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El espejo del tiempo: Biblioteca de Ciencia Ficción en Español, #7
El espejo del tiempo: Biblioteca de Ciencia Ficción en Español, #7
El espejo del tiempo: Biblioteca de Ciencia Ficción en Español, #7
Libro electrónico165 páginas1 hora

El espejo del tiempo: Biblioteca de Ciencia Ficción en Español, #7

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Un fallido experimento científico ha provocado la desaparición de gran parte de la humanidad y la destrucción de la mayoría de las ciudades. 

En este mundo desolado, Hoshi regresa a la vieja casa donde creció para reencontrarse con el misterio que rodea la memoria de su padre. 

¿Es cierto que predijo en sus libros el accidente que diezmó a la población? 

Muchos quieren desvelar el secreto que se llevó a la tumba. Hoshi tan solo anhela dejarlo atrás y reconstruir su vida.

Mientras tanto, en otra dimensión, una inteligencia solitaria busca un contacto que alivie su aislamiento. 

Quizás lo pueda encontrar al otro lado, más allá del espejo del tiempo.

 

«La amenidad de esta novela corta en la que la joven protagonista debe moverse por un escenario en el que sólo quedan retazos de civilización, puede hacer que pasen inadvertidos muchos matices. Sin apabullar con conocimientos científicos, el autor nos habla de que el tiempo podría ir en distintos sentidos y velocidades, de paradojas temporales sin necesidad de que nadie viaje a su través, imagina otras dimensiones en las que funciona de forma distinta e incluso se divierte sustituyendo la función prospectiva de la literatura de ciencia ficción por la premonitoria. Pero además plantea alguna cuestión filosófica como, ¿Conocer el futuro implica perder la posibilidad de cambiarlo?» —El Yunque de Hefesto

IdiomaEspañol
EditorialApache Libros
Fecha de lanzamiento21 abr 2020
ISBN9781393943648
El espejo del tiempo: Biblioteca de Ciencia Ficción en Español, #7
Autor

Apache Libros

Montiel de Arnáiz nació en Cádiz en 1977. Estudió Derecho en la Facultad de Jerez de la Frontera y ejerce desde 2002 como Abogado. Ha impartido clases en las facultades de Derecho de Jerez de la Frontera y Algeciras. Tras haber participado en la antología de autores gaditanos 13 Puñaladas (Dos Mil Locos Editores, 2013), Montiel de Arnáiz publica su primera obra, el libro de relatos Bulerías Nazis (Ediciones Mayi, 2014), con prólogo de Rafael Marín. Tras esta publicación, coordina e interviene como autor en tres antologías de relatos de género fantástico: Vampiralia (Lektu, 2014), ganadora del II Premio Ultratumba a mejor Antología del año 2014, Demonalia (Cazador de Ratas, 2015), ganadora del III Premio Ultratumba a mejor Antología del año 2015 y Supermalia (Ediciones El Tranbordador, 2015). En 2017 publicó Leyenda de Juglares (Zaluster, 2017), la biografía oficial de la banda de rock folk española, Saurom. Su última novela es A la velocidad de la noche (Apache Libros, 2018). Ha participado en publicaciones literarias tales como El Ático de los Gatos, Relatos sin contrato, Cromomagazine, Dissident Tales y en antologías de relatos como La cosecha del Arco Iris, Zombifícalo, Una Navidad con mucho amor, Vivencias o Un pasado y un futuro presentes. En 2015 un relato suyo fue seleccionado por la Asociación Española de Fantasía Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT) para su antología Visiones 2015 (Pórtico) y en 2017 ha sido finalista, con otro relato, del Premio Domingo Santos 2017. Del mismo modo, Montiel de Arnáiz es articulista de opinión, habiendo escrito para el diario La Voz-ABC (Vocento) de 2009 a 2017. En la actualidad, escribe semanalmente para Diario de Cádiz (Grupo Joly), colabora en el magacine La Isla Oculta y participa en tertulias televisivas de opinión política en diferentes cadenas de ámbito provincial.

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    El espejo del tiempo - Apache Libros

    PRÓLOGO

    La mañana era fresca. Kin se mantenía caliente corriendo tras el borrón anaranjado de su perro Lucky. El animal estaba inquieto desde que habían entrado en la zona de entrenamiento, no paraba de husmear por todos lados.

    Lo encontró tras unos arbustos, con sus orejotas levantadas en posición de alerta. Siguió su mirada fija hacia el interior del bosquecillo. No había nada fuera de lo normal. La estación eléctrica del laboratorio, oculta por la arboleda, nunca lo había molestado.

    De repente, el suelo tembló, haciéndole perder el equilibrio. Lucky gimió. Con un trueno ensordecedor, la tierra se partió en dos frente al perro. De la fractura surgió un muro cegador que hendió la arboleda y se elevó hacia el cielo, segando la línea eléctrica que atravesaba la pradera. Para entonces, Kin ya no sentía nada. Él y su fiel Lucky habían quedado carbonizados.

