Historia de unas alas y otros escritos
Por Lu Benes
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Historia de unas alas y otros escritos - Lu Benes
Historia de unas alas y otros escritos es una colección de textos (cuentos, diarios y prosa poética) que giran en torno a varias claves como la infancia, el afecto por los animales, el amor y la contemplación de la vida humana en diversos escenarios donde en ocasiones coexisten lo cotidiano y lo fantástico. Dividida en seis partes esta antología recoge relatos que muestran a niños con características especiales y difícil integración en el mundo real; la relación intransferible de ciertos personajes con sus animales queridos; historias mundanas visitadas por lo insólito; los vagabundeos de una flâneuse canaria por Praga, veinticinco poemas en prosa deudores de excelentes poetas ontológicos y una emocionante y sucinta despedida final.
Historia de unas alas y otros escritos
Lu Benes
www.edicionesoblicuas.com
Historia de unas alas y otros escritos
© 2018, Lu Benes
© 2018, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-17269-66-1
ISBN edición papel: 978-84-17269-65-4
Primera edición: mayo de 2018
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Contenido
(I) DE LA INFANCIA
Historia de unas alas
Ángelus del mediodía
Pájaros
La isla maravillosa, la isla cruel
Ángeles protectores
Mundo interior
Señora de los ratones
(II) DE LA VIDA HUMANA
El ángel
Veinte euros
La cueva de la playa
Vacaguaré
Reflexiones homicidas
Un extraño jugador de ajedrez
El muerto que no murió
La Plataforma
Otra vida
Mea culpa
Body and soul
(III) DE LOS ANIMALES
Cuando Tara se perdió
Mariposas
Un ceibo para Circe
Memorias de un viejo pescador. (El pez maravilloso)
Últimos días con Tara
(IV) SOLA EN PRAGA
Sola en Praga
(V) 25 SEÑALES DE HUMO
25 Señales de humo
(VI) ADENDA: A MACCANTI, EN SU CIELO DE GUEREA
Adenda: a Maccanti, en su cielo de Guerea
La autora
(I) DE LA INFANCIA
Historia de unas alas
Cuando era pequeña solía soñar que tenía alas. Soñaba que corría calle abajo y de pronto empezaba a elevarme, a tomar una posición horizontal que acababa llevándome, planeando, a un metro o poco más del suelo, hasta donde quisiera ir —siempre cerca, en el barrio…—. Mi mundo entonces era muy pequeño, los límites de mi universo incluían un pequeño sol, una luna, un cielo y unas alas de papel. Me dibujaba las alas en cartulina, las recortaba y me las ataba a la espalda con un hilo para soñar mi sueño del vuelo a ras. Alas de mariposa, de ángel, de seres efímeros apenas intuidos por nadie.
Un sábado por la mañana mi abuela entró a una tienda de disfraces y se encontró con unas alas pequeñas, blancas. Unas alas de ángel con plumas suaves que se movían con el aire al caminar, casi ingrávidas, ligeras. Unas alas que se ataban al pecho y a los hombros. Jamás fui tan feliz con un regalo como con aquel. Era un milagro: por fin tenía alas, unas alas que no desaparecían al despertar. Unas alas que no eran de papel, sino de plumas de pájaros y ángeles. Unas alas de verdad.
No me las quité de encima en todo el fin de semana, excepto a la hora del baño. Comía con ellas, paseaba con ellas, jugaba con ellas a la espalda, dormía con ellas, de lado o boca abajo; pero dormía con mis alas. Jamás me separaría de ellas.
Llegó el lunes. Mami me puso el uniforme del colegio y yo me até mis alas. Estaba orgullosa de ellas y quería que todos las vieran. Subía las escaleras para ir a mi clase cuando me detuvo la Directora.
—Eh, eh, eh… Ven acá. ¿Adónde vas con esas alas? ¿No sabes que no puedes venir disfrazada?
—No es un disfraz. Son mis alas.
—Pero no puedes entrar así al colegio, ni al aula.
—Pero… ¿Por qué? Son muy bonitas. Mire… —dije girándome para que las admirara—. ¿Las ve?
—Son muy bonitas, pequeña, pero no puedes venir así a la escuela. Vuelve a casa y ven sin ellas.
—Sí, señora…
Ya en mi casa, lloré amargamente mientras se lo contaba a mi abuela.
