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Los Hilos Torcidos
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Libro electrónico179 páginas2 horas

Los Hilos Torcidos

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Philip Lamb es un norteamericano aventurero. A principios del siglo XX decide viajar a Nicaragua. Su propósito es establecerse en el país y poder amasar una fortuna. El cultivo y exportación de café le ofrece esa oportunidad. Él emprende esa tarea en compañía de sus dos hijos.
Arthur Lamb, arrogante como su padre, capaz de expandir sus propiedades hasta lo inimaginable. Theresa Lamb, quien arribó cargada de ilusiones y llegó a ser el pilar que sostendría la familia.
Cuando todo marchaba según sus planes, los hilos de sus destinos empiezan a torcerse hasta formar una red de la cual nadie puede escapar.
Las ambiciones y el desamor resultaron ser una mala combinación. Poco a poco destruye sus sueños, concebidos sobre la miseria de sus trabajadores.
A lo largo de varias generaciones, la presencia de los Lamb se impone en la región cafetalera y aún en la peor de las desgracias, se resisten a abandonar la tierra extraña.

Cómo nació la novela Los hilos torcidos.

A finales de 1983 y principios de 1984 participé en los cortes de café en la zona de Matagalpa. La guerra estaba en su apogeo y los estudiantes íbamos con la disposición de ayudar a la economía del país. Los campesinos, quienes por lo regular cubrían esas áreas, no querían aventurarse en las zonas de conflicto. Los grupos armados habían cobrado sus víctimas. Aunque teníamos temor, había mucha disposición. Solo fui ese año. Después tuve que ir al servicio militar por dos años y luego a la universidad estudiar la carrera de medicina. Me tomó ocho años antes de obtener mi título.
Ese año bastó para darme cuenta de lo difícil que es la vida del campesino en la zona cafetalera y más de los que dependen del cultivo del grano rojo. Desde el inicio me quedé admirado de la belleza del paisaje cafetalero, pero también que, bajo la fronda de los árboles, la vida de los trabajadores es muy dura. Así que comencé a tejer los hilos de mi historia que me permitieran mostrar la realidad del campesino que es sometido por las cosechas. Pero no quería hacer un análisis sociopolítico, sino que deseaba plasmar el drama en papel y que mejor que una novela. Así que ese año de 1984 comencé a escribir la novela. Usé la vieja máquina de escribir de mi hermana y escribí con solo cuatro dedos. En cuestión de menos de cuatro meses quedó terminado el primer borrador.
El documento estuvo 34 años guardado en un cajón hasta que al fin fue retomado para ser pulido y poder ser presentado como la novela que es.
¿Qué cambios sufrió el documento original?
El título en un principio iba a ser: El destino a veces es rojo, por el color de las cerezas del café. Luego cambié de idea porque pensé que la vida de los personajes estaba conectada por hilos muy delgados que con el tiempo iban torciéndose.
El apellido de la familia estadounidense era Cranshaw, pero me incliné por algo más sencillo. Entonces escogí el de Lamb, por tener más simbolismo en la historia al significar «cordero» en español. En realidad, es un juego de palabras. En alguna forma algunos personajes eran lobos con piel de cordero.
También eliminé el uso del «vos» y las conjugaciones verbales que acompañan a este tipo de habla por el uso de tú y ti. El propósito era hacer la novela más universal. También desapareció el «deje» al hablar que en un principio les otorgué a los personajes campesinos. La razón fue la misma, aunque a mí me sabía más auténtico, pero son circunstancias en las que uno tiene que ceder si se quiere que la historia se comprenda mejor, sin tropiezos lingüísticos.

