Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Asesinato En La Biblioteca
Asesinato En La Biblioteca
Asesinato En La Biblioteca
Libro electrónico193 páginas2 horas

Asesinato En La Biblioteca

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Martín Brenes es un joven estudiante de secundaria aficionado a la investigación policial. Su interés se ve desafiado cuando ocurre un asesinato en la biblioteca del instituto donde él es un interno de nuevo ingreso. No tiene mucha experiencia en el campo de la criminología, pero es persistente e intuitivo. Cree poder resolver el crimen ocurrido valiéndose de los conocimientos adquiridos en un curso por correspondencia y de su sagacidad natural.
El instituto San Francisco de Sales, en las afueras de la ciudad, es en apariencia una escuela sosegada. Esa calma bucólica ahora se ve resquebrajada por la presencia de un asesino que ha cobrado su primera víctima. Impedir que aquello se transforme en una cadena de asesinatos es la misión del chico Brenes, como lo llama el teniente García, encargado de las investigaciones en el plantel.
Asesinato en la biblioteca es mi primera novela policiaca juvenil. Siendo un muchacho me gustaba leer muchas novelas de este tipo porque eran un reto a la imaginación. Ya saben. Descubrir quién es el asesino y no detenerse hasta no terminar de leer el libro. Me dije, ¿porque no crear un personaje que se vea envuelto en una situación de ese tipo? Así nació el argumento de esta historia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 abr 2021
ISBN9781005382988
Asesinato En La Biblioteca
Autor

Erick E. Perez

Erick E. Pérez nació en Nicaragua en 1965. Estudió la escuela primaria en el colegio de monjas Santa Luisa de Marillac. Fue el mejor estudiante de su promoción. Durante las Fiestas Patrias compitió contra los mejores alumnos a nivel nacional. No ganó, quedó en cuarto lugar, pero eso le sirvió para que los padres jesuitas del Colegio Centro América le ofrecieran una beca de estudio. Concluyó su bachillerato no sin antes haber pasado por dos años de servicio militar en la década de los 80. Al finalizar entró a la Escuela de Medicina, UNAN Managua. Recibió su título en 1995. Años después migró a los Estados Unidos. Actualmente reside en California y no volvió a ejercer su profesión.Comenzó a escribir pequeñas historias desde los doce años, atraído por los cuentos y novelas radiales de la época. En su adolescencia y juventud continuó escribiendo, pero dejó de hacerlo al ingresar a la universidad. Retomó el hábito como un pasatiempo una vez que se estableció en el nuevo país.Novelas, cuentos y aforismosLa CalamidadNuestra Señora de La CalamidadLa lluvia cae por donde quiereLos hilos torcidosAsesinato en la bibliotecaEl niño que perdió su bicicletaAforismos, apotegmas, adagios o como quieran llamarlosAphorisms, apothegms, adages or whatever you want to call them (inglés)Libros infantiles (español e inglés)Belda, la orugaBelda, the caterpillarEl jardín encantado de Belda, la orugaThe Enchanted Garden of Belda, the caterpillarPelusa, la princesa cautivaFuzz, the captive princessPelusa y los cachorrosFuzz and puppiesLos elefantes pueden olvidarElephants can forgetEl reloj que no marcaba las horasThe clock that does not tell the time

Lee más de Erick E. Perez

Relacionado con Asesinato En La Biblioteca

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Asesinato En La Biblioteca

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Asesinato En La Biblioteca - Erick E. Perez

    Un lugar silencioso

    Nadie escoge el día en que va a morir al menos que su plan contemple el suicidio. Tampoco es importante si es un día bonito o es un asco. La muerte siempre ronda a la espera de que las personas sean marcadas como las próximas víctimas de su designio. Es en ese instante cuando actúa sin reparo.

    Igual que todos los días, la señorita Amador llegó seria y puntual a su lugar de trabajo. Ella era la bibliotecaria del instituto San Francisco de Sales. Desempeñaba dicha función desde dos años antes de graduarse de la universidad de bibliotecóloga. Varios años habían pasado desde entonces. Un amigo de la facultad le consiguió el puesto a manera de pasantía mientras obtenía el título. Al demostrar que era disciplinada y excelente en su oficio, el diploma llegó a ser un asunto de protocolo. Había nacido para clasificar libros, amaba los libros. Sin duda, la posición le pertenecía. Llegó a manejar las llaves del local y a dictar algunas reglas menores. Era la máxima autoridad en aquel que era su pequeño reino.

