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Un año en el sur
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Libro electrónico253 páginas4 horas

Un año en el sur

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Jano vive sumergido en una continua ensoñación, donde el deseo de descubrir se une irremediablemente al amor, la literatura, la amistad, lo intelectual y lo profano. Un año en el sur es una historia de comienzos y finales, la vida de un joven estudiante que se enfrenta a sí mismo, la revelación de los opuestos, la ciudad y la naturaleza, el afecto y la pasión, el Arte y la vida. Antonio Colinas nos desvela, con una narración cargada de lirismo, un período de iniciación, donde lector y protagonista compartirán.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2021
ISBN9788412336054
Un año en el sur

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    Un año en el sur - Antonio Colinas

    OTOÑO-INVIERNO

    1

    Color de hierba oscura, color de fuego, de plata fría, de metal grisáceo. Los ojos de Jano observaban el césped, las ventanas húmedas de rocío, el moscardón primero, un rayo de sol cobrizo. Una vez más llegaba el amanecer y el perezoso sueño se negaba a desprenderse de sus párpados. Si no fuera por el sueño, por los ácidos y brutales amaneceres, aquella vida en el sur podría ser más hermosa. Uno a uno habían cruzado la puerta del Estudio. Atrás quedaban el mármol frío de las escaleras, la avinagrada oración, las mantas meticulosamente dobladas, el polvillo entre los baldosines. Zapatos relucientes, cuadernos y libros en algunas manos, bolígrafos... Comenzaba otro día bajo el enfermizo neón, sobre las mesas lisas, y Jano refrescaba de nuevo sus ojos más allá de los cristales, que velaban el verdor del jardín.

    Temblaban los morales cerca del canal, mientras se deshacían las llagas de color púrpura que el primer sol dejaba en las encinas y en los montes. A su alrededor, también los otros jóvenes reconocían la luz o se sumergían, con una dolorosa pesadumbre, en las primeras páginas. Prometían odiar para siempre las ecuaciones, las integrales cuadráticas, las oraciones mal traducidas, los oscuros signos, los encerados negros. Al fondo, estaba el vigilante, clavando sus ojos en las nucas. No molestaba excesivamente su presencia. Solía replegarse al lado de la puerta, donde estaba la papelera. Arrimaba a ella sus pies y allí se quedaba mirando los cabellos recién peinados, las manos tibias y temblorosas. En el fondo, junto a la papelera, el vigilante de turno.

    Y era inútil desprenderse del desconsuelo primero, de los minutos lentos y agrios, del silencio que se debía oír. Despertaban las manos de Jano en el cajón tropezando en los libros. Le gustaba comenzar por el texto que le resultaba más amable, por el de Literatura Universal, que tenía fotos muy mal impresas, pero turbadoras para él, de Homero y de Virgilio, de Goethe y de Baudelaire. Le resultaba extremadamente doloroso releer el poema que había malcompuesto la noche anterior. Le herían cada una de sus palabras.

    Delante de él, otro alumno, Arquímedes, hacía las primeras integrales del día. Jano miraba sus orejas blanquecinas, lechosas, repugnantes. Veía los lunares, los trocitos de caspa sobre el cuello de la chaqueta del uniforme. Y también se imaginaba el pálido rostro aplastado por las gafas, lleno de granos y con los ojos desleídos como dos gotas de agüilla verdiazul, que repasaban dificultosamente los signos. A su izquierda, Mateo también recibía la primera luz con la mirada extraviada más allá de los ventanales cada vez más empañados por la densidad de las respiraciones. Lerma se intentaba engañar a sí mismo pegando las narices al libro que tenía delante; el texto, probablemente, de alguna detestable asignatura.

    Aquella larga hora se desgastaba con dificultad. Algunos pájaros se atrevían a remover las hojas de las adelfas. La sangre comenzaba a circular con más fuerza por las venas. Ahora, el vigilante iba y venía a lo largo del pasillo, husmeaba, tosía gratuitamente. El Estudio iba adquiriendo, imperceptiblemente, un rumor de fervorosa colmena, mientras la luz del campo penetraba sin esfuerzo hasta los rostros muy ojerosos y demacrados para darles un ligero tono de carmín. Era la hora en que se podía salir un rato, antes del desayuno, para ir a los lavabos, o para fumar sigilosamente en algún rincón, o para perderse en los pasillos más próximos al comedor. Los últimos pasillos, los cubos vacíos de la basura, el ajetreo de las mujeres de la limpieza, el retintín de la campanilla, las primeras carreras camino del comedor, el último rocío temblando en las rosas de los patios...

