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El lirio en el valle
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El lirio en el valle

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Retirado en La Paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Escuchar con los ojos es una colección que acerca a los jóvenes al mundo de la lectura. Está formada por novelas, cuentos, ensayos y poemas, con un criterio muy amplio: tanto escritos en lengua española como traducciones de los mejores autores de la literatura universal.
En esta obra de Balzac, Félix de Vandenesse escribe a su amante, la condesa Natalie de Manerville. cuenta su infancia y amor platónico de la adolescencia por Henriette de Mortsauf, la esposa del conde de Mortsauf.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ago 2013
ISBN9786070304644
El lirio en el valle
Autor

Honoré de Balzac

Honoré de Balzac (1799-1850) was a French novelist, short story writer, and playwright. Regarded as one of the key figures of French and European literature, Balzac’s realist approach to writing would influence Charles Dickens, Émile Zola, Henry James, Gustave Flaubert, and Karl Marx. With a precocious attitude and fierce intellect, Balzac struggled first in school and then in business before dedicating himself to the pursuit of writing as both an art and a profession. His distinctly industrious work routine—he spent hours each day writing furiously by hand and made extensive edits during the publication process—led to a prodigious output of dozens of novels, stories, plays, and novellas. La Comédie humaine, Balzac’s most famous work, is a sequence of 91 finished and 46 unfinished stories, novels, and essays with which he attempted to realistically and exhaustively portray every aspect of French society during the early-nineteenth century.

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    El lirio en el valle - Honoré de Balzac

    Desde la torre

    Retirado en la paz de estos desiertos,

    con pocos pero doctos libros juntos,

    vivo en conversación con los difuntos

    y escucho con mis ojos a los muertos.

    Si no siempre entendidos, siempre abiertos

    o enmiendan, o fecundan mis asuntos;

    y en músicos callados contrapuntos

    al sueño de la vida hablan despiertos.

    Las grandes almas que la muerte ausenta,

    de injurias de los años, vengadora

    libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la imprenta.

    En fuga irrevocable huye la hora;

    pero aquélla el mejor cálculo cuenta

    que en la lección y estudios nos mejora.

    Francisco de Quevedo

    primera edición impresa, 2000

    edición electrónica, 2013

    © siglo xxi editores. s.a. de c.v.

    isbn digital: 978-607-03-0464-4

    conversión ebook:

    Information Consulting Group de México, S.A. de C.V.

    A LA SEÑORA CONDESA

    NATALIA DE MANERVILLE

    "Cedo en tu deseo. El privilegio de la mujer que amamos más de lo que ella nos ama, es el de hacernos olvidar cada dos por tres las reglas del buen sentido. Por no ver formarse un pliegue en su frente, para disipar la enfurruñada expresión de sus labios, entristecidos ante la menor negativa, franqueamos milagrosamente las distancias, damos nuestra sangre, comprometemos nuestro porvenir. Hoy quieres mi pasado, helo aquí. Únicamente sábelo bien, Natalia: al obedecerte, he debido pisotear renuencias invioladas. Mas ¿por qué sospechar de los súbitos y prolongados ensueños que se apoderan de mí a veces en plena felicidad? ¿No podrías tú jugar con los contrastes de mi carácter sin preguntar sus causas? ¿Por qué tu cólera de mujer amada, ante un silencio? ¿Posees en tu corazón secretos que, para ser absueltos, tienen necesidad de los míos? En fin, tú lo has adivinado, Natalia, y tal vez sea mejor que lo sepas todo: sí, mi vida está dominada por un fantasma, que se dibuja vagamente a la menor palabra que lo provoca y que a menudo se agita sobre mí. Tengo imponentes secretos en el fondo de mi alma, como esos productos marinos que se divisan en tiempo sereno y despejado y que las olas de la tempestad arrojan despedazados a la arena. Aunque la elaboración que necesitan las ideas para ser expresadas haya contenido estas antiguas emociones, que tanto mal me causan cuando se despiertan demasiado repentinamente, si en esta confesión hubiesen fragmentos que te hieran, acuérdate que eres tú quien me ha amenazado si no te obedecía; no me castigues, pues por haberlo hecho quisiera que mi confidencia redoblase tu cariño. Hasta la noche.

