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El retrato de Irene
El retrato de Irene
El retrato de Irene
Libro electrónico346 páginas4 horas

El retrato de Irene

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El retrato de Irene es una historia coral, un tapiz a construir, una memoria de otros y de la propia Irene.
Cuando Álvaro, su nieto, a la muerte de esta, regresa a la casa familiar para venderla, desconoce que va a emprender un viaje; un viaje a través de los años y los recuerdos tanto de Irene como de quienes la rodearon.
Pero también desconoce que, al conocerlos, va a completar no sólo el retrato de Irene, sino el suyo propio, de dónde procede, el porqué de los silencios que le han rodeado, y sobre todo qué significa la Belleza en alguien que asistió a su crepúsculo.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento25 jul 2016
ISBN9788416794324
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    El retrato de Irene - Alena Collar

    El retrato de Irene

    Alena Collar

    Baile del Sol

    A mis padres. A María Virginia.

    A todos los amigos/as que en Facebook me ayudaron con tanta generosidad cuando les pedí sugerencias musicales para escribir algunas partes de esta novela.

    A Marian Izaguirre por la calle Iparraguirre

    I Parte

    Como un lienzo inacabado

    Capítulo I

    Me llamo Álvaro y soy escritor. O mejor dicho, soy periodista. Y ayer colgué el retrato de mi abuela, Irene, en la pared.

    En la pared de mi casa, que también fue la suya hasta que murió.

    No quise ser diplomático, como fue mi abuelo. Estudié lo que mi padre.

    A mis padres los mataron entre el 24 y el 28 de octubre del 73, no está muy claro, en Santiago de Chile.

    Y ahora he encontrado estos cuadernos. Estos cuadernos que me agobian, me hacen daño, me conduelen.

    Vivo en España. Y no sé qué hacer con estos cuadernos. Estos cuadernos tan gastados de tapas horribles, amarillas.

    Mi abuela los escribió los últimos años de su vida. Tantos rincones ocultos de la memoria, tanta memoria recoleta.

    He encontrado también algo anterior; muy fragmentario, una especie de diario que aclara y complica las notas de la narración posterior.

    Ahora sé, se advierte de sus palabras, que con este último quiso aclarar esa fragmentación.

    Ayer colgué otra vez en la pared el retrato de Irene. Ese que presidió años la casa de España y del que nunca me explicó quién lo hizo, ni por qué lo conservaba, ni por qué no quiso colgarlo en Chile. Aquí llevaba dos meses retirado de su sitio; Carmen me dijo que tenía miedo de que «alguien se lo llevara»; el polvo que había tomado en el armario me hizo estar un buen rato de limpieza.

    Mi abuela hablaba muy poco. Era dueña de casi todos los silencios. No sé si llegué a conocerla bien. Zonas enteras de su vida alejadas de mí. Ahora tengo la impresión de que pretendía protegerme. Que no supiera. Que no me hicieran daño las cosas, que pudiera encontrar la belleza sin pasados que la dañaran. Sin embargo, la muerte de mis padres me arrasó la inocencia; crecí a destiempo. No sé si ella llegó a entenderlo. No lo sabía al menos.

    Y ahora tengo este cuaderno. Delante. Ya cerrado. Después de una semana de lectura de esta letra rasgada. Firme. Después de otros tantos días de preguntas, de búsqueda de respuestas en quien aún podía darlas. Después de ordenar todo eso en este cuaderno; el mío, con toda esta historia. Toda la noche he estado pensado que es una historia más que solo me afecta a mí. La mayoría de las personas de quienes habla están muertas. ¿Qué más da ya todo?… Y, a la vez, toda la noche he estado pensado que quizá contando, dando a conocer su historia podré restaurar la Belleza; todo aquello que perdimos cuando, en tiempos tan distintos, ella y yo fuimos felices.

    Imagino que todo empezó porque ella amaba los jardines…

    Salvo Carmen (su amiga íntima), casi todos los personajes de esta historia están muertos. Ella, Rafael, mis padres, hasta Larráz, «el pobre Larráz», como ella lo llamaba.

