El extraño
Por Alfonso Ferrer
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El extraño - Alfonso Ferrer
Contraportada
La Mosca
Si no hay silencio completo, no puedo concentrarme. Ya sea para escribir, leer, mirar a las musarañas o cualquier cosa que necesite mucha atención. Por eso, cuando aquella mosca entró en mi vida no pude hacer nada productivo en una larga temporada.
Prejuicios al margen, era negra. Con pequeños brillos verdosos, y no muy grande, del tamaño de una mosca estándar, es decir, como la uña de mi dedo meñique. Era rápida como el demonio y no encontraba forma de cazarla. Desde aquel día que se coló por la ventana, no dejó de atormentarme.
El zumbido de su vuelo se filtraba a través de mis oídos hasta el rincón más oculto de mi cabeza, haciendo resonar un eco que rebotaba en mi cráneo durante horas, incluso en los pocos momentos en que la mosca se posaba para descansar.
Procuro ser amable con todos los animales pero las moscas, y esta mosca en concreto, me parecen seres del inframundo, que se cuelan en nuestro universo a través de portales cósmicos formados en los excrementos. Y cuando se cuelan, lo hacen millares de ellas. Su única misión parece consistir en infiltrarse en cada casa y girar durante horas en el aire tratando de abrir otro macroportal interdimensional para que probablemente su reina, una mosca del tamaño de un hombre, pueda infiltrarse en nuestro mundo y plantar millones de huevos que formen más adelante un ejército de conquista perfecto.
No tengo pruebas de que esto sea así. Me baso simplemente en la pura contemplación y lo comúnmente denominado «imaginación» para elaborar esta teoría.
Volviendo a mi mosca, esta parecía ser una alumna aventajada en su clase. No había forma de ajusticiarla. Generalmente, una simple revista o periódico suele bastar para devolver a las moscas a su inframundo. Sin embargo, esta debía usar una técnica de vuelo vanguardista que le permitía un despegue supersónico. Por mucho que lo intentara con revistas enrolladas, o sin enrollar, nunca la pillaba. Probé también con toallas, pero cada vez que la estampaba creyendo haber acabado con su miserable existencia, salía volando de alguna manera por detrás de mi oreja.
Usé incluso otro método más cruel como las tiras de pegamento. Prácticamente empapelé la habitación con esta tecnología. Pero la muy lista nunca se posaba en ellas. Incluso para hacerme burla aterrizaba en mi mano o en mi rodilla y parecía hacerme un corte de manga mientras la miraba impotente. Hasta escuché una vez su risa burlona y maligna cuando, en un lapsus de coordinación corpórea, fui yo quien quedó enredado en las tiras de pegamento.
Siempre que volvía a mi cuarto ahí estaba pululando en el aire, en su incansable empeño de apertura del portal interdimensional. En cierto sentido, era admirable tanto esfuerzo, pero aquel siseo, un sonido irritante y perturbador, me llenaba de odio y desesperanza.
En una ocasión, decidí coger mi maletín e irme a la biblioteca a escribir. Al menos podría progresar en mi novela, ya que en mi casa no había manera. Dejé la ventana abierta como siempre, esperando que a la vuelta, la maldita se hubiera largado con viento fresco. Al sentarme en una mesa, coloqué el maletín en ella y lo abrí. Inmediatamente, la mosca salió disparada golpeándome la cara en un acto suicida. La condenada se había colado entre mis papeles camuflándose para poder perseguirme. Al no dejar de sisear alrededor de mi cabeza, regresé a casa corriendo, tratando de escapar de ella. Agitaba y golpeaba el aire con mi maletín en intentos de atizarle y al menos dejarla un rato inconsciente, pero su tenacidad era invencible. La gente me miraba comprensiva, probablemente alguna vez lo habían sufrido ellos y, lógico, me compadecían.
Aquella persecución se prolongó durante días, semanas y meses. Me peleaba con ella en el baño, en el ascensor, en el coche, en la oficina del psiquiatra, en casa de mi abuela… Allí donde fuera, ahí me esperaba el insecto zumbón con su agobiante vuelo.
