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Mi hermano Carlos
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Libro electrónico214 páginas3 horas

Mi hermano Carlos

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El estilo de Mi hermano Carlos es limpio, sin subterfugios, apenas cortado por escenas retrospectivas que aumentan su interés. López Páez (1922) recrea el argumento de manera fiel, y evidente poder evocador, incluso con lirismo nada afectado, surgido de las situaciones. El escenario atrapa al lector y lo sumerge en el mundo de los niños.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ago 2013
ISBN9786071614964
Mi hermano Carlos

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    Mi hermano Carlos - Jorge López Páez

    AUDELAIRE

    CAPÍTULO I

    —N

    OSOTROS

    no vamos a recibir ningún premio —expresó Carlos.

    Yo no respondí, ¿qué podía responderle? Lo único que podía decirle era que lo lamentaba.

    —Nada vamos a recibir —insistió Carlos—. Nada…

    —¿Qué te parece si compramos unas naranjas con chile ahí en la esquina?

    —Yo no tengo dinero. ¿Si tú tienes y quieres que yo te acompañe…?

    —Sí, vamos —dije.

    Caminamos bajo la sombra de los árboles. El calor era muy fuerte. Compadecí de inmediato a mis primos. Ahí, en la casa de la tía Margarita estarían repitiendo: I am, you are, he is, she is… Y Carlos y yo disfrutando. Pero ¿realmente disfrutábamos? No, no disfrutábamos. Esperábamos con ansiedad a que salieran de su clase Carmela, Tito y Rubén.

    Carlos, que iba adelante de mí, se detuvo:

    —Sebastián, creo que no está el hombre que vende las naranjas.

    —¿Cómo? —pregunté, al tiempo que me acercaba a su lado.

    —Pero, Carlos, ¿si desde aquí no se ve el puesto?

    —¿Y qué tal si llegamos y no está?

    —Nos regresamos, ¿qué otra cosa podemos hacer?

    Me tomó del hombro con la inmensa superioridad de ser dos años mayor que yo:

    —Sebastián, ni tú ni yo vamos a recibir ningún premio. Al hijo de la tía Margarita le van a comprar… a todos les van a comprar… A todos les van a comprar cosas. A Carmela una bicicleta nueva, a Tito el aparato para bucear, y a Rubén…

    —Un equipo para hacer experimentos de química —agregué, demostrándole que estaba mejor enterado que él.

    El calor continuaba. En Texas no había el problema. Ya en noviembre uno salía con su suéter y no había que estárselo poniendo y quitando como loco. En media hora más, si me lo quitaba en ese instante, tenía que volvérmelo a poner, a menos que jugáramos a algo excitante. Pues a lo mejor Carmela lograba dinero para que fuéramos todos al cine.

    Carlos, durante el regreso, no habló ni una sola palabra. Así se ponía cuando algo lo molestaba.

    Rudy va a llegar primero que nosotros al río —dijo Bob a Carlos.

    Carlos vio el automóvil que guiaría Bob y no dijo ni una sola palabra. La cita para el paseo era a las diez del día siguiente. Y a la mañana de ese día oí cuando se levantó Carlos muy temprano. Salió de nuestra recámara sin hacer ruido. No sé cuánto tiempo estuvo afuera, pues apenas en entresueños lo oí regresar. Después se dio vueltas y vueltas en la cama.

    Nos paramos frente a la casa de Rudy. Ya estaban todos. Casi todos mayores que yo. Las muchachas debían ya de estar en High-School y también muchos de ellos. Carlos no estaba presente. Me preguntó por él Estela Fernández (esa pocha horrible que siempre, siempre, me hablaba en inglés). Pensé de momento que estaría esperando la comida que nos iba a dar mi mamá, pero me acordé en seguida que la había visto colocada en la mesita del porche. Me fui a traerla, pues ya estaban acomodando las canastas con comida en las cajuelas de los coches. Bajaba del porche cuando oí a Carlos gritándole a Estela Fernández. Venía del lado opuesto a la casa. Desde el otro lado de la calle gritaba que se había comprado una pelota nueva de base-ball.

    Me volví a ver la ventana de mi padre. Ahí estaba él contemplando a Carlos. Sus ojeras las vi inmensas. No se había rasurado.

    Doreen me tomó de la mano. Me cedió la ventanilla en el asiento delantero. Pedro mi hermano vendría al fin de año. Estudiaba en México. Pronto sería médico. ¿Se casaría con Doreen?

