Ojos de luna
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Un conjunto de poderosos relatos que se cuentan con la inmediatez de la oralidad y la tenacidad de la mejor narrativa hispanoamericana. Su fortaleza son sus personajes –predominantemente femeninos- que se enfrentan a diversas situaciones, desde variados espacios y tiempos, y se presentan descarnados en sus deseos, sueños, pesares y frustraciones.
Yolanda Arroyo-Pizarro
Yolanda Arroyo Pizarro (Guaynabo, 1970). Es novelista, cuentista y ensayista puertorriqueña. Ha sido elegida como una de las escritoras latinoamericanas más importantes menores de 39 años del Bogotá39 convocado por la UNESCO, el Hay Festival y la Secretaría de Cultura de Bogotá por motivo de celebrar a Bogotá como Capital Mundial del libro 2007. Ha sido merecedora de varias premiaciones literarias a nivel nacional e internacional; seis en Argentina, una en Chile, siete en Puerto Rico. Ha escrito para los periódicos El Nuevo Día, El Vocero de Puerto Rico, Claridad y La Expresión. Algunos de sus cuentos confluyen en las revistas culturales Identidad de la UPR Aguadilla, Revista Púrpura, Preámbulos y Tonguas de la UPR Río Piedras. Es autora del libro de poesía 'Medialengua', los libros de cuentos, ‘Historias para morderte los labios’ (2009), ‘Ojos de Luna’ (Premio Nacional 2008, Instituto de Literatura Puertorriqueña; Libro del Año 2007 Periódico El Nuevo Día) y ‘Origami de letras’ (2004), además de la novela ‘Los documentados’ (Finalista Premio PEN Club 2006).
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Comentarios para Ojos de luna
2 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Lo encontré por casualidad, buscando escritoras hispanoamericanas de narrativa breve. Me parece una autora con mucha fuerza, con ideas e imágenes muy claras.
Estos relatos presentan un hilo muy interesante de las vivencias femeninas en lugares patriarcales. Es un recorrido por distintas épocas de la sociedad que conocemos.
El Moridero de Olas, es un relato con una la temática tan desgarradora y a la vez cautivadora, ¿cómo elegir un destino tan distinto, ante circunstancias tan agudas?
Realmente me encantó, quiero seguir leyéndola...
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Ojos de luna - Yolanda Arroyo-Pizarro
Ojos de luna
Yolanda Arroyo Pizarro
Published by Terranova Editores, Inc. at Smashwords
Copyright© 2007 Yolanda Arroyo Pizarro
Copyright© 2007 Terranova Editores
~~***~~
Dedicado a los amores boreales, a las pasiones australes, a las eternas estadías.
A mi Aurora de siempre.
~~***~~
Los ojos de la luna
Hispaniola, 1493
Dos mujeres viejas se arquean sobre el pilón de mano y con un mortero de piedra al fondo, empujan una danza de músculos brillosos, de pieles tostadas en la playa, de sudores que se derraman como un gotero que late, que muele, que pulveriza. Empujan con la fuerza de sus muslos encuclillados, con la presión y el embate de sus torsos paridos en más de una ocasión, con la voluntad del deseo bélico como toda inspiración. Aceite, y una mezcla de briznas moradas que chapotean. Gotas que van a dar debajo a lo que se espolea; jamás sobre el pulso de la mano que palpita y machaca; siempre en los adentros del depositario rojo. Las tonalidades se crean como única consecuencia del polverío de las hojas mezcladas con los picantes filamentos.
