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Diecisiete relatos del mundo de los escritores y la escritura, los literatos y la literatura que se transforman en personajes de sus propias historias, con las pellejerías de quienes viven en el Santiago de Chile en estos días. Nos hablan claramente de cómo vivimos, sin ser escritores, nuestro tiempo y espacio.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
ISBN9562828492
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    Autoformato - Claudia Apablaza

    Las diez víctimas de Nasón

    [1]

    A Ulises Villena

    Nasón busca justicia. Alguien tiene que pagar por la muerte de su mujer. Más que por su muerte, por la imposibilidad de publicar sus poemas, que hace tanto tiempo había estado escribiendo. Ella murió joven, a los treinta y cinco años. Nunca pudo dar a conocer su obra. Las editoriales le rechazaban sus escritos, por incompetentes, decían, por no estar a la altura de los grandes escritores de nuestros tiempos.

    –Aló.

    –Aló, ¿Nasón?

    –Sí, ¿quién es?

    –Soy yo, Carlos. Ya tengo a varias.

    –¿Pero cómo, Carlos?

    –Te lo dije. ¿Recuerdas que te dije que me esperaras un año? Bueno, las tengo, están listas, Nasón.

    –¿Cuántas son?

    –Son diez.

    –Carlos.

    –Dime.

    –¿A quiénes encontraste?

    –Juntémonos, Nasón.

    –Está bien. Te espero.

    –Nasón.

    –Dime.

    –¿Tienes el dinero?

    –Al final, Carlos, te dije que al final.

    –Nasón.

    –Dime.

    –¿Para qué las quieres?

    –Espérate, acá hablamos... Aló, ¿Carlos?

    –Dime.

    –¿Se parecen?

    –Sí. Son iguales.

    Nasón es un tipo extraño, extravagante. Desde niño se incubaron en su mente fantasías peculiares. Siempre las ha llevado a cabo. Tiene 80 años. Está enfermo de los riñones. El médico le ha dicho que le quedan solo algunos meses. Tiene mucho dinero. Vive solo en un departamento frente al Parque Forestal.

    Hace un año Nasón llamó a Carlos, su secretario.

    –Carlos, necesito mujeres.

    –¿Cómo? ¿Quieres que llame a una casa de masaje?

    –¡No!, ¡eso no! Eso nunca. La mujer por ahí no. Por ahí no; no vuelvas a repetir eso.

    –Lo siento, pero como la otra vez vinieron unas...

    –¡No! Eso no.

    –¿Qué es entonces?

    –Tráeme a las mujeres que aparecen en esta lista. Si no puedes a todas, tráeme por lo menos a unas siete.

    Carlos tomó la lista y comenzó a leer. Aparecieron ante sus ojos nombres que nunca había escuchado. No las conoce. Marguerite Duras, Sylvia Plath, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Gabriela Mistral, María Luisa Bombal, Silvina Ocampo, Victoria Ocampo, Esther Tusquets, Diamela Eltit, Ana María Moix, Emily Brönte, Alejandra Pizarnik, Juana de Ibarbourou.

    –Pero, Nasón, ¿qué es esto? ¿Quiénes son ellas?

    –¿Cómo me preguntas eso? Tráelas. Lo siento. Tráelas.

    Carlos le consultó a su mujer si conocía a alguna de ellas. Ella reconoció el nombre de Gabriela Mistral.

    –Es una poetisa, –dijo.

    Carlos entró a Internet. Reconoció que esas mujeres eran escritoras. Muchas estaban muertas, la mayoría.

    A los tres días volvió donde Nasón.

    –Ya lo sé. Son escritoras. Pero, Nasón, tengo que decirte algo que yo creo no te va a gustar. La mayoría de ellas están muertas. No las voy a poder traer.

    –Carlos, encuentra en esta ciudad a cada una de sus iguales.

    El trabajo fue arduo. Más que nada se centró en la fotografía. Carlos buscaba rostros en la ciudad.

    Comenzó a encontrarlas en las calles. Primero pasaron semanas en que no reconocía a ninguna. Luego fue cambiando, haciéndose todo más fluido. Casi todos los días encontraba a una. Independiente de ello, seguía buscando por si encontraba la perfección del rostro. Bajó de Internet muchas fotografías. Fue a la Biblioteca Nacional a revisar sus vidas, sus obras. Pero se centró más que nada en el rostro; dejó de lado el oficio, la forma de caminar, de hablar.

    A Duras la siguió un día que la encontró en un paradero. Se subió a la misma micro que ella. Ella vivía en San Miguel. La siguió hasta su casa. Anotó con rigurosidad la dirección en una libreta que se compró especialmente para ellas.

    A Virginia la encontró en el Paseo Ahumada. Ella entró a un café con piernas, trabajaba ahí. Se quedó mirándola, observándola con detención. Volvió al día siguiente, calculó su horario, lo anotó. Se hizo amigo de ella. Consiguió su dirección y teléfono.

    Comenzó así a crear una ficha a cada una de estas mujeres. En la parte superior de la hoja ponía el nombre de la escritora y luego la biografía de su semejante.

