El Ancla De Mi Barca
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Una historia de amor, una ofrenda. Gilda Salinas
Laura Sanchez Stone
Laura M. Sánchez Stone es originaria de Sinaloa, pero se ha integrado a ciudades entrañables para ella como Guadalajara, el antes Distrito Federal y Tijuana. Escribe porque así logra expresarse. Ha tomado diversos cursos de narrativa y participa en talleres de escritura. En sus obras plasma la firme creencia de que todos los seres humanos tenemos la potencia de superar las adversidades y auto-regularnos. Se dedica a dar psicoterapia, a hacer labor social y a crear literatura.
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El Ancla De Mi Barca - Laura Sanchez Stone
Copyright © 2016 por Laura Sánchez Stone.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2016904950
ISBN: Tapa Dura 978-1-5065-1359-1
Tapa Blanda 978-1-5065-1358-4
Libro Electrónico 978-1-5065-1357-7
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 06/10/2016
Palibrio
1663 Liberty Drive, Suite 200
Bloomington, IN 47403
ÍNDICE
CAPÍTULO
I PRECOCIDAD
II LA BELLEZA
III EL MATRIMONIO
IV EN LIBERTAD
V EL ACCIDENTE
VI UNA CARICIA
VII LAURA
VIII GABRIELA
IX CAROLINA
X MARCO
XI SUSANA
XII LOURDES
XIII LOLITA
XIV LA CASA DE JOYAS
XV LA VENTA DE LA CASA PATERNA
XVI EL BAJÍO
XVII VOCACION MATERNAL
XVIII EL CAMINO DE LA NOCHE
XIX LOS AFANES DE SUSANA
XX DESENCUENTRO
XXI EL DUELO
XXII LA REUNIÓN
Agradecimientos
Esta novela nació espontáneamente en un taller de redacción dirigido por la maestra Gilda Salinas, escritora mordaz y elocuente de gran trayectoria en México, con treinta libros publicados y varias obras de teatro llevadas a escena. Le agradezco su paciencia y exigencia, y a Laura Rivera Torres por sus invaluables enseñanzas.
Así mismo, va mi reconocimiento a las comapañeras de taller por su apoyo incondicional y los momentos gratos que compartimos, en especial a Lupita Obón por la primera revisión de este material.
La recopilación de los datos de esta historia no habría sido posible sin la cooperación de mis hermanos, que además de acceder a que contara su pasado, me ilustraron con eventos que yo no tenía de primera mano. También deseo agradecer a mis primos Leopoldo y Lourdes Sánchez Duarte, quienes me orientaron en la delimitación de esta saga familiar. En relación a los antecedentes de los abuelos maternos, estos no hubiesen sido veraces sin la intervención de Manena y Ricardo Stone Aguilar, así como la narración de Elizabeth Aguilar Stone, Laura Elena Aguilar Stone, y Marisela Stone Fierro.
Este es un proyecto para mantener vivo el recuerdo de mis padres, por quienes siento un cariño entrañable que me acompaña todos los días: su cultura, sus sonrisas, las máximas y su amor incondicinal. Mi reconocimiento a mi esposo y cómplice, que favoreció los espacios para que yo pudiera llevar a cabo este proyecto: los antecedentes familiares que el día de mañana podrán ilustrar el origen de nuestros descendientes. Gracias especialmente a mi hija, luz de mi vida, que me animó a llevar a cabo este trabajo.
AGRADECIMIENTO-%20before%20Agradecimientos2.tifA MIS PADRES
I
PRECOCIDAD
1. La abuela Celsa
De tanto andar por ahí rumiando su coraje, Luis Celis decidió unirse a las fuerzas del ejército que le vinieron muy bien para su desasosiego. Ahí las consignas y gritos autoritarios que reventaban sus oídos tendrían un sentido. Pensó en dejar la salea escalando grados por un nuevo honor que demostrara su valía, ya que su hermana dejó en entredicho su nombre. Aguantó hasta lo indecible, con tal de levantar la frente de nuevo y darles la cara a los maldicientes que se burlaban a sus espaldas.
