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Padre Génesis
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Libro electrónico353 páginas4 horas

Padre Génesis

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La vida de Gabriel Gatias Génesis, un novicio, cambia de forma radical cuando unos indeseables asesinan a sus padres y ultrajan a su hermana. El novicio tendrá que enfrentarse a sus principios, a su religión, y superar su consternación e indignaci

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ene 2022
ISBN9788409358588
Padre Génesis
Autor

Pepe Cantalejo

Sevillano. Interesado, tanto en música como la literatura, sus grandes pasiones. Sincero, extrovertido (charlatán por naturaleza) y amigo de sus amigos. Aficionado a las conspiraciones y nihilista por definición.Actualmente cursa varias asignaturas (de diferentes grados) en la UOC. Tiene un máster en gestión integral por la universidad CEU San Pablo de Madrid. Y es titulado en ingeniería técnica de informática de gestión por la universidad Pablo de Olavide (UPO) de Sevilla.

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    Padre Génesis - Pepe Cantalejo

    PREFACIO

    El verano de 2019 fue bastante prolífico para mí, en lo que a escritura se refiere. No hacía mucho, a finales de abril, que había terminado de escribir «Jota, Melodía Homicida». Y decidí, gracias a las recomendaciones de mi mujer y de Tati, tomarme un descanso. Dos meses después ya me hallaba escribiendo.

    No recuerdo qué día, solo sé que ya llevaba unas doscientas páginas escritas de «El refugio del tiempo» cuando recapacité. Necesitaba pensar en cómo plasmar los vaivenes de aquella disparatada novela. Así que decidí parar y, durante ese tiempo, comencé a elaborar otra que iría paralela a la serie de Jota.

    En realidad, buscaba un trampolín que me condujera a la tercera parte de Jota, pero sin llegar a ser aquella; El subinspector sevillano necesitaba tiempo. Tiempo que todavía, hasta hoy (1 de septiembre de 2021) sigue faltando, pues todavía no ha sido esbozada. Aunque, desde hace muchísimo tiempo, la tengo en mente, sostenida y alimentada, día tras día, por esta otra que aquí te traigo; la de un novicio que se verá enfrentado a duros momentos y que años después será partícipe en «Jota; melodía homicida», pero que aquí quise darle un firme protagonismo.

    Ya confesé en su día que, en el prefacio de aquella segunda parte de Jota, muchas de aquellas noches quedaron soterradas bajo la impaciencia y el insomnio que me produjo el querer terminarla. No pasó lo mismo con «El refugio del tiempo» (pese a ser una historia mucho más elaborada) y tampoco me ha sucedido con este «Padre Génesis», salvo en las últimas noches, cuando me disponía a cerrar su último capítulo. Aunque, esta, la del padre, me ha resultado mucho más dura de digerir, también de masticar.

    Recuerdo como si fuera ayer cuando, después de llevar escritas unas setenta páginas de este Padre Génesis, decidí parar la obra. Opté por desecharla, no me sentía cómodo con este tipo de historias crueles y sangrientas. Quizá, y solo quizá, fue la forma de entenderla en aquellos momentos. Momentos en los cuales me hallaba influenciado por el ritmo absurdo y alocado de «El refugio del tiempo» y su descapotable a manos de la subinspectora.

    Como dije, dejé parada toda actividad de esta novela. Ya la había desterrado por completo. Aun así, tuve la mala idea de enviársela a Tati. No esperaba nada. Creí que me iría a dar la libre absolución para arrojarla definitivamente al retrete de mi computadora. Sin embargo, pocos días después, Tati me llamó, la idea del Padre Génesis le resultó muy buena. Así que, pese al mal humor que en ciertos momentos esta historia me ha aportado, decidí terminarla. Te tocará a ti, después de leerla, quien dirá si de veras mereció la pena seguir con ella.

