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Un siglo de teatro en México
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Un siglo de teatro en México

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El volumen de David Olguín brinda un panorama general de las principales tendencias del teatro mexicano en el siglo xx. Busca especialmente vincular los textos, las ideas sobre la escena, la actoralidad, el sentido de dirección y el público que presenció en un momento específico ese teatro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 jun 2017
ISBN9786071650849
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    Un siglo de teatro en México - David Olguín

    recorrerlo.

    A caballo entre mundos y estilos.

    Las dramaturgias mexicanas y sus vidas escénicas

    en los inicios del siglo XX

    EDUARDO CONTRERAS SOTO

    Como hoy y como casi siempre a lo largo de nuestra historia, México no era, al levantarse el telón del siglo XX, un país teatral monolítico, unificado, sino varias islas, a veces intercomunicadas y a veces ignorantes entre ellas. Si revisamos, con ojos nuevos o renovados, algo de esas islas escénicas y dramáticas, tal vez comprenderemos un poco mejor —no sin cierta sorpresa— por qué nuestra dramaturgia ha seguido los caminos que ha seguido, sobre todo si remontamos algo de sus orígenes hacia los años inmediatamente anteriores a los revolucionarios; y hasta podremos hallar joyas raras y dignas de nuestra lectura actual en un repertorio que está presente, a veces más cerca de lo que creemos, en impresos al alcance de nuestra mano, pero que nuestros prejuicios nos impiden ver. Vale la pena recorrer de nuevo este camino cuesta arriba.

    Al empezar el siglo XX había un ambiente de recreaciones escénicas diversas en la ciudad de México y en las principales ciudades de la república, que se contrastaba y se complementaba con la vida escénica de localidades pequeñas y del ámbito rural. En el mundo urbano predominaban las compañías comerciales: unas con el repertorio musical que hoy identificamos con el nombre genérico de la revista, otras con preferencia por el repertorio literario de dramaturgia convencional. En unas y en otras se podían alternar las obras presentadas, y en los teatros musicales coexistía la revista con la zarzuela más propiamente definida; por no hablar de las operetas del repertorio vienés y hasta francés o inglés, que de cuando en cuando también se asomaban a nuestras carteleras, además de la presencia sempiterna de la ópera italiana, que tenía su público cautivo y su tradición más que establecida desde las primeras décadas del siglo XIX.

    Junto con estos dos repertorios comerciales, estables y de temporadas continuas, las ciudades mexicanas podían ver un mundo escénico más sencillo y de menos pretensiones en los montajes de aficionados que trataban de recrear lo visto en la ciudad de México o en las giras de las compañías visitantes, cuando no se arriesgaban a crear sus propios repertorios; o bien, en grupos populares de la misma capital, que se presentaban en los llamados jacalones, carpas virtuales o edificaciones efímeras para la representación de obras sencillas, sin grandes ambiciones de actuación ni de producción. Se daban, además, funciones de títeres para todo tipo de públicos, no sólo pensando en los niños como destinatarios naturales de tales funciones; fueron años dorados para la más célebre de las compañías en este género, la de Rosete Aranda. Al hablar de la sencillez de estas obras no deberíamos llegar, por ende, a una conclusión fácil, pero superficial, de menospreciar o ignorar este repertorio. Como una advertencia ilustrativa y significativa, podríamos incluir entre estas obras supuestamente sencillas a toda la producción de Constancio S. Suárez, un oaxaqueño del que apenas conocemos datos, como el de haber trabajado de escritor de planta de Antonio Vanegas Arroyo, el legendario editor de publicaciones populares cuyo principal ilustrador fue José Guadalupe Posada. Además de versos para las calaveras del genial grabador, Suárez escribió numerosos dramas para Vanegas Arroyo, desde divertimentos infantiles hasta melodramas intensos, todos los cuales debieron conocer la vida escénica real en los ámbitos populares, a juzgar por la distribución masiva de los impresos del célebre editor. Dentro de esta producción comercial de Suárez se destaca, como una joya con un brillo especial, su obrita en un acto El fandango de los muertos. En ella vemos cómo llega un muerto recién enterrado al panteón donde están conocidos suyos, en especial su compadre y su suegra, y cómo se generan situaciones muy jocosas a causa de estos encuentros, con cena, brindis, menciones a Don Juan Tenorio y versos de tertulia incluidos, consagrando de esta manera la muy clásica fiesta del Día de Muertos en el repertorio teatral mexicano.

