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La Lluvia Cae Por Donde Quiere
La Lluvia Cae Por Donde Quiere
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Libro electrónico237 páginas3 horas

La Lluvia Cae Por Donde Quiere

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Félix Magallanes es un joven idealista nicaragüense. A punto de comenzar una carrera universitaria es enlistado en el Ejército de su país. En aquellos años, todos los jóvenes debían cumplir con el Servicio Militar por un período de dos años, en la zona de guerra, durante los años ochenta del siglo XX, cuando Centroamérica era una franja de conflicto constante.
Como soldado en servicio pertenecía al Batallón de Aseguramiento Material, encargado de llevar el abastecimiento a las tropas en combate. En ese entonces las bodegas estaban ubicadas en la ciudad de Estelí y todos pensaban que nada grave podía pasar. Repentinamente, el Alto Mando decide mudar los almacenes a una zona rural. Esto sucede después de la toma de La Trinidad. Los contrarrevolucionarios, en un afán propagandístico por conseguir más dinero de parte del Congreso de los Estados Unidos, habían atacado esa ciudad.
Las nuevas bodegas estarían ubicadas en un campamento que no reunía condiciones, ya que las edificaciones no estaban terminadas. El lugar, en un inicio, fungiría como área de refrescamiento de las tropas, pero debidos a las circunstancias y para evitar incursiones enemigas en el área urbana, fue escogido para ser el nuevo centro de acopio.
Esta historia transcurre durante los últimos seis meses de su servicio militar, cuando el futuro era incierto y la amenaza de los contrarios era latente. Es ahí donde conoce el primer amor y lo que vendrá después.
En alguna forma la última etapa de su vida había llegado con discreción. Solo le restaba esperar el desenlace y así poder dirigir su destino.
¿Podría una frágil pasión germinar en un árido escenario en conflicto, donde las esperanzas se veían atadas con múltiples hilos que amenazaban con romperse?
¿Qué planes de vida pueden ser erigidos en medio de una pugna que predecía no tener fin?
¿Estaría dispuesto a sacrificar sus sueños incipientes por el amor de una mujer o aguardar que el infortunio llegara a imponer sus deseos?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 mar 2021
ISBN9781005004842
La Lluvia Cae Por Donde Quiere
Autor

Erick E. Perez

Erick E. Pérez nació en Nicaragua en 1965. Estudió la escuela primaria en el colegio de monjas Santa Luisa de Marillac. Fue el mejor estudiante de su promoción. Durante las Fiestas Patrias compitió contra los mejores alumnos a nivel nacional. No ganó, quedó en cuarto lugar, pero eso le sirvió para que los padres jesuitas del Colegio Centro América le ofrecieran una beca de estudio. Concluyó su bachillerato no sin antes haber pasado por dos años de servicio militar en la década de los 80. Al finalizar entró a la Escuela de Medicina, UNAN Managua. Recibió su título en 1995. Años después migró a los Estados Unidos. Actualmente reside en California y no volvió a ejercer su profesión.Comenzó a escribir pequeñas historias desde los doce años, atraído por los cuentos y novelas radiales de la época. En su adolescencia y juventud continuó escribiendo, pero dejó de hacerlo al ingresar a la universidad. Retomó el hábito como un pasatiempo una vez que se estableció en el nuevo país.Novelas, cuentos y aforismosLa CalamidadNuestra Señora de La CalamidadLa lluvia cae por donde quiereLos hilos torcidosAsesinato en la bibliotecaEl niño que perdió su bicicletaAforismos, apotegmas, adagios o como quieran llamarlosAphorisms, apothegms, adages or whatever you want to call them (inglés)Libros infantiles (español e inglés)Belda, la orugaBelda, the caterpillarEl jardín encantado de Belda, la orugaThe Enchanted Garden of Belda, the caterpillarPelusa, la princesa cautivaFuzz, the captive princessPelusa y los cachorrosFuzz and puppiesLos elefantes pueden olvidarElephants can forgetEl reloj que no marcaba las horasThe clock that does not tell the time

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    La Lluvia Cae Por Donde Quiere - Erick E. Perez

    «Los muertos amanecieron regados por las calles del pueblo. Era como si una nube tóxica hubiese deambulado por todos los rincones de la localidad y dejara una estela de odio y muerte en cada esquina.