    Los domingos, Jano bajaba a la capital y buscaba un cine donde embeberse y olvidar. Los primeros rostros extraños que veía por la calle le recordaban a sus seres queridos y los ojos oscuros y grandes, suavemente endurecidos, de las adolescentes, le revelaban el amor. Sudaba y sonreía apretujado contra la ventanilla del autobús cargado de compañeros; el autobús que cruzaba el paisaje tembloroso y calcinado de las primeras horas del atardecer. Miraba los cañaverales, los riachuelos fétidos del barrio de chabolas, las tejas resecas de los tapiales, las palmeras y el cielo. Pero todas éstas eran las sensaciones del domingo y no de ahora, cuando tenía el corazón desasosegado, la frente con fiebre, los ojos cansados y enrojecidos. Estaba en la primera clase del lunes y nunca se le había ocurrido pensar —como ahora pensaba— qué es lo que hacía él en aquella clase de Ciencias, a tantos kilómetros de su tierra y de los suyos.

    Hablaba gangoso el profesor. Era robusto y tenía la faz inflamada. Eructaba, tosía, lloraba. Volvía a repetir monótonamente el tema del día: el «Efecto Venturi». Estaba muy incómodo en su sillón y no dejaba de estirarse y de encogerse, de sofocarse. Al fin, se decidía a levantarse, a tomar la tiza entre sus manos, a enseñarles la desmesurada curva de su vientre, a llenar toda la pizarra con su menuda y apretada letra. Esquemas, cuadros sinópticos, infinidad de fórmulas voluntariosamente acumuladas. Su corpachón no dejaba ver absolutamente nada a los alumnos. De repente, se daba la vuelta y, mientras seguía tapándoles el encerado, decía:

    —¿Lo comprenden ustedes? ¿Lo ven?

    Pero pronunciaba estas últimas palabras con la boca llena de espuma y de pereza, de tal manera que a los oídos de los alumnos llegaban los dos vocablos confusamente chistosos.

    Luego, tras girar pesaroso como un planeta, sobre sí mismo, borraba en unos segundos todo cuanto había escrito sin darles el menor tiempo para poderlo copiar en sus cuadernos.

    Los alumnos sonreían, alzaban la voz, protestaban inútilmente. Algunos de ellos se habituaron más adelante a meterse, antes de comenzar las clases, en un gigantesco armario empotrado que había al fondo y allí golfeaban, bisbiseaban por las rendijas, incluso jugaban a las cartas con total impunidad. Aquel profesor de Física y Química era un buenazo, un despistado atroz que no reparaba en nada. Llegaba a las clases a las horas más inesperadas y se echaba a llorar si tenía que suspender a algún alumno.

    Pero todo aquello era para Jano la parte graciosa, la huida de un tiempo interior dolorido, el no reparar —o el no recordar— en aquel vacío torturador que se quería llenar de sueños nuevos y que en él provocaba su adolescencia. Sentado en la última mesa, en uno de los rincones, comprobaba progresivamente la debilidad de su vista en los apuntes que tenía delante. Le ardían los ojos y la garganta, se le inflamaban los pies, enflaquecía, se obsesionaba. No dejaba de darle vueltas a la pesadilla que había sufrido la noche anterior. En su cerebro había un desbarajuste de horarios, de teoremas y de poemas, de líneas geométricas y de atardeceres, de fórmulas y músicas, que lo dejaban mudo, de lecciones mal aprendidas y de pasiones ciegas. Olían las sábanas a sanatorio. Se desvelaba intentando recuperar un sueño profundo, reparador. Esperaba la llegada de la primera luz con escalofríos y atemorizado.

    El profesor que les daba todas las asignaturas de Ciencias había llenado un nuevo encerado con su caligrafía de hormiga. Luego, como un autómata, borraba lo escrito y volvía a agrupar sus grasas en el sillón. Ante la sospecha del final de la clase los alumnos cerraban los libros de texto y preparaban sus novelas. Las sonrisas y los comentarios taimados iban en aumento. Era un momento en el que nadie comprendía o nadie hacía nada por comprender en aquella clase tan diferente de las otras, que tenían sus normas y su rigor. Todos querían hacer hablar al profesor, lo acaloraban, lo encendían. Al fin, el buen hombre salía tropezando en las mesas, sonriendo como un niño, bamboleando su corpachón.