    Además de este mundo escénico descrito, existía todo un universo de representaciones que hoy podemos llamar parateatrales, como los números de circo: acrobacias, payasos, magia y prestidigitaciones, por ejemplo; o bien bailes y danza, entendida ésta ya como un arte con identidad propia y, por ende, con funciones específicas de sus obras: una independencia de género que no se había dado durante la mayor parte del siglo XIX. Y empezaban las proyecciones de una novedad tecnológica cuyas consecuencias habrían sido difíciles de imaginar hacia 1910: el cinematógrafo. Todo esto podía ver un habitante de las ciudades mexicanas a lo largo de un año, a finales de la dictadura porfiriana.

    Los edificios teatrales de la ciudad de México, que se habían caracterizado durante el siglo XIX por recibir cualquier tipo de presentaciones, comenzaron a tener un cierto grado de especialización según el género de teatro o de otras características escénicas. El ejemplo más acabado de esto era el Principal, el cual, después de su ya larga historia de siglo y medio —se había abierto como Coliseo Nuevo en 1753—, recibía un siglo más en las manos de unas empresarias, las hermanas Romualda y Genara Moriones, convertido en la Catedral de las tandas, como se les llamaba entonces a las obras breves de la revista musical. En cambio, el empresario Francisco Cardona había adquirido en 1907 el teatro Renacimiento, y no sólo le había cambiado el nombre por el de su esposa, la actriz Virginia Fábregas, sino que con el nuevo nombre definió la orientación principal del repertorio que había de presentarse en él de allí en adelante, integrado básicamente por las obras de la compañía de la célebre actriz morelense. Es decir, mucho del repertorio dramático literario convencional —en el cual imperaban para entonces los autores franceses, italianos, españoles y, en menor medida, ingleses y alemanes, e incluso ya empezaban los atisbos de la presencia de autores como Henrik Ibsen o los dramaturgos rusos—, si bien era más leído que escenificado, cuando llegaba a los escenarios, lo hacía tras de sufrir adaptaciones, cortes y hasta censuras. En medio de este mundo de diversidad creciente, quedaba cierto espacio para la expresión de los dramaturgos mexicanos, algunos de los cuales vieron representadas sus obras por la propia Fábregas, así como por otros actores con sus propias compañías.

    La especialización de los edificios teatrales capitalinos no se daba del mismo modo en todas las ciudades de la república. Al empezar el siglo XX, había más de 100 teatros abiertos en el país, y por lo menos la mitad de los estados podía jactarse de que su capital ostentara un edificio teatral de gran capacidad y presencia distinguida. De hecho, muchos de estos edificios eran precisamente novedades arquitectónicas que se sumaban a las felices noticias del siglo recién iniciado, como el teatro Juárez de Guanajuato, el De la Paz de San Luis Potosí, el Macedonio Alcalá de Oaxaca, el Peón Contreras de Mérida —en su segunda edificación—, el Dehesa de Veracruz —hoy Francisco J. Clavijero— y el de los Héroes de Chihuahua, entre otros. Si a éstos sumamos los edificios de mayor antigüedad que seguían en buen estado al empezar el siglo, como el teatro Degollado de Guadalajara, el Calderón de Zacatecas o el Doblado de León, podemos decir que la república teatral disfrutaba de espacios donde recrearse a gusto... aunque sus recreaciones no siempre estuvieran a la altura de las pretensiones y capacidades de tales espacios. Porque lo cierto era que no siempre la producción local de espectáculos bastaba para cubrir las temporadas anuales de cada ciudad mexicana, y por ello había un ingreso seguro, aunque arduo de agenciarse, en las giras de las compañías provenientes de la ciudad de México o del extranjero; cuando no se contaba con las presentaciones de tales compañías itinerantes, podían darse giras regionales de algunas compañías menores, o bien los teatros albergaban representaciones de otros géneros diversos, o bien podían permanecer cerrados por ciertos periodos del año. En todas estas situaciones, los edificios de la república reproducían, en el inicio del siglo XX, lo que ya les había tocado vivir a los edificios teatrales y al público de la ciudad de México a todo lo largo del siglo XIX.

