Bola 13
Por Korvec
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Demoniacos parásitos intestinales, esclavitud infantil, western sobrenatural, enfermedades mentales, narcosatanismo, supersticiones, héroes improbables, o incluso una enfermiza historia de amor y canibalismo. Todos estos temas y alguno más tienen cabida entre las páginas de Bola 13.
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Bola 13 - Korvec
Bola 13
Korvec
Título: Bola 13
Diseño de la portada: Fernando Támez
Primera edición: Julio, 2014
© 2014, Korvec
© 2014, Fernando Támez
Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:
© 2014, Enxebrebooks, S.L
Campo do Forno, 7 – 15703, Santiago de Compostela, A Coruña
www.descubrebooks.com
ISBN: 978-84-15782-67-4
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual.
ÍNDICE
Un sueño sencillo
Sindicato
Por un puñado de mantas
Se lo llevó la calaca
El gato negro
El Viaje
Balsa de sangre
El LevantaCostras encuentra al EscupeSangres
Un sueño sencillo
Algunos hombres sueñan con ser más altos, otros más fuertes, o incluso más ricos. En comparación, el anhelo de Faustino era algo sencillo: él se conformaba con ser más delgado.
Faustino nunca fue flaco. Ya en su niñez había sido ese obeso jovencito que siempre se quedaba para el final cuando sus compañeros de clase escogían a los miembros de su equipo de fútbol, haciéndolo sentir como una auténtica basura. La adolescencia convirtió al niño solitario en un rosado joven, con el rostro acribillado de acné, al que las chicas no tocarían ni con un palo de dos metros. Con el tiempo, el acné desapareció, pero los michelines no solo se quedaron, sino que incluso se consolidaron.
Por descontado, Faustino había intentado perder peso a lo largo de su vida. Había probado con el ejercicio físico, pero las burlas y la vergüenza, por no hablar de la fatiga, lo habían apartado del camino. También empezó diversas dietas con éxito irregular. En ocasiones, espoleado por el orgullo y el bochorno, se sometía a la tiranía del papel que, mediante el imán que lo sostenía en la puerta de la nevera, le indicaba qué podía comer, a qué horas y en qué cantidad. Así lograba perder algo de peso, que luego era recuperado con los intereses correspondientes, cuando la débil carne terminaba por vencer a una voluntad aún más débil. Con todo esto, el hombre ganó en contorno abdominal, su trasero se expandió y el encontrar ropa de su talla se convirtió en toda una odisea.
El día en el que la taza de su cagadero no pudo resistir su peso marcó un antes y un después. Quizás fuera la divertida expresión del lampista, o incluso la cara que se le quedó al dependiente del Ikea al preguntarle si existían tazas del wáter de titanio. Faustino sabía que el sofoco se le pasaría al cabo de unos días. Siempre era el mismo ciclo: la vergüenza y la indignación lo empujaban hacia alguna dieta radical, lo intentaba durante un tiempo, se le pasaba, abandonaba y vuelta a empezar.
Cuando un tipo de aspecto granujiento le puso una pequeña tarjeta en la mano al salir de la boca del metro, la reacción natural de Faustino fue tirarla en la papelera más próxima, pero sus ojos fueron atraídos por el curioso dibujo de una alargada máscara tribal, que le hizo pensar en un restaurante exótico. Al leerla por encima, su mano se detuvo sobre las abiertas fauces de la papelera.
DR SEMBEME. VIDENTE, MÉDIUM, HECHICERO AFRICANO. ¿IMPOTENCIA, ALOPECIA, OBESIDAD, ESTRÉS? TENGO LA SOLUCIÓN A SU PROBLEMA.
«Sí claro, así os va en África».
Sin embargo los segundos pasaron y la tarjeta siguió en la mano de Faustino.
«Seguro que es un engañabobos. Solo los tontos y los desesperados acudirían a ese consultorio».
Pero si había alguien desesperado, ese era él. Así que quince minutos y dos trasbordos de metro más tarde, el obeso Faustino se encontraba ascendiendo peldaño a peldaño por un oscuro pasillo que atufaba a coles hervidas. A la altura del segundo rellano, el estruendo de discusiones a gritos en lenguas que escapaban a su comprensión, hicieron flaquear su escasa convicción.
