La mente ausente: La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo
Por Marilynne Robinson y Tadeo Lima
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En La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson polemiza con una vertiente del pensamiento moderno que, al proponerse como explicación totalizadora del origen y la naturaleza de nuestra especie, excluye o reinterpreta en clave evolucionista aspectos esenciales de la condición humana, en particular nuestra vida interior.
De Sigmund Freud a Daniel Dennett, de Edmund O. Wilson a Steven Pinker, Robinson repone contextos históricos, detecta inconsistencias, desarma supuestos y, contra la idea de que hemos superado ya esa etapa de nuestra evolución, reincorpora al debate sobre la naturaleza humana fenómenos como la fe, el altruismo, la capacidad única de pensar nuestro lugar en el mundo y de elaborar imaginativamente nuestra condición. Aguda, certera y convincente, Marilynne Robinson invita a reconsiderar el poder y la función de la ciencia, así como del arte, la creencia, la emoción.
Marilynne Robinson
Marilynne Robinson is the author of the bestselling novels Lila, Home (winner of the Orange Prize), Gilead (winner of the Pulitzer Prize), and Housekeeping (winner of the PEN/Hemingway Award). She has also written four books of nonfiction, When I Was a Child I Read Books, Absence of Mind, Mother Country, and The Death of Adam. She teaches at the University of Iowa Writers' Workshop. Robinson has been given honorary degrees from Brown University, the University of the South, Holy Cross, Notre Dame, Amherst, Skidmore, and Oxford University. She was also elected a fellow of Mansfield College, Oxford University.
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La mente ausente - Marilynne Robinson
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SOBRE LA NATURALEZA HUMANA
Sea lo que sea por añadidura, la mente es una constante de la experiencia de todas las personas, y de más maneras de las que conocemos, es la creadora de la realidad en, por y pese a la cual vivimos, y de la que bastante a menudo también morimos. Nada es para nosotros más esencial. En este capítulo quiero llamar la atención hacia el carácter del pensamiento que aplican al asunto los autores contemporáneos, así como hacia una primera premisa del pensamiento moderno y contemporáneo: la idea de que como cultura hemos cruzado uno u otro umbral de conocimiento o comprensión que otorga al pensamiento que le sigue una pretensión especial al estatus de verdad. Las instancias que he elegido para presentar este caso son por necesidad pocas, pero en esta literatura notablemente reiterativa pueden con justicia ser llamadas típicas.
Existe actualmente una asertiva literatura popular que describe la mente como si lo hiciera desde la posición de la ciencia. Para los propósitos de estos autores, es como si una objetividad científica casta y racional certificase el valor de sus métodos y la verdad de sus conclusiones. El antagonista para la controversia que entablan, a veces implícito pero por lo general explícito, es ese viejo mito romántico del yo que la religión todavía promueve o que subsiste en su estela como una suerte de residuo cultural que es necesario barrer. No tengo opinión sobre la probabilidad de que la ciencia, en la cima de sus capacidades, pueda llegar finalmente a formular explicaciones sobre la conciencia, la identidad, la memoria y la imaginación que resulten suficientes desde el punto de vista de la investigación científica. Tampoco tengo objeciones a que en el muy limitado estado actual de nuestro conocimiento se ofrezcan hipótesis con la conciencia de que, en la honorable tradición de la ciencia, quedan expuestas a que se demuestre que estaban burdamente erradas. Lo que quiero cuestionar no son los métodos de la ciencia, sino los métodos de una clase de argumento que se arroga la autoridad de la ciencia o el conocimiento altamente especializado, que adopta una coloración protectora que le permite pasar por ciencia, pero sin practicar la autodisciplina y la autocrítica por las que se distingue la ciencia.
Estos sociólogos, psicólogos evolucionistas y filósofos continúan una tradición honorable, aunque en una forma radicalmente disminuida. En efecto, gran parte del entusiasmo que cobró la vida en el período posterior a la Ilustración vino de la mano del pensamiento de que la realidad podía ser concebida de nuevo, de que el conocimiento emanciparía a la humanidad si tan solo pudiera hacerse accesible para todos. Estas grandes cuestiones, los orígenes humanos y la naturaleza humana, tienen en el público un teatro apropiado, puesto que el cambio que proponen es cultural. Y como ese es el caso, seguramente será incumbencia de los autores que asumen la tarea de moldear la opinión resistirse a la tentación de popularizar en el sentido negativo del término. La psicología, la antropología y la sociología tienen detrás literaturas vastas y contenciosas. Los popularizadores de estos campos hoy son figuras de gran prestigio, y alguien que no fuera especialista podría confiar razonablemente en que tratarán de manera competente los grandes asuntos que abordan sus libros, que incluyen la naturaleza y la conciencia humanas, y con llamativa frecuencia, la religión. El grado de consenso fundamental entre estos autores es un factor importante de su influencia.
Un modelo que informa la escritura contemporánea en una gran variedad de campos es aquel del cruce del umbral. Esta idea afirma que el mundo del pensamiento, recientemente o en algún momento identificable del pasado cercano, experimentó un cambio epocal. La historia ha sufrido la intervención de una comprensión súbita y de eficacia milagrosa, y todo se ha transformado. Es un patrón que se repite de manera muy extendida en el mundo contemporáneo de las ideas. Tomo un escueto volumen de filosofía y leo lo siguiente: «En la condición posmoderna la fe, que ya no está basada en la imagen platónica de un Dios inmóvil, absorbe estos dualismos [teísmo y ateísmo] sin encontrar en ellos ninguna razón de carácter conflictivo». ¹ Aquí tenemos noticias de la explosión de un supuesto: la religión occidental habría estado modelada sobre una concepción pagana de Dios como «inmóvil», hasta que intervino la hermenéutica posmoderna.
¿Qué es entonces la religión occidental? Al parecer nada con lo que me haya cruzado en mis lecturas de lega de la teología de los últimos quinientos años. Si el Primer Motor, al que entiendo se hace referencia aquí, impartió movimiento al orden creado, ¿tiene sentido llamarlo «inmóvil», que suena similar a «estático» o «inerte», y es incompatible con la gran y antigua intuición condensada brillantemente como impartición de movimiento? Un escritor de la temprana cristiandad, Gregorio de Nisa, dijo acerca de Dios: «Lo que no tiene cualidad no se puede medir, lo invisible no se puede examinar, lo incorpóreo no se puede pesar, lo ilimitado no se puede comparar, lo incomprensible no admite más o menos». ² Desde la antigüedad, la insistencia en la disimilitud ontológica de Dios con las categorías a las que tiene recurso la mente humana ha estado en el centro de la reflexión teológica. Lo que no se puede medir o comparar claramente no puede ser inmóvil en ninguno de los sentidos corrientes de esta palabra. Este es exactamente el tipo de lenguaje que el positivismo encuentra carente de significado, aunque en su forma de trascender las categorías habituales incrustadas en el lenguaje a nada se parece más que a la física contemporánea. En cualquier caso, ¿pudo esta idea de un Dios inmóvil, se la haya entendido de manera compleja o simple, haber influenciado la fe hasta la muy reciente llegada de la «condición posmoderna»? Lo que algunos creen que han sido supuestos tan poderosos como para dar forma a la cultura de una civilización, y volver a darle forma con su desaparición, para muchos otros no han sido supuestos en