    En la trayectoria de Virginia Fábregas se condensan, de manera representativa, muchas de las convenciones del quehacer teatral de su tiempo, a la par con innovaciones encabezadas precisamente por ella al frente de su compañía. Desde que en 1888 se animara a presentarse en funciones de aficionados, y en 1892 dejara para siempre su profesión de maestra normalista, hasta sus últimas funciones en Madrid en 1949, Fábregas fue la representante más señalada de este estilo de la compañía de repertorio, cuyas responsabilidades de producción, dirección y papeles protagónicos concurrían en un primer actor o primera actriz, secundada por un elenco de figuras de jerarquías bien definidas. Las compañías de este estilo presentaban constantemente nuevas obras, por lo cual sus producciones repetían escenografías de telones fijos de tela o cartón pintados con decoraciones convencionales; y sus actores se valían del apuntador para recitar sus textos en un estilo caracterizado por el énfasis retórico, con un cuidado especial por los lenguajes cifrados o codificados de los ademanes y las posturas corporales y, habitualmente, por la pronunciación del idioma en escena al modo regional ibérico, específicamente madrileño, como seña de elegancia o medida de valor artístico superior, aunque sonara artificial a los oídos mexicanos, y hasta fuera de lugar cuando se representaban los dramas de autores locales ubicados en México mismo.

    Fábregas gozó de una inmensa popularidad entre los públicos de habla española de América, e incluso en España se reconocieron sus méritos. Sostuvo repertorios de lo que se daba en llamar entonces tragedias, dramas y comedias, para distinguir a estas compañías de las dedicadas a la opereta, la zarzuela o la revista. Estas últimas cautivaban a un número mayor de espectadores que las compañías dramáticas, por lo menos hasta la década de 1940-1950; aunque siempre fueron menospreciadas en el juicio de los dramaturgos y críticos ilustrados de la época, muchos de los cuales lamentaban que este teatro frívolo obtuviera grandes dividendos en taquilla, mientras que las compañías serias pasaban a veces por apremios económicos. Así sucedió más de una vez con Virginia Fábregas, quien recurrió a menudo a subsidios, pensiones y apoyos institucionales para mantener sus producciones.

    Como empresaria, Fábregas realizó una actividad acorde con los usos de su tiempo. Sostenía sus temporadas en el ya citado teatro que llevaba su nombre en la ciudad de México y, además de estas presentaciones, la compañía de la actriz hacía constantes giras por el país o por el extranjero. Ya en 1908, la fama de los exitosos estrenos del repertorio francés de la compañía de Fábregas motivó que el gobierno de ese país le otorgara las Palmas Académicas, distinción que en el medio teatral de la época sólo tenían figuras como Eleonora Duse o Sarah Bernhardt. Tenía su valor simbólico tal reconocimiento, suficiente como para que la ceremonia de esta premiación fuera apadrinada por el propio Porfirio Díaz; y con más razón si se considera el menosprecio que merecía entonces la profesión de actor a los ojos de muchos sectores encumbrados de la aristocracia o de la intelectualidad, sobre todo si los actores eran integrantes de las compañías de revista o zarzuela. En general, el modelo o sistema de trabajo de Fábregas, que era el mismo en su época en todos los países hispanohablantes, funcionó de maneras similares en las compañías organizadas y dirigidas por otras celebridades de la época y de años posteriores; por ejemplo, Ricardo Mutio, María Tereza Montoya, los hermanos Soler y Alfredo Gómez de la Vega, si bien este último introdujo actitudes renovadoras en el trabajo escénico de su compañía. También operaban de modos similares compañías más orientadas hacia los repertorios cómicos o musicales, como las de Roberto Soto, Joaquín Pardavé o Manuel Tamez.