    Llegaba a la oficina temprano por la mañana. Por rutina colocaba su bolso sobre el escritorio que estaba contiguo a la ventanilla de despacho. Quien la conociera en su servicio afirmaría que era un objeto que portaba desde tiempo atrás. No veía necesidad de cambiarlo por otro, aunque la piel de este empezaba a mostrar frunces donde el material empezaba a resquebrajarse. Al mismo tiempo cargaba con un abrigo, que colgaba de un gancho detrás de la puerta, y un paraguas, sin importar el estado del tiempo.

    Leonora Amador frisaba los cuarenta años, pero su aspecto inclinaba a pensar que era mayor que eso. Alta y delgada lucía lo mismo que un perchero de tienda por departamento. En su rostro severo no se advertía rastro de maquillaje. Sus cabellos negros los llevaba cortos. Entre ellos se asomaban líneas blancas abundantes. Aquello era una señal de que caneaba prematuramente, si se piensa que era una mujer sin grandes preocupaciones. Quizás el tiempo y la genética intentaban imponerse.

    Acomodó una resma de hojas blancas sobre un segundo escritorio que se encontraba en el centro del lugar y tomó asiento detrás de este. A continuación, comenzó a escribir a máquina. La velocidad que le imprimía era propia de una experta mecanógrafa. Concentrada en esa actividad olvidaba todo cuanto le rodeaba. Hasta que algo la apartaba de su propósito.

    —Buenos días, señorita Amador.

    —¿Otra vez tarde, Elena?

    —Sí. —La joven miró el reloj colgado en la pared—. Cinco minutos, es que el bus se retrasó y fue toda una eternidad.

    —Si madrugaras no tendrías esa dificultad. Revisa el archivo de los periódicos. No están en el debido orden.

    —Enseguida, señorita —dijo—. ¿Cómo lo habrá sabido? Es una fisgona —murmuró—. Tardaré toda la mañana —agregó en voz alta.

    —Toma todo el tiempo que sea necesario, Elena. ¡Ah! Hazme un favor: actualiza el calendario de la ventanilla. Estamos a octubre primero. No quiero que los muchachos olviden la fecha en que deben regresar los libros. Que ese descuido no sea una excusa.

    —Sí, señorita —dijo la joven mientras desprendía la hoja que correspondía a septiembre de 1978.

    Elena Campoamor era una trabajadora astuta y con mucha paciencia. Cualidades necesarias si se quería lidiar con la arpía que representaba la señorita Amador. No era muy bonita, pero tenía gracia y coquetería. Había sido muy popular en la secundaria de donde provenía. Hasta llegó a ser candidata a reina de la escuela. No ganó esa vez, sin embargo, no fue algo que le mortificara el resto de su vida. A ella lo que le agradaba era ser el centro de atención. ¡Qué se podía esperar de una joven a su edad!

    Las veces que llegaba retrasada era seguro que se había detenido a conversar con algún desconocido o algún profesor del instituto a quien luego llamaba «amigo». Todo en un afán por ampliar su mundo de relaciones sociales. Leonora lo sabía. No le interesaba meterse en la vida de los demás, solo le preocupaba la puntualidad y el desempeño de su ayudante.

    Esa mañana se había encontrado con Víctor, al descender del autobús. Este la encaminó las tres cuadras de distancia desde la parada hasta el portón principal. El instituto se encontraba rodeado por un área residencial. La mayoría de los vecinos trabajaban en la ciudad. A esa hora el barrio se mostraba deshabitado. ¡Cómo negarse!

    A Víctor lo conoció una mañana de esas, no hacía ni un mes, mientras intentaba arreglar un viejo Volkswagen a la orilla del camino. Le dijo que vivía por ahí. Ella le señaló su sito de trabajo, por lo que él se ofreció a acompañarla. A Elena no le preocupó su presencia. El muchacho se veía de su edad, con el cabello largo que estaba de moda y ropa llamativa de quien viene de una discoteca. Se topó con él un par de veces más. No era mucha la información que Víctor le brindara ni los motivos reales por los cuales deambulaba por ahí.