    Con independencia de ello, y tenga la aceptación que tenga, ya está escrita. Y lo peor no es eso, lo peor es que ya tengo varios bocetos para pincelar nuevas aventuras de este religioso. Aventuras que no sé cuánto tardarán en ver la luz, pero de buen seguro que lo harán.

    En definitiva, fue gracias a Tati que terminé esta historia. Y también es gracias a él que este «Padre Génesis» seguirá con nuevas sendas donde poder redimir a quienes lo merezcan.

    I. LA NOCHE DEL SÉPTIMO DÍA

    Germen de azar

    Tranquilamente, Claudio Tergot giraba la silla de oficina sobre la cual estaba cómodamente sentado. Se impulsaba de un lado para el otro, con sus pies posados levemente sobre el tapiz de liso colorido. De vez en cuando, daba algún que otro sorbo al vaso. Así estuvo por un tiempo hasta que el joven cirujano llegó al despacho.

    —¿Qué tenemos? —Molesto, y con desdén, inquirió.

    Mientras, y ya sin necesidad de seguir a la espera, Claudio Tergot hacía pasear con sus dedos, uno tras otro, a los grises bloques de hielo sobre los centilitros de güisqui, que mostraba, dentro del redondo y borroso vidrio, ese color amarillento. Parecía pretender que aquellos bailasen al son del ritmo del vinilo que sonaba¹.

    El visitante, el joven cirujano, con serio semblante, con aquel recio y oscuro maletín de médico, volvió a dirigírsele sin cambiar el tono y con el mismo mal gesto. Claudio, sabiendo lo molesto que el otro se hallaba, no habló, lo miró fijamente y tarareó la letra del tema que la aguja del tocadiscos reproducía, lo acompañaba a golpes de puntera.

    —Sí, Claudio. Siempre te gustó ese acercamiento al diablo, ¡eh! —De repente se detuvo, levantó la cabeza y respondió:

    —¡Sí, así es! Creo que la simpatía es mutua. Algún día lo conoceré, de eso estoy seguro. Y es posible que tú también —advirtió. El cirujano asintió.

    —¡Ah! —exclamó con desgana—. No me cabe la menor duda. —Y volvió a preguntarle—: ¿Qué tenemos, jefe? —el tipo bajó el volumen del equipo de música.

    —Un joven, ese es el problema. —Claudio soltó un leve gruñido que el cirujano no supo (o no quiso) interpretar—. Algunos años menor que tú, cursa su primer año de novicio. ¡Sabes, tiene gracia! —soltó una leve y jocosa exclamación—. Siempre he oído decir que para ser cura hay que estudiar doce años en el seminario: los seis primeros para engañar, y los seis restantes para no ser engañado. Aunque no prestes mucha atención a mis palabras; realmente nunca lo he sabido, ni siquiera me he preocupado en averiguar si estoy o no en lo cierto.

    —¿Y cuál es el problema? —el doctor volvía a interpelar, y volvía a hacerlo tras gesticular cierto grado de repudia.

    Claudio sabía que no eran horas para molestar al cirujano. Aunque tampoco prestó mayor atención a las quejas del médico que ahora, con sumo cuidado, como si aquello fuera una bomba a punto de estallar, depositó su oscuro maletín (que asía con su mano derecha) sobre la moqueta del suelo.

    —Un pequeño percance, ese es el problema. ¡Ah! ¡Qué más da! —despreció Claudio—. Lo de siempre. No es más que una simple contradicción en su camino. Ya sabes, lo que siempre digo; germen del desafortunado azar.

    —¿Y cuán desafortunado ha sido ese azar, Claudio, para que, de inmediato —una insana saña brotaba de los labios del cirujano—, requieras de mis servicios? —Claudio volvió a dejar desatendidas las quejas de aquel.

    —El novicio, Gabriel Gatias Génesis, así se llama. Tiene gracia; ¡Ja, ja, ja! ¡Las tres «G»! Como si se tratase de una marca diabólica; «6, 6, 6». —Claudio reflexionó para luego seguir relatando. El doctor asintió levemente mientras dejaba escapar cierto grado de aspereza—. El muchacho se ha visto en una situación delicada y comprometida.

