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La educación y la intuición del infinito:  Ensayo biográfico sobre Ezequiel A. Chávez
La educación y la intuición del infinito:  Ensayo biográfico sobre Ezequiel A. Chávez
La educación y la intuición del infinito:  Ensayo biográfico sobre Ezequiel A. Chávez
Libro electrónico326 páginas4 horas

La educación y la intuición del infinito: Ensayo biográfico sobre Ezequiel A. Chávez

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Ezequiel A. Chávez fue uno de los mexicanos más notables de la primera mitad del siglo xx, aunque extrañamente sea uno de los menos recordados. Una muestra de su currículum debe mencionar que fue impulsor de la creación de la Universidad Nacional, rector de ella en dos ocasiones y promotor de su autonomía; fundador y director de la Escuela Nacional
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2020
La educación y la intuición del infinito:  Ensayo biográfico sobre Ezequiel A. Chávez
Autor

Andrés Íñigo Silva

Ha colaborado como traductor y editor de la Bibliotheca Mexicana (en prensa) de Juan José de Eguiara y Eguren, y como editor de Entre frondosos árboles plantada. Antología de poesía novohispana (2018). Actualmente realiza una investigación doctoral en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) acerca de la literatura enciclopédica, los repertorios de erudición y la transmisión del conocimiento en Nueva España.

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    La educación y la intuición del infinito - Andrés Íñigo Silva

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    Índice

    Introducción

    01. El jardín de San Marcos (1868-1877)

    02. El señorito y los misterios (1877-1891)

    03. Porfiriato de plata y esmeraldas (1892-1904)

    04. O quam cito transit gloria mundi! (1905-1915)

    05. Post nubila, Phoebus (1916-1924)

    06. Malgré tout (1925-1931)

    07. El polígrafo de la Juárez (1932-1946)

    Apéndice I. La biblioteca de Chávez

    Apéndice II. El archivo de Chávez

    Apéndice III. Cargos honorarios

    Apéndice IV. Obras de Ezequiel A. Chávez

    Bibliohemerografía

    Créditos iconográficos

    A lo largo del texto se mencionan cuantiosos personajes que tuvieron relación con Ezequiel A. Chávez o que forman parte de su contexto histórico y cultural. Una nota a pie de página en su primera aparición refiere brevemente quiénes son. Si aparece una lista de personajes, la llamada a pie estará al final, para no interrumpir la lectura con una llamada después de cada personaje.*

    *Fuentes utilizadas para la redacción de las notas biográficas: Fernan­do Curiel Defossé, Ateneo de la Juventud (A-Z), Instituto de Investi­gaciones Filológicas,

    UNAM

    , México, 2001; José Rogelio Álvarez (dir.), Enciclopedia de México, 14 vols., 4ª ed., Enciclopedia de México, México, 1978; Auro­ra M. Ocampo et al., Diccionario de escritores mexicanos. Siglo

    XX

    . Desde los escritores del Ateneo hasta nuestros días, 4 vols., Universidad Na­cional Autó­noma de México–Centro de Estudios Literarios, México, 1987-2000; Valentino Bompiani y Robert Laffont, Dictionnaire biographique des auteurs de tous les temps et de tous les pays, 2 vols., S.E.D.E., París, 1956.

    Introducción

    Épocas hay, sin embargo, en que pueblos enteros parecen no tener ojos ya para mirar ninguna de las bellezas de la Creación; ni bosque; ni mar; ni montaña; ni Cielo. Diríase que para ellos pierden entonces su muda y avasalladora elocuencia los portentos de hermosura de las flores, los árboles, los pájaros, las mariposas, y aun, seguramente, de todos los seres, y que el conjunto armonioso y espléndido de los escenarios sin vida en que cosas y seres existen, vuélvese indiferente para quienes, aunque tengan oídos, no oyen ya la armonía del universo.

    Ezequiel A. Chávez,

    Dios, el universo y la libertad

    Curioso lector, sin temor a caer en exageraciones puede decirse que fue Ezequiel A. Chávez el más creativo, fecundo y luchador de los pedagogos mexicanos de su época. Su tarea como educador, su dedicación a la enseñanza y su preocupación por la formación del niño y de la juventud fueron admirables. Tales son las palabras de alabanza con las que María del Carmen Rovira caracteriza a Chávez en la edición de sus obras que preparó para El Colegio Nacional, palabras que refrendo y que difícilmente alguien querrá refutar.