La abuela decidió ir a hablar con la Directora. Me cogió de la mano con las alas puestas y volvimos a la escuela. Intentó explicarle a la Directora que eran cosas de niños, que la pequeña andaba ilusionada con las alas, que hasta dormía con ellas, que la hacían muy feliz. Pero no hubo modo ni manera. La Directora alegaba que aquello podía sentar precedente y al final, la escuela, convertirse en un carnaval. Que era un caso no visto, que me quitaran el disfraz y ya. Que me acostumbraría a ir sin él al cole…
Pero no pudieron conmigo y me quedé con mis alas puestas, volví a mi casa, y dije que no iría más a la escuela. Tardaron todo el día en convencerme hasta que acepté a regañadientes que me las quitaría a partir del día siguiente para ir al colegio. Así fue…
Y tuve esas alas hasta que se rompieron las correas y no fue posible ya atarlas a la espalda, casi un año y medio con aquellas alas permanentemente puestas, soñando el sueño de volar, de ser mariposa a ratos o un ángel de verdad, vita brevis planeando a ras del suelo…
Ya inservibles, rotas, sucias y manidas, las guardé en una caja de cartón con corazones dibujados, en el fondo de un armario. Las conservé hasta que un día, a los veinte años —en plena época universitaria— decidí abandonar la casa de mis padres, irme a un nuevo hogar con el hombre al que amaba y llevarme solo lo necesario. Miré las viejas alas por última vez con una breve sonrisa y con nostalgia, pero ya no quise tenerlas más conmigo. Y me despedí para siempre de aquel viejo sueño de volar, de ser un ser alado, planear a ras del suelo. Solo entonces, viejas, rotas y ajadas, me deshice de ellas y de otras dulciamargas naderías, papeles, recuerdos, cuadernos, dibujos y cartas de la infancia.
Y nada cambió cuando lo hice.
Nada…
Ángelus del mediodía
En aquellos tiempos, las clases de la mañana terminaban a las doce. Recuerdo que yo salía atropelladamente, recogía libros y libretas antes que nadie. Apenas gritaba un «Adiós, hasta la tarde», y me iba rápidamente. Mi casa estaba cruzando la calle, por la zona de la explanada. Yo corría desaforadamente por el jardín de la escuela, bajaba el terraplén, miraba a los lados de la calzada de reojo y cruzaba con celeridad. Pasaba por delante de la casa de doña Antonia, con su corralito de gallinas en el patio, y subiendo la acera llegaba a casa.
Mi único objetivo y motivación era oír la música del Ángelus por la radio. No a la locutora, entonando aquella letanía de: El Ángel del Señor anunció a María… Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo… No, no. Las palabras de la presentadora me molestaban, porque no me dejaban oír la música de fondo; ese «Ave María» que yo tanto adoraba. Esa música que me hacía correr como una loca para llegar a casa a tiempo de oírla, el más claro y redondo mediodía de cada jornada, de lunes a viernes.
A veces mi madre había dejado puesta otra emisora y yo me enfurecía. Le llevaba la radio a donde estuviera y le decía: Pon la otra, la de los ángeles que cantan.
Cuando crecí y empecé a comprar discos de música clásica, recordaba aquella melodía. No sabía de quién era, aunque claramente se trataba de un tema del Renacimiento que busqué durante muchos años.
Un día estaba en Real Musical y, como casi siempre, busqué entre los discos renacentistas alguno que tuviera una canción con ese título. Durante años miré discos de Palestrina, Lassus, Schütz y otros, sin suerte. Elegí un disco de Tomás Luis de Victoria y… allí estaba aquella música de la infancia. Por fin la había encontrado. A medida que la escuchaba con los auriculares puestos, me invadían los recuerdos de mis carreras colegio abajo, de mi silencio junto a la radio oyendo sobrecogida aquella melodía que me paralizaba; aquella canción que hacía mis delicias a los siete u ocho años.
Reconozco que de pequeña me conmovía más que ahora, que más bien me evoca mi propio amor infantil por el tema. Me gusta la música sacra tanto como la profana. Adoro a Bach.
Decía Cioran en sus Silogismos de la Amargura:
«Sin Bach, la Teología carecería de objeto, la creación sería ficticia; la nada perentoria. Si alguien le debe todo a Bach es sin duda Dios».