    Llegamos al río. Había una frescura deliciosa. Los árboles que lo bordeaban, altos y verdes. Al igual que casi todos, me puse mi traje de baño, y bajo la dirección de Doreen ensarté mi caña de pescar.

    Alguien preguntó por Bob. Va a tardar el pobre mucho tiempo: dos de sus llantas estaban ponchadas, contestó una de las muchachas. Busqué con la vista a mi hermano Carlos. Lo vi en el momento de tirarse un clavado. Deseé ir a su encuentro y decirle: Tú, tú, fuiste. Por supuesto que me iba a contestar con esa desfachatez tan suya: ¿Yo? ¿Yo? ¿Pero qué hice? Y él había sido, él había sido, estaba seguro.

    La casa de mi tía Margarita —la mamá de Carmela, Tito y Rubén— parecía estar sola. El jardinero, descalzo, regaba el pasto al fondo del jardín. De la casa vecina llegaba la música de un radio. Carlos seguía callado. Nos sentamos en las gradas que descendían del comedor al jardín. Yo no podía oír ni siquiera los: "I shall, you will…" de mis primos. De repente Carlos dijo:

    —Si tuviéramos dinero iríamos al boliche. Aquí en México hasta eso tenemos que pagar.

    —No tenemos dinero —contesté.

    —Y te conformas… y te conformas.

    —¿Qué quieres que haga?

    —Nada —respondió amenazante.

    Y cuando alguien dijo: Yo vi a Carlos cerca del garaje de Bob, esta mañana. Yo me vi obligado a decir: ¿Estás seguro? Carlos se levantó después que yo. Y Charlie, quien había afirmado con tanta seguridad, repuso: Yo creía que era él…

    Así era Carlos. Realizaba sus cosas. Si yo le reclamaba siempre me respondía negando el crimen, y más tarde yo me convertía en su cómplice.

    —Carlos, quédate con tu padre mientras voy de compras —decía mi mamá.

    —No puedo, no puedo quedarme. Hoy me dejaron una tarea (siempre decía home-work) muy larga y me comprometí con Henry a ir a hacerla en su casa —respondió Carlos.

    Había escogido precisamente la casa de Henry porque sabía que la señora Irvine vendría a recogerme esa tarde para que fuera a jugar con Sam, el hermano de Henry.

    Mi madre no dijo nada. Tomó el teléfono para comunicarse con una amiga suya para que le hiciera las compras. Fue un viernes, precisamente, el primer día que mi padre no fue a trabajar. Y el domingo siguiente, en la tarde, lo vi con su barba crecida de tres días. Sus ojos enterrados… No quise pensar… Enterrados, enterrador, tumba, entierro, luto, lutos, caja, caja… A la mañana siguiente, lunes, Carlos me dijo que yo había estado gritando en sueños y que me había tenido que despertar. Yo no recordaba nada. Lo primero que hice después de bañarme fue ver por la ventana hacia el garaje. Mi padre sacaba el carro y estaba rasurado.

    En ese momento recordé cuando de regreso de los Estados Unidos vine por primera vez a la casa de mi tía Margarita. Ahí paramos mientras mi madre conseguía un departamento. Pedro convivía con ellos desde que había terminado el college, para hacer su carrera de médico. Al venir del aeropuerto con toda la familia de mi tía Margarita sentí la ausencia tremenda de mi padre. El cadáver llegaría unos días después. Todos iban de luto y nos miraban a mí y a mi hermano Carlos con lástima. Yo no quería llorar frente a ellos, y en aquella casa ajena de mi tía no encontraba el lugar oculto que necesitaba. Yo compartiría con Rubén su recámara, y Carlos acompañaría a Tito. La casa es grande, pero ese primer día la sentí pequeña: gente y gente y gente que venía a darle el pésame a mi madre. Una y otra y otra persona. Ella con toda la familia y yo y Rubén jugando con el mecano. De repente se abría la puerta y se asomaba algún curioso.

    —Ése es el tío Adrián —me explicaba Rubén. Yo me levantaba a dar la mano. Y me quedaba parado frente a tanto desconocido, sin saber qué decir. Alguien me preguntó por el curso que llevaba en la escuela, y al responderle yo, solamente balbuceó un mmm. ¿Y qué iba a ser de nosotros?

    —Pedro el grande está muy enfermo —oí cuando mi madre le decía en inglés a la señora Ferguson.