    Ezequiel A. Chávez fue uno de los personajes mexicanos más notables de la primera mitad del siglo XX, aunque extrañamente sea uno de los menos recordados. En 1943, tres años antes de morir, al lado de personalidades menos olvidadas como Antonio Caso, Diego Rivera o José Vasconcelos, recibió uno de los más grandes honores que había entonces para alguien dedicado a labores de alta cultura: ser uno de los quince miembros fundadores de El Colegio Nacional. Los méritos por los que se le confirió dicha distinción son casi incontables, pues participó en prácticamente todas las políticas educativas desde 1905 hasta 1924 implementadas por diversas instancias del gobierno.

    Una muestra breve de su currículo que incluyera solamente sus actos más destacados debe mencionar que fue impulsor de la creación de la Universidad Nacional, rector de ella en dos ocasiones y promotor de su autonomía, conseguida en 1929; fundador y director de la Escuela Nacional de Altos Estudios, y director de la Escuela Nacional Preparatoria. Además, su carrera magisterial al frente de las aulas se extendió a lo largo de más de cuarenta años en los que impartió materias diversas, como Geografía, Historia de México, Lógica, Moral y fue el primer profesor de Psicología en el país. Además de reconocer la importancia del desarrollo de instituciones educativas superiores, promovió los desayunos gratuitos en escuelas públicas para los niños más pobres e introdujo los ‘jardines’ de niños. En una época en la que apenas comenzaban a acordarse los intercambios académicos, fue profesor invitado de varias universidades norteamericanas y europeas. Participó en congresos nacionales e internacionales, fundó revistas, publicó artículos, libros y traducciones. El material inédito con papeles de toda índole, privada y administrativa, es muy grande y revela la conciencia de Chávez por el valor de la historia y los documentos que permiten estudiarla.

    Fue un miembro destacado de la última generación de hombres polifacéticos del siglo XIX, con intereses dispares y profundos en muchas ramas del saber. Poseedor de una gran cultura, ha dejado a la posteridad una obra extensa y diversa, pues su inquietud lo llevó a incursionar en historia, literatura, poesía, geografía, psicología, moral y filosofía.

    A diferencia de muchos otros intelectuales contemporáneos suyos, Chávez supo navegar las complejas aguas de las diferentes políticas que le tocó vivir sin traicionar sus ideales. Ciertamente esos ideales eran en buena medida los mayoritarios; aunque él pretendiera el bien de la mayoría, lo hacía con base en la ortodoxia. Esto no puede reprochársele. Fue un hombre de su tiempo, como suele decirse, creció con unos ideales en mente y los siguió teniendo presentes toda su vida, salvo por un pequeño acto de aparente rebeldía juvenil mientras estudiaba en la Escuela Nacional Preparatoria; desliz que, lejos de señalarlo como alguien poco fiable, le confirió el respeto de profesores y compañeros, por haber defendido lo que consideraba justo.

    Se dedicó a trabajar fervorosamente, nadie puede negarlo, para el país, para la educación, para sus allegados, para el prójimo y para sí mismo. Tampoco puede negarse su astucia y habilidad para lograr sus objetivos en circunstancias adversas y nunca haber desaparecido de las altas instancias del ámbito gubernamental; supo adaptar a los oídos de los dirigentes —ya que él nunca fue uno— los beneficios de continuar o emprender las políticas públicas respecto a la educación que a él le parecían convenientes y necesarias para el país, pues intervino en la creación de numerosas leyes y políticas educativas de las que se beneficiaron incontables alumnos a lo largo y ancho de la República mexicana.