    »Un bando de endemoniados se dio a la tarea de asaltar al poblado cuando aún no salía el sol. Sus habitantes aún dormían el sueño más profundo. Nunca imaginaron que el rugido de los morteros, en el medio del parque, y la lluvia de balas que caía sobre los tejados los sacaría del sopor matutino, en medio de un baño de sangre.

    »Las ráfagas de ametralladoras acallaban el griterío de las mujeres y de los niños. Ellos, por instinto, se lanzaron al piso. Los hombres corrieron a buscar posiciones de combate, una vez que comprendieron la envergadura de lo que acontecía.

    »Los militares y civiles que le hicieron frente a los disidentes fueron aniquilados por el fuego enemigo. Los atacantes no eran invencibles y también aportaron bajas a las pérdidas que se generaron en ambos lados. El enfrentamiento no duro más que unas cuantas horas, pero fue toda una eternidad para quienes lo vivieron».

    Eso era parte de la nota periodística que fue televisada, tan pronto los medios de comunicación tuvieron acceso a la zona ultrajada por los contrarios. Los fotógrafos y camarógrafos se entregaron a la tarea de grabar las escenas dramáticas de los familiares y sus muertos. También a los cadáveres de los revoltosos que yacían amontonados en un lugar cualquiera de la calle, destrozados por los disparos defensivos. Lucían irreconocibles y más cuando las heridas de impacto comenzaron a secarse a la luz del día.

    Había pasado algunos meses desde que los contrarrevolucionarios intentaran tomarse la ciudad de La Trinidad. Durante semanas, previo al hecho, los contras lanzaron incursiones esporádicas en poblados remotos de la geografía. Una serie de ataques rápidos, distractores, lejos de su objetivo principal. A lo largo del camino emboscaron camiones militares y dejaron cerca de una treintena de soldados muertos. Así mismo, vehículos civiles y de pasajeros fueron tomados y hechos arder por completo.

    Se sabía de caseríos distantes donde asaltos similares produjeron resultados devastadores. Los rebeldes invadieron los puestos de milicia y mataron a defensores del gobierno. Los residentes añadieron que los sediciosos, en la retirada, tomaban prisioneros que luego eran encontrados ejecutados en las montañas. Los asaltos representaron pequeñas victorias que les sirvieron a los insurrectos como un medio de divulgación.

    Con seguridad, a principios de agosto de 1985, los subversivos bajaron tras su objetivo. Los zapadores dinamitaron varios puentes que unían a Estelí con otras ciudades importantes. De esta forma hicieron difícil el desplazamiento de las tropas militares y así mantener la región incomunicad por tierra.

    No tenían intenciones de asentarse, más bien era una acción suicida de índole propagandístico. Ahí permanecieron por algunas horas, durante las cuales se dedicaron a causar el mayor daño posible.

    La ayuda del ejército llegó a la brevedad, dándole persecución inmediata a los levantados. Helicópteros artillados, de manufactura soviética MI-24, entraron en acción por primera vez. Dispararon cohetes y balas de ametralladora a los contras en retirada. Se dijo que la Fuerza de Tarea, de unos cientos de hombres, fue arrasada por completo por acción del Ejército.

    Si existió la intención de hacer desaparecer al poblado bajo el fuego enemigo, con todos los habitantes que no comulgaban con sus ideas, esta no llegó a cristalizarse. El pueblo estaba dormido aquella madrugada, no muerto.