    —¡Ya! —objetó el cirujano—: Seis, seis, seis.

    Ahora era Claudio quién parecía estar más que harto de la insolencia mostrada por el cirujano, pero se contuvo. Por demás, el disco seguía girando y escupiendo el desparpajo de Jagger y las cálidas notas de Richards. Claudio seguía moviendo el pie al ritmo de la música.

    —No le conozco de nada —enfatizó Claudio—. Lo ha puesto en nuestro camino mi buen amigo el arzobispo. El desafortunado incidente… —Se detuvo, respiró y prosiguió—. Sí, el incidente, llamémoslo así —volvió a recalcar—, le fue comunicado por un religioso cercano al muchacho y creyó necesario nuestra no tan divina intervención. He visto al muchacho —señaló Claudio—, y pienso que fue acertado avisarnos.

    El cirujano escuchaba de pie, no quiso sentarse en la silla que tenía a medio metro de su posición, seguía molesto. Aquello denotaba un más que ligero desacuerdo, y Claudio lo sabía.

    —¡Claro! —añadió Claudio mientras el cirujano continuaba entonando el mismo desdén—. Supongo que el hospital no es buen lugar para… este… novicio… —Se detuvo por un leve tris—. Seguro que nos podrá ofrecer ciertos servicios, siempre que lo llevemos por buen camino, por supuesto.

    El médico asintió y, finalmente derrotado, cogiendo su maletín, le siguió el juego:

    —Si el arzobispo lo cree necesario, ¿quién somos nosotros para dudar?

    —Eso mismo pensé, doctor. —Apuró el vaso—. En fin, tendrás que hilvanar al muchacho, le asestaron varias puñaladas…

    Las manos

    El tipo del maletín descargó su ira sobre sus pasos. Bajó lentamente, con parsimonia y desgana, por la estrecha escalera que daba acceso al sótano. A continuación, prosiguió caminando por el opaco pasillo hasta detenerse en la segunda puerta de la izquierda.

    El redondo pomo metálico cedió al deseo de quien en otras tantas ocasiones había llamado a aquella.

    Se escuchó el «clic, clic» del pestillo. Por supuesto que Gabriel lo oyó, pero ni pestañeó. Allí se hallaba, perdido y mirando al suelo, como si esperase a que alguien llegase para aliviar su malestar.

    El cirujano accedió a la sala y lo miró con condescendencia. El novicio ni se inmutó, aquejado y cansado, ocultaba su dolor tras el mea culpa que portaba. Sin embargo, no supo cómo evitar mostrar su nerviosismo y, armado de paciencia —eso creyó—, se frotaba una y otra vez las manos. La izquierda se dejaba expugnar por los roces de la derecha, aquella buscaba obtener un resultado que lo eximiera del crimen que había cometido. Al poco las tornas cambiaban y, como si del juego político se tratase, le tocaba el turno a su derecha dejarse acariciar.

    El cirujano percibió su nerviosismo y quiso calmarlo:

    —¿Tu primera vez?

    —¿Cómo dice? —contestó el novicio.

    No esperaba una pregunta de esa índole, necesitaba tiempo para responder. La duda le asaltó, no conocía a aquel tipo y no sabía qué decir.

    —¡Tranquilo! —le respondió el cirujano—. No soy quién para juzgarte, solo vine a prestarte ayuda. ¡Sabes! —Intentó relajarlo ofreciéndolo un poco de plática—. Nunca he creído en las religiones ni en sus deidades. Y mucho menos en una donde se elimina la esclavitud de su pueblo, pero permite que estos sí tengan a quienes esclavizar.

    El cirujano cambió su rostro de empatía por otro de dolor, luego reflejó desprecio y despreocupación por lo que el joven le contaba. Gabriel percibió ese cambio. Sin embargo, no se atrevió a preguntar por aquello al desconocido.