    Desde su juventud, Chávez mostró estar dotado de una inteligencia particular y una actitud servicial, además de estar expuesto a diversas realidades que le permitieron percatarse de los problemas que aquejaban a la población y que él, junto con otros importantes personajes que aparecerán en esta historia, supo resolver. Sin embargo, Chávez pudo haber sido nadie, es decir, cualquier funcionario más de la maquinaria del Porfiriato o un personaje segundón que quizá hubiera alcanzado algunos puestos de poder, pero pasado el resto de su vida satisfecho por sus grandes o medianos logros. A pesar de no figurar mucho en la nómina de personajes notables del siglo XX, es como esa persona que aparece en las fotografías familiares, pero cuyo nombre y vínculo nadie conoce bien a bien. Chávez estuvo al lado de Justo Sierra, Porfirio Díaz y Rafael Al­tamira para presidir la inauguración de la Universidad Nacional. También estuvo cuando se inauguró la primera institución que tenía el cometido de ofrecer cursos de posgrado en México; para ello convocó a algunos profesores como Franz Boas, uno de los padres de la lingüística y la antropología modernas. Y siguió apareciendo en todas las fotografías, por así decir, que tuvieran que ver con educación, pues estuvo ahí al ser reinaugurada la Universidad bajo la fortaleza de José Vasconcelos y en el renacer de la Secretaría de Educación Pública. Ninguno de los personajes mencionados requiere presentación; ¿por qué, a estas alturas, Ezequiel A. Chávez sí?

    Debido a los caminos de la historiografía, los personajes rememorados han pasado el cedazo del juicio de la historia; pero otros no lo han hecho; algunos han pasado bastante transfigurados y otros completamente confundidos. Chávez engrosa la lista de aquellos que han sido olvidados injustamente. El Chávez retratado en las páginas siguientes surge como un personaje complejo, a veces contradictorio, pero clave en el desarrollo de las instituciones que hicieron posible los logros académicos del país, desde su creación hasta la fecha. Dichos logros académicos han ofrecido diversos y con frecuencia inmensos frutos a favor del desarrollo no sólo de nuestra nación, sino de la civilización actual. Chávez forma parte de las bases que lo permitieron.

    01

    El jardín de San Marcos

    (1868-1877)

    Mira la luna, comiendo su tuna,

    tirando la cáscara pa’ la laguna.

    Al comienzo de esta historia hay un niño para quien el mundo comenzaba con asombro: el trinar de pájaros, las copas de los árboles, las manos fuertes de su nana, una casa colonial en la calle que en aquel tiempo se llamaba El Reloj, con un ancho zaguán y un patio cuadrado en el que los azahares del naranjo inundaban las cuatro calle­citas enlosadas que rodeaban el jardín. Ahí crecían las acam­panadas flores de las madreselvas, alguna parra y las enredaderas de hiedras con sus flores —blancas, azules o rosas—, cuyas ramas se entretejían con los hierros de las ventanas. Por las mañanas podía escucharse la canora algarabía de los habitantes del jardín: los zanates, las coquitas, las golondrinas cola de tijera y los pájaros pan­zones, cuyo nombre nunca supo, que golpeaban con sus picos y sus alas los cristales de las ventanas. De igual manera, por la novela autobiográfica del maestro Chávez, Senderos de antaño, derroteros de hogaño,¹ nos enteramos de que la habitación que compartía con Samuel, su hermano mayor, daba precisamente a este patio, en la casa que sería su hogar durante la infancia, donde transcurría la cotidianidad con su también mejor amigo de juegos, Samuel, y el leal perro de la familia, el Duque. Si su vida comenzó apaciblemente y continuó así durante los siguientes años, se debió a que acababa de pasar una guerra y no irrumpiría otra sino hasta cuarenta años después.

    En el otoño de 1866, Guadalupe Rosa Lavista Rebollar, descendiente de una familia de distinguido abolengo que se había asentado desde el siglo XVI en la rica región de Temascaltepec, ahora un municipio del Estado de México, entre ríos, barrancos y minas de plata, contrajo feliz matrimonio con el doctor Ignacio Antonio Toribio Chávez Acosta, a quien había conocido en la capital del país. La boda tuvo lugar en Aguascalientes, ciudad natal del doctor, y ahí vivieron inicialmente. Primero nació Samuel, en 1867, y, en una fecha memorable para los mexicanos, por fatídica, el 19 de septiembre de 1868 nació un segundo niño que pronto fue bautizado y recibió el nombre de Ezequiel Adeodato. No debe sorprender que haya ocurrido así en el seno de una familia de raigambre católica. Muchos años después, Ezequiel se entregaría a la tarea de rastrear los orígenes de su familia y retrotraerlos, según él con base en documentos, hasta el siglo XIV. Esa necesidad surgía del deseo de determinar quién era él a partir del origen de sus antepasados, en una época en la que se interesó profundamente por la historia de México y su rectificación. Sin embargo, a nuestros ojos, dicha odisea hacia el pasado más parece la búsqueda de limpieza de sangre en su linaje que una bien documentada investigación histórica, pues hizo énfasis en que todos habían sido cristianos —nosotros podríamos añadir viejos, a la usanza de los siglos XVI y XVII—.