    Para el país fue una conmoción la toma de La Trinidad. La noticia fue lanzada al mundo de inmediato.

    Algunos compañeros, en cumplimiento del servicio militar, cayeron en el ataque a Llano Largo.

    La guerra en suelo nicaragüense llevaba varios años y nadie acertaba a decir cuánto más duraría.

    Volver al inicio

    CAPÍTULO I

    Todo lo que comienza termina. Este recorrido puede suceder en línea recta, a la vez que se unen estos dos puntos o se efectúa un giro sobre sí mismo, lo que cierra el círculo. A veces es en espiral, hasta encontrar su destino o quizá rápido y violento como en zigzag. Ya que el futuro no es predecible, puede ocurrir que se pierda esa continuidad esperada y el recorrido se corte de tajo y quede en un limbo. ¿Acaso era ese el final merecido después de todo y no el anhelado desde lo más profundo del alma? Es el temor a no terminar la travesía, a no llegar a la última etapa, lo que nos aterra. Es cuando hablamos de un evento de vida o muerte que se encuentra suspendido sobre nuestras cabezas.

    La caravana llegó al campamento. Levantó inmensas nubes de polvo parduzco a su paso. Daba la impresión de ser un gigantesco reptil prehistórico que se escurría durante una fuga violenta. Las rastras militares llegaron repletas de víveres, cubiertas por lonas gruesas verde olivo que protegían la carga de las inclemencias climáticas. Producían mucho estruendo por el camino y amenazaban con desarmarse en sus piezas originales y tirar la mercancía sobre el camino de terracería.

    Los vehículos antediluvianos se detuvieron frente a los almacenes uno detrás de otro, con exactitud pasmosa gracias a la pericia de los choferes. La visibilidad era pobre y los parabrisas raspaban los vidrios por la presencia de partículas acumuladas en la travesía.

    Uno de los conductores, en un acto dramático, saltó de su camión y pidió agua a gritos. Corrió detrás de la barraca y metió la cabeza en un barril. Este gesto causó un derrame parcial del contenido. El hecho provocó el enojo de la cocinera de turno. Ella, brazos en jarra, se preguntaba si el individuo sabía de lo difícil que era conseguir que la pipa los abasteciera. Había fuego en el cielo y oleadas calcinantes recorrían el lugar.

    Era el primer trimestre del año y aunque faltaban pocos meses para que comenzaran las lluvias, la estación seca amenazaba con perpetuarse por aquellos cerros. En otra época aquello luciría como un manto lleno de verdor incipiente sobre colinas empinadas, pero ahora la sequía tornaba el paisaje en un lugar desértico y agresivo hasta donde la vista permitía. Además, para agravar las condiciones regionales, los campesinos empezaron temprano con la quema de maleza y a disponer el terreno de la próxima cosecha. Ese acto tradicional lanzaba abundante humo y ceniza a la atmósfera. Esto provocaba la sensación de que el campamento estaba bajo un domo monumental, donde el cielo turbio era un techo rojizo y asfixiante.

    Abandoné la cabina y aterricé sobre un bache repleto de tierra fina. Mientras la polvareda se asentaba hice un giro de ciento ochenta grados y así tener una idea mínima de lo que sería aquel lugar. Intente adaptarme a los barrizales de Mulukukú y luego al asfalto de la ciudad, pero aquello no hacía sentido. Para quien está acostumbrado a la ciudad, aquel lugar sería un híbrido entre una unidad militar y un campamento militar en campaña.

    Nunca fui un estratega, pero no terminaba de entender la razón por la cual se exponía al peligro algo tan vital. Era un lugar que a todas luces no ofrecía seguridad alguna. Mi papel no era cuestionar, pero esperaba que los jefes supieran lo que hacían, por el bien de todos.

