La teoría del ímpetu
Por Luis Liquete
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Recordé que, de niño, en medio del sueño, sentía un rumor de pasos y sabía que la abuela estaba allí, a mi lado, y no resistiría el impulso de besarme. Más de una noche noté su beso tierno y me hice el dormido, para que no la riñera mi padre.
A pesar del coraje y de la capacidad, a menudo, no es fácil conseguir nuestros objetivos. Unas veces, cualquier contratiempo puede debilitar la confianza: un simple malentendido va a dejar a Salomón Niebla perdido, acaso de por vida, en Marrakech; el elemental juego del querer quebrará el soñado futuro de Ismael Calamaro; una trivial salida de tono del joven Galileo acabará dejándolo indefenso ante el Tribunal de la Inquisición; una serie de incontrolables peripecias terminará cumpliendo el deseo de venganza de Lobo Durán.
Otras veces, es la fatalidad la que nos mete en un callejón sin salida. Y vemos como un abuelo desesperado hace retroceder la rueda del tiempo; el Empecinado, que deseaba que la ley fuera igual para todos, va a morir colgado de una horca; una abuela argentina, que busca a su nieta desaparecida, necesita confiar en la esencia de violeta.
Es el destino el que nos deja desamparados y nos llena de perplejidad, es el azar el que va jugando sus cartas y permite que la vida nos pase por encima.
Luis Liquete
Luis Liquete (Villasarracino, Palencia, 1952) es licenciado en Ciencias Químicas e Historia Medieval por la Universidad de Valladolid, ciudad en la que ha residido gran parte de su vida. Fue, primero, profesor de Matemáticas, Física y Química y, más tarde, de Historia y Geografía en diversos centros de enseñanza secundaria de Ávila y Valladolid. Ha intervenido en las recopilaciones de cuentos de 1998, 2002 y 2006 editados por los Talleres de Escritura Creativa a Distancia Fuentetaja (Madrid), donde ha sido alumno de Ángel Zapata. Ha participado en las antologías de relatos Valladolid (junio de 2016), Pucela negra y criminal (noviembre de 2016) y Castilla y León, puerta de la Historia (abril de 2018) de M.A.R. Editor. Mis personajes singulares es su primera obra publicada por Caligrama.
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La teoría del ímpetu - Luis Liquete
Don Lucio
Ese día supe que casi todo lo que se contaba sobre don Lucio podía ser mentira. Y aunque lo imaginé bajando con la bicicleta la cuesta de las Carbajalas y sentí que el garrafón se partiría en mil pedazos, no podía creer que se agachase a sorber el vino derramado en los charcos ni que injuriase a grandes voces al Cristo del Mercado. Uno no se lo cree todo, aunque tenga solo dieciséis años, esa es la verdad.
La verdad, en lo que yo recuerdo, es que don Lucio nos daba clase de Filosofía con esmero. Hablaba de la imaginación o de las sensaciones. Exponía las vías tomistas sobre la existencia de Dios o bien enseñaba los silogismos. Además, nos explicaba contenidos, fuera de programa, como el marxismo y la lucha de clases, el sentido de la vida según el existencialismo y otros temas tan trascendentales para la filosofía como el origen del hombre, la interpretación de los sueños y la muerte de Dios. De esto último trataba con más entusiasmo acaso, no lo sé. Lo que sí sé, o creo saber, es que en aquella época el estudio de estas cuestiones era un tanto insólito.
Y aún más inconcebible era que don Lucio, al día siguiente de decirnos que el marxismo pretendía encontrar remedio a la desigualdad entre los hombres, a la miseria de la clase trabajadora, apareciese al final del pasillo andando muy despacio, derrotado, aunque solo en apariencia, como comprobaríamos más adelante, con unas gafas negras que cubrían en parte un pómulo morado y la nariz mal tapada con un esparadrapo. Si no me salen mal las cuentas, estábamos en el curso 1971-72, en el instituto de León, en esos años finales del franquismo en los que la verdad tenía un solo color y las gafas de don Lucio, por lo menos, dos: marrón, la mayoría de los días, y negro, en esas ocasiones en las que le habían partido la cara.