    Y Jano intentaba en vano concentrarse en sí mismo, desvelar su espíritu en aquellas clases de dudoso atractivo. Se ilusionaba a la espera de lecciones sobre otras materias más gratas, las de Letras, y se adormilaba unos momentos para evocar dulces alucinaciones. Se enrarecía el aire con el humo de algunos cigarros furtivos. Un tibio rayo de sol le acariciaba el uniforme. Se sentía profundamente desequilibrado. No era él. O el que, hasta ahora, había sido. Al cumplir los diecisiete años, alguien le había trasladado rápida y brutalmente de un tiempo a otro. Miraba a su alrededor y no se reconocía.

    Pero el sur profundo estaba allí fuera, tras los cristales del ventanal, en los jardines, como un misterioso don que había que merecer. Recordaba su infancia y lloraba por dentro.

    Jano entabló amistad con Mateo una noche, después de cenar, en las escalinatas de subida al colegio. Los insectos todavía zumbaban en el césped. El pinar embriagaba de una forma más suave, sin los secos y ásperos ardores del estío. Los dos paseaban nerviosos, sin excesiva confianza, bajo las estrellas de un otoño pleno. La noche los salvaba, distendía sus nervios, dejaba una semilla de olvido y de ensueño en sus frentes tristes. Mateo era un joven serio y exaltado a un tiempo. Se le conocía en clase por ser el autor de una larga elegía dedicada al hundimiento del «Titanic». Era de Salamanca, pero conocía muy bien a los poetas andaluces y se le tenía entre las gentes del colegio por un tipo adusto, raro, desconcertante.

    Descansaban mucho sus cuerpos sentados en la sombra de la escalinata, por eso repitieron los encuentros después de la cena. Luego, se sumergían en la noche excesivamente negra. Era difícil adivinar los caminos. Sólo a lo lejos, en El Brillante, cabrilleaban las luces. A aquellas horas, en primavera, la sierra todavía conservaba un poco de fuego sobre su lomo, pero ahora las tardes eran breves y el aire se ensombrecía pronto. Pasaban apresuradamente los últimos arrieros hacia los cortijos. Su canto se iba desvaneciendo a lo lejos, como la luz.

    Aquellos paseos pasaron a ser para Jano los primeros momentos conscientes y dichosos. Era el último recreo del día y quizá por ello transcurría tan raudo, con tanta placidez. Mateo le hablaba con voz grave bajo los chopos y álamos del campo de fútbol. Pasaba fugazmente de un tema a otro. Los dos habían acordado esperar a las próximas Navidades, para saber si iban a seguir aguantando aquella nueva vida. Pero, al mismo tiempo, Jano estaba distraído con los rumores de la noche, con las inesperadas sacudidas de las aves entre las ramas. Y pensaba también en cuanto la sombra misteriosa velaba celosamente: los naranjos, los caminos hondos, las ermitas con cipreses, los arroyos fríos de la sierra. Por eso las palabras de Mateo —su voz algo áspera— le llegaban entrecortadas, quedaban como mutiladas en su memoria.

    Mateo hablaba de sus paseos entre los chopos desnudos y ateridos del Tormes, bajo las cicatrices invernales, cenicientas, del cielo. Recordaba sus obsesivos y platónicos amores con adolescentes o ciertas obsesiones infantiles que parecían pesar sobre él como una losa: el pasado republicano de los suyos, la sangre violenta de su hermana que él había visto, siendo niño, sobre el asfalto, tras un accidente mortal. La historia brusca y llena de contrasentidos de tantas familias perseguidas en la posguerra. Días negros e inútiles en el seminario, del que fue expulsado. Mezcolanza de fuerzas contrarias: claustros y vicios secretos, atmósfera oscurantista y libertad interior, represiones y liberación. De estas contrariedades brotaba probablemente su carácter exaltado y su sinceridad algo violenta.