    Volviendo al ámbito de la intelectualidad, en él se movían los ánimos más encontrados hacia el medio teatral: desde escritores como Luis Gonzaga Urbina, que atacaba en su carácter de cronista las producciones del teatro de revista; hasta los inmersos por completo en la práctica escénica, como Marcelino Dávalos en el repertorio dramático o José F. Elizondo en el musical de revista. Si bien los repertorios de la ciudad de México iban generando producciones escénicas especializadas y orientadas a públicos definidos, los dramaturgos no necesariamente se encasillaban en la creación específica de un solo tipo de repertorio. El propio Elizondo había publicado poesía modernista en los inicios de su trayectoria y había colaborado en la célebre Revista Moderna. Otros autores de libretos de revistas, como Carlos M. Ortega o Pablo Prida Santacilia, combinaban su oficio dramático con el periodístico. En lo que sí coincidían casi todos los autores de libretos para las revistas era en apegarse al formato que el género tenía establecido para su funcionamiento por parte de las compañías que lo producían.

    Por lo general, en medio de aparentes inverosimilitudes y absurdos sin coherencia, una revista tenía una trama central que podía tardar toda la obra en desenlazarse, y sobre su desarrollo se hilvanaban los pretextos pertinentes para introducir los episodios más disparatados o arbitrariamente asociados entre sí, lo mismo que números bailables o musicales. Algunas veces esta trama central podía presentar una situación bien definida, heredando el formato de la zarzuela típica; tal es el caso de la muy célebre Chin Chun Chan, estrenada el 9 de abril de 1904, con libreto de Elizondo y Rafael Medina y música de Luis G. Jordá, y que llegó a rebasar las mil representaciones en la ciudad de México. En este conflicto chino, como reza su subtítulo, su trama reproduce un juego clásico de vieja y noble cepa: la suplantación de un personaje por otro que aprovecha el hecho para su beneficio; es un caso manejado en Volpone de Ben Jonson; es la trama central de El inspector general de Nikolai Gogol. Esa trama central, no resuelta hasta el final de la obra, presenta una clara imagen de unidad que puede explicar parte de su éxito en las tablas, no sólo en su tiempo, sino en las ocasiones que ha sido repuesta.

    Cuando la revista no presentaba una trama central tan específica o desarrollada, era más frecuente que se limitara a justificar la unidad de su historia mediante un hilo conductor muy leve y libre, que solía ser el paseo de dos o más personajes por diversos espacios de ficción y fantasía. Cada espacio permitía la introducción de los respectivos números cómicos y musicales, conservando en común solamente a los personajes paseantes que comentaban tantas y tan diversas estaciones de su viaje. En estos casos, la revista debía culminar el paseo de sus personajes protagónicos en un número final, llamado casi siempre apoteosis, donde se exaltara lo más vistoso, lo más brillante, lo más positivo de los asuntos tratados a lo largo de la revista, de tal manera que siempre se rematara con alegría, optimismo y felicidad, para el goce máximo del público. A este esquema sencillo responden, en lo general, obras como El país de la metralla, con texto de Elizondo y música de Rafael Gazcón; Las musas del país, también escrita por Elizondo junto con Xavier Navarro y con música de Fernando Méndez; El país de los cartones, con libreto de Prida Santacilia y Carlos M. Ortega, y música de Manuel Castro Padilla —los tres crearon juntos un equipo que dio numerosos éxitos en el género—; y éstos son sólo algunos ejemplos célebres entre una inconmensurable cantidad de títulos que la demanda cotidiana, virtualmente industrial, impuso a sus creadores durante el auge del género, entre el inicio del siglo XX y la década de 1920-1930. En los años posteriores, la revista fue dejando gradualmente espacio de sus elementos dramáticos a meros números musicales o bailables; y ya para la década de 1930-1940, época de su decadencia total, sólo podía hablarse de la revista en rigor como un género de entretenimiento musical y dancístico, sin trama central alguna y con muy pocos episodios dramáticos deshilvanados en sus funciones.