    Tengo estos escritos: fragmentarios, a veces con fecha en las anotaciones, otras sin ella; pensamientos que van y vienen, escenas inconclusas. Contradicciones en hechos o, al menos, hechos narrados a su manera, con una prosa que cambia, demasiado solemne a veces, otras, brevísima. Como si cortara a medias lo que dice. Recortes de prensa, fotos antiguas, apuntes de diario, reflexiones. Algunos textos largos, meditados, elaborados. He ido completando la parte de la que no hablan los cuadernos, las cosas que calló definitivamente; yo sí he hablado, he preguntado, he querido saber, he ido recomponiendo su relato; este que ahora dejo aquí es el nuestro, un rescate de lo que fue, de lo que pudo ser. Un rescate del olvido.

    Rescatan del olvido, sí. A mí me dan un ayer no vivido, un ayer gastado por ella, un ayer roto. Pero que también es el mío.

    Imagino que todo empezó porque ella amaba los jardines.

    Eso dice.

    «Esa quietud. Encontraba esa quietud en este lugar. Donde iba sola. Las tardes que no estaba él. Que no había venido. Que no salíamos en grupo.

    Pasear me mantenía a salvo, pensaba. A salvo del mundo de fuera. De sus amigos y los míos, que sí, me agradaban, pero me cansaban también.

    Esa quietud de mirar por mirar, pasear por las zonas umbrías, entreveradas de sol esquivo, abandonadas al paso habitual.

    Adentrarme en los lugares ocultos, pisar la hierba a salvo del guarda, a veces llevar un libro, leer algunas líneas. Pensar.

    Pensar solo en lo que el pensamiento errático quería desvelarme. Como una onda que se moviera acompasada y lenta, sin estridencias; apenas un murmullo, un recuerdo: como alas de gaviota que planearan.

    El pensamiento iba, regresaba, se detenía en lo nimio; lo retenía o lo apartaba según me apeteciera. Pero era el mío, era libre y yo, dejándolo fluir, lo construía. Como un edificio imaginario al principio, pero, si el tiempo era suficiente, al final, como una arquitectura hermosa: llena de Belleza. Plena en sí misma. Autosuficiente.

    Naturalmente iba sola. El jardín era, yo lo sentía así, solo para mí. Para mi soledad. Nunca hablé con nadie de esas estancias.

    A lo largo de tantos años.

    Como lo único que me pertenecía a mí por completo. En exclusiva. Sin tener que compartirlo. Mis estancias en el jardín, como empecé a llamarlas interiormente».

    A mí también me gustan los jardines. Ella me enseñó a amarlos.

    Sentado en el sofá del salón de esta casa. Esta casa tan grande. Enorme para los dos. Esta casa que ahora he puesto en venta y que tardaré meses en deshacer. No importa. Puedo así venir a recordar una historia que no viví: ¿Se puede recordar una historia no vivida?; más bien dejar que otros me la cuenten para vivirla hoy a mi manera.

    En este sofá de rozaduras en la piel. Como las suyas, me temo. Roces del tiempo. De los años.

    Memoria fragmentada mientras la tarde me invade y el sol resbala en los bibelots.

    Carmen está a mi lado.

    Ella es también memoria.

    La miro. Carmen ha cambiado poco desde que la conozco; mejor, desde que tengo idea de conocerla: era yo muy pequeño y entonces era simplemente la «amiga de la abuela». Este pelo recogido en moño, un poco rebelde, canoso; esa falda tableada, esos zapatos… ¿Podría decir que denotando cierta coquetería?…

    Esa imagen que desde crío me dio de seguridad, la impresión de saber lo que quería.

    Al contrario de mi abuela, Carmen habla como una cotorra. Mezcla cosas, tiempos, personas…, pero de todo ese batiburrillo surgen también ideas, notas sobre gente que desconocí, hechos que nunca me explicaron y que tuvieron consecuencias.

    —¿Café?…

    —Y azúcar, hijo.

    Le sirvo y se sonríe.

    —¿Qué haces, Carmen?…

    —Poner la radio…

    —No han dicho nada…

    —Bueno, pero pueden decirlo en las noticias.

    Me mira y baja el sonido.

    —Carmen…, será cuando sea.

    —Pues estoy deseando oírlo, ¿tú no?…

    No sé qué decirle.

    —Yo lo que siento es que se muera en la cama, Carmen, después de tanto. Que se haya dado el gusto de morirse en la cama. Que haya servido de tan poco todo…, que tanto dolor acabe en que se muera en su cama.

    —En su cama no, en el hospital.