    Mateo le contó luego a Jano que el primer domingo que bajó a la ciudad había conocido a una chica llamada Rosa. Al parecer ésta tenía una amiga que Mateo le quería presentar a Jano. Así que le habló de la posibilidad de que el domingo siguiente bajaran los dos juntos. Terminó hablando de las estatuas de Séneca y del Duque de Rivas, de las fuentes y palomas de un jardín, de algunos bares apartados con música y mujeres, de una terraza con aromas de acacia en Ciudad Jardín, a donde iban a bailar al atardecer...

    Todas las noches llegaban hasta los límites del colegio. Allí había un puente sobre la línea férrea, la casa minúscula del guarda y un extenso y fantasmagórico maizal. Sobre el pretil del puente esperaban inquietos el paso del tren. Cada noche, a las nueve cuarenta y cinco, los vagones retumbaban bajo sus pies. Un tren negro que, en la negra noche, se iba hacia el norte con sus sueños. Luego volvían lentamente, en silencio. Desde lejos veían iluminarse cada una de las habitaciones. En el colegio todavía resplandecían los pasillos vacíos. Algunos rezagados entrechocaban caprichosamente las bolas en la sala de billar. Tras los vidrios esmerilados de la pequeña capilla había un brillo tenue y aceitoso, como de oro y fiebre. Las habitaciones se llenaban de murmullos y de risas prohibidas. Los más antiguos ya comenzaban a cansarse de bromear con los más jóvenes, así que la hora de acostarse se volvía monótona y rutinaria. Últimas horas del día, encanto inalcanzable de las luces de la sierra brillando a lo lejos, instantes densos, lentísimos.

    Si había luna, ésta se iba alzando despacio, como un fruto maduro o medio descompuesto detrás de la cúpula del templo. En el patio central, junto al teatro griego, resonaba toda la noche el gran chorro del surtidor de agua de la fuente. Poco a poco fueron escaseando los malos sueños de Jano, sus alucinaciones. Los paseos nocturnos, el campo estremecido por la brisa del otoño avanzado, alimentaban su esperanza. La noche dejaba una semilla de olvido y de ensueño en su frente.

    —Bien, eso está bien. Ahora sólo le hace falta un cuaderno para ir tomando notas de sus lecturas.

    Era el profesor de alemán. Observaba a Jano por encima de sus gafas y sonreía con agudeza, satisfecho. Jano estaba recostado contra el tronco de una de las moreras del canal. Sentía ya la excesiva humedad de la yerba en sus piernas, pero el libro de poemas lo absorbía, se llevaba toda su atención. Por eso levantó perezosamente la cabeza y allí se encontró, amable y dulzón, al profesor de alemán.

    —Está bien leer en los recreos, pero el tomar notas... Las notas son fundamentales. Hacen más sólida la lectura. ¿Ama los libros? Pase por mi despacho; puedo dejarle algunos.

    Sonrió una vez más con clara simpatía y se alejó pesadamente. Jano lo vio ascender por la cuesta que conducía a los invernaderos. Desapareció al fin tras la loma como una nubecilla.

    Jano posó los ojos en las aguas rojizas del canal. Pensó en el profesor y en el libro de Musset que tenía entre las manos, una edición en lengua original que en la clase de francés circulaba entre los alumnos más despiertos. ¿Convenía también tomar nota en un cuaderno de los mejores versos? No. Creía que los versos sólo eran para gozarlos en el instante. Jano pensaba que el poema, las más de las veces, no tenía un entramado reflexivo. Él lo apreciaba muy bien en el último Machado, el que estaba obsesionado por los temas filosóficos. Por entonces, erróneamente, él pensaba que este Machado era, sin ninguna duda, el menos profundo. El poema no debía ser como un aroma, que cansa, si se respira en exceso. El poema era simplemente ese buen humo sabroso que producen las hogueras de los atardeceres de otoño, que embriaga unos instantes y que muy pronto se lleva la noche.

    Jano iba aumentando sus lecturas. Había descubierto la biblioteca y rara era la tarde que no se daba una vuelta por allí, a pesar del provocador desasosiego del bibliotecario. Éste apenas tenía trabajo y zanganeaba todo el día entre las estanterías. Pero cuando aparecía alguien en la sala se erizaba como un gato, gruñía, buscaba los libros de mala gana. Jano pensó más tarde que la mayoría de los libros allí almacenados dejaban mucho que desear: abrumadoras ediciones de «obras completas», tratados sobre las más absurdas materias, muchos volúmenes técnicos, clásicos apolillados, enciclopedias...