    FÉLIX."

    ¿A qué talento nutrido de lágrimas deberemos un día la elegía más conmovedora, la pintura de los tormentos sufridos en silencio por almas cuyas tiernas raíces no encuentran aún sino duros guijarros en el suelo doméstico, cuyas primeras frondas son desgarradas por manos rencorosas y cuyas flores son atacadas por la helada en el momento en que se abren? ¿Qué poeta nos dirá los dolores del niño cuyos labios maman en un seno amargo y cuyas sonrisas son reprimidas por el devorador fuego de una mirada severa? La ficción que representarían esos pobres corazones oprimidos por los seres situados en su derredor para favorecer el desarrollo de su sensibilidad, sería la verdadera historia de mi juventud. ¿Qué vanidad podía herir, yo, recién nacido? ¿Qué desgracia física o moral me valía la frialdad de mi madre? ¿Era yo acaso, pues, el hijo del deber, aquel cuyo nacimiento es fortuito, o bien aquel cuya vida es un reproche? Criándome en el campo, olvidado por mi familia durante tres años, cuando volví a la casa paterna me hacían tan poco caso, que soportaba la compasión de la gente. No conozco ni el sentimiento ni la feliz casualidad que hubiera podido ayudarme a superar este primer decaimiento: en mí, el niño ignora; el hombre no sabe nada. Lejos de endulzar mi suerte, mi hermano y mis dos hermanas se divirtieron haciéndome sufrir. El pacto en virtud del cual los niños ocultan sus pecadillos y que les enseña ya el honor, fue nulo a mi respecto; lo que es más, a menudo fui castigado por faltas de mi hermano, sin poder reclamar contra tal injusticia: ¿acaso el servilismo, en germen en los niños, les aconsejaba contribuir a las persecuciones que me afligían, para procurarse el agrado de una madre igualmente temida por ellos? ¿O era un efecto de su tendencia a la imitación? ¿Una necesidad de ensayar sus fuerzas? ¿Falta de piedad? Tal vez esas causas reunidas me privaron de las dulzuras de la fraternidad. Desheredado ya de todo cariño, no podía amar, ¡y la naturaleza me había creado para amar! ¿Recoge un ángel los suspiros de esta sensibilidad rechazada? Si en algunas almas los sentimientos desconocidos se convierten en odio, en la mía se concentraron y excavaron un lecho del que más tarde brotaron sobre mi vida. Según los caracteres, el hábito de temblar relaja las fibras, engendra el temor y el temor obliga a ceder siempre. De ahí proviene una debilidad que degenera al hombre y le comunica no sé qué de esclavo. Pero aquellos continuos tormentos me acostumbraron a desplegar una fuerza que se acrecentó por su ejercicio, predisponiendo mi alma a las resistencias morales. En espera siempre de un nuevo dolor, como los mártires esperaban un nuevo golpe, todo mi ser debió expresar una resignación bajo la cual fueron ahogadas las gracias y los movimientos de la infancia, actitud que fue considerada como síntoma de idiotismo y justificó los siniestros pronósticos de mi madre. La convicción de esas injusticias excitó prematuramente en mi alma el orgullo, ese fruto de la razón que, sin duda, atajó las malas inclinaciones que semejante educación alentaban. Aunque abandonado por mi madre, yo era a veces objeto de sus escrúpulos, en ocasiones ella hablaba de mi instrucción y manifestaba deseos de ocuparse de ella; entonces yo sentía horribles escalofríos pensando en las desgarraduras que me causaría el contacto cotidiano con ella. Bendecía mi abandono y me sentía feliz quedándome en el jardín jugando con guijarros, observando los insectos, contemplando el azul del firmamento. Aunque el aislamiento debió inducirme a la ensoñación, mi afición a las contemplaciones me vino de una aventura que le pintará mis primeros infortunios. Se ocupaban tan poco de mí, que a menudo hasta mi nana se olvidaba de acostarme. Una tarde, tranquilamente acurrucado bajo una higuera, miraba a una estrella con esa curiosa pasión que prende a los niños, y a la que mi precoz melancolía añadía una especie de inteligencia sentimental. Mis hermanos se divertían jugando y gritaban; yo oía su lejano alboroto como un acompañamiento a mis ideas. Cesó el ruido, vino la noche. Por casualidad, mi madre notó mi ausencia. Para evitar un reproche, mi nana, la terrible señorita Carolina, justificó las falsas aprensiones de mi madre, pretendiendo que tenía horror a la casa; que si ella no me hubiese vigilado atentamente, me habría fugado ya; que yo no era imbécil, sino solapadamente insociable; que entre todos los niños cuyo cuidado le había sido confiado, no había jamás encontrado uno cuyas inclinaciones fuesen tan malas como las mías. Simuló buscarme y me llamó: yo respondí, y ella vino a la higuera, donde sabía que estaba.