Pájaros
Cuando era pequeña solía pasarme horas sentada con el abuelo en la pajarera de la azotea, cuidando de los pajaritos. Recortábamos trocitos de sacos de papas y los íbamos deshilachando. Luego los colgábamos en las jaulas para que los pajarillos fueran cogiendo las hebras para hacerse el nido. Ayudaba al abuelo a limpiar y alimentar a los pajaritos y les cantaba canciones infantiles.
Al principio, la pajarera estaba en una vieja cocina de la casa que ya no se utilizaba. Era un sitio antiguo donde papá guardaba sus aparejos de pesca y sus trajes de submarinista. Una cocina vieja y en desuso donde solían aparecer cucarachas de vez en cuando. Una noche, de forma inocente, mi hermana vio unas cucarachas cerca de los pájaros y se enfureció. Decidió vaciar una botella de insecticida en la pajarera y luego cerrar la puerta. Quería terminar con todas esas feas y sucias cucarachas que molestaban a los pajarillos. Inocente, no se dio cuenta de que el spray era letal para ellos y al día siguiente, cuando el abuelo abrió la pajarera, estaban todos los pajaritos muertos en sus jaulas. El abuelo apenas le riñó, pero ella ya estaba enferma solo con ver lo sucedido y se agarró tal disgusto que unas diarreas perniciosas la asolaron durante días de puro nerviosismo y angustia.
El abuelo metió a todos los pajaritos muertos en una bolsa y permaneció durante días sentado en la pajarera, mirando sin verlo un punto fijo en la nada. Entristecido y sin dar crédito a la pérdida.
Fue entonces cuando decidió construir otra pajarera, pero en la azotea, en un cuartito pequeño que había allí arriba, junto al palomar. Su amigo Castellanos le regaló dos casales y se inició de nuevo el ciclo de los pajaritos, de los nidos, de las crías, de los saquitos deshilachados. Al lado de ese cuartito el abuelo había prefabricado una habitación donde construyó un palomar años antes. Llegó a tener hasta cuarenta palomas.
Los domingos les poníamos una bañadera llena de agua en medio de la azotea y las palomas se bañaban haciendo una gran algarabía con las alas, con los chapoteos. A las palomas les encanta bañarse cuando tienen un lugar idóneo para hacerlo. Las fuentes son demasiado profundas para ellas. Requieren la altura de una palangana. No más. Les gustan especialmente los días de sol, de aire cálido.
Aquellos eran de los pocos instantes felices de la infancia. Las palomas venían volando a posarse en los hombros de las hermanas todas y del abuelo. Eran domingos claros, luminosos, de mañanas divertidas. Y así hasta que mamá nos llamaba para comer.
El abuelo siempre estaba en su pajarera y en el palomar. Solía andar por la azotea, sentado en su banco verde, en aquella casa odiosa de la infancia.
Por las tardes, a la salida del cole, mamá me hacía un bocadillo y yo subía a comer a la azotea, cerca del abuelo. A veces le subía café. El abuelo nos enseñaba a cortar sacos en pedacitos, deshilachar los trozos y colocarlos en las jaulas para que los pájaros los fueran cogiendo, hilito a hilito, para poner sobre sus nidos. Allí se echaban sobre los huevos y los calentaban. Allí nacían los pajarillos y sus padres los alimentaban. Les echábamos alpiste y almendras molidas en los comederos. Les colgábamos a un lado de la jaula huevo duro, lechuga, manzana, rábanos. Me entretenía en observarlo todo con el abuelo: los pájaros, los nidos, sus idas y vueltas a buscar los hilitos de saco colocados en un lateral de la jaula. Observarlos comer, beber, trinar, bañarse. Hubiera sido más fácil colocar directamente los hilitos de saco sobre los nidos, pero al abuelo le encantaba admirar ese pequeño milagro de la naturaleza. Los pájaros que van, hebra a hebra, rellenando su nido, convirtiéndolo en un lugar cómodo y caliente para poner su nidada.
El abuelo se volvió con los años un hombre algo sucio, desaseado. No le gustaba bañarse o quizá sus heridas psíquicas lo atormentaban y estuvo siempre en depresión. Quién sabe. Viviendo ellos en la casita del Sur, oímos a la abuela decirle en más de una ocasión: «Arremángate» esos pantalones que se te están cayendo, que pareces un viejo merdellón…
Al abuelo no le gustaba bañarse y la abuela siempre le estaba recordando lo sucio que era. El abuelo fue un puntal en mi infancia. En ocasiones, las hermanas jugábamos juntas