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Devoradas
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Devoradas

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Un hecho tan nimio como "tomarse una taza de café" con un alumno tiene el efecto de alterar por completo el mundo de María, microcosmo que hasta entonces ella controlaba en todos sus aspectos. El rumbo de su vida deja de ser lineal e inmutable, y reaparecen fantasmas que María creía enterrados. También las caretas y bastones que en otras etapas de su existencia le permitieron soslayarlos, ahora molestan. Debe elegir entre profundizar la incipiente relación originada en esa "taza de café" o consolidar su promisoria carrera académica estadounidense.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 abr 2018
ISBN9789563242089
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    Devoradas - Juan Ignacio Correa

    Alejandría).

    1.

    Lunes, 12 de julio de 1993

    No sé si estaré exagerando, pero sin estas pastillas de fluoxetina yo ahora sería una idiota. Antes vivía paralizada, o andaba todo el día ansiosa e irritable. Muchas veces he sentido ganas de estar muerta. Basta que deje de tomarlas un par de días para sentirme otra vez insegura, acorralada por toda esta mierda.

    Martes, 13 de julio de 1993

    Son las diez de la mañana y sigo en la cama. Sin abrir los ojos siento en la sábana el roce de la uña que me quebré enjuagando esa porquería de cafetera. Debería estar preparando mis clases, pero amanecí demasiado mal, peor que nunca. Si al menos tuviera a un hombre a mi lado. Aunque no sabría qué hacer con uno que me trajera osos de peluche, libros con dedicatorias cursis o palabras de amor eterno. Pero sé que ese deseo es otra mentira más. ¿Cómo lo retendría, si yo no pienso más que en cálculos abstractos, siempre encerrada en mí misma?

    Vivo como en el centro de una nube, ajena a todo lo demás. Si mi cuerpo absorbiera algo de la luz de la calle… ahí podría agarrar ritmo. Hoy, lo intuyo, todo será negro. No pienso leer el diario. Me da lo mismo lo que discutan Aylwin y Pinochet sobre los juicios pendientes a los milicos. No será esta la primera claudicación de la democracia. Desconfío de todos y de todo. Me sentiría acompañada si mi incredulidad contagiara a alguien. Pero, ¿a quién?

    Ayer pensé que podría salir a flote. Esta mañana, ni eso. Todo me tira para abajo. Odio depender de la progesterona. De mi hipersensibilidad cabrona. De mi maldito subdesarrollo, de mi propia basura emocional. Y qué sé yo de qué más. Todo cruje dentro de mí, es como si me mareara la vida que no alcanzo a vivir.

    3 horas después

    Sigo en la cama. La TV ha estado realmente asquerosa, para imbéciles. No tengo fuerzas ni para meterme a la ducha. Pero, como sea, tengo que ir al seminario de las cuatro y media. Sí o sí. Tampoco sería bueno que hoy también dejara cabos sueltos, como ocurrió ayer. No soporto cuando me quedan dando vueltas en la cabeza mis propias respuestas a los alumnos. Cuando eso me pasa, quedo mal, desorientada.

    O me levanto ahora o la depre me hace pedazos. Si no llego sintonizada con esas ecuaciones de mierda, no voy a ser capaz de transmitir mi pasión por los universos paralelos. ¿Será que también me gustaría tener dos vidas paralelas, que no se tocaran nunca? No sé.

    Jueves, 15 de julio de 1993

    Esta mañana un grupo de estudiantes se acercó a mi escritorio después de la clase. Pedro Astudillo sobresalía por una cabeza entre los demás. Estiré mi pollera negra y me abroché un botón más de la blusa. Sentí sus ojos clavados en mis pechugas. Me hizo sentir rara. No le interesaba Everett ni sus universos paralelos, eso me quedó claro. Un ruido me distrajo, y al volver la vista vi que Astudillo había desaparecido. Hasta hoy, yo apenas recordaba su figura desgarbada, casi insolente, en la última fila.