    —¿Qué haces ahí? —me preguntó.

    —Contemplaba una estrella.

    —No estabas contemplando una estrella —dijo mi madre, que nos escuchaba desde lo alto del balcón—. ¿A tu edad conoces la astronomía?

    —¡Ah, señora —exclamó la señorita Carolina—, ha abierto el grifo del depósito y el jardín está inundado!

    Hubo un rumor general. Mis hermanas se habían entretenido en abrir el grifo para ver manar el agua; pero, sorprendidas por la separación de una mata que la había regado por todas partes, habían perdido la cabeza y escapado sin acordarse de cerrarlo. Las convenció de que yo era el autor de semejante travesura, atacado, acusado de mentiroso cuando yo afirmaba mi inocencia, fui severamente castigado. ¡Castigo horrible… fui la rechifla por mi amor a las estrellas, y mi madre me prohibió quedarme en el jardín al anochecer! Las defensas tiránicas agudizan aún más una pasión en los niños que en los hombres; los niños tienen sobre éstos la ventaja, de no pensar más que en la cosa prohibida, que les ofrece atractivos irresistibles. Por lo tanto, a menudo recibí el látigo por mi estrella. No pudiendo confiarme a nadie, era a ella a quien contaba mis penas en aquella deliciosa cháchara interior en la cual un niño tartajea sus primeras ideas, al igual que antes balbuceara sus primeras palabras. A los doce años de edad, en el colegio, la contemplaba aún, experimentando indecibles deleites, a tal punto las impresiones recibidas en los albores de la vida dejan profundas huellas en el corazón.

    Cinco años mayor que yo, Carlos fue tan guapo de niño como lo es de hombre; era el favorito de mi padre, el amor de mi madre, la esperanza de la familia: era el rey de la casa. Yo, canijo y enfermizo, fui enviado a los cinco años medio-pensionista a una pensión de la ciudad, conducido por la mañana y recogido por la noche por el ayuda de cámara de mi padre. Solía llevarme un cestillo poco abastecido, mientras que mis camaradas llevaban abundantes provisiones. Este contraste entre mi carencia y su riqueza engendró mil sufrimientos. Los célebres picadillos y chicharrones de Tours constituían el elemento principal de la comida de mediodía, entre el desayuno y la cena, cuya hora coincidía con nuestro regreso. Este plato, tan apreciado por algunos glotones, aparece raramente en Tours en las mesas aristocráticas; si oí hablar de él antes de ser puesto como medio-pensionista, no había tenido nunca la suerte de ver extender para mí en una rodaja de pan aquella pasta parda; pero, aun de no haber estado de moda en la pensión, mi envidia no hubiera sido menos viva, pues se me había convertido como en una idea fija, semejante al deseo que inspiraban a una de las más elegantes duquesas de París los picadillos guisados por las porteras, y que en su calidad de mujer satisfizo. Los niños adivinan la codicia en las miradas, tan bien como ustedes leen en ellas el amor: en consecuencia me convertí en sujeto de frecuentes burlas. Mis camaradas, pertenecientes casi rodos a la pequeña burguesía, me enseñaban sus excelentes picadillos, preguntándome si yo sabía cómo se hacían, dónde se vendían y por qué yo no los llevaba. Se relamían alabando los chicharrones, esos residuos de cerdo salteados en su grasa y que semejan trufas cocidas; registraban mi cestillo, no hallaban en él sino quesos de Olivet o frutas secas, y me asesinaban con un: ¿No tienes, pues, con qué?, que me enseñó a medir la diferencia entre mi hermano y yo. Bste contraste entre mi abandono y la felicidad de los demás, ha maculado las rosas de mi infancia, mustiando una juventud verdeante. La primera vez que, engañado por un sentimiento generoso, tendí la mano para aceptar la golosina tan deseada, ofrecida con aire hipócrita, mi burlador retiró su rebanada de pan bien untada de ella, entre las carcajadas de los camaradas que conocían el desenlance.