    *****

    El colegio San Francisco de Sales se situaba sobre colinas en las afueras de la ciudad. En otros tiempos la propiedad perteneció a una orden religiosa que administraba el lugar como un colegio interno de señoritas. Esta fue adquirida por los dueños actuales. Fue transformada en un instituto de educación mixta, laico y con internado opcional. Se conservó el antiguo nombre por estrategia de mercado. Este era muy reconocido en la comunidad educacional. Si no existía ninguna objeción podría traerles prestigio.

    Había tres edificios más que formaban las aulas de clase. Estos se interconectaban por andenes de cemento.

    Al fondo del terreno se alzaba el edificio de mayor altura, tres pisos, que era la casa habitacional de los estudiantes internos. Estos provenían de países vecinos o del interior del país. Sus padres se permitían costear el gasto que eso implicaba con la esperanza de obtener un buen récord escolar a la hora de aplicar en una carrera universitaria, sobre todas las más reñidas. También algunos profesores tenían sus respectivas habitaciones en el mismo edificio. Los que cubrían materias vespertinas o actividades extracurriculares.

    Los campos deportivos eran diversos y espaciosos, separados a intervalo por hileras de árboles de regular tamaño. Más allá solo había labrantíos o bosques exuberantes.

    *****

    Repicó el timbre con un eco tenaz y estridente. Llamaba a los estudiantes a sus respectivas aulas.

    —Debemos darnos prisa. No quiero que en mí primer día tengan que hacerme un llamado de atención —dijo Martín Brenes.

    —Me asombra tu actitud. ¿Desde cuándo eres tan puntual? —inquirió con chanza Frank Leyton.

    —Desde hoy —respondió su compañero—. ¿Cómo es el profesor?

    —¿Qué quieres que te diga?

    —Algo que me permita analizarlo. Ver qué clase de persona es.

    —Es un poco desconcertante. Uno nunca sabe lo que en realidad piensa, dice o hace. Ya verás.

    Se refería al profesor Eduardo Fonseca. Este rondaba los cincuenta años, corpulento y de regular estatura. Recién usaba un par de lentes de alto aumento que causaban lagrimeo en las personas que intentaban verlo directo a los ojos. Vestía con la sobriedad que amerita un individuo en su posición, sin dejarse llevar por las tendencias de la moda local. Mostraba una barba rasurada y cabellos cortos que se acomodaban gracias al fijador.

    Cubría tres secciones de segundo año, dos de cuarto y una de quinto año. Él hubiera preferido las cinco de segundo y una de quinto, pero el profesor Martínez empleaba dos horas en otros asuntos, así que pusieron a su cargo las dos de cuarto año.

    A veces se presentaba muy animado, otros días lucía terribles. Con gran facilidad cambiaba de tema lo cual dejaba a los alumnos intrigados o irritados. Ese despiste se lo atribuían a su falta de coordinación para sobrellevar los diferentes niveles de educación que impartía. En dos ocasiones el alumnado había protestado, a pesar de ello, el director lo consideraba uno de sus mejores educadores. Las quejas eran depositadas en un buzón sin fondo.

    —Mira, Esther, aquel chico, el nuevo, es un indeseable. De tres colegios lo han corrido. No me explico cómo ha llegado hasta aquí —decía Carolina Arana.

    —Se ve respetuoso y educado.

    —No te dejes engañar ni le dirijas la palabra. Seguro que es un atrevido. No te gires, nos está mirando. Será mejor que nos alejemos.

    —¡Espera! No tiene sentido huir de él. Será nuestro compañero de clase el resto del semestre.

    Los comentarios mal intencionados entre el estudiantado habían conseguido distorsionar la verdad. Martín Brenes había sido expulsado del colegio donde estudiaba. Él y su compañero de curso se vieron involucrados en un experimento de química que salió mal. La aventura concluyó en un pequeño incendio en el laboratorio que fue controlado, pero que las autoridades escolares consideraron que fue un hecho intencional que merecía ser disciplinado con rigor. Armando era un estudiante becado y no podía darse el lujo de perder la ayuda económica. Su familia no poseía los recursos y eso sería una tragedia para ellos. Martín lo sabía y asumió toda la responsabilidad.

    Optó por ingresar al centro donde su amigo Frank Leyton estudiaba, a pesar de que el curso concluiría en un par de meses. Todo era cuestión de actualizarse si no quería perder el año escolar. Él tuvo la oportunidad de escoger de entre tres institutos y tomó el que mejor se ajustó a sus intereses.