    Si el cuadro de la revista se movía por estas coordenadas literarias de dramaturgia, el camino de las compañías del repertorio llamado dramático ofreció otros derroteros a quienes les escribieron sus libretos, en esos albores del siglo XX. En la medida en que las compañías del estilo español mantenían bajo su dominio los escenarios de su género, su repertorio específico seguía vigente en las carteleras. Sin embargo, como no podían sustraerse a las modas ni a las renovaciones de un repertorio que se sobreexponía con rapidez, las compañías fueron introduciendo en sus giras obras que representaban enfoques o tendencias afines al realismo o al naturalismo, entonces todavía novedosos para los públicos masivos. Además de las obras francesas, italianas o españolas del momento, los públicos de las principales ciudades mexicanas empezaron a conocer Espectros y Casa de muñecas de Henrik Ibsen, como signo de que había otras posibilidades de dramaturgia. Incluso en el propio repertorio de lengua española había ya muestras patentes de los nuevos estilos para la época, como algunos dramas de Jacinto Benavente, o la Electra de Benito Pérez Galdós, o los dramas sociales de Manuel Linares Rivas, o las obras escritas por María Lejárraga, que firmaba, publicaba y representaba como propias su marido, Gregorio Martínez Sierra. Este repertorio también empezó a ser presentado en los teatros chilangos en las primeras dos décadas del siglo XX, y así se enriqueció una visión de lo ibérico que, habitualmente, se mostraba muy atenida al repertorio cómico urbano, al estilo de los sainetes de Carlos Arniches, o rural, al estilo de las comedias andaluzas de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero.

    El otro gran repertorio del periodo en lengua española, el del Río de la Plata, que se estaba escribiendo y representando por aquellos mismos años —incluyendo obras tan importantes como las de Florencio Sánchez—, tardó un tiempo para ser conocido en México; sin embargo, pudo ser leído antes que visto en escena, y cuando esto último ocurrió, contribuyó a un cambio radical en la actoralidad y la dramaturgia sobre los escenarios mexicanos. En enero de 1922, como uno de los saldos de su gira sudamericana, José Vasconcelos promovió la presentación en México de la compañía de la argentina Camila Quiroga; como esta agrupación, muy respetada en su país, traía en su repertorio las obras de Florencio Sánchez y sus contemporáneos, y las actuaba con la pronunciación regional del Río de la Plata, las reacciones en México fueron evidentes; y es que en nuestro país, como ya se ha expuesto, todavía hasta finales de la década de 1920-1930, los actores principales tenían acostumbradas a sus compañías y a sus públicos a la pronunciación en escena del español al modo regional madrileño. Precisamente la visita de Quiroga demostró que se podía expresar en escena el habla regional del español sin menoscabo de valor artístico alguno, y con más razón cuando empezaba a imperar el realismo en escena y, con él, la pintura de la vida local de ciudades y campos mexicanos en los principales dramaturgos. Y, por cierto, ¿cuáles eran éstos, o a cuáles consideramos así hoy?

    La institución de la dramaturgia mexicana del siglo XIX llegó viva al nuevo siglo, pero no su obra. José Peón Contreras había dado a estrenar su último texto, ¡Por la Patria!, en 1894, todavía escrita en la matriz romántica de lances apasionados de personajes marcados por el destino, en versos retóricos: este drama narraba el episodio de clemencia de Nicolás Bravo, cuando perdonó la vida de varios prisioneros españoles como respuesta al virrey que había mandado matar al padre del insurgente. También Juan Antonio Mateos, veterano de la dramaturgia romántica, siguió escribiendo obras en el estilo de su siglo ya finiquitado, hasta cerca de su muerte en 1913. Sin embargo, al mismo tiempo que Peón Contreras y Mateos, otros escritores se orientaban más hacia la descripción social fidedigna de su presente y hacia el intento de explicarla; así procedieron Alberto G. Bianchi y Rafael de Zayas Enríquez, con una perspectiva de lo colectivo, o Manuel Acuña y Manuel José Othón, desde un enfoque de lo individual. El hecho de que Othón le enviara un ejemplar de su aplaudida obra Después de la muerte a José Echegaray revela a quién tenía el mexicano como modelo; pero ello no le impidió aventurarse por terrenos más interesantes de reconstrucción histórica, no fantástica, cuando estrenó en 1905 El último capítulo, encargada por su natal San Luis Potosí como parte de la conmemoración de los 300 años de la publicación del Quijote. Al presentarnos las tribulaciones y cuitas de Cervantes en el momento de escribir el final de su novela, Othón trató de evocar un cuadro de época con criterios de verosimilitud historicista, y con el mismo tipo de criterios justificó en sus acotaciones las licencias que se había tomado con el tiempo o al hacer coincidir a ciertos personajes; al proceder de esta manera, estaba armando una construcción realista y una definición de sus personajes en términos sicológicos, quizá sin estar muy consciente de ello.