    Pero entonces todo aquel cúmulo de librerías lo extasiaban. Iba repasando sin prisa los ficheros y era hermoso ir descubriendo y entresacando un volumen de Faulkner, o de Hesse, o de Mann, o de Camus. Había comprado una pequeña linterna y por las noches, bajo la sábana, desgastaba sus ojos con las lecturas inagotables. Así luego se explicaban el malestar, los mareos de las primeras horas del día. Leyendo furtivamente por las noches le parecía que siempre quedaban lejos los ácidos, los brutales amaneceres que, a duras penas, endulzaban las melodías de Ketelbey y de Offenbach sonando en los altavoces.

    El colegio dormía arrullado por el canto de los grillos y por el tronar del surtidor azulado en el Patio Central. Sí, evidentemente algo estaba cambiando dentro de él a medida que iba cerrando los volúmenes leídos en agotadoras sesiones. Una larguísima relación de libros anotados testimoniaban su avidez. Las frases y los versos quemantes de algunas obras que él aprendía de memoria, le abrían a insospechados mundos. Cada nuevo día se le ofrecía como el campo de experiencias de las lecturas de la noche anterior. Tomaba nota apresuradamente de las ideas que al día siguiente tenía que llevar a la práctica. ¡Las lecturas nocturnas, secretas, bajo las sábanas...! Y las lecturas otoñales, al atardecer, bajo las hojas oxidadas, amarillentas de las moreras, al borde del canal.

    Las noches de los sábados tenían un matiz profano y religioso a un tiempo. Después de la cena, los alumnos no daban inmediatamente el grato paseo nocturno de todos los días. Cada sábado, después de cenar, celebraban en la capilla un breve oficio religioso; uno de los dos actos religiosos recomendados que había a lo largo de la semana, a pesar del carácter laico del centro. Los oídos eran acariciados por el croar de las ranas entre los cañaverales del canal. El chorro del surtidor se elevaba plateado, anhelante, bajo la luna. Los rezagados rehuían el acto. Amparados en las sombras buscaban refugio bajo las ramas de las gigantescas adelfas, en las escalinatas del teatro griego, fumaban plácidamente un cigarrillo en los rincones más apartados; se sentaban en la hondonada, junto a los raíles del ferrocarril y miraban hacia las estrellas hablando en voz baja de cosas banales.

    Se trataba de un hermoso desahogo. Jano, que al principio no se lo tomaba, siempre lo deseó. Crujían los pasos en la grava. La masa de alumnos fluctuaba como una espesa ola en el centro del patio. Las farolas tenían el brillo húmedo y traslúcido de las lágrimas. Algunas estatuas de granito lanzaban firmes, rotundas, su grito al firmamento; proyectaban, en noches de luna, sombras alargadas sobre el reconstruido teatro griego. En el pórtico del edificio de oficinas dormía una sentencia de Séneca: Para bien de todos, combaten y trabajan los mejores. A su amparo, de día, había pájaros y crecían los rosales. Después de la grava y del límite con cipreses del teatro, se accedía a las escalinatas del templo. Raspaban los zapatos el suelo, salpicado por las brasas de las colillas.

    En seguida se sentía el sopor y la penumbra del espacio sagrado como una presencia dulce, la embriaguez del incienso, el murmullo de los rezos. Sobre el altar brillaban los doce hachones plateados. El pecho de Jano sentía cómo se ahondaban cada vez más sus sentimientos. La voz se le empañaba de una rara pesadumbre. Llegaba entonces el momento en que pensaba que su ser estaba capacitado para una especie de exaltación entre mística y pagana: una exaltación que lo enardecía y lo embriagaba.

    El poder y la belleza de la noche —fuera, a sus espaldas— eran como una confirmación perfecta de cuanto sentía. Establecía una relación entre el rezo de sus labios y el opulento follaje de los jardines. La divinidad sólo cruzaba por su mente con el misterio y la sorpresa de las estrellas fugaces. Hasta la voz susurrante, mínima, del que oficiaba, le traía no sé qué clarísimo rumor de cenobio medieval, de huerto que no ha sido hollado por nadie, a excepción de por aquel que lo

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