Celsa y sus seis hermanos: Abigail, Luis, Heliodoro, Carlos, Francisco y Leopoldo, crecieron señalados en Mascota, cerca de Talpa, porque su madre no contrajo nupcias; y, para mayor desgracia, Celsa se había ido con un hombre hacía cinco años. Luis consideró su descabellada huída como una alta traición a la familia que tanto la quiso, pero su apasionamiento pudo más que las buenas maneras con las que fue educada, y ella les falló en lo más sagrado, provocándole tal tiricia a su madre, que perdió la sonrisa para siempre por su mal sino.
Luis no le perdonaría a la muchacha las lágrimas de su madre, mucho menos esa afrenta que él hizo personal. Encabronado, se preguntaba quién le había dado licencia a Epifanio Sánchez para que se llevara a su hermana y gozar del privilegio de su cuerpo. Ya no soportaba más las miradas maliciosas de los hombres de ese lugar de Jalisco. Le salía roña nada más de oír sus risitas pendejas; pero se sabía impotente para retarlos sabiendo que tenían razón, que ella había fallado y él sólo podía tragarse su orgullo.
Su oportunidad llegó el 21 de marzo de 1913, cuando el Ejército Constitucionalista bajo las órdenes del General Aguilar Barraza, envió al batallón al que pertenecía Luis tras un rebelde, a Cosalá, Sinaloa. En cuanto llegó a la casa señalada, golpeó la puerta de mezquite con gran estruendo y, para su sorpresa, le abrió su hermana Celsa, quien estaba más bella que nunca: con el pelo negro atado en un moño español. Su carita clara enrojeció al instante por la impresión. Al momento en que los hermanos cruzaron miradas en aquel umbral a Luis se le gastó el resentimiento al verla embarazada. Ese rostro tan querido solicitaba piedad sin hablar y él se dio cuenta de que el hombre con ojos espantados, quien resguardaba a dos chiquillos tras su torso desnudo, era Epifanio. De inmediato, con voz estentórea hizo un interrogatorio falso y, en consecuencia, ordenó a la cuadrilla que buscara al oponente en otra puerta de mezquite, frustrando así su fusilamiento. De esta manera fue que los hermanos se reconciliaron y el resucitado le engendró a Celsa diez hijos más, indómitos todos.
El décimo de los hermanos, de nombre Heliodoro o Regalo del Sol en griego, llevaba el perfecto apelativo para un ilustrado del Mediterráneo, con laureles coronando su testa majestuosa. Pero Lolo, como lo llamaba su familia en Mazatlán, nació en Tepic y usaba la envergadura de su cabeza para transportar los tambos de leche en el mercado. Después de acarrearla temprano, ayudaba a las mujeres con sus canastas del mandado y más tarde corría dichoso a llevarle la ganancia a su madre, para aliviar su mortificación por el sustento; la encontraba cosiendo la ropa que hacía por encargo.
No era tarea fácil criar a trece hijos, y menos con un esposo que distraía el sustento. Por este motivo Carlitos y Paco, visionarios hijos de Celsa, llegaron muy animados una mañana para llevarse de prisa a su hermanito Lolo, pues planeaban hacerse de muy buenos centavos. Sucedía que a una cuadra al oriente de Catedral, una multitud morbosa comentaba sobre la pestilencia que emanaba de la casa verde descascarada de la esquina, e intentaba abrir el portón; pero un cuerpo sin vida atoraba la puerta. Se trataba de que el pequeño flacucho entrara por la ventana enrejada para moverlo. Los hermanos deslizaron el cuerpo de Lolo por los hierros salitrosos, pero su cabeza nunca logró pasar por en medio. De regreso a casa, los visionarios
llevaron a su hermanito a punta de zapes y reclamos.
―Pinche cabezón, pendejo.
En cuanto veía la oportunidad, el chiquillo se iba con maleantes y pescadores a una palapa cerca del estero, a escuchar sus delirios, mientras reparaban las redes y sacaban carnada en el delta del río. Otros hombres se emborrachaban con alguna mujer de renta y se perdían más allá de las pequeñas dunas, donde la arena hacía rato era fresca.
