Huellas de sangre: THRILLER, #2
Por Robert S. McGraw
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Huellas de sangre
?Es una antología de nueve relatos de terror psicológico, narrado desde la perspectiva de gente en apariencia común, que luchan contra sus conflictos, miedos, traumas, en fin, demonios propios y ajenos.
✅Cara o cruz es la lucha y consecuencias psicológicas que sufre un niño de ocho años abusado sexualmente por su padre.
?Domingo de fiesta, muestra a una mujer que se ve sometida en su propia casa un domingo por la noche cuando se disponía a salir de paseo por un criminal contratado por su ex para matarla.
❇Demonio de mármol trata sobre un turista que viaja a Italia para encargar una escultura y en la posada donde se aloja, escucha una historia terrorífica con un enlace inesperado a la realidad.
☑El relato un hombre en el espejo, es una trama donde se mezclan abusos, maltratos, enfermedades psíquicas y asesinatos en una maraña de situaciones que se aclaran justo al final, en una serie de giros que te mantendrán montados en una montaña rusa de emociones.
?En esta antología aparece Homenaje, que es, como su título lo indica, un humilde homenaje del autor del libro a su ídolo literario, el norteamericano Edgar Allan Poe.
?Criaturas es una ojeada a un tema muy de moda actualmente, la caza de animales y la destrucción del ambiente por el hombre, logrando crear, pese al tema, un espacio digno de un relato clásico de terror.
?La dicha del olvido, trata de un hombre que se despierta en una cama de hospital, esposado y con amnesia. Tratando de recordar, descubre que su delito es mucho peor del que se le acusa haber cometido.
✳Sobre las adicciones y lo frágil de la naturaleza humana, trata Penalti. Aquí se observa lo vulnerables que pueden llegar a ser las personas sin el apoyo de la sociedad, la familia y sin autoestima.
#⃣ Un tipo raro, es un toque de humor negro en medio del sórdido ambiente de todo el libro, con una mirada diferente a la pandemia que azota al mundo.
Robert S. McGraw
Robert S. McGraw
Nació el tres de febrero de 1973. Fue el hijo menor de cinco hermanos. Desde niño, tanto él como sus hermanos, sufrieron un constante abuso psicológico que, de no ser por la postura firme de la madre y el amor que les dio como contraparte al abuso, habría sido imposible superar. Se interesó en la lectura y escribió algunos cuentos y poesías que nunca trascendieron. Al terminar estudios de bachiller entró al ejército por tres años, donde se desempeñó como francotirador. Diferentes empleos hasta que fue a prisión por robar en una casa, luego de una larga relación con las drogas y malas compañías. Allí retomó la lectura, leyendo más de 300 libros en cinco años y reencontrándose con su antigua pasión de escribir. Al salir, deja todo atrás y trabajó en empleos mal remunerados debido a su historial delictivo, por lo que renunció a sus planes de escribir por no disponer de tiempo y por la falta de recursos. Se casa en 2005 y ese mismo año nace su hija Laureen. En el 2012 su madre enferma y se encarga de su cuidado las 24 horas del día, allí escribe en su celular pequeñas historias de terror que luego se convertirían en su "Huellas de sangre". Ayudado y alentado por su hermano y un amigo, comienza a tomarse en serio la literatura y escribe su primera novela "La lluvia de sus ojos", seguida de otras dos y varias antologías de relatos. Su madre fallece en 2021 y a partir de ese instante se da a conocer en el mundo de las letras con sus trabajos, casi siempre impregnados de misterio y terror, su versatilidad le permite moverse entre casi cualquier género, desde la comedia hasta la ciencia ficción, pasando por la aventura épica y el policíaco. La vida y los lugares en que estuvo, le ha llevado a tener una visión profunda y particular de la naturaleza humana, y su amplia cultura literaria nutrió su talento con los clásicos, lo cual se refleja en la calidad de su prosa. Mantiene un perfil bajo, alejado lo más posible de los medios y redes sociales para concentrarse en su trabajo y entregar a su creciente público lo mejor de su talento.
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Huellas de sangre - Robert S. McGraw
HUELLAS DE SANGRE
TOMO I
Copyright © 2022 Robert S. McGraw
Todos los derechos reservados.
DEDICAToRIA
EXISTEN VARIAS PERSONAS a las que dedico cada uno de mis logros (incluyendo los libros que publico), y éstas son:
A mi madre, quien no alcanzó a verme convertido en escritor; a mi hija, motor y sentido de todo cuanto hago; a mi hermano que me ayuda incondicionalmente; a mi sobrina, orgullo de la familia y magnífica persona; a la madre de Laura, por darme lo que más amo en el mundo y a los buenos amigos que, aunque pocos, son un valioso tesoro inmerecido que me ha sido otorgado por la vida, el destino o Dios.