    Los nuevos almacenes de Retaguardia se levantaban sobre terraplenes artificial, elevados en sus orígenes con palas mecánicas que nivelaron el terreno a base de montículos y que fueron apelmazados antes de dar paso a los cimientos. Eran un conjunto de pabellones de material prefabricado, losetas y columnas de cemento, que no requirieron de mucha ciencia al erguirlos. Se alineaban paralelos unos a otros, con andenes intermedios, cubiertos de grava que le dieran firmeza al terreno.

    En un inicio estaban destinados a fungir como dormitorios y comedores de las tropas en descanso. No eran muy altos, pero sí largos. El techo era un entramado de madera prearmada, cubierto con láminas de zinc. Numerosas ventanas, forradas con cedazo, componían parte de las paredes. Aquello lucía como una granja pollera más que una escuela o sitio militar a medio terminar.

    En algún momento de su construcción, el Alto Mando, cambió de idea y prefirió dejar los planes a su suerte. Los motivos no estaban muy claros, pero como todo lo que en esos lares se alzaba, eran de un destino incierto. Era zona de guerra y cualquier edificación estaba expuesta a ser destruida por el fuego enemigo. Lo que tampoco estaba dilucidado era la súbita decisión de utilizarlos como bodegas, ya que era evidente que no reunían las mínimas condiciones requeridas.

    Cuando llegué al campamento era el último viaje de evacuación que se realizaba. Uno de mis almaceneros, Nazario Castillo, se encontraba ahí desde días atrás. Su misión consistió en crear condiciones y recibir los víveres que provenían de la reserva en la ciudad.

    Este era un tipo de mediana estatura y fuertes facciones indígenas. Provenía de un sector cercano al río Prinzapolka. Recién había cumplido veinticinco años y hacía cuatro que era soldado permanente del Ejército. Aprendió a leer y a escribir durante la Campaña de Alfabetización y quizá, por su nivel escolar, no ocupaba el cargo de jefe de almacén. Él era responsable y dedicado al trabajo.

    De la nada aparecieron soldados de la Compañía de Cargue y Descargue. Dijeron que el jefe los había enviado a ayudar en la labor. Los muchachos no mostraban el exigido porte y aspecto militar tan cacareado en el Estado Mayor. Daban la impresión de ser un grupo de vagos que recién abandonaban el camastro, con las camisas desabotonadas por fuera del pantalón y arremangadas hasta los codos. Traían las botas a medio atar y las gorras giradas hacia atrás, de quien descansó largo rato, a la espera de que surja la tarea. Sin esperar indicaciones de mi parte, empezaron a vaciar los carros con la presteza de una colonia de hormigas zompopas, dispuestos a no parar hasta que la última caja fuera introducida en la bodega.

    —¿Dónde se queda esto? —preguntaban a cada rato.

    —Por aquí… esas cocinas acomódenlas en el fondo… sí, correcto.

    —Pesan mucho y faltan varias —comentó otro.

    —¿Qué hacemos con estas cajas?

    —¡Tráelas acá! —le dije—. ¡Eso ahí… continúen colocándolas en ese espacio! Nazario, que bajen las cajas de los enlatados y les dices dónde y cómo las van a estibar, eso nos ahorrará esa faena.

    —Félix, ¿esa mantenedora también la bajamos?

    —¡Todo, hombre, todo! Menos las literas, esas las dejan en el camión. Nazario, te haces cargo. Llévalas a la covacha. No sé dónde queda. No, eso no va ahí…

    Una nube de partículas finas y destellos de sol avasallador se colaban por las ventanas. El calor seco se desplazaba en oleadas térmicas sin que refrescara ni un ápice. La trifulca era mayúscula dentro del local. El sudor salía de la frente y se escurría por la cara y el cuello. Al paso de las horas los cargadores exhibían manchas de humedad en las espaldas. Estas se extendían desde las axilas hasta la cintura. Con la misma prontitud que estas aparecían, así mismo se evaporaban. Viéndolo bien, había mucho trabajo por delante. Al final, solo conseguimos tener los medios indicados en cada una de las subdivisiones del local.