Con ellos Lolo aprendió, entre otras cosas, a pescar con piola. Ahí les oía decir que hasta con masa sacaban a veces dorados en el delta, siempre que salieran al amanecer. El plebito
aparentaba que les creía y navegó mucho tiempo con bandera de tonto para conseguir piola y anzuelos a cambio de las lombrices que obtenía en las charcas de agua dulce.
Los pescadores le siguieron el cuento por su afán, a pesar de que sus lombrices sólo servían para pescar botetes (especie que a finales de los años treinta era de desecho). El chamaco se las ingeniaba para colarse en alguna lancha y, presionando el labio superior con la punta de la lengua, concentraba todos sus sentidos para atravesar la carnada que se retorcía en el anzuelo. Al picar algún pez, podía imaginar que era un bonito o un dorado según la tensión en la piola. Cuanto más lacerado el dedo índice en el tironeo por el pez, mayor el poder y la satisfacción que obtendría para ponerlo en la mesa de su casa.
Uno de esos amaneceres en que Heliodoro Sánchez Celis regresaba de sus lecciones de ensartar carnada para peces y mujeres, descubrió a su madre esperándolo escondida tras un árbol en el río pestilente, vigilando su regreso; a Heliodoro le dio mucho pesar verla en aquella situación tan triste. Como todo un caballero le prometió que no volvería con aquellos pescadores. Ella le creyó. ¡Qué otra cosa podía hacer la mujer!
Antes de las lombrices, Lolo se inventó un entretenimiento con los carretes de hilo que su madre ya no quería, para emular los carros romanos que admiraba en el cine, junto a las estrellas al cielo raso cuando no había luna. Esos carros de gladiadores que inventó el niño, eran tirados por unos alacranes rubios, jugosos, transparentes, que hacían las veces de caballos. Aprendió a quitarles el veneno cucándolos con un cebo, al segundo de picar les cortaba el aguijón lazándoles la cola.
El padre de Heliodoro cada vez estuvo más lejano, por lo que ellos crecían tranquilos sin sus azotes y con las limitaciones de las riendas maternas. El ausente
trabajó en el ferrocarril de Sonora y después vendió ropa femenina a plazos en las rancherías cercanas a Mazatlán. Los vestidos entonces eran caros y muchas prendas no llegó a cobrarlas, pero recibió algunos favores a cambio ―siempre con el beneplácito de las mujeres― decía la gente.
Mientras, Celsa cantaba:
Yo te vengo a pedir Virgencita de Talpa
que me vuelva a querer, que no sea ingrato.
Las tres hijas rezaron porque volviera; pero la decena de varones, muy agobiados, le ponían las cruces a tal posibilidad.
Con santa devoción y arrodillada
Imploro tu perdón por mis pecados
Tú que todo lo puedes, haz que regrese
Que vuelva a ser como antes/ y que me bese.
Y Celsa sí que tenía fe. Su voz y su cuerpo, todo, se abandonó en el Señor para que escuchara su petición. El amor que sentía por Epifanio no se apagaba y a pesar de sus miserias, le podían más sus ojos a media asta y las cosas hermosas que sabía decirle.
Su esposo tenía sus varios quereres entre Nayarit y Sinaloa, y un buen día a Celsa la asaltaron los celos y la falta de centavos, por lo que al fin se rindió. Decidió dejarlo y se llevó a sus trece hijos a la Ciudad de México.
Y si no me lo traes/ vale más que se muera
Ya que su alma no es mía/ que sea de Dios.
Como lo disfrutaban otras mujeres, mucho fue su consuelo cuando Epifanio pasó a ser de Dios. Si acaso Él lo perdonó
, pensó doña Celsa.
Que así empezaron a llamarle los niños del barrio, a quienes sentó a su mesa cuando no tenían qué comer. Ella siempre respetó al difunto. Volvió unos días al puerto para enterrarlo y llevó luto riguroso hasta la muerte, como mandaban las buenas costumbres. Su dignidad nunca le permitió expresarse mal de su esposo. Mejor no lo nombraba.