    que quiere decir Dios es mi fortaleza, fue un profeta del Antiguo Testamento que vio en sus problemas personales un sentido misterioso que se relacionaba con los problemas de sus conciudadanos; dedicó su vida a poner énfasis en la responsabilidad personal y el nacionalismo. Por otro lado, Adeodato, del latín a Deo dato, es decir dado por Dios, no pertenece al santoral: fue el nombre dado al hijo ilegítimo que San Agustín de Hipona tuvo a los diecisiete años, antes de su conversión a la fe, con una joven mujer anónima. Adeodato contaba con un gran ingenio; su padre, muy cercano a él, bien por su vocación religiosa o por otra causa desconocida, no contrajo matrimonio con la madre, de quien llegó a decir que ella era más fuerte que él e hizo su sacrificio con un valor y una generosidad que él no fue lo suficientemente fuerte para imitar. Ella volvió a Cartago, pero con él se quedó el niño, quien murió apenas a los quince años.² En el caso de nuestro Ezequiel, fue el cura de la parroquia hidrocálida quien le impuso el segundo nombre de pila, por lo que quedó registrado como Ezequiel Adeodato Chávez Lavista. Ésa es la historia que se esconde tras la mítica A. que aparece siempre en el nombre de nuestro personaje.

    El doctor Chávez, padre de Ezequiel, había nacido en 1837. Parte de sus estudios profesionales los realizó en Guadalajara y el resto los concluyó en la ciudad de México. Médico querido, político dedicado y distinguido académico, fue director de la Escuela de Agricultura y presidente de la Junta de Instrucción. En cuanto a la política, presidió el Club Chávez —no fundado por él, sino por su célebre tío, José María Chávez, de quien hablaremos más adelante—, fue diputado y después gobernador en un par de ocasiones, primero interino y luego al ganar la elección para el periodo de 1872 a 1875, coincidiendo con el mandato presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada. Durante el gobierno de su antecesor, Jesús Gómez Portugal,³ logró crear escuelas primarias y un liceo de niñas. Seguramente esa primera experiencia lo llevó años más tarde a reformar la Constitución local para renovar el Legislativo cada dos años e impedir la reelección del Ejecutivo por más de dos periodos; además, fundó el Instituto de Ciencias, reglamentó las funciones de la Guardia Nacional y la policía, creó la Junta de Salubridad y el Hospital Civil. Quizá esta breve mención de la laboriosidad del padre sirva para mostrar el conjunto de proezas civiles que dejaba como ejemplo a sus hijos, de los cuales sólo Ezequiel transitó un camino semejante e incluso logró llegar más lejos.

    Exactamente apenas quince meses antes del nacimiento de Ezequiel, el 19 de junio de 1867, en el Cerro de las Campanas de Querétaro eran fusilados Maximiliano de Habsburgo, segundo emperador de México, junto con los generales conservadores Miguel Miramón y Tomás Mejía, con lo cual concluía el desastroso periodo de la segunda Intervención francesa. Y cuando el presidente Benito Juárez entró a la ciudad de México el 15 de julio quedó consumado el triunfo de la República. Aquel verano lluvioso, cuando los liberales arribaron a la capital de la patria y el filibustero de regia estirpe,⁴ —así lo llamó Benito Juárez— debidamente embalsamado y en su féretro, partió a la capital de la suya, Juárez le confesó a su paisano Matías Romero: Vamos bien a pesar de la escasez de recursos y de la grita de los impacientes que quieren que todo quede arreglado en un día.⁵ Un par de meses después, en Guanajuato, el médico Gabino Barreda, paradigmático discípulo de Auguste Comte, pronunció un memorable discurso, que pasó a la historia con el nombre de Oración cívica, con motivo de conmemorar el Grito de Dolores. En el exordio conminaba a los presentes con las siguientes palabras: Este deber y esta necesidad es la de hallar el hilo que pueda servirnos de guía y permitirnos recorrer, sin peligro de extraviarnos, este intrincado dédalo de luchas y de resistencias, de avances y de retrogradaciones, que se han sucedido sin tregua en este terrible pero fecundo periodo de nuestra vida nacional.⁶ El orador insistía en que el devenir histórico del país no podía considerarse como obra del hado sino como ciencia sujeta a leyes, cuyo estudio permitiría prever los hechos del porvenir y explicar los pasados. Se trata de una búsqueda de la responsabilidad de los individuos en contra del determinismo. En el culmen del discurso el pensamiento positivista quedó asentado en la ideología nacional de los liberales bajo la consigna de paz y de libertad, de orden y de progreso que recién comenzaba.⁷