    —Es igual. ¿Sabes cuántas veces al venir a España soñé que lo mataban?… Soñaba… soñaba que estaba con mi padre y lo veía dispararle, saliendo de un edificio…, se caía y mi padre corría hacía mí sonriendo, y decía: «¿Viste?… Ahora ya no me moriré nunca»…

    Se queda callada, bebe otra vez café.

    —Supongo que sí, que para un niño era colocar las cosas a su sitio… como hacer justicia.

    —Sí. Algo así.

    Nos quedamos sin saber cómo continuar en este diciembre de frío. La radio no ha dicho nada; que el exdictador chileno está en estado crítico. Sin más. Apaga la radio. Vuelvo a lo que quería preguntarle; estos cuadernos, esta manera de restituirme la memoria. Aunque no me restituya las vidas.

    —¿Tú sabías que Irene escribía?…

    —De joven sí lo hizo. Publicó un librito hacia el año 35.

    —Ya. De eso habla en los cuadernos.

    —A Rafa y a Agustín no les gustó. Ya sabes, una mujer… y además, una cosa tan poética, tan poco militante… Ellos estaban muy metidos en política.

    —¿Y tú?…

    Me levanto y voy por azúcar.

    Cuando vuelvo, Carmen está en otra parte, por decirlo de algún modo. La observo mirar. Los cuadros, los dos jarrones, uno amarillo y otro de tono salmón; fotografías, los estantes con libros, la porcelana de Marita. El retrato de mi abuela.

    —Le gustaba esta casa. En Chile hablaba tanto de ella. Decía que se acordaba de su hermana poniendo flores en los jarrones y de su padre, de sus manos. Y de las reuniones cuando su madre tocaba el piano.

    Me mira.

    —Debía de ser una casa muy alegre; a mí cuando llegamos me asustó un poco.

    —Tenías trece años, y es muy grande…

    —Sí, supongo que era eso; es muy grande y nosotros solo dos… Tenía eco…

    — ¿Eco?…

    Me río.

    —Sí, eco. En los pasillos, si hablas desde el principio del pasillo, la voz se oye como en eco… y no me gustaba nada; luego me acostumbré, claro.

    —Pero la casa de Irene en Chile también era muy grande.

    —Sí, pero estaba siempre llena de gente: mis padres, ella, el abuelo hasta que murió en el 70, amigos… Y el jardín le daba color…

    —Qué maniática tu abuela con los jardines…, no sé qué encontraba en ellos…

    —Decía que eran «un lugar salvo». Mira…

    Me levanto.

    —No tiene fecha —le digo al volver y abrir el cuaderno, uno de los más gastados, como si lo hubiera releído muchas veces—. Tiene una anotación tachada, ¿ves?… No se lee bien…

    Carmen inclina la cabeza.

    —Es una jota, y luego una d, pero no entiendo, igual es el nombre «jardín», parece como un pensamiento breve ¿no?…

    —Está lleno de cosas así.

    Se lo leo.

    «Los jardines y el nacimiento del alba. Aquella juventud. Aquellos senderos, caminos, estatuas visitadas, hierba en ascenso, crepitar del día, tanta luz en los ojos. Tanta inocencia ante lo no dicho aún. Lo no nacido. Yo quería permanecer en el silencio de las mañanas quietas. En la salvación de la luz callada. En la umbría del paseo solamente con el rumor del agua. En ese silencio encontraba la paz. La belleza.

    Cuando no quedó nada fuera de las estancias en el jardín y solo atesoré conmigo la memoria de un mundo en crepúsculo, lo reconocí como el único mundo habitable.

    En el que nadie preguntaría nunca el porqué de nada. La causa de las cosas. Las consecuencias de los actos o de los olvidos. Las pequeñas traiciones o, simplemente, el desamor.

    El jardín era el único lugar salvo».

    —Hijo, tu abuela era una romántica en el fondo. Me acuerdo con la exposición de Rafael… —Me mira y duda—. ¿Tú sabes algo de Rafael?…

    —Algo, sí —omito que quiero, que espero, que me rellene todas las lagunas de ese «algo» que he leído, sí, pero que quiero saber cómo, por qué, en qué momento ella pudo escribir aquellas palabras, «tantas consecuencias de actos que se ignoran, tantas traiciones pequeñitas».

    —Era pintor, un buen pintor. La exposición la hizo… ¡Ay, caramba con las fechas!… Ya no sé si en el 35 o en el mismo 36… Y fuimos a verla, claro.

    —Pero la abuela no pintaba.