Después de esos cambios y varias revisiones la novela sale a la luz tal como está.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 abr 2021
ISBN9781005680749
Los Hilos Torcidos
Autor

Erick E. Perez

Erick E. Pérez nació en Nicaragua en 1965. Estudió la escuela primaria en el colegio de monjas Santa Luisa de Marillac. Fue el mejor estudiante de su promoción. Durante las Fiestas Patrias compitió contra los mejores alumnos a nivel nacional. No ganó, quedó en cuarto lugar, pero eso le sirvió para que los padres jesuitas del Colegio Centro América le ofrecieran una beca de estudio. Concluyó su bachillerato no sin antes haber pasado por dos años de servicio militar en la década de los 80. Al finalizar entró a la Escuela de Medicina, UNAN Managua. Recibió su título en 1995. Años después migró a los Estados Unidos. Actualmente reside en California y no volvió a ejercer su profesión.Comenzó a escribir pequeñas historias desde los doce años, atraído por los cuentos y novelas radiales de la época. En su adolescencia y juventud continuó escribiendo, pero dejó de hacerlo al ingresar a la universidad. Retomó el hábito como un pasatiempo una vez que se estableció en el nuevo país.Novelas, cuentos y aforismosLa CalamidadNuestra Señora de La CalamidadLa lluvia cae por donde quiereLos hilos torcidosAsesinato en la bibliotecaEl niño que perdió su bicicletaAforismos, apotegmas, adagios o como quieran llamarlosAphorisms, apothegms, adages or whatever you want to call them (inglés)Libros infantiles (español e inglés)Belda, la orugaBelda, the caterpillarEl jardín encantado de Belda, la orugaThe Enchanted Garden of Belda, the caterpillarPelusa, la princesa cautivaFuzz, the captive princessPelusa y los cachorrosFuzz and puppiesLos elefantes pueden olvidarElephants can forgetEl reloj que no marcaba las horasThe clock that does not tell the time

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    Los Hilos Torcidos - Erick E. Perez

    I

    Dos balazos a quemarropa fueron suficientes. La muerte se aproximó sin prisa y tomó su vida por entero, sin mucho esfuerzo. El Negro Baldovino decía que ya la había visto cerca de él. Le contaba los días y, lo mismo que monedas de oro, los depositaba en una alcancía al final de cada puesta de sol. No quiso comentar nada en ese entonces. Testarudo que era el tipo no creería nada de lo que el agorero pudiera vaticinarle.

    —Cuando haya tormenta es mejor que no salga. La luz del trueno lo va a matar si lo alcanza.

    El hombre cayó de espaldas y la lluvia comenzó a empaparlo. Uno de los mozos corrió hacia él y lo reconoció de inmediato.

    —¿Está muerto? —preguntó la mujer que venía detrás.

    El joven dijo que sí, pero no se le escuchó a causa de la precipitación.

    —¿Qué hacemos?

    —Busca la bestia y mándala a la hacienda —respondió ella—. Asegúrate de que no tire el cuerpo en el camino… Tan bonita que estaba la noche. Ahora con el aguacero nos llega esta desgracia. Hay que limpiar todo, que no quede rastro. Dios sabe lo que hace y porqué lo hace.

    II

    Arriba, en el firmamento, la luna tenía casa aquella noche. Isidoro Duarte dormitaba sobre las pacas de forraje que en su trabajo diario había apilado en el fondo de la caballeriza. A ratos su sueño se veía interrumpido por eructos aguardentosos. Estos estremecían su menudo cuerpo, haciéndolo cambiar de posición como si los mismos tuvieran fuerza alguna. Los vapores de la embriaguez no impedían que algunos de sus recuerdos se le presentaran con ribetes de lucidez. Es por eso que, al escuchar que el pesado portón se abría, recordó de forma vaga que el patrón le había ordenado tenerle una bestia ensillada.

    —Tengo un negocio que atender esta noche —dijo.

    Una sonrisa de satisfacción quedó oculta bajo el rubio bigote.

