Los habitantes del colegio
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Los habitantes del colegio - Juan Diego Taborda
El tortugazo
Habían decidido no quererlo porque tenía como pasatiempo hacerles tortugazo a los bolsos de los estudiantes. Él acostumbraba sacar de la maleta de sus compañeros de clase todos los útiles (lápices, cuadernos, colores, borradores, sacapuntas y demás), luego volteaba la maleta de adentro hacia afuera y metía, en la maleta volteada, los útiles; después cerraba los cierres por dentro, dejando la maleta como una tortuga cuando esconde sus patas y su cabeza; por ello el nombre de tortugazo. De este modo, dificultaba al compañero al que le hacía el tortugazo sacar fácilmente un cuaderno, un lápiz u otra cosa de la maleta. Esta práctica se había convertido en el azote que desvelaba y atemorizaba a los estudiantes dentro de las aulas.
No todos los estudiantes tenían las mismas reacciones cuando él les hacía un tortugazo: a unos se los llevaba el diablo de la rabia, otros se reían, a otros les era indiferente; algunos lo veían como la posibilidad perfecta para tomar venganza, hasta con la maleta de otro compañero. A él lo odiaron.
No sabía cuántos tortugazos había hecho desde la primaria; ahora que estaba en once haría su salida triunfal. Sus compañeros, en cambio, acumularon cada tortugazo en su corazón, pues, algunos de ellos, lo sufrieron hasta cuarenta y cincuenta veces por año.
El día 23 de abril de 2014, celebrado en la institución como el día de los sacapuntas, intentó llevar a cabo la jornada de los tortugazos. Kevin, que no soportaba más ser el primero en la lista de los tortugazos, sacó la cuchilla del sacapuntas y le rasgó el brazo. Un chorro de sangre chisgueteó a sus compañeros, quienes, lanzados también con las cuchillas de los sacapuntas, abrieron, como cortando jamón, la piel de su verdugo en línea recta por los costados de su cuerpo. No valieron sus intentos de zafarse, porque mientras lo sostenían con las manos izquierdas, con las derechas hacían los cortes convenientes. Sacaron su piel: la voltearon dejando rostro, ombligo, huellas digitales y pene hacia adentro.
El esqueleto del laboratorio
Los chicos de primaria pasaban y se cogían de la mano por el espanto. Los de bachillerato querían pasar abrazados, pero lo evitaban por pena al qué dirán; mirarlo en el laboratorio de ciencias los escandalizaba, horrorizaba; a los niños de preescolar se les daba lo mismo, era como si vieran a alguien familiar y amado. Era un esqueleto, aparecido dos años atrás, que proyectaba una especie de sombra voluminosa no común en los esqueletos de los colegios: tenía pedazos de músculo en los doscientos seis huesos, como si alguien los hubiera raspado con unas tijeras.
Nadie supo ni preguntó cómo ni quién había llevado aquel esqueleto a la institución, pero los profesores de ciencias lo agradecían profundamente, porque nunca habían podido mostrar la manera como estaban conformados, incluso, los huesos del oído. Los profesores lo veían normal, mas los estudiantes de todos los grados, excepto los de preescolar, comenzaron a tener náuseas cuando lo veían, lo que preocupó a los directivos. Decidieron hacer una campaña para mostrar que aquel esqueleto era una obra de arte y no una abominación
, título que algunos estudiantes le daban.
El profe de artística decidió, entonces, llevar sus grupos al laboratorio de ciencias, no a trabajar con tubos de ensayo ni crisoles, sino a hacer arte a partir del esqueleto. Propuso a los estudiantes que intentaran darle forma, en una pintura, individual y secreta, a los posibles rasgos del esqueleto. Al reunir las obras finales en el salón donde las expusieron, mirando cada uno, por primera vez, la obra del otro, se dieron cuenta de que era un mismo rostro, casi calcado: era el rostro de la profesora de preescolar desaparecida hacía dos años.
Sombras a lápiz
Él era un experto en matar las sombras. Desde preescolar, cuando Valentina lloraba su ingreso al colegio, porque no quería entrar a clase por no dejar a la mamá, supo que las tristezas se acumulaban en las sombras proyectadas por los cuerpos. Un día, cuando el llanto de Valentina colmó su paciencia, corrió apresurado con su lápiz 6B, el de dibujo, para enterrarlo en un ojo de su compañerita, pero tropezó y cayó con la punta firme del lápiz en la sombra de Valentina; sombra que se desvaneció tal cual la tristeza de la niña. Aquel año, 2003, mató las tristezas de sus compañeros de preescolar, quienes en vez de agradecerlo llenaron sus corazones de terror, porque notaron que un cuerpo sin sombra envejece diez años en uno. Él tiene trece años, sus compañeros de preescolar murieron de viejos.
Se sienta en la fila cuatro, frente al profesor. Los compañeros, que no quieren estar allí, hacen un arco alrededor suyo, intentando evitarlo: sus miradas, su presencia, su contacto... Temen perder sus sombras. Quisiera sentirse libre. Lo único que lo acompaña es la música. Cada vez que puede, reproduce el ritual: celular, audífonos, música. Cuando escucha música cierra los ojos, se desprende del mundo de las sombras de sus compañeros, alegra su corazón: siente literalmente volar su alma.
