A unque muchos la veían venir desde hacía meses —o precisamente por eso—, la sublevación militar de julio de 1936 recibió una airada contestación por parte del pueblo español. Los sectores más politizados se echaron a la calle en las grandes ciudades buscando a los que habían considerado siempre sus enemigos seculares: los aristócratas y el clero. Organizaciones políticas y sindicales de todas clases ocuparon los palacios y las iglesias, donde algunos elementos dieron rienda suelta a su rencor vandálico. Otros, sencillamente, arramplaron con lo que pudieron. Se sentían plenamente justificados para apoderarse de los bienes de sus enemigos de clase, a quienes consideraban cómplices de aquella traición armada a las garantías democráticas.
PARAR EL VANDALISMO
Cuando empezó a entender el verdadero alcance del movimiento sedicioso, el Gobierno republicano tuvo que aceptar que no estaba preparado para contrarrestarlo eficazmente. En realidad, había quedado atrapado entre dos frentes: el militar, que habían establecido los sublevados, y el interior, donde su autoridad debía competir con la de los partidos, sindicatos y comités. Estos ejercían su poder por libre y lo apoyaban con un argumento irrefutable: la pistola del 9 largo bien visible en el cinto.
El Gobierno de guerra que