    —No, no, ella no. Aunque tenían esta casa llena de cuadros, a tu bisabuelo le gustaba mucho la pintura, igual más el grabado, pero ya ves que aún se conservan…

    —Sí —le corto porque se embala—. Cuando vinimos había más; luego ha regalado bastantes cosas; a la prima Celeste…

    —¿La pesada?… Porque mira que es pesada la prima Celeste, y eso que ahora tiene la cabeza medio perdida… Cuando tu abuela era joven, era una metomentodo; Celeste, digo. Por meterse, se metió hasta en las cosas de ella y Rafael. Y de Santiago conmigo… Menos mal que nos casamos y nos fuimos.

    —Para, Carmen…

    Voy a pedirle que me cuente lo de la exposición, pero mira el reloj y se levanta.

    —Es tardísimo. ¿Vas a venir mañana?… Así seguimos hablando… hablando de la abuela.

    Baja la voz y noto cómo le tiembla un poco.

    —De Irene… hay tanto de ella… No sé si llegó a saber que yo la quería mucho…, éramos tan distintas… Claro, en la vida de todos los días, quiero decir —me mira a los ojos—. En la vida normal no es muy fácil decir te quiero, ¿verdad?…

    —Yo tampoco se lo dije, Carmen —sonrío—. Pero supongo que lo sabía.

    —Sí, igual sí.

    Va hacia la puerta y me despide con un beso.

    —Qué guapo eras de pequeño…, tan guapo como tu padre.

    Hay una sombra que atraviesa la habitación cuando menciona a mi padre y ella lo nota.

    —No he querido…

    —No pasa nada —le doy un golpecito afectuoso en la cara—. Sé cuánto los querías; ellos a ti también, y me alegra ser así de guapo…

    Cuando se marcha, tengo que encender la luz. Es ya de noche. Me asomo al balcón y abro el ventanal. Recuerdo las primeras mañanas en esta casa a finales del 73.

    Era casi otoño. Antes de que empezara en el instituto. Antes de mi entrada «en la vida madrileña como uno más», según palabras de la prima Celeste, que vino a «dar su aprobación».

    La casa no tenía jardín, como en Chile, pero sí terraza.

    —¿Aquí vamos a vivir?

    —Aquí, sí.

    Ventanas en el salón.

    —En aquel árbol hay pájaros.

    —Cuando yo vivía aquí —me dijo—, venían todas las mañanas, sobre todo en primavera.

    —¿Desde el parque del otro día?…

    —Sí.

    —Mira —me dice.

    El libro de Juan Ramón Jiménez era nada menos que de 1922; me leyó despacio un poema: El viaje definitivo.

    —Siempre hay pájaros cantando. Aunque no lo parezca — me dijo bajito.

    Me acariciaba el pelo.

    Tomé el libro y leí en silencio, para mí.

    La miré.

    —Sí. Aunque no haya ya nadie para verlos.

    Enciendo un pitillo. Ahora es invierno y hay una luz tamizada, un perfume distinto. Y todavía hay pájaros.

    Fumo despacio mientras me llegan aromas de esta casa; ese sabor añejo que ahora me gusta y que de pequeño, sin embargo, me daba miedo…

    Recuerdo su conversación con Celeste, conmigo delante como mudo testigo, tan mayor y tan buena y tan tonta, con sus «y tú querrás ser como tu abuelo, diplomático», y las insinuaciones del colegio —«católico, por supuesto»— al que había que llevar «al niño».

    —El niño no iba a un colegio católico, Celeste —le dijo—. Iba a la pública. Sus padres no eran creyentes.

    Celeste me miró de reojo mientras yo, de espaldas, parecía no escuchar. Luego añadió con cierto retintín:

    —Tú tampoco lo eras entonces… Irene.

    —Es verdad.

    —Tu madre sí, Irene, de misa diaria.

    —Mi madre era lo que aprendió a ser, Celeste. Supongo que le fue mejor así.

    Siempre había algo como un detenerse, como un callarse de pronto. Vi que me miraban y me hice el tonto; desde pequeño he tenido esa sensación con mi abuela. De algo que yo desconocía, como zonas íntimas a las que yo no debía entrar, zonas de tensión entre gentes que la rodeaban, palabras que se decían a medias, alusiones que se cortaban de súbito si estaba delante. Y al lado estaba mi vida normal, mi corriente vida en Chile, mis amigos del colegio, o jugar con mi padre al fútbol cuando salía del periódico donde trabajaba, o ir a buscar a mi madre a la emisora de radio… Hasta aquella noche.