De todos modos, el ritmo de la clase seguía siendo el mismo, o tal vez algo más pausado.
—Las emociones nos alteran el ánimo y pueden ser una respuesta ante un acontecimiento inesperado —dijo don Lucio.
Y algunos nos miramos sorprendidos, ya que, hasta aquel momento, a esas muletillas que don Lucio soltaba, así como al desgaire, no las habíamos concedido ninguna importancia.
Don Lucio nos observó quizá sin ver, porque se le enturbiaba la vista, sacó el pañuelo y lo pasó por su rostro un tanto envejecido para un hombre de apenas cuarenta años y, luego, continuó:
—Las sensaciones nos abren los ojos no solo ante el color, sino también ante el dolor.
Mientras, se tocaba la ceja que debía de dolerle lo suyo. El esparadrapo de la nariz era ridículo, tal vez don Lucio se lo habría puesto tras llegar a casa, después de la zurra, la tarde anterior y, por la noche, se le habría movido un poco.
Era una historia antigua ya en el instituto. Venía sucediendo, por lo que nos contaron, desde hacía unos cuantos años, pero para nosotros era tan nueva y tan sorprendente que la veíamos como una escena de la Semana Santa leonesa, una escena de la procesión de los borrachos.
En torno a la Semana Santa debió de ser cuando nos habló del marxismo, bueno, unos días después, si mal no recuerdo. A la mañana siguiente, apareció con el pómulo amoratado, se quitó las gafas negras, que no había traído hasta entonces, se tocó con cuidado el esparadrapo de la nariz y se le empañaron los ojos. En clase no se oía el vuelo de una mosca.
Fue en ese instante cuando me vino a la imaginación lo que podía haber ocurrido. Y vi a don Lucio, con su vieja bicicleta, que algunos días traía al instituto, y un garrafón de cántara amarrado al sillín, llegar hasta la «casa de juegos» de la calle Matasiete y gastarse medio sueldo al bacará o a las chapas. Más tarde, llenaba el garrafón en las bodegas Tabarés de la plaza de don Gutierre y se acercaba a la plaza de San Martín, donde tomaba los últimos chatos en la taberna del Cueto, tras dejar su bicicleta con el garrafón apoyada en la pared. Al salir de la taberna, ya un tanto achispado, los gamberros del barrio lo acosaban y lo llamaban borracho y maricón a gritos, y él, perseguido por los insultos, tiraba por la calle Juan de Arfe, bajaba a todo gas por la cuesta de las Carbajalas y, en algunas ocasiones, se daba de bruces contra el suelo empedrado de la plaza de Santa María del Camino o del Grano, donde comienza la procesión de los borrachos.
Esta versión era más o menos la de Samuelín, el sobrino del cura del instituto, que aseguraba que don Lucio era un jugador empedernido, un borracho indecente, un maldito ateo y un asqueroso maricón; demasiado fácil de creer para nuestros dieciséis, diecisiete años. Por lo tanto, mi imaginación no había hecho mucho esfuerzo para llegar a semejante resultado. Más difícil sería suponer que ese recorrido se repetiría todos los finales de mes tras cobrar la paga, sospechar que don Lucio se bebería el vino de los charcos, concebir que aquel hombre, de aspecto frágil y actitud serena, se arrastraría hasta su casa tirando de la bicicleta en una especie de vía crucis cuyas estaciones las decidían los gamberros del barrio que, según contaba, no dejaban de hostigarlo.
Pero todo esto resultaba difícil de creer. Por eso, necesitábamos escuchar a don Lucio, oír con cariño sus explicaciones, ver si a través de sus palabras podía descubrirse la razón de aquellos descalabros. Y por fin la encontramos, porque nos sobraba la fe.