    Si los más distinguidos espíritus son accesibles a la vanidad, ¿cómo no absolver al niño que llora viéndose despreciado, víctima de chocarrerías? ¡En este juego cuántos niños no se volverían glotones, pedigüeños, cobardes! Para evitar las persecuciones, me peleé. El valor de la desesperación me hizo temible, pero fui odiado y quedé sin recursos contra las traiciones. Un atardecer, al volver a casa, recibí en la espalda un golpe asestado con un pañuelo atado lleno de piedras. Cuando el ayuda de cámara, que me vengó rudamente, contó el hecho a mi madre, ésta exclamó:

    —¡Este maldito crío solamente nos dará disgustos!

    Me sumí en una horrible desconfianza para conmigo mismo, al encontrar allí las mismas repulsiones que inspiraba en mi familia. Allí, como en casa, me replegué en mí. Una segunda nevada retrasó la floración de las semillas sembradas en mi alma. Aquellos que veía yo queridos, eran unos completos tunantes y mi orgullo se apoyó en esta observación: permanecí solo. Así continué imposibilitado de desahogar los sentimientos que abarrotaban mi pobre corazón. Viéndome siempre ensombrecido, odiado, solitario, el profesor confirmó las erróneas sospechas que mi familia tenía sobre la perversidad de mi naturaleza. En cuanto supe leer y escribir, mi madre me desterró a Pont-le-Voy, colegio dirigido por religiosos de la congregación del Oratorio, quienes recibían a los niños de mi edad en una clase llamada de los Pasos latinos, en la que quedaban también los escolares cuya lente inteligencia era reacia a la educación. Permanecí allí durante ocho años, sin ver a nadie, llevando una vida de paria. He aquí cómo y por qué. Para mis pequeños gastos solamente disponía de tres francos al mes, suma que apenas bastaba para las plumas, cortaplumas, reglas, tinta y papel de que necesitaba. Así, pues, no podía comprar ni los zancos, ni las cuerdas, ni ninguna de las cosas necesarias a las diversiones del colegio, por lo que me estaban prohibidos los juegos; para ser admitido en ellos, tendría que haber adulado a los ricos o a los fuertes de mi sección. Mas la menor de estas cobardías, que tan fácilmente se permiten los niños, me hacía brincar el corazón. Me colocaba bajo un árbol, perdido en quejumbrosas ensoñaciones y allí leía los libros que mensualmente nos distribuía el bibliotecario. ¡Cuántos dolores se hallaban ocultos en el fondo de esta monstruosa soledad! ¡Qué de angustias engendraba mi abandono! ¡Imagine lo que mi tierna alma debió experimentar en la primera distribución de premios, donde obtuve los dos más estimados, el de tema y el de versión! Al ir a recibirlos al estrado, en medio de las aclamaciones y de las fanfarrias, no tuve ni a mi padre ni a mi madre para festejarme, mientras que la galería estaba repleta por los padres de todos mis camaradas. En lugar de besar al que los otorgaba, según la costumbre, me precipité contra su pecho y estallé en llanto. Por la noche, quemé mis coronas en la