La sala número 6
Por Antón P. Chéjov
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Esta obra emblemática de Chéjov trata de los límites difusos entre la locura y la razón, el mundo normal y el manicomio. Los protagonistas son un pobre alienado, Iván Dmítrich, con arrebatos pasajeros de fantástica lucidez, y el director del hospital, Andréi Yefímich Raguin, que se ha puesto una venda en los ojos para no ver las deficiencias y atrocidades que se cometen en el centro sanitario que regenta, y que acaba creándose una filosofía para justificar su inacción y su incuria.
Lenin dijo, después de leerla, que se vio impulsado a salir a la calle, porque él también se sentía «encerrado en un manicomio».
Antón P. Chéjov
<p><b>Antón Pávlovich Chéjov</b> nació en Taganrog, a orillas del mar de Azov, en el sur de Rusia, en 1860. Hijo de un modesto comerciante, antiguo siervo que había conseguido comprar su libertad, así como la de su mujer y sus hijos, hizo sus primeros estudios en su ciudad natal. En 1879 ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Moscú. Desde el primer curso empezó a publicar «cuadros humorísticos» en revistas, con los que conseguía mantener a toda su familia (su padre, endeudado, su madre y sus hermanos habían tenido que trasladarse con él a Moscú), y pocos años después ya era un escritor profesional reconocido.1888 fue un año clave en su carrera: publicó su novela corta <i>La estepa</i> (ALBA CLÁSICA núm. LIII, junto con <i>En el barranco</i>), escribió su primera obra teatral, <i>Ivanov</i>, y recibió el premio Pushkin.</p> <p>En 1890 viajó a la isla de Sajalín, «con la intención de escribir un libro sobre nuestra colonia penal», que aparecería al año siguiente con el título de <i>La isla de Sajalín</i>. En 1896 estrenó <i>La gaviota</i>, su primer gran éxito en la escena, al que siguieron <i>El tío Vania</i> (1899), <i>Tres hermanas</i (1901) y <i>El jardín de los cerezos</i> (1904).</p> <p>Maestro del relato corto, algunas de sus obras más importantes se encuentran en ese género, en el que ha ejercido una influencia que aún hoy sigue vigente. Una extensa antología de sus <i>Cuentos</i> puede encontrarse en esta editorial (ALBA CLÁSICA MAIOR núm. XXI), así como dos selecciones a cargo de Piero Brunello, <i>Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores</i> (ALBA CLÁSICA núm. LXVI) y <i>Unos buenos zapatos y un cuaderno de apuntes: Cómo hacer un reportaje</i>. Chéjov murió en Badenweiller en 1904.</p><p>En estas <i>Cinco novelas cortas</i> que ha seleccionado y traducido Víctor Gallego, vemos en cualquier caso la maestría para captar el tiempo y reflejarlo narrativamente, sin otro calendario que el que marcan las propias acciones –e inacciones- de los personajes. Son todas ellas obras de madurez: «Una historia aburrida» (1989), «El duelo» (1891), «La sala número seis» (1892), «Relato de un desconocido» (1893) y «Tres años» (1895).</p>
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La sala número 6 - Antón P. Chéjov
Índice
Cubierta
Nota al texto
La sala número seis
Notas
Biografía
Créditos
Alba
La sala número seis
Anton P. Chéjov
Traducción y notas:
Víctor Gallego Ballestero
ALBA
Nota al texto
La sala número seis (Palata noimer 6) se publicó por primera vez en noviembre de 1892 en la revista El Pensamiento Ruso de Moscú.
I
En el patio del hospital hay un pequeño pabellón circundado de un auténtico bosque de bardana, ortigas y cáñamo silvestre. Tiene el tejado herrumbroso, la chimenea semiderruida y los peldaños de la escalinata podridos y cubiertos de maleza; en cuanto al revoque, sólo queda algún vestigio. La fachada principal da al hospital; la trasera, al campo, del que la separa una valla gris erizada de clavos. Esos clavos, puestos de punta, la valla y el propio pabellón tienen ese aire peculiar de tristeza y maldición que sólo se advierte en nuestros edificios sanitarios y penitenciarios.
Si no teme usted picarse con las ortigas, intérnese conmigo en el angosto sendero que conduce al pabellón y veamos lo que sucede en su interior. Una vez abierta la primera puerta, entramos en el zaguán. A lo largo de las paredes y junto a la estufa se acumulan montañas enteras de cachivaches pertenecientes al hospital. Colchones, viejas batas hechas jirones, pantalones, camisas de listas azules, zapatos sin tacones y completamente inservibles; todos esos harapos, amontonados, apelotonados y revueltos, se pudren y despiden un olor sofocante.