    Esta incursión realista de un dramaturgo romántico se dio al mismo tiempo que los primeros éxitos del estilo en la ciudad de México, por cierto de la mano de la principal innovadora y renovadora de repertorios en la época, Virginia Fábregas. Si bien la célebre actriz siempre había promovido la presentación de la dramaturgia local, como cuando estrenó a principios de 1903 —merced a un subsidio gubernamental— sendas obras de Marcelino Dávalos, José López Portillo y Rojas y José Joaquín Gamboa, el periodo de 1905 a 1908 es muy significativo porque, en ese lapso, Fábregas estrenó dos obras que representaban los primeros logros tangibles del realismo asimilado a tramas y situaciones de la vida mexicana más inmediata y de todos los niveles sociales, independientemente de su ideología: La venganza de la gleba, de Federico Gamboa, estrenada el 14 de octubre de 1905, y Así pasan, de Marcelino Dávalos, estrenada el 16 de octubre de 1908.

    Si bien hoy es reconocido casi de manera exclusiva por su novela Santa, Gamboa siempre mantuvo cierto interés por la escena, como lo demuestran los cuatro dramas que escribió. La venganza de la gleba sigue siendo el más recordado y reeditado porque en él su autor expuso una situación social entonces no reconocida sobre los escenarios: el dominio absoluto que los hacendados ejercían sobre la vida y el trabajo de sus peones, manifiesto en abusos tales como el derecho de pernada. Gamboa trasladó a la escena el credo estético de sus narraciones, inspirado en el modelo naturalista del francés Émile Zola, y planteó un conflicto de herencia de caracteres y conductas, de padres a hijos, con el asomo de un incesto potencial. Si bien el énfasis de la intriga estaba centrado en las angustias de la familia de hacendados ante la revelación o no de la existencia de un hijo bastardo —fórmula característica de los melodramas que ha sobrevivido hasta en los radiodramas y las telenovelas a lo largo del siglo XX—, sorprendía que se expusiera de modo tan manifiesto cómo se daban verdaderamente las relaciones entre amos y siervos en el campo mexicano, en un espacio entonces muy popular como lo era el teatro, y sin sufrir la censura ni la represión del régimen dictatorial de Porfirio Díaz. Algo de motivos habría en que Gamboa formara parte esencial de ese mismo régimen, como miembro que era de su cuerpo diplomático, y que Virginia Fábregas gozara del reconocimiento institucional del propio Díaz, como ya se ha explicado. No obstante la exposición clara de un problema serio del régimen, La venganza de la gleba debió ser leída por la intelectualidad y el poder de su tiempo como un producto más literario que político, como un experimento de estilo sobre personajes individuales, y tal vez por ello no fue censurada. En cambio, al triunfo de la Revolución, la obra fue repuesta en 1923 por la compañía de Camila Quiroga, con tal éxito que Adolfo de la Huerta contrató una función especial destinada a la Confederación Regional Obrera Mexicana. El sindicalista, público de esta función, debió leer en ese texto una especie de visión profética de la decadencia y el fin del régimen que tales espectadores habían combatido, un régimen al que pertenecía el propio autor; esta interpretación de la obra, irónicamente revolucionaria, es la que ha venido prevaleciendo desde entonces. Nadie sabe para quién trabaja.

    El caso de Marcelino Dávalos es distinto. Se trata de uno de los dramaturgos más importantes en la historia de México, que ha sido injustamente marginado o soslayado, sobre todo por lecturas parciales o superficiales de su obra. A diferencia de Gamboa, Dávalos sí tenía un vínculo más estrecho con la vida escénica, desde que abandonara su carrera de abogado para someter sus obras a la consideración de Virginia Fábregas, con quien terminó por sostener una estrecha amistad, que redundó en el estreno de la mayor parte de sus obras por la compañía de la actriz. Dávalos no tenía puesto alguno de relevancia en el aparato del poder porfiriano, pues su vida transcurría entre la escena y el periodismo; en realidad, su teatro y sus actitudes públicas demuestran que muy pronto en su vida se hizo opositor al sistema, por lo cual nadie se debió extrañar cuando se unió a la causa de Francisco I. Madero desde el inicio mismo de la Revolución.