estufa. Los padres se quedaban en la ciudad durante la semana empleada en los ejercicios que precedían a la entrega de premios, así que mis camaradas levantaban el campo alegremente todas las mañanas, mientras que yo, que tenía a mis padres a pocas leguas, me quedaba en los patios con los ultramarinos, nombre dado a los escolares cuya familia residía en las islas o en el extranjero. Y por la noche, los bárbaros nos ensalzaban los banquetes celebrados con sus progenitores. Verá siempre aumentando mi desgracia a medida de la circunferencia de las esferas sociales en las que entraré. ¡Cuántos esfuerzos no he intentado para invalidar la sentencia que me condenaba a no vivir sino en mí! ¡Cuántas esperanzas concebidas durante largo tiempo con mil arranques del alma y destruidas en un día! Para decidir a mis padres a venir al colegio, les escribí epístolas llenas de sentimientos, acaso enfáticamente expresados, pero tales cartas sirvieron sólo para que mi madre me dirigiera reproches, reprendiéndome con ironía sobre mi estilo… Sin desanimarme, prometí cumplir las condiciones que mi madre y mi padre impusieron a su llegada; imploré la ayuda de mis hermanas, a las que escribí los días de su santo y de su cumpleaños, con la exactitud de las pobres criaturas abandonadas, pero con vana persistencia. Al aproximarse la fecha del otorgamiento de premios, redoblé mis ruegos, hablé de triunfos presentidos. Engañado por el silencio de mis padres, los esperaba con el corazón exaltado y lo anunciaba a mis camaradas; y, cuando a la llegada de las familias resonaba en las aulas el paso del viejo portero llamando a los escolares, entonces experimentaba enfermizas palpitaciones. Jamás aquel viejo pronunció mi nombre. Me acusé cierto día de haber maldecido mi existencia, el confesor me mostró el cielo donde florecía la palma prometida a los Beati qui tugent¹ del Salvador. A raíz de mi primera comunión, penetré en las misteriosas profundidades de la oración, seducido por las ideas religiosas, cuyas magias morales entusiasman a los espíritus juveniles. Animado por ardiente fe, rogaba a Dios que renovase en mi favor los fascinantes milagros que leía en el martirologio. A los cinco años volaba en una estrella; a los doce, iba a llamar a las puertas del santuario. Mi éxtasis hizo brotar en mí inenarrables ensueños que poblaron mi imaginación, enriquecieron mi ternura y fortificaron mis facultades pensantes. Frecuentemente atribuía estas sublimes visiones a ángeles encargados de preparar mi alma para celestiales destinos: ellas han dotado a mis ojos de la facultad de ver el espíritu íntimo de las cosas; ellas han preparado mi corazón a las magias que hacen al poeta desgraciado, cuando tiene el poder fatal de comparar lo que siente a lo que es, las grandes cosas deseadas a lo poco que él obtiene; ellas han escrito en mi cabeza un libro en el que he podido leer lo que debía expresar y han puesto en mis labios la brasa del improvisador.