A ustedes, gracias por formar parte de mi vida. Sepan que todo el tiempo del mundo, no me alcanzará para devolverles tanta felicidad.
Los amo. Gracias, salud y suerte.
tABLA DE CONTENIDOS:
CARA O CRUZ
DOMINGO DE FIESTA
EL DEMONIO DE MÁRMOL
EL HOMBRE EN EL ESPEJO
HOMENAJE
CRIATURAS
LA DICHA DEL OLVIDO
PENALTI
UN TIPO RARO
CARA O CRUZ
Alejandro tenía ocho años. Era un poco pesado para su edad, aunque estaba lejos de ser obeso. Sus largos huesos anunciaban que, durante su adolescencia, crecería por encima del promedio. Su corta edad no le permitía estar preparado para comprender ciertas cosas de la vida. No comprendía qué era la corriente eléctrica, ni cómo los aviones volaban, ni siquiera podía entender de dónde venía tanta agua cuando llovía. Mucho menos comprendía el por qué su padre, que nunca jugaba con él, se empeñaba en hacerlo justo cuando mamá salía para el trabajo dejándolos solos. Ese juego no le gustaba para nada, pero si no lo hacía, papá se molestaba mucho y lo castigaba. Al principio Alejandro protestaba tímidamente, luego dejó de hacerlo ante la impotencia de sus tímidas quejas. Además, después papá lo dejaba tranquilo y podía hacer lo que quisiera el resto del día. Así que solo le seguía la rima con la esperanza que terminara rápido para poder salir a compartir con sus amiguitos. También podía decírselo a mamá, pero el respeto a la figura paterna se transformaba en miedo cada día más.
Dentro de su ser algo le decía que su padre estaba obrando mal. Una parte de él se sentía víctima, otra lo hacía sentir culpable y merecedor del mal trato. Precisamente esa parte le sellaba los labios, lo convertía en cómplice de ese secreto extraño que tanto le amargaba y que, sin embargo, no podía compartir con nadie. Era una mezcla de vergüenza, miedo, impotencia y vacío, que no lograba apartar y mucho menos comprender. Por tanto, callaba y aceptaba su destino, como el condenado que se dirige al patíbulo tan tranquilo como un cordero y su actitud es confundida con valentía; no es valentía, es resignación. En el caso de Alejandro no era solo la resignación quien le obligaba a callar y obedecer. El miedo era muy fuerte. Su padre era implacable y el chico lo sabía bien. Desde siempre sufrió en su piel y en su alma los golpes y castigos sazonados con hirientes y humillantes palabras que lo llevó a buscar la aprobación de su progenitor a toda costa y lo único que parecía hacer que el padre se sintiera complacido, era ser sumiso y mantenerse tranquilo mientras él se satisfacía. Por otra parte, la época en que le dolía había quedado atrás; ahora solo le molestaba un poco aunque el malestar verdadero no venía de la penetración en sí, sino de algo que no lograba comprender del todo y que duraba hasta el momento que se repetía el hecho. Un malestar que se afianzaba de su alma y que solo conseguía alejar en los breves instantes que se divertía con su mamá o sus amigos, haciéndose menos frecuentes conforme pasaba el tiempo, dando como resultado que día a día se refugiara más y más en su propia miseria.
Su madre era amorosa, pero sumisa por naturaleza. Venía de una familia patriarcal, donde el deseo del hombre era ley inapelable y así educó a su hijo, siendo consoladora, no mediadora. Ella misma recibía su buena dosis de abusos diarios. Así que para el niño, lo más normal del mundo era servir a su padre en todo lo que quisiera, por lo que tuvo que afrontar la vida contando con él mismo sin ningún apoyo extra y la mejor manera que encontró para afrontarlo, fue la sumisión incondicional como mecanismo de defensa ante la imposibilidad de enfrentarlo directamente.
Papá cerraba la puerta, se sacaba del bolsillo una moneda de veinte centavos y, luego de sentarse frente a él, le preguntaba mirándole directamente a los ojos.
— ¿Cara o cruz?
—Cara —decía Alejandro sin esperanzas.
Un sonido metálico, producto del golpe de la moneda contra la uña del hombre llenaba la habitación como una campanada, anunciando el comienzo de un combate. El disco de níquel subía dando vueltas en el aire emitiendo destellos intermitentes mientras se elevaba. Luego de hacer una parábola descendía de igual modo, cayendo en la palma de la mano enorme del padre. Inmediatamente le ponía la otra encima, impidiendo ver el resultado.