«Solo voy a preguntar. Informarme. No hay nada malo en informarse».
Así que el hombre se encaró con el tercer tramo de escaleras y no volvió a flaquear hasta posicionarse frente a una puerta de madera, de aspecto un tanto endeble, sobre la que habían atornillado una roñosa placa en la que podía leerse: DR. SEMBEME.
«Bueno, es un doctor ¿no? Esto no deja de ser una consulta médica».
Así que pulsó sobre el mugriento timbre y, para su sorpresa, fue recibido por una niña de unos nueve o diez años, que lo sentó sobre una polvorienta esterilla, entre una mujer anciana –que acunaba una gallina sobre su falda–, y un tipo calvo y delgado de ojos amarillentos, que exhibía una blanquísima sonrisa mientras le dirigía inquietantes miradas a la entrepierna. El lugar tenía un olor extraño: intenso, almizcleño, no del todo desagradable, pero inidentificable.
Para sorpresa de Faustino, cuando la pequeña volvió a la sala fue a él a quien cogió de la mano para conducirlo hasta la consulta.
«¿Pensará que mi caso reviste más seriedad?, ¿dará preferencia a los blancos?... Quizás fueran acreedores y no pacientes».
Él carecía de respuesta para tales preguntas, así que caminó por un pasillo a cuyos lados pudo ver puertas cerradas con candados.
La consulta resultó casi decepcionante en su normalidad. Sobre una mesa cuadrada de aspecto pesado y decorada con filigranas, el paciente vio una de esas tazas con forma de calavera rellena de bolígrafos, un cenicero, unas gafas, una especie de platito metálico sobre el que descansaban varios clips y un par de carpetas de color marrón.
—¡Adelante! Siéntese, por favor —le invitó el doctor, señalando una silla que por su desastrado aspecto probablemente había sido rescatada de algún contenedor.
«Espero que por lo menos aguante mi peso».
El doctor Sembeme desde luego no tenía aspecto de chamán tribal. El rasgo más característico de su rostro era una amplia sonrisa que destacaba en el rostro de piel oscura. Tendría entre cuarenta y muchos o cincuenta y pocos años bien llevados. Se vestía con un envejecido pero limpio traje de color azul marino. La mayor parte de su cabello era de un tono entre blanquecino y plateado. Por lo visto la edad no perdona ni a los videntes y hechiceros.
—¿Qué puedo hacer por usted, caballero?
«Pues menudo vidente».
Faustino le explicó su problema, mientras el doctor se limitaba a asentir con leves movimientos de cabeza. Una vez que lo hubo puesto en antecedentes, el paciente preguntó:
—Dígame la verdad, doctor, ¿puede ayudarme o no? ¡Le advierto que no creo en magias, hechicerías, ni mandangas raras!
—Supongo que ya ha habrá acudido a dietistas y expertos en nutrición.
Faustino resopló, el doctor mantuvo su sonrisa al responder:
—Lo digo porque las personas escépticas como usted, solo acuden a mí como último recurso.
—Así es —reconoció él de mala gana—. ¿Puede ayudarme o no?
El hechicero, vidente y doctor tomó las gafas de la mesa y se las puso.
—Hay algo que quizás podría servir… pero es importante que siga mis indicaciones al pie de la letra.
«¡Joder, otro puto régimen de mierda!»
—Carezco de voluntad para las dietas —advirtió Faustino—, las sigo durante un día o dos, luego termino ante la nevera y…
Su interlocutor ensanchó aún más su sonrisa.
—Ya me hago una idea, en esta ocasión no se trata de eso. Mas debo advertirle que este tratamiento entraña un gran riesgo en el caso de no seguir mis indicaciones al pie de la letra.
¿Riesgo?, ¿qué es el riesgo en una cultura en la que los medios te inculcan que todo es peligroso? El tabaco puede producir cáncer; las ondas de los teléfonos móviles se rumorea que pueden causar tumores cerebrales o esterilidad; el atún está contaminado con metales pesados; la obesidad multiplica el riesgo de padecer enfermedades coronarias… ¿Qué podía significar el riesgo para alguien como Faustino?