El lunes pasado, sentado en las escalas que dan a la cancha, junto al árbol de guayabas, con sus audífonos puestos en los oídos, escuchaba su canción favorita. Sara, que había llegado triste porque había terminado con su novio, sintió un escalofrío en el cuerpo cuando se apercibió de que él la miraba desde lejos: era morir o matarlo. Él cerró los ojos para no mirarla y se concentró en una canción; ella, con su lápiz afilado para la tarea, corrió hacia él. Se lanzó para traspasarlo con el lápiz, y le cruzó el alma que, al son de la música, salía de su cuerpo.
Vidas de tiza
Gabriela no tenía muchos amigos, ni en el colegio ni en la calle. Solo permitía la compañía de una perrita criolla que la había seguido hasta su casa un día que se había escapado del colegio. Su habitación era de color gris, tan pequeña que cabían, a duras penas, la cama y una mesa de noche donde reposaban un reloj, un vaso con una flor seca, una lámpara que proyectaba una luz roja, un libro y el computador que había estado malo junto a la puerta los últimos tres años. Gabriela era hermosa: tenía un cuerpo tallado en la cintura, las piernas largas y delineadas; un cabello abundante, con crespos finos y negros; los ojos gris claro y una tez rosada que resaltaba en su ánimo reposado, pero era conocida porque sacaba las tizas, sin permiso, del escritorio del profesor; bajaba a toda prisa desde el tercer piso y comenzaba a dibujar en medio del patio del colegio. Sus compañeros, en horas de descanso, o no, miraban desde lo alto del edificio, tal vez, como en un espejo, su propia historia. Algunos se admiraban de los dibujos, otros los temían porque sentían que reflejaban un silencio que no podían explicar, los demás evitaban mirarlos porque les recordaba su misma soledad.
Luego de muchos meses, cuando solo necesitó tizas blancas para expresar lo que tenía dentro, corrió como si la soledad la empujara a hacerlo. Tomó las tizas blancas y bajó por la escalera, pasó por las aulas de 6-4, 6-5 y el baño en el primer piso. Llegó al patio. Primero trazó las líneas de la sala de la casa; la perrita en el piso sobre el tapete, a los pies del papá, quien veía la televisión. Delineó el corredor, el baño y la cocina, y, en ella, la mamá ocupada en sus quehaceres. Llegó a la habitación. Pintó su cama vacía, el reloj, la pared, el computador, la flor en el vaso y su único libro, los zapatos y sus dos vestidos nuevos. Parecía que todo estaba, pero sintió que algo faltaba. Subió al tercer piso, como no lo había hecho antes, para mirar su obra. Cierto, algo faltaba, tal vez un poco de color... Ella, faltaba ella. Decidió tirarse. Quedó en medio de la cama, ahora tendida con un líquido manto rojo.
Capar clase
Michell estaba sentada en el muro bajo la sombra del palo de guayabas. Tenía su rostro blanco y pecoso algo enojado y pensativo. Su cuerpo de trece años estaba poco desarrollado, pero amaba ver futbol y jugarlo. Tenía los pies en un ángulo de noventa grados, la espalda inclinada hacia adelante y el pecho reposando en los muslos. Entre sus dedos aún sostenía algunos granos de arena del patio que no habían caído por el sudor, mientras su mirada se perdía en algunas hormigas que se enfilaban hacia una guayaba podrida que se había caído del árbol dos días atrás. Michell había escapado de clase muchas veces: cuando su madre la despachaba para el colegio, pero no entraba; cuando se camuflaba entre los estudiantes de otros grupos que salían una o dos horas antes; cuando falsificaba la firma de la mamá porque tenía una supuesta cita médica, en fin... Obras que le habían hecho merecer entre profesores y estudiantes el apodo de Michell, la Escapista
.
No siempre logró capar clase. Antes, cuando todavía no estaba en séptimo grado, intentó escapar por la puerta de al lado de la biblioteca. Era una puerta metálica, de mucha altura; estaba enmarcada con unos tubos gruesos imposibles de cortar y tenía, en la parte de arriba, unos alambres de púa enrollados para que no se entrara alguien. Fue imposible para Michell capar clase ese día. Terminó por enredarse en los alambres. Tuvieron que llamar a los bomberos: las púas estaban rasgando su piel. Alguna vez intentó escaparse por la salida del parqueadero, pero solo llegó al parqueadero; no tocó siquiera la reja de la salida, porque, como una fiera, Tina, la perra del colegio, se había lanzado sobre ella y la había mordido en una nalga cuando apenas cruzaba gateando debajo del carro del rector. Aquella vez quería irse porque no soportaba las seis horas de clase.
Sentada en aquel muro pensaba en el escape, y no solo por las clases: la selección Colombia jugaba a las cuatro y treinta, y la coordinadora había avisado un mes antes que ningún estudiante saldría en horas de partido. Esta vez, Michell invitó a Julián, a Estiven y a Camilo para que escaparan con ella. No convidó a Luisa porque supuso que no lo lograría, no solo porque le daba mucha dificultad correr, sino porque se ponía nerviosa cuando veía a algún profesor, y