    A Gabriela la conoció en una fiesta de cumpleaños de su cuñado. Era una compañera de trabajo de él. También la anotó en la libreta respectiva.

    Cada vez que encontraba a una de estas mujeres, imaginaba el rostro de Nasón embelesado, embobado, una mueca exaltada de felicidad, mueca que él imitaba cuando recordaba. Mi jefe estará dichoso, se decía, y en ese minuto esbozaba la mueca de felicidad, como sintiéndose en el pellejo de Nasón.

    Así se fue encontrando con ellas en la ciudad.

    Llegó el día. Tenía a diez seguras, número que le parecía suficiente. Llamó de inmediato a Nasón. Se juntaron.

    –¿A quiénes encontraste, Carlos?

    –A Sylvia, Alejandra, Marguerite, Emily, Juana, Victoria, María Luisa, Simone, Virginia y Gabriela.

    –¿Y las otras?

    –No, no estaban.

    –Tráemelas. El sábado a las nueve de la noche.

    Carlos ya tenía contacto con cada una de ellas. Era un tipo atractivo, de unos cincuenta años. De alguna u otra forma, había logrado conversarles, pedirles los teléfonos, llamarlas y entablar algún tipo de vínculo.

    Comenzó a llamarlas por teléfono, de a una. A todas les decía lo mismo:

    Aló, hola, soy Carlos. ¿Cómo estás? Bueno, te llamo porque el sábado voy a celebrar mi cumpleaños en tal y tal lugar.

    Todas aceptaron.

    El día sábado llegó, exacto, impostergable. Nasón se vistió de gala: Frac, humita y un peluquín negro para la ocasión. Cuidó de asegurar bien su dentadura postiza, lustró sus zapatos con devoción. Este es mi día, el gran día que he esperado para vengarla, para burlarme de las mujeres que publican, que acceden a esos estratos inviolables, impenetrables. Esto será noticia –se decía. Mañana aparecerá en los diarios, y las bellas escritoras, a las que les cuidan la raja las editoriales, enmudecerán, tendrán terror, pánico de un nuevo atentado. Y nadie querrá volver a publicar, cambiarán sus nombres, usarán seudónimo de por vida, crearé la destrucción de los derechos de autor y lo siento, porque yo soy Nasón y he venido a hacerle justicia a mi mujer. Todo lo hago por ti, amada anónima.

    El timbre sonó a las ocho en punto. Era Carlos, también venía vestido para la ocasión. Aun no sabía de qué se trataba.

    –¿Qué vas a hacer, Nasón?

    –Un homenaje. Un simple homenaje a la más bella literatura femenina.

    –Pero es que, yo les dije que estaba de cumpleaños.

    –No te preocupes. Yo no voy a decir nada. No te preocupes.

    Las nueve en punto. Comenzaron a llegar.

    Primero es Virginia. Es idéntica, pensó para sí Nasón. Es ella, no es otra. Virginia Woolf a los 55 años, poco antes de suicidarse, dijo Nasón cuando ella cruzó la puerta de entrada.

    –¿Qué me dijo?

    –Eh, nada, no te preocupes.

    –Simone de Beauvoir a los 37 años, a la edad en que escribió La Plenitud de la Vida.

    –¿Qué?

    –Eh, no, no te preocupes; nada.

    –Alejandra Pizarnik... Esos Poemas, los del Árbol de Diana... Esos...

    –¿Qué?

    –Eh, no, nada, adelante, estás en tu casa.

    –Victoria Ocampo, 42 años, recién habías fundado Sur, pero, ¿por qué te diste el lujo de negarte tanto a entrar a la Academia?

    –¿Qué?

    –María Luisa. Sí, qué bella, supongo que te amabas demasiado, te comprendo, lo sé. Sé exactamente lo que es querer matar por amor.

    –Emily, ¿por qué tan solo dos obras? ¿Por qué?

    –Silvita, pequeña niña atormentada. Sí, Ted era un imbécil, ¿Qué cartas de cumpleaños? Qué imbécil, después salió con sus cartitas de cumpleaños. ¿Lo sabías?

    –¿Qué me dijo, señor? Perdón, pero escuché algo de un cumpleaños. Sí, yo vengo al cumpleaños de Carlos.

    –Ah, sí, adelante, sí, bienvenida.

    –Juana, Juanita de Ibarbourou, eras su preferida.

    –Perdón, pero... ¿se refiere a la poetisa?, ¿a la poetisa uruguaya?

    Nasón se descompuso. Esa chica algo sabe de literatura. Carlos, eres un imbécil, piensa. ¿Cómo no sabes a quién me traes para acá? No ves que esta chica puede arruinarlo todo?

    –Señor, ¿me dijo algo?

    –Eh, no, no, solo pensaba en voz alta.

    –Es que sabe, me han dicho que tengo un parecido a ella, a Juana de Ibarbourou, la poetisa uruguaya.

    –Sí, es eso, nada más, adelante. Carlos te espera en el living, adelante.