    * * *

    McAllister terminó la lectura. Dejó sobre la mesa el maltratado volumen y acercó su nariz, rota por una vieja herida, al rostro del escritor.

    —Es su libro. Juzgue usted mismo.

    Maro Sitano levantó su vista, agotado. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí?

    —¿Qué quiere que le diga? —respondió con fingida parsimonia—. Mi estilo ha mejorado mucho desde que escribí esa novela.

    —¡No me refería a la gramática! —McAllister descargó un puño sobre la mesa—. ¿Ha estado alguna vez en el FermiLab?

    —Nunca he ido a Chicago, ni antes ni después del accidente.

    El interrogador lo miró fijamente. Se vanagloriaba de leer la mente de sus víctimas o, cuando eso fallaba, de hacerles confesar todos sus pecados. Sitano empezaba a exasperarle.

    —En la novela describe con precisión el paisaje que rodeaba al FermiLab: los prados, los matorrales, las instalaciones eléctricas. —Señaló el mapa que había extendido sobre el escritorio—. El laboratorio estaba rodeado por una reserva natural con una zona para entrenar perros, como usted menciona en la historia. ¿De dónde sacó esos detalles?

    —Buscaría planos y fotos por la red. En aquella época se podía encontrar cualquier cosa —le recordó Maro.

    —Pero el FermiLab era un área restringida.

    —¿También la zona de los perros?

    El interrogador apartó el mapa.

    —¿Por qué nunca menciona el nombre del lugar?

    —Debí leer algún un artículo sobre el experimento y se me ocurrió la idea para la novela. Lo del FermiLab es una simple coincidencia. ¿Cómo hubiera podido prever lo que sucedería? Ni siquiera los científicos fueron capaces de predecirlo.

    El instinto de McAllister le avisaba, alto y claro, de que Sitano le ocultaba algo, y estaba dispuesto a diseccionarlo en vivo para arrancárselo. Levantó el cuerpo del delito y lo agitó ante la cara del escritor.

    —Todo está en estas páginas: la cuerda incandescente que sale de un laboratorio subterráneo, la devastación en la superficie, los cuerpos convertidos en cenizas, los incendios causados por la radiación, las brechas de magma, la destrucción de las infraestructuras, el aislamiento, la muerte de millones de personas… Describió la mayor catástrofe de la historia cinco años antes de que sucediera. ¿No le parece extraño?

    Maro trató de relajarse. No tenían ninguna prueba.

    Debía resistir.

    —Soy escritor de ciencia ficción. Imagino el futuro y a veces acierto en mis predicciones.

    —Y yo, señor Sitano, soy agente de seguridad nacional. No creo en las coincidencias imposibles. Adivino cuándo me mienten, y acierto siempre. Siempre.

    I

    Había prometido a Josene que le contaría todo lo que me sucediera, para que pudiera sentirlo como si estuviera junto a mí. Además, necesitaba escuchar una voz amiga, aunque fuera la mía. Encendí la grabadora y hablé mientras esquivaba los baches de la carretera.

    —Ya he pasado las montañas. Deberías haber visto Reno. Los viejos casinos son ruinas chamuscadas. No parece vivir nadie, así que he preferido no arriesgarme. Dudo que quede nada de valor. Si mi patín resiste y consigo pasar las brechas sin problemas, llegaré al pueblo en pocas horas. Eso si no encuentro saqueadores por el camino.

    Miré a ambos lados del asfalto. A medida que el verdor de las montañas quedaba atrás, la tierra se había convertido en una planicie árida cruzada por las trazas oscuras de la radiación. ¿Había cambiado el paisaje o era así antes de la Cuerda? Apenas recordaba mi infancia en Silver Springs, solo conservaba imágenes borrosas de la casa, de mi padre bebiendo en su estudio y de las noches frías llenas de estrellas.

    —Vaya, otro corte en la carretera.

    Desmonté del patín y examiné el desnivel. El pavimento había sido segado en un corte oblicuo. La fisura ennegrecida continuaba por la colina, siguiendo las curvas del terreno. Por suerte, el escalón era un simple desplazamiento vertical. Unos tres metros. Podía pasarlo.

    Primero descolgué el patín y luego bajé con la cuerda retráctil. No había signos de erupción magmática. El medidor de radiación, un caro regalo de mi tía, permaneció en silencio. El único problema era el borde de la grieta, resbaladizo y cortante. Debía tener cuidado para no dañar la cuerda.

    Una vez abajo, observé la pared, lisa y vitrificada como un espejo deformado. Sería difícil escalarla a mi regreso. Entonces descubrí que alguien había construido una rampa solo unos metros más allá. Maldición. Me podía haber ahorrado tiempo y sudor.

    Continué con el patín, bajando por la carretera en pendiente. Quedaba suficiente batería para llegar a Silver Springs sin desplegar el panel solar.