    Pero no es de eso de lo que quiero hablar. No es esa vida la que me interesa, sino la de Irene, quizá pueda explicar la mía. Las zonas de sombra. De lo que no se habla. De lo que detiene la voz. De lo que dicen los ojos cuando se apartan y miran a otro lado.

    Capítulo II

    Me he despertado temprano, después de una noche inquieta pasada entre sueños raros: figuras, personas que no he conocido realmente, paseos por esta ciudad en un tiempo remoto, voces y sonidos sin sentido, palabras cortadas en medio de frases absurdas.

    Lo recuerdo de modo tan confuso al abrir los ojos que me entra dolor de cabeza.

    Al levantarme, antes de la ducha, veo desde la ventana que las calles están envueltas en niebla.

    Después del desayuno tengo una sensación febril, de haber pasado frío.

    Me tomo la segunda taza de café, más despacio que la primera. Saboreándola junto al cigarrillo. Entonces suena el teléfono fijo, sobresaltándome y recordándome que tengo que dar de baja la línea.

    Es Celeste quien llama. Al escucharla, escucho una voz alterada, fuera de la realidad, mezclando cosas. Me pregunto cómo ha influido la soledad, los años, en ella. Se expresa de forma inconexa, me confunde su charla. De ella sé que tiene una interna que la cuida, que vive sola y que hace años que no la veo. Poco más.

    —Que me ha dicho Carmen que estás en casa de tu abuela para venderla.

    —¿Para venderla?…

    —La casa. Y que vas a estar unos días.

    —Sí, hasta que recoja y la venda.

    —Y claro, ahora a ver quién quiere comprar ese estafermo…

    —¿Qué estafermo, Celeste?…

    —¡Pues la casa, hijo, pareces tonto!… Bueno, tú, luces, no tuviste nunca muchas… Digo yo que si Santiago lo sabe.

    —Pero, Celeste, ¿cómo lo va a saber Santiago si lleva diez años muerto, mujer?… No digas disparates…

    —¡Huy, pero qué dices, yo de eso no me he enterado, a mí no me lo habéis dicho!…

    No puedo evitar reírme y Celeste se enfada.

    —¡Vamos, cuando yo digo que eres un sin alma!… Mira que reírte…

    Decido seguirle la corriente porque si no va a ser imposible.

    —Y, ¿qué querías?…

    —Pues que me va a llevar a verte la tonta esta… que no me acuerdo cómo se llama.

    —¿La chica que te cuida, dices, la interna?…

    —Eso. Porque para una vez que vienes, que desde que te fuiste fuera ya ni vienes a ver a tu abuela…

    Suspiro.

    —Sí, Celeste, mal nieto soy…

    Escucho una voz femenina a su lado, que de modo muy suave le insiste y al fin le pasa el teléfono.

    —¿Señorito Álvaro?… Soy Katy, la chica que cuida a su prima…

    —Dígame, sí…

    —Que no se preocupe, que no vamos a ir, que es que su prima tiene manías y le ha dado por ir a verlo, pero ya me ocupo yo de distraerla. Que es que he salido un momento a comprar y a la vuelta estaba llamándolo a usted.

    —¿Sabe si ha estado ahí doña Carmen?… —le digo.

    —No, no, la llama todos los días, pero no ha venido.

    —Bueno… Si va, le dice usted que a la tarde se venga por aquí un rato, que la invito a café.

    —Lo que usted diga, adiós, y perdone… Le pongo con la señora.

    Tarda. Debe de haber salido de la habitación, pienso. Al rato oigo pasitos pequeños, como un arrastrar de zapatillas. Se pone al teléfono.

    —Esta tonta que no sé qué tiene que hablar contigo. Pues te decía que quiero ir a verte porque, claro, Carmen me ha dicho, y dice que andas como triste y preguntando cosas de tu abuela, y yo quería decirte que tu abuela hizo muy mal las cosas; así de clarito, desde el principio: lo primero aquella estupidez de irse a Irún y, luego, casarse con aquel perfecto idiota en vez de con su novio de toda la vida, que volvió el pobrecito de la guerra y se encontró compuesto y sin novia, y así le pasó, que estuvo años para reponerse, que tu abuela lo dejó por ese idiota. Ya se lo dije por teléfono, que no la vi, muy clarito cuando volvió para la muerte de su madre: «Tú te fuiste porque te dio la gana, ahora no vengas con esa cara de pena»…

    —Bueno, Celeste…, ya me lo contarás despacio…, ¿eh?… Están llamando a la puerta y te tengo que dejar.