    Habiendo concebido mi padre algunas dudas sobre el alcance de la enseñanza oratoria, vino a sacarme de Pont-le-Voy para meterme en París en una institución situada en el Marais. Tenía yo a la sazón quince años. Efectuado un examen de mi capacidad, el retórico de Pont-le-Voy fue juzgado digno del tercer curso. Los dolores que yo había experimentado en familia, en la escuela y en el colegio, aparecieron bajo nuevas formas durante mi estancia en el pensionado Lepitre. Mi padre no me había dado ningún dinero. Para mis padres todo estaba resuelto con saber que estaba mantenido, vestido, atiborrado de latín y de griego. Entre los mil camaradas que, aproximadamente, he conocido durante mi vida de colegial, jamás, y en ninguno de ellos, he hallado un ejemplo de semejante indiferencia. Partidario fanático de los Borbones, el señor Lepitre había tenido relaciones con mi padre en la época en que leales realistas intentaron sacar del Temple a la reina María Antonieta; renovada su amistad, el señor Lepitre se creyó obligado a reparar el olvido de mi padre, pero, al ignorar las intenciones de mi familia, la suma que me dio mensualmente fue mediocre. El pensionado estaba situado en la antigua mansión Joyeuse, en la que, como en todas las antiguas casas señoriales, había una portería. Durante el recreo que precedía a la hora en que el pasante nos conducía al Liceo Carlomagno, los camaradas opulentos iban a tomar algo a casa de nuestro portero, llamado Dolsy. El señor Lepitre ignoraba o toleraba el comercio de Dolsy, verdadero contrabandista que los alumnos tenían interés en mimar: era el encubridor secreio de nuestros extravíos, el confidente de las entradas tardías, nuestro intermediario con los prestamistas de libros prohibidos. Tomar una taza de café con leche era un refinamiento aristocrático, explicado por el excesivo precio que alcanzaron los artículos coloniales bajo Napoleón. Si el empleo del azúcar y del café constituía un lujo en los padres, en nosotros significaba una vanidosa superioridad que habría engendrado nuestra pasión, de no haber bastado la caída en la imitación, la gula y el contagio de la moda. Dolsy nos concedía crédito, suponiéndonos a todos tener hermanas o tías que aprobaban el puntillo de honor de los escolares y pagaban sus deudas. Yo resistí durante mucho tiempo a la llamada de la cantina. Si mis jueces hubiesen conocido la fuerza de las seducciones, las heroicas aspiraciones de mi alma hacia el estoicismo, las rabias contenidas durante mi larga existencia, habrían enjugado mis lágrimas en vez de hacérmelas derramar. Mas, niño aún, ¿podía tener esa grandeza de alma que hace indiferente el desprecio de otro? Luego puede ser que sintiera los asaltos de varios vicios sociales cuya potencia fue aumentada por mi codicia. Hacia el fin del segundo año, mi padre y mi madre vinieron a París. El día de su llegada fue anunciado por mi hermano, quien viviendo en París no me había hecho ninguna visita. Mis hermanas estaban de viaje, y nosotros deberíamos ver París juntos. El primer día, iríamos a cenar al Palais Royal, a fin de estar próximos al Teatro Francés. A pesar de la embriaguez que me causó este programa de inesperadas fiestas, mi gozo fue atenuado por los amagos de tormenta que impresiona tan rápidamente a los habituados a la desgracia. Tenía que declarar cien francos de deudas contraídas en casa del señor Dolsy, quien me amenazaba con pedir en persona el dinero a mis padres. Tuve la idea de tomar por intercesor de Dolsy a mi hermano, por intérprete de mi arrepentimiento, como mediador de mi perdón. Mi padre se inclinó hacia la indulgencia. Pero mi madre fue despiadada, sus ojos de oscuro azul me petrificaron con su mirada, y prorrumpió en terribles profecías: ¿Qué será de este muchacho más adelante, si a los diecisiete años comete tales calaveradas? ¿Era en efecto su hijo? ¿Iba a arruinar a mi familia? ¿Era yo el único en la casa? Es que la carrera abrazada por mi hermano Carlos ¿no exigía una subvención independiente, merecida ya por una conducta que glorificaba a la familia, mientras que yo sería su vergüenza? ¿Se casarían acaso mis dos hermanas sin dote? ¿Es que ignoraba yo el precio del dinero y lo que yo costaba? ¿Son necesarios para una buena educación el azúcar y el café? ¿No era aprender todos los vicios el conducirse de tal modo? En fin, Marat era un ángel comparado conmigo. Después de haber sufrido el embate de aquel torrente que produjo mil temores en mi alma, mi hermano me acompañó a mi pensionado, perdí la cena en Los hermanos provenzales y fui privado de ver a Taima en Britannicus. Tal fue la entrevista con mi madre, tras una separación de doce años.