    De repente, sentí que el calor aumentaba, sin razón aparente. Me estremecí. Allí estaba, la línea cegadora de la Cuerda cruzando el cielo. El parte diario había dicho que se mantendría alta al pasar sobre el sector oeste, pero la previsión nunca era del todo fiable.

    Me detuve en la cuneta y busqué la cobertura inútil de un arbusto. Asomándome entre las ramas, seguí el movimiento del haz contra el fondo azul. Mis gafas protectoras se llenaron de reflejos de color producidos por la luz polarizada.

    La línea desapareció en dirección norte y la temperatura volvió a su sofocante normalidad. No había peligro inmediato. Enjuagué el sudor de mi cuello y subí al patín de nuevo.

    Existían muchas supersticiones acerca la Cuerda, conjuros y rituales absurdos que prometían mantenerla a distancia. Nadie que la viera escapaba al pavor que producía, siempre dispuesta a caer por sorpresa, a cobrarse su presa con una cuchilla de fuego. En una ocasión la había visto de cerca, demasiado cerca… No quería recordarlo.

    La gente temía trabajar en la reconstrucción. Argumentaban que el látigo asesino nos atacaría en cuanto le desafiáramos. La verdad era más trivial. Nuestros líderes no tenían capacidad para reparar autovías, puentes, líneas eléctricas, estaciones de radio, y mucho menos para lanzar nuevos satélites. Nuestros recursos habían sido diezmados y el conocimiento técnico se estaba perdiendo.

    Este era el infierno al que nos condenaba la Cuerda: no solo sufríamos sus desmanes, también empezábamos a olvidar que había existido un mundo en el que éramos libres de desplazarnos por tierra, mar y aire sin temer a un cuchillo de fuego que abrasaba edificios, vehículos y cuerpos humanos en su loca danza alrededor del planeta.

    Los científicos que elaboraban el parte diario desde Seattle aseguraban que sus predicciones sobre la «anomalía» —el eufemismo oficial— se basaban en simulaciones fiables. Lo cierto es que ignoraban todo sobre el monstruo surgido del accidente. ¿Seguía la Cuerda el campo magnético de la Tierra? ¿Ondulaba guiada por la gravedad, como una inmensa comba de saltar? ¿Por qué subía o descendía bajo la corteza? ¿Por qué cambiaba súbitamente de dirección? ¿Se ocultaría algún día en el manto terrestre o se expandiría hacia el espacio?

    La aridez adquirió mayor belleza a medida que la luz del atardecer resaltaba los ocres del terreno. Salvé otros dos cortes, uno de ellos aún caliente. Por suerte, un amable lugareño había colocado una plancha de plomo que permitía cruzarlo sin abrasarse.

    Más tarde, al bajar el sol, la atmósfera se enturbió con el viento. Me puse la máscara para evitar la arena y las cenizas y aceleré el patín. No quería pasar la noche a la intemperie.

    Un rato más tarde llegué a la cima de una colina. El viento se había calmado y pude ver la depresión que me resultaba tan familiar. Allí estaba el cruce de caminos, dos rayas grises que partían el valle en cuatro y, en medio, una rejilla de calles regulares: Silver Springs. Más allá, el meandro del río, la ciénaga verde donde me había quedado atrapada en una ocasión.

    Conecté la grabadora al entrar en el pueblo y continué la crónica para Josene.

    —Es solo un puñado de casas y remolques, dispersos sobre la tierra yerma, todo oxidado y polvoriento. Y pensar que viví aquí durante siete años…

    Me repetía muchas veces la misma pregunta. ¿Por qué mi padre había comprado la casa en este lugar desolado? Tenía pocas pistas. Él era de Oakland. Nunca hablaba de mis abuelos ni mantenía ningún contacto con ellos. Estudió en Stanford, también en el área de la Bahía. Había visto fotografías donde posaba con sus compañeros de clase. Pero no terminó la carrera de Física. Cuando tuve problemas con mis primeras matemáticas, mi padre confesó que las ecuaciones también le habían superado en la Universidad. Quizás por ello intentó ganarse la vida escribiendo y abandonó la Bahía cuando sus limitados ingresos no fueron suficientes para vivir allí.

    Lo cierto es que debió conocer a mi madre antes de mudarse al desierto. Tampoco hablaba nunca de ella, salvo para decirme que había desaparecido y era imposible que regresara.

    —Sea como fuere, me trajo a este vertedero cuando tenía un año y medio —dije a Josene.

    El patín serpenteó entre las parcelas deshabitadas, saqueadas por animales, o por humanos igualmente hambrientos. Tenía vagos recuerdos de los vecinos de la zona, en especial de una pareja que me cuidaba por las tardes mientras mi padre escribía.

    —Cuatro mil trescientos de la avenida Shirl. —Comprobé el número, pintado en un bloque de piedra—. Es la dirección que me han dado —informé a la grabadora—. No parece una oficina. Voy a ver si hay alguien.

    Detuve el patín junto al camino y

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