—¿En qué consistiría ese tratamiento? Vi un programa sobre santería en la tele y si implica cánticos, rezos y bailecitos raros, como que no.
El doctor puso los ojos en blanco y miró a su paciente, planteándose si merecía la pena explicarle los pormenores del tratamiento y los poderes que implicaría. En un par de segundos decidió que lo mejor sería ofrecerle la explicación más simple.
—No practico la santería, señor, y usted solo tendría que tomarse una poción y dejar actuar en su interior al… —el doctor Sembeme se detuvo vacilante—, bueno, lo importante es que, en dos semanas como mucho, tendrá que regresar para tomar otro bebedizo para eliminar el parásito.
¿Parásito? Faustino había oído hablar de modelos que se introducían una tenia, la famosa solitaria
para mantener la línea, una especie de gusano que absorbía el alimento; era una solución un tanto repulsiva, aunque quien algo quiere, algo le cuesta. La verdad es que no le parecía mala idea, por lo menos no del todo, no señor. Tenía poco de mágico, pero podía funcionar. Así que aceptó y el doctor se excusó para desaparecer tras una rústica puertecilla, mientras él, a falta de máscaras tribales, se dedicaba a observar con más detalle las manchas de humedad de las paredes.
El doctor Sembeme no tardó más de cinco minutos y al igual que su consulta, la poción tenía un aspecto de lo más corriente para Faustino, que no se hubiera sorprendido ante una burbujeante redoma o frente a un tazón confeccionado a partir de un cráneo. Pero el galeno, adivino y hechicero, le puso en la mano una lata de cerveza y ni siquiera se trataba de una marca importada.
—Vamos, beba —le invitó el hechicero.
Faustino obedeció, sin encontrar nada raro en el sabor.
—¿Y la poción?
—Está bebiéndola.
—No noto ningún sabor especial.
—La magia no lo tiene.
«Y apuesto a que la estafa tampoco».
El hombre se terminó la cerveza. Después de todo, le sonaba que los huevos de la solitaria no eran visibles a simple vista. El doctor le dio algunas instrucciones: no debía compartir vasos o cubiertos con otras personas; suprimir las comidas excesivamente picantes o condimentadas durante siete días; y evitar cualquier medicamento durante las siguientes veinticuatro horas. También le dijo que era muy probable que sufriera algunas pesadillas durante su tratamiento.
Faustino pagó el precio de la consulta
y del hechizo, comprometiéndose a regresar dentro de catorce días para el proceso de exorcismo y purgado. El orondo paciente estaba levantándose para salir de la consulta cuando el doctor le preguntó sobre su dirección. Aquello escamó en el acto a Faustino, que ya había escuchado demasiadas historias sobre bandas de inmigrantes que entraban en las casas para robar, agrediendo a quien les saliera al paso.
—¿Para qué quiere mis señas?
Si el doctor Sembeme se molestó por la reticencia de su cliente a proporcionarle los datos, no dio la menor señal de ello. Sin perder la sonrisa, le respondió:
—Debe comprender que pueden pasar muchas cosas en dos semanas. Si usted llegara a sufrir un accidente o encontrarse indispuesto, yo me acercaría hasta su casa para el exorcismo.
Faustino pensó en la cara que pondrían sus vecinos si descubrieran que había terminado acudiendo a un hechicero.
«Ni de coña».
Así que el hombre le proporcionó una dirección falsa, antes de despedirse afablemente del doctor.
Una vez en la calle, Faustino volvió a introducirse en la boca del metro, sin apreciar nada anormal en su interior. Tampoco notó nada raro al realizar la compra, ni al llegar a su solitario y mal ventilado piso de alquiler, ni al masturbarse con ojos irritados ante la pantalla de su ordenador, la amante más barata y complaciente que había podido conseguir a sus treinta y tres años.
La noche, por el contrario, estuvo preñada de sueños extraños y sangrientos que escapaban a toda comprensión. Bebés devorados; animales eviscerados y desventrados, como decía su abuela, colgados a modo de ofrenda o quizás de advertencia ante las puertas de pequeños edificios de paredes encaladas; zumbidos; una joven de piel oscura tratando de llevarse a la boca entre violentas convulsiones un burbujeante tazón de ácido, ante la insidiosa