Desde aquí hasta mi casa
Por Irma Currás
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Ella cierra los ojos para convocar la atención en los oídos. Las palabras le suenan familiares, pero apenas las adivina. Unos balidos marcan el fin de la jornada; los pasos cansinos de unos hombres lo entienden así. Irma se anima a abrir los ojos de a poco. El atardecer ya se apaga y la ampara de no encandilarse. Ve pasar a jóvenes y viejos, que son recibidos en silencio por mujeres que cruzan las puertas y esperan. Irma se reconoce en esos rostros tallados por el aire salobre del Cantábrico.
Irma cierra los ojos una vez más, y otro mar le acerca el calor y los ruidos de una playa soñada desde siempre. De inmediato alza los párpados para ver a esa pareja que ríe y la llama por su nombre. Se deja acariciar por el amor de esos ojos que también son los suyos. Al leer estos relatos de Irma Currás Pereira, es posible imaginarla como una viajera de su tiempo y del tiempo de los suyos.
Ella asegura que tan solo quiso recuperar la historia de su clan —su historia— para legarla. Pero su logro es mucho más alto: estos recuerdos, ilustrados con una prosa susurrada, no dejan afuera una pregunta desafiante.
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Desde aquí hasta mi casa - Irma Currás
A los que esperan en estas páginas
que un lector los resucite.
Hala, a ver si sirves
Su nieta, que ahora vivía en Madrid, le propuso sacarse una foto juntas para tener cuando ella ya no estuviera. No quería hacerlo, pero tampoco supo negarse y sintió el tiempo, todo junto, sobre la espalda. No sabía muchas cosas; no había aprendido las cosas que sabía, más bien las llevaba consigo como un bagaje innato heredado de los ancestros.
En su aldea no hubo infancia. A los cinco o seis años ya se podía alimentar a las gallinas o pastorear las cabras. Podían pasar largas horas bajo el sol gallego en las altas montañas. Cada invierno se ordeñaban las vacas en el establo lindero. Era un placer demorarse en esa tarea porque a los animales se les encendía un fuego. El ritual de calentarse las manos en los grandes fuentones con agua a punto de hervir dolía. Pero era un dolor grato, que ahuyentaba el frío. Las ubres repletas de leche tibia, al tacto, parecían tener vida propia. El sonido de los baldes se llenaban al ritmo del ordeñe. La boca se hacía agua, aun cuando sabía que ni una gota de ese manjar le estaba destinada. Si las vacas tenían frío, no darían leche, y qué sería de ellos entonces. La leña no alcanzaba para todos. En la casa todo era distinto.
Se vivía en un apéndice del establo. Siempre los animales eran los indispensables, los protagonistas de la vida de una familia que, en la mitad del espacio, convivía amontonada, superpuesta, helada y casi a oscuras. Un fuego tenue calentaba la olla de caldo, con la que se llenarían los potes que se rodeaban con ambas manos para templarse antes de ir a dormir.
La escalera angosta, de madera, apoyada sobre el muro de piedra. Por ella se trepaba a la planta superior, aplastada contra el techo de paja. El calor del verano se derramaba sobre los cuerpos, que en invierno se volvían de hielo por el frío. Calor en verano, frío en invierno. Los cacharros esparcidos recibían las gotas de lluvia en los otoños, cuando llovía como afuera de la casa.
El padre Juan le había dicho que se mantuviera lejos de los hombres, para ser pura y casta como la Virgen. No sabía lo complicada que se volvía esa distancia cuando la cama se compartía con tres hermanos.
Se casó joven. Con el hombre que decidieron sus padres, sus mayores. La vida de la gente no se mide por edades sino por ciclos, y había llegado su momento de dar frutos.
El día de la boda, su padre la despidió con un Hala, a ver si sirves
, mientras su madre, a media voz, la instruía sobre lo elemental.
—Baja la vista, hija. Nunca regañes ni desobedezcas a tu marido.
No hubo abrazos, sólo adioses.
El hombre decidía todo. Dónde y cuándo se sembraba, desde las semillas hasta los hijos. Ella callaba y obedecía con la vista baja.
Fue madre pronto. En los siguientes quince años, casi todos los veranos daba a luz. Los pies hinchados soportaban el peso de esa barriga enorme que no era más que un obstáculo para el trabajo. Agacharse con ella a apañar las espigas. La espalda arqueada por el esfuerzo. Y la certeza de que, al vaciarse, dejaría una boca más para alimentar. Los pechos turgentes, doloridos, a la espera permanente