    Se descargaron cajas grandes y pequeñas de embutidos. Sin mucho cuidado desparramaban los potes de carne enlatada sobre el piso de concreto. Creo que lo hacían adrede, con el plan de tener una visión general del producto y, al menor descuido de nuestra parte, tomar algunos para su propio consumo.

    La verdad era que no valía la pena. Todas las conservas provenían de donaciones de países europeos, del bloque socialista, y eran hartas conocidas por los soldados en la región. Algunos comentaban que no eran regalos solidarios, sino préstamos en especies o deudas que con el tiempo debían ser pagadas. Muchos de esos productos circulaban en el mercado negro y ayudaban a completar la canasta básica de la población.

    La mayoría eran carne de res de 150 gramos, que nunca tuve intenciones de probar. La carne estofada de 900 gramos parecía cualquier cosa, menos carne. Los trozos de la misma nadaban en un caldo con grumos de cebo, suficientes para elaborar velas. Con cinco botes de esos se le daba de comer el campamento y sobraba. Carne con pimiento de 220 gramos, de buen sabor si se le agregaban tomates sofritos. Mortadela, acabó por hastiar a la tropa. Paté de hígado, se asemejaba a una vomitada por el color y aspecto. Casi nadie lo consumía, era detestado. Sardinas de 125 y 250 gramos, magníficas, sobre todo si venían preparadas en limón o salsa de tomate.

    Aquello era una amalgama de latas, de etiquetas verde, dorada, roja, azul, celeste, amarilla y combinada, La viñeta siempre era una vaquita que pretendía lucir simpática, ¡Qué cerro de latas! ¡Cómo hedía a sardina!

    —¡Ehh! ¡Oigan! ¡No tiren las cajas, agárrenlas con cuidado!

    —Esta debe de estar dañada. Huele a diablos…

    —Déjala aparte… todos esos trastes de cocina los mueven al otro almacén Nazario, cierra aquí y después vas con el camión. Que bajen los catres en el dormitorio.

    Un enlace llegó a decirme que el jefe de compañía, subteniente Luciano Cruz, ahora mi jefe inmediato, quería verme. Este era un tipo de mediana estatura, recio, con bigote de brocha y ojillos que se perdían en la profundidad de las cejas pobladas. Reconozco que era de los pocos que portaba el uniforme verde olivo como era requerido. Se notaba que estaba elaborado de un material con poca tendencia a las arrugas. Los grados brillaban en las hombreras. Además, las botas siempre lustradas y sin rayas, a pesar del polvazal de locos que azotaba la zona. Creo que una mujer del pueblo le lavaba y planchaba el cambio de ropa por unos pesos.

    No muy lejos de ahí se elevaban los almacenes de Vestuario. Una serie de camiones ZIL se apiñaban en una de las tres puertas de acceso al edificio. Transportaban mucha ropa, un aseguramiento de varios meses. El resto de la gente del Batallón se encontraba ahí atareada.

    Me abrí paso por entre lotes de frazadas, uniformes apilados y botas militares. Estas surcaban el espacio desde un camión hacia una pila que se estaba formando en un rincón de lugar. Alguien cantaba los números al ir contándolas.

    —¡Félix Magallanes! Al fin encontraste el estrecho —dijo, al acercarme.

    No me permitió hacer un saludo militar, como era lo debido en este caso, si no que se adelantó y me extendió la mano. Se la estreché con firmeza. Yo poseía los dedos huesudos y sentí que la suya era blanda y sin entusiasmo.

    Lo dicho era una broma suya, un juego de palabras sobre mi apellido y la búsqueda del famoso estrecho de Fernando Magallanes. A su ver, el estrecho era mi difícil retorno al Batallón. Él se comportaba como si fuera nuestra némesis.