    —Son metáforas —respondió el joven incorporándose y dejando entrever la oscura y brillante mancha de sangre sobre su negra sotana—. No se puede interpretar un texto tal y como hoy lo entendemos —defendía y aludía a tantos años de estudios y enfrentamiento con aquellos antiguos textos—. Por aquellos años siempre se hablaba con parábolas, la gente no tenía otra forma de comprender.

    »Y, aunque no lo fueran —aseveró el novicio—, los avatares del tiempo no son pretextos para modificar los manuscritos al antojo de cualquier oportunista. Y, amén de que aquella época —el novicio hacía hincapié en ello— era lo que era. No hay más —sentenció—. Ahora, en este presente, hay que buscar otras interpretaciones a esos antiguos textos. No siempre hay quedarse con lo malo ni con aquello que nos resulta innecesario.

    —Sí, lo sé, muchacho —comedía el cirujano—. Pero deja que te diga; no lo comparto. En fin, Gabriel —prosiguió con su cháchara mientras preparaba su instrumental—, ninguna deidad existe para mí, salvo la suerte; esa es la que rige el destino de todos y cada uno de los seres de este mundo. Y aquí y ahora, muchacho, te va a prestar servicio.

    —Puede que no andes muy equivocado en eso; en tu entendimiento —concedió el joven novicio—. Después se quitó la sotana. A continuación, la blusa, y se dejó hacer…

    II. GÉNESIS

    Martes y trece

    En el único martes y trece que hubo en aquel año; 1972, nacería Gabriel Gatias Génesis. Un día que ya vaticinaba los derroteros por los que, de manera irremediable, y tarde o temprano, el novicio tendría que caminar. Un día que a la postre marcaría la maldición que le acompañaría por siempre, y con ella las malas acciones que tendería a realizar durante el resto de su solitaria vida.

    Fue el segundo de dos hermanos, nacido dentro de una humilde y próspera familia de inmigrantes instalados en Madrid desde hacía ya algo más cinco lustros. Tuvo una infancia feliz.

    Le caracterizó mucho el nombre de arcángel con el que fue bautizado: un santo guerrero de un martes y trece, unas armas a tomar para hacer cumplir y castigar a cuantos, según su deidad, se lo merecieran. Sin embargo, cuando vino a darse cuenta, quedó atrapado en la maraña de corruptela que lo envolvería para siempre, aunque su razonamiento cerraría aquella puerta y nunca lo vería así.

    Todo aquello vendría años más tarde, pues, desde pequeño —a pesar de que siempre tuvo un trato respetuoso con su prójimo—, su peculiar mirada lo situó como un extraño frente a los demás niños, y siempre hubo algún que otro rifirrafe con algunos de ellos.

    Nunca le gustó compartir los ratos con sus semejantes, ni siquiera para practicar deporte durante el tiempo de recreo, este lo pasaba leyendo textos religiosos que cogía prestado de la biblioteca del colegio parroquial en el cual estudió.

    Siempre permaneció ajeno al balón y bajo el vector de la auto marginación que para sí se impuso. Y, a pesar de todo, nunca estuvo solo; Damián, el director del centro y hermano de Adolfo; un religioso que más tarde lo acogería bajo su ala y lo conduciría al sacerdocio, siempre estuvo pendiente de ese niño tan especial.

    Con todo, como alumno fue brillante; muy aplicado, destacado y educado. Nunca respondió a sus profesores con una negativa, ni desobedeció mandato alguno de sus padres, excepto uno: la senda religiosa por la que Adolfo lo condujo, siempre bajo la voluntad del menor.

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    Durante su adolescencia, y bajo el estudio de los mismos libros que portó de infante, cual Quijote con sus andanzas de caballería, apartó de su camino el deseo, tanto sexual como material, y se centró en la doctrina e interpretación teológica.