En medio de tanto trasto está tumbado, siempre con la pipa entre los dientes, el vigilante Nikita, antiguo soldado retirado con galones descoloridos. Tiene un rostro severo, devastado por el alcohol, con cejas enmarañadas que le dan cierto aire de mastín de las estepas, y la nariz roja; es bajo de estatura, seco y fibroso, pero tiene un porte impresionante y puños vigorosos. Pertenece a esa categoría de hombres sencillos, positivos, concienzudos y limitados que aman el orden por encima de todas las cosas y, en consecuencia, están convencidos de la eficacia de los golpes. Él pega en la cara, en el pecho, en la espalda o donde se tercie, y está persuadido de que sin esa medida no habría ningún orden.
Más adelante entrará usted en una habitación grande y espaciosa que ocupa todo el pabellón, sin contar el zaguán. Allí las paredes están embadurnadas de un azul sucio, con un techo tiznado de hollín, como en una isba sin chimenea; es evidente que en invierno las estufas humean y el aire se llena de olor a carbón. La parte interior de las ventanas está desfigurada por rejas de hierro. El suelo es gris y está cubierto de astillas. Apesta a col agria, a mecha quemada, a chinches y a amoniaco, y ese hedor produce desde el primer momento la impresión de haber entrado en una casa de fieras.
En la habitación hay camas atornilladas al suelo en las que descansan, sentados o tumbados, hombres vestidos con batas azules de hospital y gorros de dormir a la vieja usanza. Son los locos.
En total hay cinco personas. Sólo uno es de noble cuna, los demás pertenecen a la burguesía. El más cercano a la puerta, un tipo alto y enjuto con bigote rojizo y brillante y ojos humedecidos por las lágrimas, está sentado con la mano en el mentón y la mirada fija en un punto. La tristeza no lo abandona ni de día ni de noche, sacude la cabeza, suspira y sonríe con amargura; rara vez participa en las conversaciones y no suele responder a las preguntas. Come y bebe como un autómata, cuando le sirven. A juzgar por su tos penosa y extenuante, por su aspecto demacrado y por el rubor de sus mejillas, sufre un principio de tuberculosis.
Le sigue un viejecito pequeño, lleno de vitalidad y muy ágil, con una barbita puntiaguda y cabellos azabachados y rizados como los de un negro. Durante el día se pasea de una ventana a otra o se sienta en la cama, con las piernas cruzadas a la turca, y silba sin parar como un pinzón, canturrea en voz baja o se ríe solo. Su alegría infantil y la viveza de su carácter también se ponen de manifiesto por la noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para golpearse el pecho con los puños y arañar las puertas con los dedos. Es el judío Moiseika, un pobre hombre que perdió el juicio hará cosa de veinte años, cuando se incendió su taller de sombrerería.
De todos los internos de la sala número seis es el único que tiene permiso para salir del pabellón e incluso del patio del hospital. Hace años que se beneficia de ese privilegio, probablemente por su condición de viejo paciente y porque sólo es un pobre diablo, tranquilo e inofensivo, el tonto del pueblo, al que la gente ya se ha acostumbrado a ver por las calles, rodeado de niños y de perros. Con su bata vieja, su ridículo gorro y sus zapatillas, a veces descalzo e incluso sin pantalón, se pasea por las calles, se detiene ante la puerta de las tiendas y pide una moneda. En un lugar le dan un vaso de kvas¹; en otro, un pedazo de pan; en un tercero, un kopek, de modo que suele regresar con el estómago lleno y la bolsa repleta. Todo lo que lleva consigo, se lo queda Nikita. El soldado lo registra con brusquedad y enojo, dándoles la vuelta a los bolsillos y poniendo a Dios por testigo de que no dejará salir al judío nunca más y de que para él no hay nada peor en el mundo que el desorden.
A Moiseika le gusta ser útil. Lleva agua a sus compañeros, los tapa cuando están dormidos, promete traerles de la ciudad un kopek a cada uno y coserles un gorro nuevo; da de comer con una cuchara a su vecino de la izquierda, un paralítico. No actúa de ese modo por compasión o cualquier otra consideración de índole humanitaria, sino siguiendo el ejemplo de Grómov, su vecino de la derecha, a cuya voluntad se somete involuntariamente.
Iván Dmítrich Grómov, hombre de unos treinta y tres años, de origen noble, antiguo empleado de la Audiencia y secretario² de la administración provincial, sufre de manía persecutoria. Se pasa el tiempo tumbado en la cama, hecho un ovillo, o yendo y viniendo de un rincón a otro, como para hacer ejercicio, y rara vez se sienta. Siempre está agitado, nervioso, atormentado por una espera vaga e indefinida. Basta el menor susurro en el