Entreabría las manos atisbando poco a poco, creando una falsa expectativa para un público que ya conocía el final del acto teatral.
— ¡Cruz! —sentenciaba una voz fuerte y autoritaria que no dejaba lugar a dudas —. Perdiste, así que tengo un castigo para ti.
— ¿Qué castigo? —decía el niño, aunque ya sabía cuál era.
—Cierra la ventana —ordenaba el hombre mientras tragaba en seco.
Alejandro se levantaba de la cama de mamá en la que siempre jugaban y se dirigía a la pared; entonces, parándose de puntillas, cumplía con el castigo.
Se repetía la misma escena con idéntico resultado. Era un juego en el que nunca ganaba, ni siquiera una vez, si lo hubiese hecho pediría terminar con el juego, pero nunca ganó. Cuatro ventanas tenía el cuarto, cuatro veces brillaba la moneda en el aire y cuatro veces perdía el pequeño. Cuatro veces se repetía el ritual de cerrar las persianas, abiertas desde temprano por el calor. A medida que se obscurecía la habitación aumentaba la ansiedad en el rostro del padre. Sus ojos brillaban con un fulgor extraño y enfermizo, su respiración se hacía más fuerte, las manos le sudaban. En cambio, el niño se entumecía, se doblaba, se demoraba, como si con ello detuviese el tiempo. Caminaba más y más despacio, pero el hombre no lo apuraba, lo dejaba hacer, seguro de que no tendría otra escapatoria, seguro de que tarde o temprano se haría su voluntad. Ya la suerte estaba echada, una suerte trampeada que nunca favorecía al pequeño. Allí el padre era el dueño, el sumo sacerdote, el Dios que ponía las reglas y las violaba cuanto quisiera y pobre del que se revelara o protestara, su furia caería sobre el desdichado.
Finalmente quedaban a oscuras. Sólo dos siluetas en penumbras sobre la cama ladeada por la diferencia de peso de sus ocupantes, eran esas figuras las protagonistas de aquella escena. Una de ellas temblando de temor ante el recuerdo de anteriores veces; la otra sudando de deseo, deseo obsceno, como suda una fiera al asecho de un animal débil y enfermo. Se sentía en el aire el aliento caliente, producto de la excitación y el hacinamiento. Se podía apartar con la mano la tensión que provocaban los dos seres, librando una batalla miles de veces librada en la historia de la naturaleza, la batalla entre el fuerte y el débil. El débil terminaba sometiéndose al fuerte, evitando así una pérdida mayor, era un mecanismo de defensa, no era cobardía. La diferencia de esta batalla con la que se libra en el mundo de los animales era que no se efectuaba entre enemigos, ni por el dominio de un territorio, ni por la supervivencia de la especie. Esta batalla no estaba respaldada por el instinto ancestral que asegura la continuidad de la vida. Esta era una lucha apóstata, ilegal, ultrajante, sucia y mezquina, como solo la especie humana puede hacer, con su degeneración de valores y de ética, una lucha que la naturaleza en ningún juicio aprobaría, porque es ley natural proteger y luchar por los tuyos, defenderlos, aunque te cueste la vida; no exponerlos a la barbarie, no dejarlos desnudos bajo el frío intenso, no matarlos de hambre, la naturaleza exige perder los dientes mientras los clavas en el enemigo que ataca a tus crías, no importa qué tan grande sea, qué tan feroz sea. Esa misma naturaleza vivía en Alejandro aunque no lo comprendiera, estaba grabada en sus genes desde hace millones de años. Por eso no lograba entender lo que sucedía, porque estaba en conflicto con la naturaleza misma y ésta se lo trataba de decir, pero también le decía que creyera en su padre, que obedeciera a su padre, porque de esa obediencia había dependido millones de generaciones, millones de familias que se entregaron al cuidado del más fuerte, del más capaz. Al final triunfaba la sumisión al progenitor y obedecía, cerrando las ventanas de la casa y de su alma, esperando la próxima orden.
Quinto intento. Otra vez pierde el niño. Ya no miraba si el resultado del lanzamiento le favorecía; la vana esperanza de que la suerte le sonriera se había esfumado dos lanzamientos atrás, dos semanas atrás, dos meses atrás. Ahora el castigo cambiaba como de costumbre y la orden legitimada por la fortuna era más inquietante. Dictada al oído con voz temblorosa y seseante de serpiente.
—Bájate el short y acuéstate boca abajo.
Eran dos órdenes en una, pero el pequeño ni protestaba. ¿Cómo iba a comprenderlo? La cama de mamá, siempre cálida y suave, se le antojaba de piedra y fría. Allí había