    En el pasillo, frente al ascensor, apareció de nuevo. ¿Quieres tomarte un café conmigo, María? Nunca antes había oído su voz. Me pareció metálica, como si me atravesara con ella. Tan diferente de la mía: casi anémica, sin forma. Me negué, por supuesto, pero no me hizo caso. Nada saqué diciéndole que en cinco minutos más tenía la reunión quincenal del Departamento de Física. No hay problema, insistió, la espero en el casino. Me divirtió que pasara del tuteo inicial al usted.

    Por suerte ya estamos al final del semestre. Rehuyó cualquier equívoco en mi relación con los alumnos. Ni muerta me enredaría con un nerd medio petulante, menos ahora que debo regresar a Stanford. ¿Según qué función lógica podría integrarlo a mi vida? Ni pensarlo. Pero mentiría si dijera que su manera de mirarme a los ojos me dejó fría. Tenía la intención de despacharlo en un par de minutos, pero nos quedamos un buen rato frente a las tazas de café en el casino, sin pronunciar palabra. Esperaba que él dijera algo, pero la lentitud con que giraba su cuchara acentuaba la inercia, esa especie de introspección a dúo en la que me envolvió. Entonces, se puso unos anteojos con marco de carey, parecía un actor nominado al Oscar. Es un posero, pensé. Como yo era la profesora, decidí romper el silencio. Mencioné el tema de la última clase y terminé hablando de mi trayectoria académica, de mi antigua obsesión por los diagramas de Feynman, por la curvatura del universo, las supernovas, qué sé yo. Le pregunté en qué está. Confesó que la carrera no lo entusiasmaba mucho: Ahí no más. Mis posgrados en Stanford tampoco lo impresionaron. De pronto me interrumpió: ¿Adónde quieres llegar? No sé, le respondí, desconcertada una vez más por el tuteo. Y me reí. Igual terminé sintiéndome bien a su lado. A la salida, los truenos en la cordillera y las nubes sobre Santiago anunciaban que en cualquier momento se nos venía encima un diluvio. El aire estaba eléctrico.

    Anduve rara toda la tarde. Me di cien vueltas en mi pequeña pieza, abriendo y cerrando libros. Antes de ponerme el piyama fui incapaz de eludir el espejo. Mi cara, mirada de cerca, me horrorizó: estaba llena de puntos negros y patas de gallo. Tenía la mirada vacía. Hipnotizada me acerqué hasta empañarlo con el calor de mi frente. La pegué tanto como si quisiese vaciar mi cráneo en él. Salí del baño masacrada por mis pellizcos. Es una tentación que no logro dominar. El viento azota las persianas y la lluvia martillea en el techo, como si esos elementos pretendieran inundar mi dormitorio.

    Viernes, 16 de julio de 1993

    Amanecí alegre: me entusiasman los fines de semana. Siesta, encierro total tirada en la cama, en calzones pero sin sostén, viendo la estúpida TV hasta embrutecerme. También revisando algunas pruebas. Solo el lunes saldré de nuevo a la calle.

    Después del desayuno

    Pucha, sí quedé de ir al cine con Pedro. En qué minuto… Lo más seguro es que regrese tarde y con el ron zumbándome en la cabeza. Aunque no sé si me anime a tomar delante de él. Con qué cara lo miraría en clases.

    Y mañana, ya lo estoy viendo, volveré a postergar mi visita al departamento de la mamá. Siempre termino inventando algo para no ir, y una trasnochada sería la justificación perfecta. Me angustia demasiado. Me sale más natural calcular el producto cruz de dos vectores que hacer esa inspección que además no me conduce a nada. Si la vida fuera una función lineal, hoy estaría feliz en la biblioteca, sin pensar en ese departamento ni tampoco en este pendejo al que se le ocurrió ir al cine arte conmigo. ¿Por qué yo? ¡Qué absurdo! Pero igual me puse contenta.

    Tras la ducha

    ¡No más pretextos! Y en tu nombre, mamá, me voy a poner esos zapatos con taco que te gustaban e iré hoy mismo. ¿Recuerdas cómo querías convencerme de que no usara más los planos? Pero si me acomodan, me defendía yo. ¡Pareces una monja de claustro! Ese era tu veredicto.