    Se ha visto en la dramaturgia de Dávalos un intento de explorar el naturalismo o el realismo en tramas de efectividad sentimental, sin mayores consecuencias de contenido; tal vez sólo algunas de sus obras, por ejemplo Jardines trágicos o ¡Indisoluble!, se mantengan en este registro de formas y estilos. Sin embargo, creo —y no soy el primero en creerlo— que siempre se han leído mal y sin profundidad las intenciones últimas de Dávalos en textos como la breve obra en un acto El crimen de Marciano —en realidad, un llamado a la rebeldía y al sacrificio por la dignidad—, Así pasan, y sobre todo La Sirena Roja, como expondré a continuación.

    En Así pasan..., Dávalos se coloca a sí mismo como un heredero o seguidor de la actitud de autores como Fernando Calderón (18091845), y no debe olvidarse que este pionero del romanticismo en la escena mexicana usó historias de aparente lejanía y exotismo en las épocas remotas europeas para dirigir ataques indirectos y velados contra un enemigo al que combatió también con las armas, Antonio López de Santa Anna. Pues bien, Así pasan... puede —y creo que debe— leerse como una obra en la que Dávalos emplea el mismo procedimiento de ataque velado, en su caso contra su enemigo respectivo: Díaz. La obra cuenta la trayectoria profesional y sentimental de una actriz, ficticia pero inspirada en el modelo de Virginia Fábregas; sus tres actos corresponden a sendos momentos de la historia de México: la Intervención francesa y el Imperio de Maximiliano en el primer acto, la República Restaurada en el segundo y el presente del porfiriato en el tercero. Dávalos se vale de claves muy interesantes para darnos a entender cómo cambian las relaciones del artista con la sociedad y con el poder a lo largo de estas épocas históricas: durante la invasión francesa, la actriz representa una obra aplaudida por la propia emperatriz Carlota, pero que en realidad es un ataque disfrazado a su imperio; con Juárez, la actriz negocia, gracias a su prestigio y a su lealtad a la causa republicana, el indulto para un amigo suyo, un militar imperialista condenado a muerte. Sin embargo, ese prestigio artístico no le resulta de mucho beneficio cuando trata de casarse con un joven poeta, autor de sus principales éxitos en escena, pues la aristócrata madre de este joven se opone a sus amores con una mujer cuya profesión parece tan despreciable a sus ojos.

    El acto tercero y final de la obra es el que más sorprende por su posición crítica. Presenta, ya decadente, a la otrora célebre actriz sobreviviendo como característica y comparsa de una joven estrella de moda, más bella que talentosa, en medio de los números pícaros del teatro de revista; la actriz, pues, se halla alejada de cualquier reconocimiento de la cultura del régimen, o sea de Porfirio Díaz. Pero si ya es sorprendente la crítica social, más sorprende la disposición del espacio escénico mismo para el acto; pues el autor pide que se represente como el ensayo de la revista donde participa la actriz, con el teatro en luces de trabajo y todos los elementos técnicos a la vista del público. Imaginar un teatro y un juego escénico desnudos en 1908, antes de muchas tendencias vanguardistas de los años posteriores, revela con claridad la vocación moderna y experimental de Dávalos.