    El muchacho se dijo que lo haría más tarde. Nardo Cruz lo había convidado a unos tragos. Cómo negarse a tal invitación si este gozaba de amplio crédito en la pulpería de la hacienda. Luego, al sentirse tan torpe que no conseguía sostenerse en pie, decidió acomodarse en el establo. Tranquilo estaba que no opuso resistencia cuando Philip Lamb, alto y recio que era, lo tomó de la camisa y lo alzó en vilo. Al percibirle en el aliento la rudeza de la ebriedad, lo arrojó de inmediato a un rincón.

    —¡Ah, cabrón! No cumples mis órdenes por querer ser un hombre ya.

    Lo que a juicio del viejo Lamb era un adolescente detrás de su hombría, para Isidoro Duarte solo representaba la búsqueda de un extraño placer. Bebía con el único propósito de experimentar esa siniestra sensación que, sin él enterarse, es el límite donde un hombre pierde su razón de ser y se transforma en una criatura, con la suficiente inteligencia que le permita ser comparado con un animal.

    Isidoro apenas era un chiquillo de trece años. Decía ser serrano, aunque no estaba muy seguro. Desconocía la exactitud de su lugar de nacimiento. Los recuerdos más tiernos se remontaban siempre a las temporadas de cosecha. Viajaba con su padre y otros cortadores de hacienda en hacienda por toda la región. Igual que plagas apocalípticas arrasaban con todo el grano rojo de una plantación y después partían a otra.

    Aquel éxodo duró hasta que a Bosco Duarte se le dio la oportunidad de trabajar como mozo permanente en El Pavo Real. Llegó a ser la mano derecha de Calvin Taylor, quien no sabía mucho de cafetales, pero tenía la confianza de los patrones.

    Por algunos años, la credulidad de Isidoro Duarte lo llevó a aceptar la fantástica historia de que su madre había sido una robusta mata de café. Esta lo parió luego de que su progenitor la abonara con su esperma. No obstante, poco le duró el delirio que le producía aquel hecho inexplicable. Creyó en ese relato porque en su corta memoria no existía la presencia de otro cálido regazo donde refugiarse. Nada que no fuera la sombra fresca que brindaba el follaje de aquellos arbustos. Con los cambios del calendario se enteró de la dura verdad. Esta se alejaba en demasía de ese marco de ensueños que le atribuyera Duarte a su nacimiento y sufrió un desencanto.

    La nueva versión penetraba en la realidad y era más comprensible a sus años. Pocos ignoraban los arrebatos de pasión que los gestores de Isidoro Duarte escenificaron en los plantíos. La madre, joven y escuálida, carecía de salud plena y el crío se vio obligado a nacer antes de la fecha. Aconteció de repente ante el asombro de ella. Pensó en llegar hasta el campamento. La distancia hasta la covacha era mucha y la criatura no quiso esperar más en el vientre materno. De aquel parto apresurado a la hembra le costó la vida.

    El vicio de Isidoro venía de dos años atrás, durante la fiesta de inauguración de la nueva casa hacienda. Fue Philip Lamb quien, con su acento foráneo, lo incitó a tomar sus primeros tragos.

    —¡Muchacho, tómalo de un trago, te harás hombre! —le dijo en esa oportunidad.

    Eso a fin de pasar un rato divertido a costa del imberbe. Isidoro quería mucho al nuevo dueño y ese detalle de su parte lo ubicaba en la gloria.

    Philip Lamb se encargó de ensillar su caballo. Fue la última vez que Isidoro oyó un insulto de su patrón, entre la vaguedad de su borrachera.

    III

    «Las sierras y mesetas, ubicadas al suroeste de Managua, se levantan de forma caprichosa. Son iguales a gigantescos terraplenes que han sido colocados en ese lugar por el orden lógico de la naturaleza —escribió en su tiempo, Theresa Lamb, al novio que vivía en California—. Son tierras poco brumosas. Verdes alturas pobladas por bosques tropicales. Las Sierras permanecen erguidas en actitud atalayadoras y gobiernan el vasto paisaje que descansa a sus pies. El valle desciende sin tropiezos hacia el lago y se continúa en la distancia como una prolongación del cielo. Montañas cubiertas con tonos aparentemente apacibles, capaces de inspirar y reconfortar el alma».