    Cerca de las 7 de la tarde

    Al abrir los cajones de la mamá aparecieron sus camisas de dormir. Le gustaban largas y blancas. Lo más que se permitía eran unos bordados lila enmarcando los ojales. Y solo toleraba las de algodón, ella siempre con sus alergias. Retuve mis lágrimas y me envolví en sus camisas buscando su presencia. Hundí la nariz en ellas embriagada por el olor y la textura del algodón, sintiéndome protegida, igual que cuando era niña. Metí en mi cartera uno de sus pañuelos. Lo guardaré debajo de mi almohada, decidí. Pensar que lo haría vigía de mis sueños me tranquilizó. Tendida en el suelo la oí decirme, como si sus palabras golpearan las murallas: No estuviste conmigo ese día. Ahora sí las lágrimas brotaron, pero logré enseguida volver a aguantar, tragué saliva una vez, dos veces: quería escucharla un rato más sin la interferencia de mi llanto. Oír su voz impaciente y severa, como era ella. Evoqué los paseos de mi infancia por el centro, el té con pasteles en el Café Paula. Y después mi adolescencia, la mayoría de las veces sola en el departamento; las reuniones en casa de mis tíos, con mi mamá repartiendo sus consejos sobre lo humano y lo divino. Todos la escuchaban. Son recuerdos de ese ADN familiar que sedimenta nuestro carácter. Lo que fuimos en otro tiempo, lo que somos ahora. Una chispa de empatía que sobrevive a la marea subterránea de muchos desencuentros y que tal vez se expanda hacia el infinito una vez que uno desaparezca de este mundo.

    Me vi también tomada de su mano, un día de lluvia, con destino a esa dulcería que había en Huérfanos con Estado, en pleno centro de Santiago. No estoy segura, pero creo que su nombre era Tourbillon. Siempre íbamos ahí a comprar caramelos de anís. Después entrábamos al Cine Rex. No mastiques los dulces, me decía, te vas a picar los dientes, y de nuevo me tomaba la mano. Compraba entradas en una fila con asientos dobles, y si las escenas me daban miedo me apretujaba contra ella.

    En el velador encontré su plano de relajación. ¡Qué ciega fui insistiendo en que sus dolores de cabeza desaparecerían con un aparatito de esos! Hasta le di el teléfono de mi ortodoncista. Yo llevaba años con uno. Y, después, qué ciega también cuando le creí al médico tratante: No tenga cuidado, expresó, si yo previera un desenlace fatal a corto o mediano plazo, se lo advertiría de inmediato. Prefiero no nombrarlo. He tratado de olvidar todo eso, pero mi memoria se resiste. Me culpo por haberle hecho caso. El diagnóstico final llegó muy tarde. Lo peor de todo fue que, en las semanas que siguieron, me mantuve igual de insensible. Al preguntarle cómo estaba, ella me contestaba al otro lado de la línea: Bien, de lo más bien. Esa doble afirmación algo quería decir, pero yo estaba sorda. Hasta aquel día de marzo en que el teléfono sonó varias veces… Finalmente, la oí en el contestador: ¿Estás ahí?, ¿estás ahí?, ¿estás ahí? Sentí su apremio y creo que por eso mismo no levanté el auricular. Repitió tres veces su pregunta, para darme tiempo de reunir la fuerza necesaria. Pero no tomé el fono. La sola idea del regreso me provocaba un forado en el estómago y resurgía mi antiguo dolor de colon. Llevaba diez años fuera del país y no me hacía falta nada de Chile. Las imágenes de Santiago se perfilaban como la peor pesadilla imaginable. Mamá sabía cómo odiaba los aviones y también lo extraña que me sentía entre quienes habían sido mis compañeras de liceo y luego de universidad. Mi viaje a Stanford había tenido mucho de huida. Temía sufrir una septicemia fulminante. En esos días trabajaba muy duro para aprobar mis exámenes. No veía a nadie; aunque allá tampoco tenía amigos, las personas con quienes me tocaba convivir estaban ajenas a esos sentimientos y preocupaciones que acá dominaban. Entonces no quería distraerme, y tampoco tuve la generosidad de entender lo que su alma gritaba. Las urgencias del día a día nos vuelven indiferentes, me consoló el doctor Smith (mi psicoanalista en San Francisco), dejando de lado su neutralidad habitual.