—Dios es uno y trino —se le oyó decir como en un susurro.
Y yo pensé que él era uno y los golpes, como mínimo, eran tres: el del pómulo morado, el de la nariz partida y uno más suave, junto a la boca, que apenas se notaba entre la barba a medio afeitar. Pero aquel día nadie hizo caso a Samuelín. Al final de la clase, don Lucio comentó que la verdad suele ser relativa. También nos anunció:
—Del marxismo no os contaré más, ya os enteraréis cuando seáis mayores.
Y no nos contó más, pero ya nos había dicho bastante. No suficiente para saber en qué consistía el marxismo, suficiente para comprender que allí había algo que nos interesaba. Muchos nos compramos la obra de Engels, titulada Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, un librito azul eléctrico que vendían en la librería y papelería de la plaza de san Francisco después de asegurarle al librero que eras alumno de don Lucio.
A don Lucio el moratón le duró, al menos, quince días. En esos días, pasó como sobre ascuas por temas, fuera de programa, como el origen del hombre, según la teoría de Darwin, o la influencia del subconsciente en los actos humanos, según la teoría de Freud. De la obra de Nietzsche, de la que solo dio cuatro ideas y una pequeña bibliografía, señaló que requería un tiempo del que no disponíamos. Y ya, para cerrar el curso y aprovechar las últimas semanas, hablaría del existencialismo.
La mayoría nos leímos La náusea¹ viendo a Antoine Roquentin pensar en suprimirse para destruir una existencia que consideraba despreciable, creer que su vida no valía más que la de un insecto caído de espaldas. Todo lo que existe, nos decía, nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad. ¡Era demasiado!
Aquellos días, en la cara de don Lucio, medio desdibujada por los sentimientos que debían agitarse en su interior, vimos las gafas marrones otra vez. Aquellos días dudamos. ¿Era un borracho, un ateo, un maricón? ¿No era, a pesar de todos los pesares que nos ponía delante como abismos, un hombre bueno o un maricón bueno o un ateo bueno? Pero en aquel entonces era difícil dilucidar estas cuestiones.
El caso es que el existencialismo tendría peores consecuencias que el marxismo, como era casi de esperar. Unos días después, don Lucio apareció al final del pasillo, con sus gafas negras, cojeando, con los ojos morados, la nariz hinchada y el labio casi partido por la mitad; y eso que no era Semana Santa.
—El dolor es una sensación incómoda, pero, a menudo, nos permite mantener la esperanza —subrayó don Lucio.
¿El existencialismo era una doctrina de fiar? ¿Don Lucio era un hombre de fiar? Fueron preguntas que a mí se me plantearon al mismo tiempo. No era fácil asumir, a nuestros diecisiete, dieciocho años, cuando solo queríamos tener ilusiones para vivir, que la vida del hombre sobre la Tierra no tuviera ningún sentido.
De cualquier forma, solo con ver a don Lucio tan descalabrado como un don quijote, muchos supimos que la versión más aproximada a la verdad de los hechos era otra. Sí que había un líquido rojo por los suelos, pero no era vino, era sangre. Y esa sangre acaso era un espejo en el que podíamos ver reflejada una realidad que hasta ese momento no habíamos llegado a captar y que tenía demasiados colores: el color de las gafas marrones de don Lucio, el color de las gafas negras de don Lucio, el color de los ojos morados de don Lucio… Y esos a primera vista.
A primera vista, don Lucio se despidió, el último día del curso, oculto y transparente tras sus gafas negras.
—A veces las verdades ofenden —nos dijo, cuando ya salía por la puerta.
Y lo vimos alejarse por el pasillo inmenso, cojeando. ¿Quién sabía, quién podía saber las palizas que tenía pendientes el bueno de don Lucio? ¿Quién podía conocer las sorpresas que aún nos depararía la vida, a pesar de que algunos estuviéramos tentados a creer, a nuestros dieciocho años, que ya nos lo sabíamos