    Colgué sin más. Nadie llamaba a la puerta, pero con Celeste es la única forma.

    La casa de mi abuela parecía, o eso sentía yo, inquirirme de forma silenciosa. Esos techos altos, esos aparadores antiguos, esos recuerdos diseminados procedentes de su vida en Chile: aún estaba allí un horrendo jarrón de cuarzo amarillo, regalo de un viaje a Brasil que hizo con mi abuelo. Me parecía horrendo porque, de pequeño, al mirarlo de cerca, me reflejaba la cara en fragmentos, claro, y me asustaba. Las lámparas de araña plateadas, fotografías…

    Cuando viví con ella casi nunca preguntaba por todo aquello: no me atraía, no me gustaba demasiado, no lo sentía como propio. Con el paso de los años, lo adapté como un paisaje cotidiano, pero no mío. Nunca se me ocurrió indagar, saber cómo era su vida cuando ella era joven; ahora pienso que fue una resistencia interior, del niño que fui y luego del adulto que se marchó, a reconocer en el pasado algo común conmigo. Aún hoy me cuesta trabajo. Cuando llegamos a España yo me sentía chileno; la familia de ella no era la mía. Mi familia eran mis padres, y estaban muertos, muertos de cuneta bajo balas y botas militares. Enterrados de mala manera en una tumba sin nombre.

    Crecí un poco a contrapelo de su vida habitual. Las personas que nos visitaban, sus amigos, las cosas de las que hablaban, me llegaban de forma indirecta, a retazos; había que añadir a esto ciertos silencios en algunas conversaciones, cambios de tema en determinadas alusiones, gestos usuales de «delante de Álvaro, no».

    Cuando empecé la universidad sí me pregunté la razón de aquellas parcelas de… de secretismo o de no acabar relatos delante de mí, solo que no soy, o no era, alguien que discutiera por eso; rara vez en algún asunto en concreto le dije a mi abuela: «¿De quién hablabais así?» o «¿Quién era fulano?». Mi abuela, a quien debo de parecerme más de lo que pensaba visto su diario, siempre respondía igual: «No importa, hijo, un amigo de cuando yo era joven».

    Solo Carmen, en dos ocasiones, respondió por ella directamente.

    La primera al llegar a España, cuando pregunté por el retrato. Mi abuela se había quedado callada y fue ella, Carmen, la que con toda naturalidad dijo:

    —Lo pintó un buen amigo de tu abuela, Rafael. Para recordar lo guapa que era de joven. No estaba colgado en su casa de Chile.

    La segunda ya empezando la universidad: estaba buscando como un bobo un álbum de fotos que había traído de las vacaciones y, al sacar varias cajas, se cayó una de ellas con un montón de papeles dentro; al recogerla y meterlo todo de cualquier manera, se vino al suelo una fotografía de gente desconocida para mí y, en ella, mi abuela estaba apoyada en el hombro de un tipo que no era mi abuelo. La foto era de un grupo. Mi abuela estaba sonriente, con un vestido de época, como de excursión, y la reconocí porque era la imagen del retrato. Del tiempo del retrato quiero decir.

    Llevé la foto hasta donde ellas estaban hablando, al lado del balcón. Sentadas en estos sillones de piel y cuero que la han sobrevivido.

    —¿Eres tú, abuela?…

    Le tendí la fotografía.

    Mi abuela no dijo nada.

    —Sí, es tu abuela. Es en una excursión a Guadarrama.

    —Y, ¿el tipo este tan sonriente?…

    —Era Rafael, el que pintó el cuadro —volvió a decir Carmen.

    —¡Anda!… ¿Es que era tu ligue?…

    —Sí —se adelantó otra vez Carmen—. Fueron novios hasta la guerra.

    —¿Y se metió por medio el abuelo?… Mira qué avispao

    —Algo así —se volvió a adelantar Carmen—. Que se la llevó de calle… tu abuelo, digo… ¿Verdad, Irene?…

    Me pareció, pero no le di mucha importancia, que a mi abuela no le gustaba mucho la conversación.

    —Eso es, de calle. De calle y de barco… Bueno, de barco no, que ya nos habíamos casado al salir de aquí.

    La verdad es

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