“Dibujo ideas; cuanto más extrapictóricas, mejor”, exponía en un artículo de opinión Salvador Dalí (1904-1989), pocos años antes de su fallecimiento. Apóstol de la cultura kitsch y abanderado polémico del surrealismo, supo prever el empleo del marketing para afianzar su trayectoria artística, coqueteando con el cine, la fotografía e incluso la publicidad.
Junto a la pintura y el peculiar sentido que le daba a la escultura, invadió todas las artes del período que le tocó vivir, dejando su contradictoria huella. Así se resumiría el contexto público que recoge la biografía de tan polifacético individuo, a razón de las docenas y docenas de libros que semanalmente aparecieron conforme avanzaba el llamado “año Dalí”. Fuera del repertorio anecdótico o el listado de sus obras más conocidas, escasos resultan los textos que ahondan en la maniática demencia que le poseyó desde su llegada al mundo…
EL PINTOR Y LA ÚLTIMA BRUJA…
Minoritarios serían, cuanto menos, aquellos que rozarían su faceta esotérica. La “surrealista” existencia del artista, por calificarla de alguna manera, empezó ya antes de su nacimiento. El padre del futuro artista, , le puso el nombre de su hermano fallecido tiempo atrás, lo que para él supuso una, primo del artista.