    Sin embargo, la hija del viejo Lamb, omitió contarle que también se vestían con una gama violenta, comparable a un jardín sembrado de cizañas. De esos extraños colores que son propios de las plantaciones mantenidas gracias al esfuerzo del hombre sometido.

    «No sé si es el rocío de la noche o es el sudor de esos pobres seres el que se posa sobre las hojas lustrosas, pero estas poseen una luz rutilante de eterna tristeza. Es un verdinegro que estremece, nada natural. Algo parecido a una mano de pintura sobre un puñado de hojas secas».

    —Son las esperanzas —afirmaba Engracia Rizo.

    «Tierra vieja donde los árboles rozan la bóveda celeste con sus ramas potentes y el viento fuerte dispersa la niebla matutina ladera abajo —expresó Edgar Lamb en sus primeras composiciones, cuando aún era todo sentimiento y la vida no lo había lastimado—. Tierra sufrida que el indio sembró de café. Individuos dominados por el peso del grano rojo, que luchan en una batalla que no termina».

    I like it! —manifestó la joven Lamb, a sí misma.

    Y se refería a las cúpulas boscosas sostenidas por recias ceibas de troncos generosos.

    «Estos acogen a las plantas parásitas sin impedimento. Trepan en un afán desesperado por alcanzar los rayos vivificantes que brinda el sol y que de forma incierta atraviesan el abundante follaje».

    —¡Ay, niña! No se confíe de esos arroyos —le advirtió Isidoro Duarte, alguna vez.

    «Son líquidos transparentes. Ahí adormece el día con el susurro de las corrientes durante los instantes de ocios».

    —Es solo agua y tierra húmeda accidentada —observó el muchacho con sequedad—. Todo cubierto por hojarasca descompuesta. Hay musgo y begonias por doquier y también culebras pequeñas, venenosas, repugnantes.

    Theresa Lamb se extasiaba con la vegetación densa que casi cubría la visibilidad. Así mismo con la formación de cortinas naturales que se desprendían de las ramas, similares a un tejido maravilloso.

    «Días de claridad avasalladora. Noches frías precedidas de una espesa bruma. Senderos que, al igual que viejas cicatrices, manifiestan el pasado de la región, lo mismo que las líneas de las manos hablan por sí solas del destino de los seres humanos. Caminos que un día el hombre blanco cruzó y llenó la huella del indígena con su bota opresora. Abrió paso por entre la espesura y convirtió la vida del campesino en una noche interminable —concluyó Edgar Lamb».

    Veinte años después, Edgar Lamb, aceptaba con pesar que su abuelo se había caracterizado por ser un sujeto que carecía por completo de escrúpulos elementales. «No lo conocí en persona, pero sé que sus problemas los acostumbraba a resolver de manera drástica. Siempre fue así. Yo lo ignoro y es posible que nunca nadie llegue a saber qué o quién le robó los sentimientos. El Negro afirmaba, sin titubeos, que fue el demonio mismo quien se los arrebató. Yo lo dudo. No se puede despojar de algo que no existe.

    «Recuerdo que en la sala de la casa existió, en un tiempo, un daguerrotipo dentro de un simpático marco de madera labrada. Mostraba a un típico norteamericano de cabellos rubios y ojos claros a la edad de cuarenta años. No sé qué fue de ese retrato. Desapareció de repente. Es muy probable que mi mamá, en un arrebato de cólera, lo enviara al cuarto de trastos viejos. Papá no se enteró de ese incidente. Él sí lo veneraba».

    Philip Lamb llegó al país con intereses concretos. Nació en el sur de los Estados Unidos. Su familia quedó arruinada al perder tierras y esclavos en la guerra de Secesión. El apenas era un recién nacido durante el conflicto y al paso de los años se hastió de las lamentaciones inútiles de sus padres. Eran miserables y quizá nunca iban a recuperar el poder y la riqueza de antaño.