    Cuando terminé mis humanidades, mi padre me dejó bajo la tutela del señor Lepitre: debía aprender las matemáticas superiores, hacer un primer año de derecho y comenzar estudios superiores también. Pensionado con habitación independiente, liberado de las clases, creí que existía una tregua entre la miseria y yo. Mas, a pesar de mis diecinueve años, mi padre continuó el sistema de antaño enviándome a la escuela sin provisiones de boca, al colegio sin dinero para gastos extraordinarios, dándome a Dolsy por acreedor. Tuve, pues, asimismo poco dinero a mi disposición. ¿Y qué pedía intentar en París sin él? Además, mi libertad fue sabiamente encadenada. El señor Lepitre hacía que me acompañara a la Facultad de Derecho un pasante, quien me ponía en manos del profesor, viniendo después a recogerme. Una doncella habría sido custodiada con menos precauciones que las inspiradas por los temores de mi madre por la observación de mi persona. París espantaba, no sin razón, a mis padres. Los escolares están secretamente ocupados de lo que preocupa también a las muchachas en los pensionados; hágase lo que se haga, éstas hablarán siempre del amante y aquéllos de la mujer. Pero, en París, y en aquel tiempo, las conversaciones entre camaradas estaban dominadas por el mundo oriental y sultanesco del Palais-Royal. El Palais-Royal era un Eldorado de amor, donde, por la noche, corrían los lingotes convertidos en monedas. ¡Allá concluían las dudas más vírgenes y se satisfacían las más encendidas curiosidades! El Palais-Royal y yo fuimos dos asíntotas dirigidas una hacia la otra sin poder encontrarse. He aquí cómo la suerte desbarató mis tentativas. Mi padre me había presentado en casa de una de mis tías, que vivía en la isla de San Luis, adonde yo iba a cenar los jueves y los domingos, conducido por la señora o el señor Lepitre, quienes en esos días salían, y me recogían por la noche al regresar a su casa. ¡Singulares diversiones! La marquesa de Listomère era una gran dama ceremoniosa, que jamás tuvo la idea de ofrecerme un escudo. Vieja como una catedral, pintada como una miniatura, suntuosa en su atavío, vivía en su mansión como si viviera todavía Luis XV y no trataba sino con damas y gentilhombres caducos, sociedad de cuerpos fósiles que me parecía un cementerio. Nadie me dirigió la palabra, y no me sentía con fuerza para hablar el primero. Las miradas hostiles o frías me hacían avergonzar de mi juventud, que a todos parecía inoportuna. Yo basaba el éxito de mi escapada en esta indiferencia, proponiéndome escabullirme un día, para volar a las Galerías del bosque. Mi tía, empeñada en una partida de whist, no me prestaba atención. Juan, su ayuda de cámara, se ocupaba poco del señor Lepitre; pero aquella desgraciada cena se prolongaba desdichadamente en razón de la vetustez de las mandíbulas o de la imperfección de las dentaduras postizas. En fin, una noche, entre las ocho y las nueve, yo estaba bajando la escalera, palpitante como Blanca Capello ² el día de su fuga; pero cuando el suizo hubo tirado del cordón de la puerta, vi el carruaje del señor Lepitre en la calle, quien preguntaba por mí con su voz asmática. Tres veces el azar se interpuso fatalmente entre el infierno del Palais-Royal y el paraíso de mi juventud. El día en que, sintiéndome a los veinte años avergonzado de mi ignorancia, resolví afrontar todos los peligros para acabar de una vez con ella; en el momento en que dando el esquinazo al señor Lapitre mientras él subía al coche… operación difícil, pues era tan grueso como Luis XVII y con deformes pies, ¡zas!, llegaba mi madre en silla de posta. Fui detenido por su mirada y me quedé como un pájaro ante la serpiente. ¿Por qué azar la encontraba? Nada más natural. Napoleón intentaba sus últimos golpes. Mi padre, que presentía el retomo de los Borbones, venía a advenir a mi hermano, empleado ya en la diplomacia imperial. Había abandonado Tours en compañía de mi madre. Esta se había encargado de recogerme, para sustraerme a los peligros que en la capital amenazaban a los que actuaban en inteligencia con los enemigos.

