Limbos terrestres
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¿Qué conforma un paisaje? ¿Cómo contar su historia, mimetizarse con él? En Limbos terrestres hay tentativas y apuntes para responder estas preguntas.
Rituales chamánicos, el tamborilero que derrotó a Napoleón en 1808, un alcalde que balbucea ante Franco y espárragos que avistan ovnis: todo tiene cabida en El Bruc, un municipio a los pies de Montserrat que puede ser leído como un palimpsesto. El autor, un forastero apenas aterrizado, se entrega al ritmo biológico de la montaña y la observa y la vive desde sus estratos simbólicos y místicos, históricos y glocales. De este modo, aprende a dejar de buscar.
Esteban Feune de Colombi
Esteban Feune de Colombi es un creador multidisciplinar nacido en Buenos Aires. Sus proyectos toman forma de libros, películas, obras de teatro, performances, caminatas, objetos o canciones. Publicó Lugares que no, No recuerdo, Leídos, Del infinito al bife y Creo en la historia de mis pasos. Junto con Marc Caellas, escribió Dos hombres que caminan y cofundó la Compañía La Soledad, dedicada desde 2011 a propuestas escénicas y performativas.
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Limbos terrestres - Esteban Feune de Colombi
Índice
Portada
1. Botín
2. Chispa y alimento
3. Cuba
4. Isla de conejos
5. El fluir de la montaña
6. Encuentros cercanos del tercer tipo
7. ¡Es-pá-rra-go!
8. España no es Rusia
9. Abrazar el misterio
10. Viaje interior
11. Viajero, para aquí...
Notas
Créditos
Esteban Feune de Colombi es un creador multidisciplinar nacido en Buenos Aires. Sus proyectos toman forma de libros, películas, obras de teatro, performances, caminatas, objetos o canciones. Publicó Lugares que no, No recuerdo, Leídos, Del infinito al bife y Creo en la historia de mis pasos. Junto con Marc Caellas, escribió Dos hombres que caminan y cofundó la Compañía La Soledad, dedicada desde 2011 a propuestas escénicas y performativas.
Limbos terrestres
Mi vida en El Bruc
Rituales chamánicos, el tamborilero que derrotó a Napoleón en 1808, un alcalde que balbucea ante Franco y espárragos que avistan ovnis: todo tiene cabida en El Bruc, un municipio a los pies de Montserrat que puede ser leído como un palimpsesto. El autor, un forastero apenas aterrizado, se entrega al ritmo biológico de la montaña y la observa y la vive desde sus estratos simbólicos y místicos, históricos y glocales. De este modo, aprendea dejar de buscar.
A Guadalupe
Todo lo de buscar ya fue encontrado.
MIGUEL ABUELO
1. Botín
El escopetazo parte la noche en dos. En diez. En diez millones.
«¡Hostiaaa!», gritan las tripas del cazador en un eco de pólvora. Tiene rabia. Su gaznate pide un cigarrillo. Luego susurra, entre dientes, «lo he fallado, lo he fallado», y apaga la luz montada sobre la mira del arma.
El conductor y yo permanecemos en el auto. Del espejo retrovisor penden tres rabos peludos de jabalí. Me asegura que no lo falló, que su amigo nunca falla. Bajamos. Disimulo mis nervios, el iiiii rechinando en mis oídos. Esto no es nuevo para mí. He visto cosas peores. He hecho. He sentido. Estampas adolescentes de matanzas... deportivas. Perdices, liebres, zorros, chanchos, ciervos. Madrugadas de sangre y cuero en la Patagonia, yo siempre en segundo plano, en tercer plano, pero ahí, sosteniendo el reflector, manejando, arrastrando a la víctima por el sembradío escarchado.
Cuchicheamos al borde del camino. «Lo he visto irse», se lamenta el cazador. Ambos visten chándal. «Que no», lo calma el conductor, «que eran dos, que le diste a uno, que el otro se fue.» Me encargan la linterna, que enciendo. Ahora no, que la apague. Pasa un racimo de motos. ¿Por qué la paranoia si tienen permiso de caza?
La vuelvo a encender. Ladeamos el alcor hacia la posible muerte. Cruje el trigal. Nadie habla. El cazador se adelanta unos metros y se estaca, la vista al suelo. Hay un boquete titilante en los penachos rubios. Una fisura. Patalea un fémur como cuando los perros tienen cosquillas. Me disloca ver algo vivo ahí. «Te dije que le habías dado», insiste el conductor. Festejamos la puntería. La bala entró limpia justo por debajo de la oreja izquierda.
Alumbro mientras levantan los cuarenta kilos: uno las patas delanteras, otro las patas traseras. Pienso en el jabalí que escapó. Tal vez amante, tal vez pariente. Pienso en el destino rojo del proyectil, incluso en quién lo encontrará sepultado dentro de eones. Saco una bolsa plástica del baúl. Nuestras voces son dibujos de vapor en la noche partida.
Me acuesto a las dos de la mañana. Mi novia no se entera. Al despertar me pregunta si anoche, al llegar, me bañé. Contesto que no. Pregunta si cazamos. «Ellos», digo. «Olés a jabalí», adivina su nariz de ingeniera. Preparamos el desayuno. Entre mate y mate le cuento que fuimos al mismo lugar del pueblo donde estuvimos el fin de semana, un lugar apacible que no hubiera asociado jamás con el carneo de un animal recién matado. Apenas se veía, los motores repechando la autovía A-2.
Era mi bautismo, sería mi apostasía. Los sigo a pocos pasos estudiando cada gesto. Llenan una garrafa con agua de la fuente pública, a un costado del monumento. Vacían la bolsa sobre una de las inmensas rocas que marcan el desnivel del terreno. Me disloca ver algo muerto ahí. El cazador sostiene abiertas las patas delanteras como a un bebé cuando le cambian los pañales.
De complexión pequeña, pero compacta, el conductor saca su navaja, la afila en la piedra margosa, la clava en el esternón y la desliza hasta la cola. Hunde sus manitos en las vísceras humeantes, las retira, las alza y, caminando estilo cowboy, las mueve unos metros. «Para los tejones», dice. Luego vuelve y, con la ayuda del cazador, limpia la carcasa mientras yo echo regueros de agua. Embolsan la presa con pericia de carniceros y la guardan otra vez en el baúl.
El más cazador de mis tíos cazadores, además de pescador, criador de ciervos y cuchillero, cocinaba tremendos guisos de jabalí. De esa manera honraba la sentencia de Ortega y Gasset según la