    Pero hay más. Si ya se observa su avanzada visión del escenario en Así pasan, la posición estética e ideológica de Dávalos llega hasta extremos radicales en la que tal vez sea su obra maestra y una de las obras más valiosas en la historia del teatro mexicano: La Sirena Roja. Aunque incluida en un libro de cuentos publicado en 1915, el autor le dio allí como año de composición el de 1908 y la subtituló profecía dramática. Es posible que, en efecto, Dávalos hubiera tenido lista una primera versión de la obra desde la fecha más temprana, pero la debió de guardar ante la conciencia de que tal obra nunca se podría haber representado en su tiempo y en su lugar; años después, en medio de la efervescencia revolucionaria, pudo considerar que, por lo menos, podía editarla, ya sin la censura política porfirista, aunque no representarla, ante una eventual censura que le podría haber deparado un medio teatral ajeno a la radical propuesta estética de este texto. En efecto, La Sirena Roja expone la represión del porfiriato en Quintana Roo, territorio entonces usado como campamento de trabajos forzados para los presos políticos. De la doble prisión, la del cuerpo y la del espíritu envilecido, sólo puede liberar a los presos su propio anhelo de libertad, el cual encarna el personaje alegórico de la Sirena Roja. Aquí nos hallamos ante un drama inscrito por completo en las coordenadas del simbolismo, un estilo que había sido muy admirado, seguido y emulado por los poetas líricos del modernismo, pero al que rara vez asociamos con el teatro, a pesar de haber dejado un repertorio dramático significativo en autores que lo emplearon para diversas finalidades, desde Ibsen en sus últimas obras y August Strindberg hasta Maurice Maeterlinck y Rabindranath Tagore, pasando por Alfred Jarry. A diferencia de los autores mencionados, cuya orientación los llevó a crear dramas de la intimidad espiritual en el individuo, Dávalos empleó el simbolismo como una alegoría de clara tendencia ideológica en contra del régimen de Porfirio Díaz, y de cualquier tiranía opresora en general. Pidió de modo manifiesto en La Sirena Roja, ya sin alegorías, velos ni indirectas, la respuesta que debía dárseles a los Porfirios Díaz: Lo que a los tiranos vulgares: una poca de tierra... y mucho olvido. Además de los elementos escénicos ya explicados, la obra se presta para juegos de masas corales o para coreografías que reproduzcan, en sus movimientos y frases, las imágenes de gran poder poético sugeridas en las acotaciones del texto. Tanto por motivos ideológicos cuanto por los estéticos —y sin descartar un poco la ignorancia por no leer...—, no resulta extraño que La Sirena Roja no se hubiera montado en escena hasta los años finales del siglo XX.

    En Águilas y estrellas, de 1916, Dávalos regresa al realismo, si bien la trama de esta obra —sobre un granjero estadunidense que quiere comprar una vieja hacienda vecina de sus tierras, ya en decadencia, y desposar a la hija del hacendado, que no quiere casarse con él porque está enamorada en secreto de uno de sus propios peones— contiene metáforas muy evidentes sobre la amenaza que muchos intelectuales veían en una eventual invasión de México por los Estados Unidos, como triste corolario de la toma de Veracruz que acababa de suceder en 1914. Además del valor de la obra misma, su prólogo ofrece un material interesante porque revela una lectura renovada de personajes, imágenes, situaciones y símbolos del mundo indígena prehispánico; una lectura distinta de lo que ya eran lugares comunes en las interpretaciones de los autores románticos sobre la misma época remota.

    Un contemporáneo un poco más joven que Dávalos dedicó más páginas a esta nueva lectura del pasado indígena idealizado: el yucateco Antonio Mediz Bolio. Más recordado hoy por su libro poético La tierra del faisán y del venado, este escritor dedicó un buen tiempo de su pluma al teatro, desde la romántica Alma bohemia, de 1905, hasta obras de crítica social realista, como La ola, de 1917, sin descartar libretos para el teatro musical de su tiempo, lo mismo en la ciudad de México que en su estado natal.

    En La flecha del sol, escrita y estrenada en México en 1918, Mediz Bolio imagina un ambiente de fatalidad cósmica que gobierna el destino de los habitantes del mundo indígena. En este drama, ambientado en la época de la Conquista y entre puros personajes ficticios, se enuncia, entre ciertos aristócratas aztecas, un presagio que recae en la doncella protagonista. Según dicho presagio, cuando la doncella acude a rezarle a Tláloc, recibe el oráculo de que el primer hombre que ella vea al salir del templo será su marido. Como ese primer hombre que se le aparece a la doncella es su propio hermano, el sacerdote de Tláloc interpreta el mensaje divino en el sentido de que ella no debe ser de ningún hombre, sino conservarse virgen. La trama se desarrolla de tal manera que uno de los conquistadores asedia a nuestra doncella, a tal punto que, cuando huyen los indígenas de los españoles, el conquistador muere a manos del que era el prometido original de la doncella —quien, por supuesto, se había visto obligado a renunciar a ella como consecuencia del presagio. El prometido original termina por encontrarse con su amada; ella, consciente

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