    Ya de pequeño, los pasajes bíblicos le hacían dudar; no llegaba a comprender el porqué de aquel Génesis, y por qué el antiguo testamento distaba tanto del nuevo. Pero Damián, con su buen hacer, siempre supo eliminar sus dudas, aunque Gabriel siempre fue capaz de alcanzar sus propias reflexiones. Adolfo, que visitaba a su hermano con cierta regularidad, se involucró muchísimo en la educación religiosa del menor.

    Uno de aquellos días, las conclusiones de Gabriel lo llevaron a plantear sus dudas frente a Adolfo:

    —El momento de la creación fue también el de la destrucción; no por todo cuanto Nuestro Señor concibió, sino por la idea que tuvo de designar a un ser para gobernarlo todo y a todos. Esa semilla de semejanza fue la causante de la desolación que desde tiempos innegables nos acecha y nos condena a la aniquilación por todo cuanto conocemos como vida, sea vegetal o animal. El infante daba muestras de una capacidad de comprensión muy por encima de la media. Incluso no parecía, con aquella deslumbrante madurez, tener la edad que tenía.

    —Gabriel, hijo mío —Adolfo siempre le habló con sumo respeto y ternura—, aún eres muy joven para llegar a comprender todas esas metáforas.

    —Pero padre —protestaba el niño—, el ser concebido para gobernar, el humano, no trajo un pan bajo el brazo, sino la semilla de la destrucción. Sembró el desorden, el descontrol y el caos. Nuestro Señor nos dotó de una hambrienta necesidad que nunca, por más que queramos, será saciada, y provocará la extinción de todo cuanto creó en la tierra. Afortunadamente, el cielo todavía está fuera del alcance de la mano del hombre.

    —Sí, hijo, por desgracia ahí siguen; más interesados en desvelar los misterios celestiales que en sanar la tierra; este paraíso fue el paraíso que se les entregó, pero no lo parece, a nadie se lo parece. Aun así, no olvides que todo lo que sucede es gracias a su voluntad, son muchos los caminos y designios que Nuestro Señor marca para todos, sin excepción.

    —Pero padre —protestaba otra vez el niño—, aquella afirmación recogida en el Génesis no debería haberse aplicado al vanidoso humano. ¿Será verdad, entonces —el menor conjeturaba—, que Él nos creó a su imagen y semejanza? ¿Acaso Nuestro Señor es igual que todos nosotros? ¡No! —Apretó fuertemente la mandíbula—. Me niego a aceptar esa respuesta como válida.

    —Señorito Gabriel Gatias Génesis, debería usted centrarse en la búsqueda de su propia verdad.

    Y, tras ese diminutivo, el muchacho le recriminaba con rotundidad, y argumentaba que no era ningún señorito. Siempre defendió que nadie es más importante que su semejante. Y el sacerdote, derrotado pero satisfecho por la personalidad del niño, terminaba pidiéndole disculpas.

    Hubo otras muchas ocasiones en las que Gabriel se planteó serias dudas, y siempre, tras alguna de las visitas de Adolfo, se las expuso. Su caballo de batalla siempre fue averiguar por qué razón su Dios tuvo la necesidad de crear al desalmado ser humano.

    —Al llegar el fatídico séptimo día —comenzaba una nueva discusión entre ambos, en cualquiera de las otras muchas visitas que Adolfo realizó— Nuestro Señor debió estar ebrio por tanto amor que sembró en la tierra, ¿no, padre?

    »Supongo que le causó cansancio y ceguera, pues muchos padres niegan defecto alguno en sus hijos. Fue, por tanto, incapaz de ver la maldad de aquellos a quienes les dio poder para someter la tierra a su antojo.

    —Sí, Gabriel, pudo ser así. Mas cuando alcanzó a verla, a ver esa maldad de la que hablas, envió un diluvio para destruir a todo ser viviente, salvo a los elegidos.