    Durante los diez años siguientes, el destino de México descansó en las manos de una minoría liberal, constituida en su vértice elitista exactamente por treinta personas: dieciocho letrados y doce militares. En el tiempo de paz que comenzaba sería la pluma de los letrados, que no la espada de los caudillos, lo que contribuiría a reconstruir el país. Lo principal era pacificar el territorio, disminuir el poder del Ejército, restablecer las relaciones entre los diferentes bandos y partidos que continuarían coexistiendo, y transformar los modos violentos de dirimir diferencias mediante el diálogo y las vías legales. La nación mexicana seguía siendo un proyecto en vías de desarrollo, contaba con un territorio inmenso —a pesar de la pérdida de más de la mitad veinte años antes— pero con una población insuficiente para aprovechar las riquezas de la patria —más cuantiosas y accesibles en la fantasía colectiva de lo que en realidad eran—. Había que poblar mediante la inmigración de europeos, hombres juiciosos e industriosos; subdividir la propiedad territorial de las grandes haciendas, de las comunidades indígenas y de los latifundios eclesiásticos, al mismo tiempo que se garantizaba el trabajo libre de los indi­viduos. Todo esto, por supuesto, sin herir individualidades ni menoscabar, dentro de lo posible, la honra de nadie.

    Este era el panorama nacional en el que vivió Ezequiel durante su infancia, al lado de Samuel y, a partir de los cuatro años, de Esther, que nació en 1872. Sus recuerdos de esta época aparecerán de diversas maneras a lo largo de su vida. Por ejemplo, en la ya mencionada novela Senderos de antaño, derroteros de hogaño, el protagonista recrea un aguacero que lo sorprendió con su madre y hermanos cuando volvían del Parián, el mercado principal con portales que rodeaban la plaza; y es que los aguaceros del Alti­plano mexicano se caracterizan por feroces, y todo el que ha vivido alguno seguramente lo lleva impreso en la memoria. Parece ser que sólo por ese tipo de tormentas Ezequiel conoció el miedo y la agitación.

    Llovía con violencia, a torrentes, con gran estrépito. Las canales de las azoteas descargaban su agua con furia. Y de repente la lluvia, arrebatada por el viento, se dijera que se deshilachaba, bajaba oblicuamente, metiéndose a las piezas, como si la empujaran, la torcieran, y casi la acostaran, fuerzas invisibles e incontrastables. Parecía luego disminuir un poco. Arreciaba en seguida, otra vez. [. . .] Un relámpago entonces, inmenso, lívido, iluminó bruscamente el espacio con una claridad violácea, sobre la que se recortaron, negras, las casas de enfrente; entró hasta lo más hondo de la pieza donde estaban los niños, y dejó luego todo sumergido en tinieblas, sobre las que parecían estallar más las violencias del agua.