    –Después podemos, si quiere, hablar de literatura, me gusta mucho. ¿Quiénes son sus preferidos?

    Nasón se recompuso.

    –Sí, más tarde lo haremos.

    –Gabriela, sí. Yo hubiese querido viajar tanto como tú. Mi mujer también quería vivir fuera de Chile, escribir, viajar. Ella también lo quería. También soñaba con publicar en Nueva York. Pero el Nobel no, eso no...

    Ya estaban todas en la mesa, cenando. Nasón sentía cómo recorría por su cuerpo la satisfacción de la venganza. Ya están aquí, se decía, ya están.

    Carlos simulaba estar de cumpleaños, perdido, extraviado de lo que podía suceder. ¿Qué hará esta vez Nasón?, pensaba. Sabía de sus excentricidades.

    Nasón se puso de pie. Tranquilo. Cerró los ojos, puso sus manos en el pecho, a modo de plegaria, de elevar una oración por todas estas mujeres, por el cumpleaños de Carlos. A esa edad él sentía que tenía derecho a todo. Estaba por dejar de vivir. Estaba a poco tiempo de su muerte. Esa sensación de omnipotencia y de hacer lo que quisiera se había exacerbado con el paso de los años. La cercanía de la muerte lo permitía todo, pensaba siempre. Su mujer no pudo hacer lo que quiso en vida, ahora debe estar pudriéndose o completamente comida por unos gusanos; él debe hacer todo lo que quiera en vida. Es su completa y única certeza. Con esta frase da inicio a la sesión e invoca a su maestro:

    –Yo soy Nasón y seré vuestro maestro.

    –Nasón fue nuestro maestro, –interrumpió la pequeña Juana, la más joven de todas–. Eso lo dijo Ovidio, esa frase es del Arte de Amar de Ovidio.

    Nasón se exasperó. Había intentado evitar toda la noche a la pequeña Juana de Ibarbourou para que ella no notara nada de lo que sucedía ahí. No le recordaría el tema de las letras, porque al recordárselo, sería más fácil que esa temática se instalara, se llenase el aire de ella, y la pequeña iba a reconocer que lo que había no era más que un conjunto de escritoras muertas. Nuevamente se contuvo, se quedó en silencio ante tan tremenda declaración. Nasón se sentó. No le respondió a Juana, hizo como que no había oído.

    Carlos estaba cada vez más ansioso, preocupado por lo de su jefe y ahora maestro, como se acababa de anunciar.

    A Gabriela todo le parecía extravagante; a Simone, un poco aburrido.

    Terminó la cena. Iban a comenzar a retirarse a sus hogares.

    ¡No!, –dijo Nasón–, aun no, por favor aun no.

    –Les tengo una sorpresa a cada una de ustedes.

    –¿De qué se trata? –dijo Emily

    –Es una sorpresa.

    –Quiero esa sorpresa, –dijo Alejandra.

    –Sí, yo también –dijo Marguerite.

    –Sí, yo también, –se escuchó un coro agudísimo.

    Ninguna de las diez temió.

    –Está bien, tendrán su sorpresa, pero antes cantaremos el Cumpleaños Feliz a nuestro gran amigo Carlos.

    Cumpleaños feliz, te deseamos a ti.... Cumpleaños Caaaaaaaarloooooooos... Que los cuuuuuumplaaaaaaas feeeeeeliiiiiiiiiiiiz.

    –Ahora sí. Vamos todos a mi sala de estudio.

    Nasón estaba eufórico, excitado, su fantasía de venganza era perfecta. Exactamente como él la había planeado. Exacta. Estaba pleno de dicha, pensaba en su mujer y en el placer que ella hubiese sentido a la vez.

    Simone abrió la puerta. Entraron de a una, como en fila, las diez. Nasón venía detrás, luego Carlos de los últimos.

    –No enciendan la luz aun, –les decía Nasón–, es una sorpresa.

    Ahora sí. La luz se encendió y ellas se vieron en medio de una pieza vacía, totalmente empapelada con fotografías de 30 x 50.

    –¿Qué es esto?, –preguntó Juana.

    –Sí, ¿qué es?, –le hizo eco María Luisa.

    Carlos sudaba.

    –Jugaremos a que se deben buscar entre estas mujeres. Cuando se encuentren, pueden llevarse las fotografías de recuerdo. Mientras, Carlos y yo las esperamos afuera.

    Carlos y Nasón salieron de la pieza. Ellas comenzaron a buscarse, a encontrarse, a gritar dichosas adentro del dormitorio.

    Se nombraban. Mira, ahí estás tú. No, mira acá tú. Oye, pero acá estás tú nuevamente. Oh no. Qué loco. Qué locura esto. Estas minas son iguales a nosotras. Sí, mira ésta, acá.

    Desde afuera todo no era más que un perfecto chillido. Hermoso, decía Nasón, bello.

    Así siguieron buscándose, lentamente, mientras el gas de la estufa comenzaba a hacerles efecto.

    Juana, la pequeña Juana, empezó a reconocer en las murallas de la sala de estar el rostro

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