    —¿Y había necesidad de ello, padre? —Adolfo cayó en las redes del infante y, en esta ocasión, como en tantas otras, no sabría cómo afrontar las dudas planteadas por el niño—. Nuestro Señor tenía el poder de destruirlo todo con un simple chasquido, ¿por qué no lo hizo?

    »¿Por qué permitió la desviación de su creación? No, esto no me parece palabra de Dios, esto es palabra del hombre corrupto…

    A Adolfo no le quedó más remedio que proveer al joven con nuevos textos en los que centrar esa desviación; ese cierto grado de ateísmo que ya veía en él, y así tener nuevas maneras de dialogar con el joven. Sin embargo, y aunque las nuevas y venideras visitas no fueron tan duras, sí tuvieron su réplica.

    Muy a menudo, Adolfo recordaba las dudas que el menor le planteaba con respecto al paraíso prohibido, ese del que se habla en las Santas Escrituras. Sí, muchas fueron las veces que intentó marcar las pautas, pero el inquieto joven siempre tiraba hacia otros lares, siempre por los derroteros de la discusión.

    —¡Tigris y Éufrates!

    ²

    ¿Padre, qué tendrán que ver aquí los sumerios? Tal vez la Biblia no fuera escrita por la mano de Nuestro Señor, ¿no? Sino por las deidades de aquellos hombres que se jactaban de tanta obediencia y respeto por las leyes celestiales y divinas.

    —Gabriel Gatias Génesis, tenga siempre presente que Dios, Nuestro Señor, es eterno. En la época de los sumerios aún no se había creado el papel, por tanto, tuvieron que escribir en arcilla.

    »El problema fue otro, pues mezclaron la historia de la humanidad, la que fue designio de Nuestro Señor, con otras historias de fantasías y falsos dioses, así como otros relatos terrenales que para ellos mismos crearon, y así creyeron. De esta forma, surgieron los falsos mitos y leyendas; toda una doctrina de pensamientos que más tarde fueron recogidas por los griegos y por los romanos… —En esta, y en otras más, el infante no pudo procurarse una victoria.

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    Como era de esperar, Gabriel siguió creciendo, a la par que sus inquietudes religiosas. Y las visitas que Adolfo le hacía cada vez eran más seguidas. Más tarde, tras el prisma de la experiencia y, tras su manera de ver las cosas —gracias también al esfuerzo de Adolfo—, comprendería las metáforas de las sagradas escrituras y la enorme separación entre culturas tan antiguas.

    Todo hacía indicar que Gabriel cogería la senda de la teología, como así fue.

    Años más tarde, después de haber llevado una vida simple, pero ardua y austera, orientada a la religión, ingresó en el seminario. Una vida de servidumbre al Todopoderoso era lo que más deseaba y le satisfacía.

    Aquella circunstancia lo llevaría, irremediablemente, por su todavía desconocida senda maléfica, así como a ser partícipe de aquello en donde jamás quiso entrar. Sin embargo, había que dar ejemplo y alcanzar la redención a fuerza de muertes y oraciones de perdón. Efectivamente, fue ese el desafortunado germen.

    Y, tal vez, esa despreciable deidad; el azar, fue la encargada de escribir aquellos textos cargados con las líneas del oscuro destino que el azar (y ningún otro dios) tenía reservado para Gabriel. Y tan caprichoso fue el destino, como siempre, que quiso que el novicio sirviera de arma para luchar con tanta violencia para, así, de este modo, dar voz a los callados; mediante sus acciones de castigo.

    No fue su culpa. «Por supuesto que no», se diría para sí durante el resto de sus días. No fue Gabriel quién comenzara con la idea de castigar sin dar ninguna posibilidad de redención.

    En efecto, ni una pequeña oportunidad de cambio ofrecería a los culpables: reos de muerte fueron para él sus víctimas, pues tampoco eran inocentes. No, al menos, ante sus ojos.