Las mujeres llevan cubierta la nariz para no inhalar los ajíes. Sus ojos sollozan sin quererlo, sin pena ni sentimentalismo. No hacen ruido. Inevitablemente se les resbalan las aguas de las cuencas pestañosas, como una reacción lógica a la preparación militar allí gestada. Con el brazo separan de a poco el sudor de las frentes para atinarle mejor a la mole, para triturar hasta el infinito más diminuto los polvillos que ahora se adhieren al pilón en sus manos. El polvillo, destinado a provocar exageradas toses y desorientadores estornudos en el enemigo, no provoca nada en los dedos y narices inmunizadas de las viejas. No las irrita, ni pica. En las uñas se les almacena sin remedio ni daño. Si acaso cayera en los rieles de la piel oscurecida por el dios de soles, más allá de la muñeca, en algún espacio de la extremidad aceitunada, sería un infortunio. Las mujeres cuidan que no suceda. Esquivan el sahumerio rosado que se adhiere y cuando las nubes del molino de mano se levantan, las dos mujeres se levantan también y se alejan. Menean la cabeza y se retiran a esperar que se asiente el fragor. Entonces se colocan en la entrada de la choza y hablan algunas cosas propias; preguntan por la familia, mencionan el rito de las niñas, se cuentan los partos pendientes y enumeran los últimos sacrificios. Pacientemente, esperan a que baje el sedimento que ha subido por el aire del domicilio de hojas y cogollos.
Miran el techo tejido de yaguas y lo estudian con fervor litúrgico. No ha cambiado de color. Si el techo no cambia, están a salvo. Si las hojas de arriba de sus cabezas no se manchan, no se salpican, han hecho bien. Siguen siendo las maestras, las que saben. Son las expertas. El humentín se reduce y las viejas regresan al centro de la morada. Se acercan a los aparejos. Colocan los pilones de madera fuera de sus morteros y echan el polverío en los envases de hoja abierta, para luego cerrarlos. Los sellan con una mezcla de saliva, excreta licuada y la solución que han recolectado hasta entonces del rito de las niñas.
Después de pasados los días que dura el rito, las niñas regresan a sus labores cotidianas, que ahora incluyen los ejercicios militares. Inoa y Amina también vuelven a lo suyo con disciplina desmesurada. Practican día y noche. Una tarde en que corresponde el entrenamiento para el ataque de cercanías, Inoa se lo cuenta. Amina toma consigo la lanza como si hubiera nacido con ella entre los dedos. La baila, la mueve como en el areyto. Da un traspié, pica las rocas del suelo con la planta de su pierna izquierda, dobla las rodillas, y retira la espinilla con movimientos ágiles y rítmicos. La furia la carcome, pero acepta el asunto como quien sabe que Inoa ha sido un botín de bienvenida planificado. Sabían que aquello podía pasar. Ha pasado. Fue dada a los raros invasores apostados en la costa y resguardados en el anómalo cobijo hecho de las tablas de su recién destruida y peculiar embarcación. Desde allí esperan el regreso del que señalan Almirante, amigo de caciques sospechosos y de dioses desconfiados. Inoa cumple un propósito, mientras Amina se aprende el nombre de la aldea de los blancos, un yucayeque extraño al que ellos llaman Naotiribí, o Naitiví, o Natividá.
Amina va a extrañarla cuando su estado avance y tenga que quedarse en los bohíos de las parturientas. Va a extrañarla en los ejercicios y en la nueva batalla que se fragua contra los caribes del este. Inoa es como una heroína experta en las artes de las piedras amarradas. Les da vueltas y vueltas sobre su cabeza y las lanza con una ferocidad asfixiante, que incluso deja a su contrincante sin aire antes que la inconciencia por el golpe los ataque. Va a hacerles falta.
Se abrazan y mencionan el asunto a las viejas. Las viejas envían mensaje al Bojike y piden audiencia con la Cacica. Mientras esto sucede, Amina e Inoa se cansan ya al final de la tarde por tanto entrenamiento, lo mismo que el resto de las niñas, y cuando lo hacen, descansan una al lado de la otra. Se tiran sobre sus espaldas a contar los astros que penden del manto negro si les ha acaecido la noche, o a dibujar códices imaginarios con las formas espumosas que lo atraviesan si todavía permanece la luz clara del día.
Amina e Inoa se conocen desde pequeñas, y desde pequeñas han visto la merma de hombres en la tribu. Han aceptado los nuevos tiempos como quienes se preparan para la llegada de los vientos bravíos ante la sacudida de mares. Como cuando corren a esconderse de la furiosa ventolera a la vez que le hacen frente a la tormenta. Son tan iguales sin ser consanguíneas que encienden el fuego de manera particular. Van primero a la orilla y se llenan las