    No pude oír la respuesta, por supuesto. Después continuó mi madre: "Pero no quiere que se enteren en la Secretaría en México. Si nos vamos para allá su sueldo se convierte en nada, en peanuts, peanuts. La cantidad que le dan acá se la dan allá en pesos mexicanos. Imagina…"

    Desde esa conversación empecé a ver a mi padre con nuevos ojos. Sus ojos se hundían, la carne de sus mejillas desaparecía poco a poco. Todas las mañanas, al despertar, me asomaba por la ventana para verlo sacar el automóvil. Hubo un día en que no se rasuró… Varias veces creí oír llorar a mi madre cuando estaba sola, pero no me decidí a comprobarlo… Una mañana mi padre no fue a trabajar… Tenía dolores… Vino el médico cuando yo no estaba… Al regresar de la escuela lo encontré dormido. Sus facciones afiladas, las órbitas de sus ojos hondas, azules, y fue entonces cuando descubrí que estaba amarillo, muy amarillo.

    —Tu padre está dormido, será mejor que te vayas a jugar lo más lejos posible de la casa —me dijo mi madre… Se quedó unos momentos en silencio y agregó: Díselo a Carlos…

    Carlos estaba empinado, como era su costumbre, en la mesa haciendo su tarea.

    —Carlos, dice mi mamá que debemos jugar lo más lejos de la casa, mi papá está muy enfermo.

    —¿Muy enfermo? —me respondió, malicioso.

    —Sí, está muy enfermo. No lo has visto…

    —Está como siempre…

    —No. Está muy enfermo.

    —¿Qué tiene, a ver dime, mentiroso?

    —Cáncer…

    Se levantó Carlos de la mesa. Yo estaba parado tras la puerta de entrada. Me recargué en la puerta. Carlos estaba furioso. Ya muy cerca de mí me dijo, gritando:

    —Mentiroso, mentiroso.

    —Es cierto. Yo lo oí… —ése fue mi error.

    —Dime ¿qué oíste?, dime ¿qué oíste?

    Me quedé callado. Me agarró Carlos de los dos hombros y me empujó hacia la puerta. ¿Qué oíste?, me dijo con furia.

    —Mi mamá se lo dijo a la señora Ferguson, el otro día.

    —¿Entonces…?

    —No sé. Sólo eso oí…

    —Pues yo quiero saberlo…

    —Es cierto lo que oí, lo juro por Dios.

    —Pero yo quiero oírlo, yo mismo.

    —Pregúntaselo a mamá —dije, creyendo haber resuelto el problema.

    Desprendió sus manos de mis hombros. Me retiré de la puerta, con la idea de que él iría a pedirle una explicación a mi madre. Se sentó en la cama. Me vio de arriba abajo y dijo:

    —Baja…

    —Sí, ya me voy.

    —Baja a preguntarle a mamá —mandó.

    —Yo no voy, yo no voy —sentí que me faltaba la respiración y me senté en el tapete. Carlos se levantó de inmediato.

    —Levántate. De una vez hazlo, porque tienes que hacerlo.

    No pude ni responderle. La boca seca, mis manos sudorosas. Yo sabía que tenía que hacerlo. Podría haber desobedecido a mi padre o a mi madre, pero no a Carlos. Él me excluiría de todos los juegos, se pondría a invocar a los espíritus en la noche, y cada vez que pasara a su lado me daría una trompada en las costillas. Yo no tenía fuerzas para resistir su mandato, pero tampoco podía oírme diciéndole a mi madre: ¿Es cierto que papá tiene cáncer?

    Me levanté. Me apoyé en la puerta. Me volví a ver qué estaba haciendo Carlos: me miraba con las dos manos apoyadas en la mesa.

    A mitad de la escalera no pude más y me eché a llorar. Y no era un llanto que podía ocultarse: me brotaban los sollozos con fuerza. Mi madre, al pie de la escalera, me dijo: ¿Por qué lloras? Bajé precipitadamente, y me abracé a mi madre. Nunca supe si Carlos oyó:

    —Quiere saber Carlos si papá… —no pude terminar la frase. Mi madre me acercó más a ella, y creo que me dijo: , o eso interpreté.

    Y yo no podía calmar mis sollozos, y sufría al pensar que tendría que alzar mi rostro para ver el de mi madre. Cuando empecé a calmarme, ella me dijo: Anda, vete a jugar con tus amigos…

    El sol del patio me lastimaba los ojos. Al cerrarlos me dieron ganas de llorar. Me senté bajo un árbol. Arriba los pájaros piaban. Debía de ser el nido de los gorriones. Siempre tuve ganas de apoderarme de uno de los pajaritos. Pasó un automóvil muy lentamente por la calle. Allá las casas no tienen verjas: uno ve la calle y de la calle lo ven a uno. Con toda claridad oí el silbato de la fábrica. Escuché ruidos como de papel, me volví y era Sam:

    —¿Qué haces? —me dijo.

