotez de los habitantes del Micro Centro Porteño y dedicaba su tiempo a tironear la correa y a observar los pequeños carteles de las prostitutas haciendo propaganda a sus atributos los cuales se exhibían desparramados por toda la zona en grupos de a diez o veinte, a la altura de la mirada de los adúlteros lujuriosos, como así también al alcance de sus ambiciones.

    Hilda Duarte se cansó de malgastar su tiempo en aquel lugar. Ese día debía irse a dormir temprano puesto que una gran recompensa la esperaba en la siguiente mañana bajo la forma de un suculento contrato para vender un terreno repleto de yuyos y tacuaras que serviría perfectamente como ingreso encubierto a la reserva ecológica, a fin de talar los álamos y palmitos que en ese momento se estaban vendiendo tan bien. Ella no talaría nada, por supuesto, no ensuciaría sus manos, tan sólo prepararía el terreno y después de cobrar los intereses de su trabajo permitiría a otro enriquecerse con sus labores de inteligencia para al fin salir impune de cada situación. Siempre sus oscuros negocios la dejaban así: impune y con la conciencia limpia. El Shar pei aceleró la marcha hacia la calle Paraná.

    Una salchicha en el piso logró al fin hacer que la señora notara que algo no andaba bien: a pesar de la roña del lugar, generalmente no había tanta comida abandonada. Pocos pasos más adelante en el canino encontró un pedazo de sándwich de pollo, y avanzando unos metros logró hallar un montículo de comida para perros. Esto sí que era raro.

    Ella observó al animal comer sin poder descifrar de qué se trataba el asunto. Quizás alguien lo había servido para los perros callejeros, pero eso era poco probable. En aquella zona, los animales no solían salirse de las casas, y sobrevivir al paso continuo de los automóviles era al menos una utopía puesto que el interés de los habitantes sobre la vida animal se había reducido hasta toparse con límites que rozaban el desprecio por la existencia ajena, provocando que los coches aceleraran al ver un perro cruzando la calle en lugar de frenar.

    Dirigió su mirada al suelo, primero a un lado y luego al otro. Nada. La calle vacía le resultó incomprensible. A pesar de saber que no eran horas de pasear por la vereda, nunca faltaba alguno que anduviera por ahí, a paso apresurado en sus negocios a veces claros y a veces no tanto.

    Su mirada saltaba súbitamente de un lado al otro mientras que los efectos de la adrenalina comenzaban a apoderarse de sus funciones vitales elongando la circunferencia de sus pupilas, acelerando los golpes que ahora se hacían presentes en su hundido pecho, víctima de años y años de andar por la vida sin un rumbo fijo. Algo andaba mal, eso era seguro: la escasez de gente, la comida en el piso y esta sensación de paranoia que la poseía, nada de esto era normal.

    Creyó por un momento que estaba enloqueciendo, que todo eso era parte de su rutina y que jamás lo había notado por ir muy pendiente de otros asuntos y que estaba siendo ridícula al preocuparse tanto. ¿Para qué darle más vueltas al asunto? No debía estresarse buscando a su alrededor aquello que no existe: un peligro. A su al rededor nada era inseguro, lo único realmente extraño era el tintineo de unas piedrecillas contra el suelo, lo cual la hizo alzar la vista justo a tiempo para discernir la sombra de un objeto maciso que se precipitaba sobre su posición con un ruido estruendoso, casi inevitable, pero con una violencia letal.

    No hubo tiempo para gritos. Su cadáver yacería en la vereda hasta que a la puesta del sol alguien descubriera sus restos, o quizás antes. Quizás la policía llegara a marcar el perímetro con tizas y cintas de rayas blancas y rojas para que luego los vecinos dijeran que habían notado algo raro, pero que nadie había visto nada. Eso ella no podría saberlo nunca. La vida se le había arrebatado y ahora Harrison lamería su sangre manchando la acera.

    Mientras tanto, a varios pisos sobre el sitio donde acontecieron los hechos, un muchacho de cabello alborotado observaba con la cabeza inclinada hacia abajo cómo poco a poco el ruido provocado por la estatua al caer comenzaba a llamar la atención de los vecinos más cercanos, pero eso a él poco le importaba puesto que las sombras lo resguardaban de la vista de todos aquellos seres insignificantes.

    —Polvo eras, y al polvo has regresado —citó el asesino perfecto con su voz vacía de expresión, mirando el cadáver ser rodeado por los primeros curiosos y al perro salir huyendo calle abajo—. Podría matarlos a todos, aunque este no es el momento. —Prosiguió con su reflexión echada al aire mientras su figura se perdía nuevamente entre las sombras.

    Lección uno: posturas básicas.

    Los padres de Nayla estaban furiosos y la acompañaron al colegio al día siguiente a la pelea para a discutir con la directora sobre las marcas que su hija llevaba en el rostro, pero la única respuesta que esta les supo dar fue que, al haber transcurrido fuera del área del colegio, no le correspondía a ella tomar medidas que fueran más allá de una conversación con el curso de los agresores a manera de reprimenda.

    La familia salió bufando y planteándose si cambiarla de escuela valdría la pena o no. No podían arriesgarse a que le pasara algo a su preciada hija, pero tampoco contaban con los medios para llevarla a otro colegio puesto que los privados estaban muy caros y los estatales ya no poseían más vacantes. La madre resolvió pedirle ayuda a un vecino que era remisero, el cual tras una larga llamada accedió a buscarla todos los días a la salida por un costo mucho menor que el que le hubiera cobrado de no ser porque conocía la situación de la familia y se solidarizaba con ellos.

    No obstante a todo, Nayla estaba asustada: nunca se había imaginado estar en una situación similar. Al llegar la hora del recreo se volvió a recostar contra el balcón frente de la fotocopiadora para estar a la vista de un adulto, y buscaba entre la gente el rostro o el pelo de Líen, pero no lo logró visualizar.

    Al cabo de unos minutos, un chico y una muchacha vestidos de negro, con el flequillo tapándoles un ojo y muchos accesorios en el cuerpo se le acercaron y muy emocionados comentaron entre sí casi a los gritos.

    —¡Mira, es la chica del video!

    —¡¿De qué video?! —estalló Nayla sin notar que ella también se había puesto a gritar.

    —Pues este —dijo la muchacha extendiendo frente a la joven un celular con el video de la pelea del día anterior con algunas modificaciones significativas. Lo observó incrédula y luego volvió a preguntarles sin recuperar la compostura.

    —¿Hicieron un rap sobre mí?

    El dúo de adolescentes asintió feliz realizando

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