    —Ya era tiempo de que vinieras a Las Campanas — dijo, con un tono de burla. Había un brillo intenso en sus ojos de quien sabe ha ganado una partida.

    —Supongo que sí —dije, sin darle mayor importancia a sus palabras—. María Trinidad. —Asentí con la cabeza, a manera de saludo.

    Ella se encontraba sentada sobre unas pacas de frazadas. En ese momento atendía al teniente responsable de la caravana estacionada afuera del pabellón. Sonrió sin dejar de firmar las actas, apoyándose en uno de los bultos de ropa.

    No era muy alta, pero sus formas femeninas atraían hasta al más casto de los mortales. Por eso usaba la ropa holgada, a propósito, para esconder entre los pliegues de la tela el volumen de los pechos y las caderas redondeadas. Así mismo, llevaba el pelo castaño oscuro corto, bajo la gorra, porque le era fácil de manejar. Con esos trucos evitaba comentarios rudos sobre su persona. Sería así mientras viviera en un universo de hombres.

    En su afán de no lucir atractiva tampoco usaba maquillaje alguno. Claro, en aquel fin de mundo no lo iba a necesitar. Sin embargo, su piel blanca ameritaba ser humectada o hidratada con frecuencia, ya que en su rostro se evidenciaba la lividez de las flores un día después.

    Recuerdo que la vi dos o tres veces antes de aquel día, tal vez más, en la Base Militar donde se ubicaba el Batallón de Aseguramiento Material. Sus almacenes quedaban allí. La primera vez que tuve contacto con ella me pareció una persona intratable. Se mostraba hosca a los extraños. Adoptaba posiciones hombrunas que marcaran territorio y hablaba con tono de superioridad, dándose importancia, solo por hecho de ser sargento primero con cargo. El resto éramos soldados en servicio militar, aves de paso, y le debíamos obediencia.

    Otro día llegué a retirar unos medios de oficina y no me atendió por el ventanuco, como era la costumbre en estos casos, sino que me hizo pasar al recinto ante mi asombro. Creo que lo hizo en un acto que demostraba tenerme confianza o porque una vez llegué con el jefe de Vestuario y como este me trataba con compañerismo, creyó conveniente no parecer brusca ante mí. A decir verdad, sentí curiosidad por penetrar en su ámbito. Aquel lugar había sido parte de un establo o un granero en otros tiempos. Ya arreglado recordaba a un viejo convento donde ella estaba enclaustrada. Atendía a los visitantes por la ventanilla.

    —No quiero que vean lo que hay aquí adentro o luego intentan sustraer cosas. Ve, introduce esas carpetas en esa mochila. —Después me ayudó a meter unas resmas de papel de oficina y otras cosas pequeñas.

    Basilio Viña era el único ayudante, en ese entonces, que la acompañaba en sus largos días de encierro, lo mismo que un servil jorobado en aquella fortaleza repleta de botas y uniformes.

    Era desconcertante. Yo hasta había olvidado esa vez y todas las demás.

    —Félix —dijo el jefe de compañía—, encárgate de unos medios de Víveres que vienen en uno de los vehículos junto con el vestuario. No hace falta que cuenten, que los bajen rápido, es todo. Ellos se tienen que ir ya, antes de que sea de noche.

    —Sí, que lo descarguen veloz —dijo el teniente a cargo del convoy.

    —Pero ¿cómo voy a recibir eso así, al bulto, sin contar y detallar? —repliqué.

    —No te preocupes, que yo firmo el acta —dijo Cruz.

    —Luego ustedes hacen un acta de pérdidas que justifique lo faltante —agregó el militar, impaciente.

    De pie, con las piernas abiertas y las manos apoyadas sobre la pechera donde traía los cargadores repletos de tiros, tamborileaba estos con los dedos. El AK 47 plegable descansaba sobre su espalda. El teniente se mostraba inquieto. A todas luces se notaba sus pocos deseos de pasar la noche en

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