    Dejó la casa paterna cuando aún era un adolescente y viajó hacia el oeste. Radicó algunos años en California. Un día de tantos tomó la resolución de viajar a la conquista de un lejano y salvaje territorio.

    —Es decir, este país y su gente —expresó Ilse Eger.

    Subrayó lo anterior con un tono irónico que no pasó desapercibido por su marido.

    Al viejo Lamb siempre le cautivó la idea de bregar en otras tierras. Tenía presente el recuerdo de su tío Jasper Lamb, quien recorrió muchas partes del globo y al final concluyó que era buena idea establecerse en Nicaragua. Era un aventurero más. La historia termina ahí, no se volvió a tener noticias de él. Philip no lo trató, pero en casa de sus padres se hablaba mucho de él, por el nivel de osadía que lo caracterizó.

    Edgar Lamb era más áspero al tocarse el tema: Jasper Lamb era un simple advenedizo. No dudo que haya muerto de una forma trágica. Un vulgar racista al igual que toda la vieja familia Lamb.

    Philip Lamb desembarcó en Corinto sin un centavo. El equipaje consistía en la muda que traía puesta y algo más dentro de una vieja maleta de piel de alce. Su castellano resultaba bastante completo, producto de los años vividos al norte de México. Aun así, conservaba el acento propio de su idioma.

    —Sí, sí. Yo lo conocí en ese entonces. Era un hombre inteligente que sabía calcular sus movimientos, a fin de aprovechar las oportunidades que se le presentaran —decía Calvin Taylor, en un español matizado por su origen costeño.

    «Entró a uno de los tantos burdeles del puerto. El sitio se mantenía siempre lleno. Era uno de los mejores de lugar. Ese día me había tomado un par de tragos. Ya no contaba ni con un centavo y la dueña buscaba como deshacerse de mí. Al verlo entrar me dije: Hombre Calvin, un gringo. Acércate, ese tipo de seguro trae el bolsillo repleto de riales. Conversamos un rato y me percaté que andaba limpio. Muy astuto el hombre. Ganó unos pesos a la tercia y luego se unió a una partida de cartas donde obtuvo ganancias. Sí, sí. Era bien aventajado. Al final del día acabó en la cama de la dueña del prostíbulo. ¡Ja, ja, ja! La maldita zángana... lo más seguro es que quedó deslumbrada con él o quizá en el fondo creía sentirse satisfecha de poder atraparlo. La verdad es que la mujer aquella era hermosa. La vieja puta lo quería bastante, solo de esa manera se explica que a los días le entregara las riendas del negocio a su hombre».

    —Lo que pasa es que yo la cuido según sus deseos — decía Lamb, a la vez que lanzaba una carcajeada.

    Theresa sentía que su espacio interno se agitaba con violencia cuando salían a relucir los métodos ignominiosos que su padre utilizara, al acrecentar su fortuna.

    Lamb se rodeó de diversa clase de gente. De aquellos que le debían pequeños favores, restituidos con creces. Sujetos que no se conmovían ni un ápice si la orden recibida era matar. Muchos fueron los hombres y mujeres que se vieron sometidos al engaño y al chantaje que ejerció con dureza, valiéndose del don de gente que poseía.

    La casa de mujeres públicas, bajo su administración, permanecía surtida de jovencitas. Niñas que a temprana edad era inducida a satisfacer los mórbidos deseos de los hombres que pululaban por el puerto. Amargo desenfreno que les corroía la vida y el alma.

    —Las mujeres son bruscas igual que las bestias de corral —manifestaba Calvin Taylor, rascándose la cabeza cada vez que afirmaba con convicción—. Dicen que se arremolinan allí por necesidad, pero es mentira, ganas brutas de las condenadas. Sus viejos las llevan allí muy niñas. Yo me iba a quedar con una muchacha jovencita. Catorce años tenía la cría. Era una fruta sin madurar. Yo

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