Pasado un tiempo, mis ojeras se hundían cada vez más, el pelo se me volvió gris y mis mejillas desaparecían, ya que ni comer podía, y adelgazaba a un ritmo alarmante mientras Ella me hacía burla desde el aire.
Así que un día no pude más, y le grité:
—¡¡Bzzzzzzz!! ¡¡¡Zzzbzbbbbbbzzzzzzzzzzzz!!!
La mosca se paró en seco en el aire, satisfecha y admirando el fruto de su esfuerzo.
Y añadí:
—¡¡¡Zzzziiiiiiiiiibbzzzzzzziiiiibzziiiii!!!
Me miró sorprendida y un tanto ultrajada, se dio media vuelta y se marchó por la ventana.
Nunca más la volví a ver.
El gato
Paseando por la calle, me encontré un gato blanco, enrosquillado en sí mismo, encima de una repisa. Me quedé mirándolo un rato, envidiándole.
Al cabo de un rato le pregunté:
—Qué buena vida llevas, ¿no?
—Podría ser mejor si tuviera una cerveza —me contestó.
Me fui, ya que parecía un gato listo y yo no estaba para compartir.
La felicidad
De verdad que no entiendo a la gente que tanto se queja de la vida. Que si el trabajo le aburre, que si no tiene un coche que le gustaría, que si sus parejas dan problemas, que si les pica un pie… Cada vez las soporto menos pero aun así, no me doy por vencido y les ayudo de la mejor forma que conozco. Les muestro que se puede ser feliz en esta vida con las pequeñas y más simples cosas del día a día. Carpe diem, que dicen los entendidos.
Si me pinchan un poco, les cuento uno de mis días típicos y se lo demuestro:
Me levanto por la mañana y después de hacer todas las obligaciones caseras, me voy de compras. Siempre al mismo sitio, porque aunque sea un poco más caro de lo normal, es de confianza y sé que si me estafan, es por mi bien.
—Viaje en coche, 8 € de gasolina, porque está un poco a las afueras.
Un universo mágico de colores y contrastes se me descubre. Cereales circulares con cubierta de miel y una tortuga simpática dibujada en la caja. Y encima con juego integrado, ¡ideal para entretenerse durante el desayuno! Para niños, pero a mí me gusta.
—4,30 €.
Cinco aguacates de los cultivos de Guacanaimo, en algún lugar cerca del río Maranco. Calidad extra. Son buenos para la salud y para el estado de ánimo, aunque no especifican para qué tipo de ánimo, si bueno o malo.
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—0 €.
Compro un pollo y dos paletillas. Ambos, las paletillas también, criados en campo abierto y alimentados con comida natural, orgánica y vegetariana. O eso parece indicar la foto de la gallina pastando en el campo. Porque yo me informo y así soy más feliz.
—20 €.
Cambio de sección. Galletas y chocolatinas a cascoporro. Porque me gusta endulzar mi vida. ¡Ay…!
—35 €.
Al cesto papel higiénico. Pero no de ese que lija. Si no del que hasta los perritos blancos pomposos piensan que es muy suave. Meto un par de champús que me dejarán los cuatro pelos que me quedan suaves como los rayos del sol. También un dentífrico nuevo con la sonrisa de una mujer con dientes blancos como perlas. Pensar en que mis perlas amarillas pueden ser igual de blancas me ilusiona. El dentífrico viejo que tengo en casa también indicaba que es para tener dientes blancos y sanos, pero por alguna razón química, este nuevo me los dejará mejor.
—87,50 €, en total.
Creo que está todo, así que me dirijo a la caja. Cojo un hilo dental por el camino. Me pregunto, ¿por qué no tener los dientes más perlunos que la mujer del dentífrico nuevo?
—12 € (es un poco caro porque es un hilo especial).
Llego a la caja y dirijo una mirada de odio a la cajera por no darse más prisa. Pequeños placeres.
Pago. Total: … No lo sé. Pagué con tarjeta y no me fijé. La