    Es la hora de descanso. Los estudiantes se han dispersado por los campos cercanos. Frank y Martín se han sentado en las gradas que van al segundo piso. El último sujetaba un lápiz de grafito entre los dientes a la vez que realizaba garabatos imaginarios en el piso con un trozo de rama que encontró ahí mismo.

    —Se ve que este colegio es aburrido.

    —Eso es quizá porque nadie te conoce. Ya verás que es tolerable —replico Frank.

    —¿Por qué Clara no se matricula aquí?

    —¿Bromeas? Mamá no lo permitiría. Dice que está mejor en ese colegio de religiosas donde estudia en compañía de tu hermana. No creo que a ella le guste mucho la idea ni a Clara. Ella tiene otra vibra y aquí hay algunas chicas que son pretensiosas. Carolina Arana es un ejemplo. Al parecer proviene de familia influyente, se cree «la duquesa». Los muchachos del segundo año le pusieron ese sobrenombre. Ella lo sabe. Finge que no le molesta. En el fondo no es verdad. Aquí entre nos, le pusieron ese apodo porque así se llama la mascota del director. Esa perrita pequinesa que todas las mañanas carga en brazos. Es la consentida de él.

    Por una esquina del edificio aparecieron Alberto Corea y Ricardo Alvarado. Ambos eran estudiantes del cuarto año. Este último traía las manos dentro de los bolsillos y una sonrisa en los labios. Era seguro que Alberto, por sus aspavientos, le contaba algún chiste de doble sentido. Se detuvieron ante los dos amigos. Conocían a Frank porque eran compañeros de clase. Brenes resultaba ser un tipo curioso. Ricardo tomó asiento dos gradas arriba. Alberto extrajo un billete de su cartera.

    —Escuchen, los invito a tomar algún refresco. ¿Por qué no vamos al bar?

    —¡Estás loco! —replicó Frank—. Yo estoy bien aquí. Solo dos personas atienden a todo el alumnado. Ir ahí es verte arrastrado por una turba de zombis hambrientos. Si logras escapar te enfrentarás a la jauría de pedigüeños que pululan por los alrededores. No quieren gastar, solo consumir de lo ajeno. Me abstengo de acercarme a ese lugar de fieras salvajes.

    —Donde atienden a las chicas es más civilizado.

    —Gracias, no quiero que se burlen de mí. Dile a tu hermana que lo haga por nosotros. De esa forma sí aceptamos.

    —Esther camina junto con la presumida de Carolina. Veré si están por ahí. No se marchen, ahora regreso.

    —Yo que tú le advertiría a tu hermana de esa amistad —dijo Leyton.

    —Por lo que veo Carolina no es bien querida en este colegio —comentó Martín.

    —Es complicada —corroboró Ricardo.

    —¿Él siempre usa zapatos de plataforma? —preguntó Brenes, poniendo atención al calzado de Alberto mientras se retiraba.

    —Sí —dijo Ricardo—. Tiene unas botas y unas sandalias. Le dan unas pulgadas más de estatura.

    —Eso es un complejo muy serio —dijo Martín mientras se acariciaba la barbilla.

    —Ni lo menciones —dijo Frank.

    Minutos más tarde regresó Alberto con cuatro vasos de cartón desechable. Los repartió entre sus compañeros.

    —¿Cómo conseguiste que aceptara? —preguntó Ricardo.

    —Chantaje. No es que sea indiscreto, pero ayuda el conocer una historia que no deseas que tus padres se enteren. ¡Oye! Carolina ha corrido el rumor de que eres un tipo de lo peor, que te han expulsado de no sé cuántos colegios. ¿Es verdad todo eso?

    —No con esa exactitud. No importa lo que otros crean —dijo a la vez que sorbía el líquido.

    —¿Quién te lo dijo, Alberto? —inquirió Frank.

    —Mi hermana. ¿Acaso no es su agencia de publicidad? No es que a Esther le gusten las murmuraciones…

    —¡Cómo es amiga de Carolina! —dijeron al unísono.

    Martín Brenes recién había cumplido los dieciséis años. Era un muchacho delgado de regular tamaño, poseía espalda de nadador, deporte que practicaba desde pequeño en su centro de enseñanza anterior. Su padre quería que él se entusiasmara por el balompié, le decía que poseía piernas de futbolista. Eso no le inquietaba. Nadar era una de sus pasiones.

    Su madre se entrometía con el largo de su cabello negro ensortijado y la profusión de su barba juvenil. Se le hacía poco serio el que tuviera los rizos al

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1