    Si bien, es cierto que pudo tomar otras decisiones. ¡Quizás! Sin embargo, todo ocurre según el momento en el cual estemos y según las personas que en aquellos nos acompañen. Así fue cómo su senda quedó marcada, pero jamás quiso saber de opiniones de terceros ni de gestos de aprobación o de lo contrario. Y, aunque en muchísimas ocasiones tuvo la ayuda de un orientador; Adolfo, su único juez siempre fue su Dios, también su único y verdadero guía. Nada hubo para él que tuviera más presencia. Aquella justicia hizo que todas sus acciones, bajo su mirada, quedasen impunes.

    Para Gabriel, nadie más que su Señor podría juzgarlo. Fue esa, su deidad, la que siempre le proporcionó la senda a seguir y las acciones a realizar. No hubo ni uno solo de sus actos, ni de sus asesinatos que quedasen sin petición de ayuda para sus almas, ya fueren puras o impuras.

    Pudo haber cogido otro camino, tal vez. Pero la cita lo salvó; aquella de un tal Sansón que defraudaba a su Dios en todo, salvo en una cosa. Se agarró a ese simple detalle

    ³

    .

    Los amigos

    El extremo de la cuerda que aquel séptimo día —que todavía quedaba por acaecer— oprimiría al culpable hasta dejarlo sin vida.

    Invariablemente, fue una pareja de fracasados (del grupo de los «pringaos», les decían).

    Un trabajo aburrido para dos tipos con grandes faltas de estímulo. Ambos se adherían al paso de las horas muertas sin nada más que hacer; dos moscas que revoloteaban —como quien da vueltas a esa idea que nunca llega— y pretendían dejar atrás aquellos vacíos y poco fructíferos paraísos en los que siempre se hallaban.

    Se conocieron años atrás, un lunes cualquiera, durante una entrevista de trabajo, poco sabían del mundo laboral, tampoco entendían de acontecimientos sociales (de eso último nunca supieron). Optaban a dos vacantes, pero en diferentes áreas de aquella empresa. La verdad, aunque incluyente, no estaba relacionado con aquello, pues, en cuanto al comportamiento y trato con los demás —muy tímidos de aspecto, pero a la vez apáticos— distaban mucho de lo ideal: cero en empatía. Y claro: «Dios los cría y ellos se juntan».

    En efecto, no tenían nada de buenas personas. No eran más que dos metomentodos. Y, después del adecuado proceso de inicio, tampoco supieron hacer buenas migas con sus otros compañeros de trabajo —quienes desde el primer instante los tacharon de nerdos— ni con nadie más, ni siquiera con las prostitutas ni toxicómanos con los que más tarde se mezclarían.

    En realidad, solo el apocamiento los retenía. Y así fue como, poco después de conocerse, iban juntos a cualquier evento que les resultase interesante, incluidas las largas noches.

    Sí, se hicieron inseparables. Aunque, tras sus muchas salidas, solo consiguieron labrarse la misma reputación de antisociales y apáticos que ya tenían en lo laboral.

    Esta aura que les precedía hizo que cogiesen una vía muy distinta a la que antes de conocerse mantenían y, hastiados de tanta derrota, comenzaron a frecuentar aquellos lares donde abunda tanto vicio y marginación. Y, por aquello de tener un trabajo bien remunerado con el que sustentarse y permitirse sus caprichos, se vieron como tuertos en un mundo de ciegos.

    Sin embargo, la empresa donde trabajaban no tardaría en quebrar. Pronto se quedaron sin trabajo y alejados el uno del otro. En consecuencia, la distancia los separó y, aunque seguían quedando, lo hacían más de tarde en tarde.

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    Meses después, Rubén Coronas conseguiría un trabajo como analista programador, en una empresa tecnológica. Análogamente, su amigo de fechorías; Nicolás Potas Calderón —alias «el Cotas» entre conocidos y allegados, pues siempre hablaba de alcanzar cotas más altas—, prosiguió con su oficio de contable en una empresa de biología. Así que, tras presagiar nuevos escenarios y desechar nuevas amistades, volvieron a entablar aquella, la suya,

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