    Paulatinamente, la tormenta de la Intervención se transformó en las tranquilas aguas de marzo y terminó por estabilizarse. En Aguascalientes la vida continuó provinciana, entre columnas de portales que resguardaban estanquillos, alguna tienda de finos sombreros de fieltro y puestos callejeros de sombreros corrientes de paja, frutas de Calvillo, y en todos estos lugares se escuchaba la encendida voz de los serenos y los grillos. El jardín de San Marcos, enclavado en el corazón del barrio del mismo nombre, antiguamente formaba un poblado vecino a la villa de Aguascalientes, pero poco a poco comenzó a fundirse con la ciudad. Es memorable por su balaustrada neoclásica de cantera rosa y sus cuatro pórticos, uno en cada lado de los que lo rodean. Aunque fue inaugurado en 1847, con los años fue objeto de diversas modificaciones —muestra de que ya era desde entonces una parte fundamental de la ciudad—, como la instalación de fuentes, del quiosco, bancas de hierro y, tiempo después, estatuas y luces. Pero el jardín de la infancia de Ezequiel no tenía todavía el quiosco actual ni los juegos de agua en cada fuente ni los veinte jarrones con columnas; eso sí, tenía ya la balaustrada y los portones; los árboles ya entonces subían altos y sus ramas negras y verdes cortaban el azul del cielo. El rumor del viento acariciaba las ramas de los árboles para comunicar su alada ternura, mientras los pájaros —jilgueritos, oropéndolas y currucas rojas— piaban entre las hojas. En los días de feria, los vendedores se pondrían afuera, con su cántaro acostado dentro del que estarían los pasteles, calentitos. Los hachones de rajas de ocote prenderían los carbones y, entre encendidos rescoldos, la gente comería su fruta de horno, es decir, los pasteles, así como los duraznos y las peras son frutas de árboles. Las familias entonces se reunían en torno a las bancas para conversar y comer naranjas, calabazas, higos y membrillos cristalizados, mientras los vendedores gritaban sus pregones.

    La Villa de Nuestra Señora de la Ascensión de las Aguas Calientes fue fundada el 22 de octubre de 1575,⁹ debido a la presencia de aguas termales en la zona y a la necesidad de un poblado en la ruta de la plata —cerca de Zaca­tecas, poco después de que se descubrieran importantes vetas en el cerro de La Bufa— ya que el camino sufría acoso constante de los rebeldes chichimecas. Con este nombre genérico, los españoles se referían a diversos grupos, unos más bárbaros al norte —los zacatecos y los guachichiles— y otros más civilizados al sur —los caxcanes y los guamares—, así considerados por su cercanía o lejanía cultural respecto de los españoles. Con el fin de remediar la inseguridad entre Zacatecas, Guanajuato y otros pueblos comarcanos, las autoridades coloniales fundaron pueblos de indios y españoles a lo largo de los caminos que iban hacia el norte. En el caso de Aguascalientes, no fue sino hasta unos 100 años después cuando la ciudad logró distinguirse de los campos circundantes, ya que, como ha dicho Fernand Braudel, las ciudades no existen más que por contraste con una vida inferior a la suya.¹⁰ Con el fin de poblar una zona desocupada con el carácter de fun­dación colonial utilizando el sistema de regla y cordel, es decir, mediante un trazado geométrico característico de todas las nuevas ciudades en América, es probable que la Villa de las Aguas Calientes inicialmente funcionara como un presidio, mezcla de guarnición militar, que aprovechaba el trabajo de reos y de campesinos. De esta manera, la villa poco a poco se transformó en una próspera colonia agrícola; con ello, la civilización europea pudo asentarse en el septentrión y sus caminos a lo largo del periodo colonial, más debido a la violenta tenacidad de los conquistadores que a la persuasión y la diplomacia.

    Durante los trescientos años que duró la Colonia prosperaron las haciendas agrícolas, las ganaderas y los comerciantes, que entre dimes y diretes lograron establecer latifundios a cambio de unos pocos pesos, pero a costa de la calidad de vida de los locales. Con el paso de los siglos las epidemias de cocoliztli y matlazáhuatl que hubo hasta bien entrado el siglo XVIII se encargaron de hacer lo que no habían logrado del todo los españoles, disminuir notablemente la cantidad de indígenas. Además, si no eran las enfermedades de las personas, eran las de los alimentos, pues las plagas también asolaban los sembradíos de maíz y frijol y causaban hambrunas a la población más vulnerable.¹¹

    Ya para el siglo XIX Aguascalientes era una ciudad más o menos desarrollada con numerosos obrajes y fábricas, cuyos trabajadores se unieron a quienes darían pie al movimiento revolucionario décadas después. En 1861, los franceses Pedro Cornú y Luis Stiker ¹² decidieron hacer una inversión considerable y construir la Fábrica de San Ignacio, de hilados y tejidos de lana. El curtido de pieles fue otro de los extendidos oficios de la ciudad, al tal grado que detrás de la Parroquia estaba la calle de las tenerías, y el río San Pedro era mejor conocido como "Río de

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