    A los pocos minutos fui sacado de París, en el momento en que mi estancia empezaba a serme fatal. Los tormentos de una imaginación agitada sin cesar por deseos reprimidos, los hastíos y desazones de una vida entristecida por constantes privaciones, me habían forzado a lanzarme al estudio, al igual que los hombres cansados de su suerte se confinaban en otros tiempos en un claustro. En mí, el estudio se había convertido en una pasión que podía resultarme fatal, encarcelándome en una época en la que los jóvenes deben entregarse a las seductoras actividades de su naturaleza primaveral.

    Este ligero croquis de una juventud en la inspiración de innumerables elegías, era necesario para explicar la influencia que ella ejerció sobre mi futuro. Afectado por tantos elementos mórbidos, a los veinte años era todavía pequeño, flaco y pálido. Mi alma, llena de deseos, se debatía con un cuerpo aparentemente débil, pero que, según la frase de un viejo médico de Tours, era la última fusión de un temperamento de hierro. Niño por el cuerpo y viejo de espíritu, había leído tanto, meditado tanto, que conocía metafísicamente la vida en sus elevadas cumbres, en el momento en que iba a percibir las dificultades tortuosas de sus desfiladeros y los arenosos caminos de sus llanuras. Inauditos azares me habían paralizado en ese delicioso período donde surgen las desazones primeras del alma, cuando ella despierta a las voluptuosidades y todo es rápido y fresco. Me encontraba entre mi pubertad prolongada por mis trabajos, y el brotar tardío de las verdes ramas de mi virilidad. Ningún joven estaba mejor preparado que yo para sentir y amar. Para comprender bien mi relato, trasládese a esa bella edad en que la boca está virgen de mentiras, la mirada es franca, aunque velada por los párpados que la timidez entorpecen, en contradicción con el deseo, el espíritu no se doblega a la hipocresía del mundo, y la pusilanimidad del corazón iguala en violencia a las generosidades del primer movimiento.

    No le hablaré del viaje de París a Tours realizado en compañía de mi madre. La frialdad de sus maneras reprimió el arranque de mis ternuras. Al salir de cada nueva posta me prometía hablar; pero una mirada, una palabra, ahuyentaban las frases prudentemente meditadas para mi exordio. En Orleans, en el momento de acostarse, mi madre me reprochó mi silencio. Yo me arrojé a sus pies, abracé sus rodillas llorando a lágrima viva, le abrí mi corazón, henchido de cariño; intenté conmoverla por la elocuencia de un alegato hambriento de amor, y cuyos acentos habrían conmovido las entrañas de una madrastra. Mi madre me respondió que yo representaba una comedia. Me quejé de su abandono, y ella me llamó hijo desnaturalizado. Se me estrujó el corazón a tal punto, que en Blois corrí al puente para lanzarme al Loira. La altura del pretil impidió mi suicidio.

    A mi llegada, mis dos hermanas, que no me conocían, mostraron más sorpresa que ternura; sin embargo, más tarde, y por comparación, me parecieron llenas de amistad para mí. Fui alojado en una habitación del tercer piso. Habrá comprendido la magnitud de mis miserias cuando le diga que mi madre me dejó, a mí, joven de veinte años, sin más ropa blanca que mi mezquino equipo de pensión, y sin otro guardarropa que mis trajes de París. Si volaba de un extremo a otro del salón para recogerle el pañuelo, no me daba sino las frías gracias que una mujer otorga a su criado. Obligado a observarla para reconocer si en su corazón había algún punto por el que yo pudiera penetrar para encontrar algunas ramas de afecto, vi en ella a una mujer grande, seca, jugadora, egoísta e impertinente como todas las Listomére, en quienes la impertinencia se cuenta en la dote. No veía en la vida sino deberes a cumplir; todas las mujeres frías que he conocido hacían, como ella, de su deber una religión: recibía nuestras adoraciones como un sacerdote recibe el incienso en la misa; mi hermano mayor parecía haber absorbido lo poco de maternal que albergaba su corazón. Nos

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