    —Estoy oyendo a los gorrioncitos de allá arriba. Ya te lo había dicho…

    —No sé por qué nunca anidan en los árboles de la casa.

    —Ustedes hacen mucho ruido…

    —¿Subimos al árbol a ver los pajaritos?

    Me levanté. Vi a Sam. ¿Quién subiría primero? Los dos nos volvimos hacia la puerta de la casa. Ahí estaba Carlos.

    El día siguiente de que llegamos a México me levanté muy temprano. Rubén, mi primo, seguía durmiendo con la boca abierta. Quería ir a donde estaba mi madre. Intenté abrir la puerta del lado, pero estaba cerrada con llave. En la siguiente entreví la calva del esposo de mi tía Margarita. Frente a esta puerta estaba la que comunicaba con la terraza. Salí. Oí risas de niños. Llegué al borde de la terraza: en el jardín, descalzo y en mangas de camisa, el jardinero regaba. Me acordé de los jardineros en los Estados Unidos, con sus botas de hule, y con aquellas tijeras eléctricas, que siempre quise usar para recortar los setos. Bajé presuroso, quizá aquí podía experimentarlas.

    —Oye —le dije al jardinero—, ¿no vas a recortar esos arboles?

    —Dirás matas —repuso riéndose.

    —¿No son arboles?

    —No, son matas. Y se dice árboles.

    —¿Los vas a recortar? Quiero ayudarte.

    Dejó la manguera en el suelo. Fue al fondo del jardín, y regresó con unas tijeras grandes de podar.

    —¿Con ésas las vas a recortar?

    —Sí.

    —¿Qué no tienes unas eléctricas?

    —¿Eléctricas?

    —Sí, eléctricas. Las conectas y ellas van haciendo: schs, schs, schs, schs. Y acaban en un momento.

    —No las he visto.

    —En Texas…

    —Tú eres el pochito primo de Tito y Rubén.

    —Yo no soy pocho, soy mexicano.

    —Pero mira cómo hablas…

    —Hablo español…

    —Pero suena…

    Eché a correr rumbo a la casa. El jardinero me había hecho asociar mi vida, la de Texas, al recuerdo de los Enríquez. Ellos sí eran pochos… Y les molestaba que les dijeran mexicanos… Un día…

    —Hoy, viernes, tu padre no va a ir a trabajar, así podrá descansar algo más —dijo mi madre, al tiempo que colocaba el auricular del teléfono—. La señora Ferguson te dejará en la escuela.

    En la tarde de ese día, mientras hacía mi tarea, oí la voz de mi padre, la cual día a día se hacía más y más lenta:

    —Marta —le dijo a mi madre—, ojalá y no hayan ido al consulado esos pochos de los Enríquez.

    —Hablé con Felipe (éste era un empleado del consulado), y me dijo que no había ido nadie. Ten calma…

    —No quiero ninguna acusación en la Secretaría. Tú sabes, un cambio en esta época del año, con los niños…

    —Sebastián está haciendo su tarea ahí en la sala —contestó mi madre, como si quisiera advertirlo.

    —Tengo ganas de ir al cine… —expresó mi padre.

    —Si quieres vamos, llevamos a los niños…

    —Tendría que vestirme, rasurarme…

    —No es necesario, vamos al autocinema…

    Oí un quejido. Salió mi madre. Prendió la estufa y puso a calentar una jeringa.

    Un día, después de lamentarse que no iríamos a recibir premios, me dijo Carlos muy serio:

    —No has pensado nada acerca de los premios.

    —¿Los premios?

    —Sí, los que les van a dar a Tito, a Rubén y a Carmela ahora que terminen el año. Ellos dicen que van a recibirlos.

    —¿Y cómo saben?

    —Tienen muy buenas calificaciones…

    Dejó la frase en suspenso. Entró en la estancia. Puso el tocadiscos y me llamó para que fuera a acompañarlo. A pesar de los tres meses transcurridos, la sala y toda la casa me eran ajenas. A la recámara de mis tíos había entrado unas dos veces. Y a la biblioteca sólo cuando mi tío no estaba estudiando. Además tenía un olor, para mí, muy desagradable. Y sobre la gran mesa, papeles y papeles. Tenía miedo de que algún misterioso viento fuera a desordenarlos. Había visto a mi tío gritar enojado: "¿Quién entró en la biblioteca, Margarita (nombre de mi tía)? ¿Dime quién? No les

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