Lolo recordó a la gente en el velorio de su padre, en el interior de una casa, mientras él brincaba sobre unas boldosas rotas en el frescor de la noche bajo un patio cubierto por enredaderas. Comentó más tarde con un sentimiento culposo, no haber llorado por la muerte de su progenitor sino porque experimentó una serenidad liberadora.
Doña Celsa y sus hijos pasaron dificultades económicas en la Ciudad de México, aunque dos de los mayores ya tenían empleo. Al principio se instalaron en la Calle de Cedros. Más tarde en la colonia Santa María la Rivera. Los menores, entre ellos Pedro Luis, Heliodoro y los cuates, trabajaban en una línea de autobuses urbanos vendiendo boletos. Se atrevieron a ir a lugares muy remotos, tanto, que eran conocidos como los Marco Polo
. Doña Celsa valoró el esfuerzo de sus hijos, pero se mortificaba sobre todo por Heliodoro, que cada día se atrevía a ir más lejos en todos los sentidos. En esa casa del norte de la ciudad de México, los hermanos Marco Polo se catapultaron hacia horizontes jamás imaginados y Lolo hizo un curso de inglés en el Instituto Politécnico Nacional (IPN), que le sirvió para su futuro cercano. La única hermana que permaneció por esos rumbos fue Carmen, quien se enamoró de Francisco Salazar y tuvo un matrimonio sencillo y feliz con doce hijos.
2. El décimo
A la casa de Doña Celsa, en la calle de Cedro de la Colonia Santa María la Rivera, llegó Sofía, una bella jovencita del rancho del Vainillo en Sinaloa. Su tarea era ayudarla con las labores de la casa, y en cuanto Lolo la vio se prendó de ella. Se citaban en el lavadero, y entre agua y espuma se encontraban empapando su inocencia. A los pocos meses descubrieron que la muchachita estaba embarazada porque comenzó con los achaques. El chamaco precoz se asustó con el resultado de sus amores y la previno: si le peguntaban de quién era la criatura debería decir que era un regalo del Chimino, un sobrino de la abuela Celsa. Enviaron a Sofía de regreso al Vainillo, cerca de Mazatlán, y ahí nació su bebita.
Sin embargo, cuando vieron a la niña se percataron de que no tenía ningún parecido con el mentado pariente, de facciones toscas y tez morena; y la tía Lola, que era perspicaz, le sacó la verdad a Heliodoro sobre su paternidad. Mientras tanto, en El Vainillo, Everardo, el abuelo de Sofía, andaba con machete en mano traspanando la maleza y dijo que si se le aparecía Heliodoro lo mataría. Antes de que naciera la niña Lolo se dio cuenta de la situación y se fue para California. Era el año de 1942 y tenía 16 años.
Por esos tiempos, Estados Unidos y México habían hecho algunos convenios para otorgar permisos a braceros mexicanos en California. Lolo se enganchó con uno de estos grupos por los alrededores de los Ángeles, pero desertó a los meses con el poco dinero que pudo ahorrar. ¡El campo no era lo suyo! Se fue a San Francisco para la celebración del 31 de diciembre, y cambió su nombre por el de Raúl Luna porque pensó que sería difícil que los gringos lograran pronunciar o deletrear Heliodoro; pero, sobre todo, porque odiaba su nombre. Raúl era el nombre de su hermano mayor (a quien debieron llamar hermoso
por su belleza apabullante) y el apellido Luna lo eligió en honor de su cómplice y luminaria nocturna.
Para la fiesta de Fin de Año, el trombón de Glenn Miller y de otras orquestas, aliviaba la soledad de las americanas y Lolo disfrutó de los bailes y cadencias en las caderas de mujeres cuyos hombres andaban en la guerra. Esa noche finalizó la Batalla de Guadalcanal con la victoria de Estados Unidos sobre Japón. Las muchachas se desbordaron con una alegría colectiva y esperanzadora ese primero de enero y los días que le siguieron. La fiesta no paró hasta que las mujeres entendieron que la guerra todavía sumaría muchos muertos y afanes.