    Si la firma de los documentos de la venta del departamento heredado no se hubiera dilatado dudo que habría aceptado la invitación a trabajar en la Escuela y en el Observatorio de Cerro Tololo. Se trataba de una investigación sobre las supernovas, vinculada a probar las hipótesis de Hubble sobre la expansión del universo. Obviamente era una buena oportunidad. Pero ahora recurro a cualquier excusa para dilatar esa firma. No tengo fuerzas para vender tu departamento, mamá. Eso también es verdad. Allí puedo refugiarme en tu mundo, como en un espacio euclidiano donde todo permanece inmutable y controlado. Envuelta en tus ropas siento ese tibio amparo que me dabas en el Cine Rex. Sé que parezco una loca, pero es que así siento que estás viva.

    ¿Olvidarás alguna vez que te dejé morir sola?

    Desde tu muerte solo las pastillas de Prozac me mantienen en pie. Para no recordarte a toda hora, al volver a Chile me instalé en esta residencia, distante del barrio del cerro Santa Lucía donde habíamos pasado juntas tantos años. Pero más de una mañana he terminado sentada en el Mulato Gil, adonde acostumbrábamos ir por un café.

    ¿Conocerá Smith a algún colega chileno con quien retomar mi psicoanálisis? Debería preguntarle. En San Francisco, si perdía una sesión se me resecaba la piel, me salían granos y mientras no recuperaba esa hora vivía en un equilibrio precario.

    Hace un mes que no me depilo. No puedo salir con Astudillo sin pasar antes por la peluquería.

    Sigo, 3 de la madrugada

    Se acaba de ir. No voy a negar lo atractiva, aunque intimidante, que me resulta su forma de ser. Es tan dueño de sí mismo, tan seguro de cada palabra que dice, aunque sean pocas, tan cara de raja. Y, al mismo tiempo, su aire de distancia y apatía orgullosa me descoloca. A medida que avanzaba la noche su posición frente a mí fue cambiando. Al final nada quedó de mi perfil de académica. Cuando se despidió —no sé si tan solo ocurrió o era mi deseo—, mi alumno Pedro Astudillo me besó en la boca. Ni más ni menos. Los demás detalles los recuerdo con precisión: qué me dijo, qué me preguntó. También mis respuestas. Fui feliz; bueno, así lo creo. Mañana veremos si este buen sabor perdura o si mis pesadillas lo agrian y todo vuelve a su lugar. Sería lo más lógico. Total, solo fue algo de sexo.

    Media hora más tarde

    No logro dormirme. A ver si ordenando mis ideas el sueño me acorrala por fin. En el cine nos tocó Providence del francés Alain Resnais, una película de los años setenta. No sé si la habría elegido de conocer de antemano la trama. Debajo de esa seguridad pasmosa, sospecho que Pedro esconde una fractura profunda, igual que el protagonista. Es un viejo escritor moribundo que hace y deshace a su antojo, manipulando las relaciones con su familia como quiere. Y por otro lado confunde sus fantasmas con la realidad.

    ¿Y quién no? Yo misma, cuando me las doy de sabelotodo, me muestro igual, sin fisuras, una mujer capaz de controlar hasta el más mínimo detalle. Puras mentiras.

    Mientras toma vino blanco sin parar, el viejo escritor reflexiona sobre el suicidio, la muerte, la hipocresía social, qué sé yo. La historia me hizo preguntarme qué sentido tiene la vida si no somos capaces de comunicarnos. Después nos fuimos caminando hasta el bar portugués del Barrio Bellavista. El ron y los fados de Amália Rodrigues no solo me pusieron melancólica a mí, también terminaron de enredar a Pedro en los delirios de ese viejo personaje.

    Me acompañó hasta mi dormitorio sin hablar. Se quedó mirándome en la puerta. Lo invité a entrar. A ver si recupera el alma, pensé. Ningún alumno en los pasillos. Menos mal. Me hace gracia ser la única profesora que vive en esta residencia para estudiantes. Sin preguntar mi opinión sacó un pito que ya tenía liado y se empinó lo que quedaba del ron que compramos en el camino, como si lo tomado en el bar no nos hubiera bastado. Era tan fuerte el olor a marihuana que abrí las dos hojas de la ventana. La oscuridad de

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