Los empleos escasearon y, a pesar de su buena facha, Heliodoro pasó hambre y discriminación. Esta última le calaba más que el frío; sin embargo él no quería regresar por más que se lo pidiera su madre, por lo que se hizo una fotografía que lo pintaba en aquella época y lugar, para enviársela a Celsa y tranquilizarla con esta dedicatoria:
Madrecita linda, aquí le envío una fotografía de mi como si
anduviera de pachuco, pero si fuera así no se la mandara.
En ella se veía con unos bucles negros y sedosos, que enmarcaban su rostro con un halo de ingenuidad y su sonrisa seductora muy bien puesta. Vestía el pantalón y la camisa suelta al estilo pachuco del cómico Tin Tan, que era la moda de los latinos-estadounidenses, pero muy superado. Lolo era un hombre elegante, romántico y atrevido que se identificaba más con Humphrey Bogart.
En California anduvo dando tumbos por varios lugares. Un día hacia recados y al otro llenaba unas máquinas para pelar papas en una empacadora. A una distancia cautelosa, admiraba los trajes de los italianos, y deseaba los senos generosos de sus mujeres. Los guardianes del barrio poco a poco comenzaron a reconocer su presencia diligente y le permitieron lavar los platos en un restaurante y hacer otras tareas, como vigilar si se acercaba alguna visita no deseada a su territorio o si había algún conflicto en la vecindad. Ahí fue en donde se apasionó por Sara, una mujer sofisticada que le dio una hija en quien replicaron el nombre.
Sara salía a trabajar en las noches y él se quedaba a cuidar a la niña, depositaria de toda la ternura que Lolo podía otorgar. La mujer le tenía verdadero afecto, pero él no pintaba para próspero, pues solo era un romántico sin documentos. Así que tuvo a bien desilusionarlo con otro hombre, lo que provocó tal ataque de dignidad a Lolo, que hizo que se decidiera a dejarlas y que volviera a su México.
Duró más de un lustro con una nostalgia nebulosa, hasta que sus amigos le hicieron bromas para hacerle llevadera su pena, diciéndole que ya los gringos se habían inspirado en él para componer la canción I Left My Heart In San Francisco.
3. El Chipre y el Negro
La luna no estaba esa noche en Topolobampo y la mar rugía húmeda, esculpiendo con su poderoso vaho la gran masa costera, cuando Heliodoro petendió defender a una mujer a la que agredían tres hombres lascivos, mismos que después de golpearlo y robarle la cobranza del camarón, lo arrinconaron en un acantilado. Él quiso defenderse con algunas patadas que no hicieron impacto, y ellos le hirieron los brazos con sus navajas cuando él intentaba cubrirse la cara. La sangre le salía a pequeños chisguetes intermitentes del antebrazo izquierdo y, al dar un paso atrás para distanciarse, el terreno flojo no lo soportó y cayó varios metros abajo en una saliente de la piedra caliza, que con sus aristas le raspó la piel curtida de sal y sol.
Los hombres intentaron lanzarle rocas, pero antes de que le cayera alguna piedra encima, él tomó impulso calculando la marea y se clavó en el mar. Entró en su elemento y ellos tuvieron que darlo por perdido. Buceó inmediatamente hacia la superficie y muy cerca de donde emergió pudo ver la espuma que chocaba contra una humilde barca a la que se acercó con un resto de aliento. Al fin alcanzó la barca, se enredó los brazos con las cuerdas de los remos para evitar desangrarse y descansó la cabeza como un Cristo en los maderos, antes de que viera negro.
Todavía faltaba tiempo para el amanecer, cuando lo despertó un niño que lo movía para asegurarse de que no estuviera muerto; y después lo subió a su barquita para llevarlo donde lo auxiliaran. Los pescadores que lo llevaron al médico nunca habían visto a nadie que cayera desde el acantilado y hubiera salido vivo del agua.
A partir de entonces, El Regalo del Sol
se hizo muy popular entre los pescadores, no tanto por sus agallas sino porque decían que él tenía un hechizo mayo
que lo protegía en el mar, por lo que cuando había mal tiempo los pescadores navegaban siguiendo a Lolo que iba en el Chipre, el barco de su hermano el Negro, quien lo había contratado para pescar.
El amplio tórax de Heliodoro Sánchez Celis