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Oscura Luna
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Libro electrónico426 páginas6 horas

Oscura Luna

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El instituto es un lugar peligroso para ella, y en casa las cosas no son mucho mejores. Su madre alcohólica amenaza con romper la puerta de su cuarto, no quiere que vista de negro ni que escuche esa música siniestra; no quiere que sea como la adolescente gótica que enloqueció años atrás y cometió brutales asesinatos en la ciudad.

A Luna cada vez le cuesta más salir de la cama. Allí al menos siente las caricias del hombre de sus sueños, quien le susurra promesas de una vida mejor, pero al despertar, su amante desaparece y las sombrías páginas de un antiguo manuscrito escrito en idiomas que no debería comprender, se convierten en el único refugio de su desesperada existencia.

Pensamientos oscuros que hasta ahora no le pertenecían, pasan a formar parte de la vida de la joven Luna, y la serie de trágicos acontecimientos que llevaron al trágico final de la chica de las noticias, parecen repetirse de nuevo...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 abr 2024
ISBN9788412832631
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    Oscura Luna - Javier Vivancos

    OSCURA_LUNA_web.jpg

    OSCURA LUNA

    Javier Vivancos

    Primera edición. Febrero 2024

    © Javier Vivancos

    © Editorial Esqueleto Negro

    www.esqueletonegro.es

    info@esqueletonegro.es

    ISBN digital 978-84-128326-3-1

    Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

    La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

    A mi padre.

    La leerás allá donde estés.

    Como una chica gótica

    perdida en el mundo oscuro

    Mi pequeña niña gótica

    La joya del lado oscuro son tus cortes de verdad

    THE 69 EYES

    Figurarse a Lucrecia en la profunda noche,

    arrancada del sueño por la horrible visión,

    de un lúgubre fantasma sin saber si es real,

    cuyo horroroso aspecto le hace temblar el alma.

    ¡Qué terror! Pero ella aun siente más terror,

    pues, salida del sueño, claramente distingue,

    la aparición que vuelve su sueño realidad.

    La violación de Lucrecia

    WILLIAM SHAKESPEARE

    Oscura luna, malos sueños

    Otra parte de mí

    KILLING JOKE

    El Ángel sin miedo se abrió camino toda la noche,

    sin ser perseguido a través del ancho champán del Cielo;

    Al amanecer, despertado por las horas cíclicas,

    con mano rosada abrió las puertas de la luz.

    Paradise Lost

    JOHN MILTON

    Sueños de ti

    ¿Alguna vez me viste, me sentiste?

    ¿Me dejarías aquí para siempre?

    THE BIRTHDAY MASSACRE

    EL HOMBRE DE MIS SUEÑOS

    1

    Desperté húmeda y con un dolor palpitante en las muñecas. Había sido más intenso que en otras ocasiones. Apagué el despertador y, una vez en silencio, aún pude sentir su aliento en mi nuca, cada palabra muda que me había susurrado. Me recordé en pie, de espaldas a él, pero ahora al abrir los ojos el mundo me había volteado y eran mis propias manos las que se hundían contra la almohada, nadie las aferraba para que no escapara de su lado. Apreté los muslos con un delicioso cosquilleo y me puse de costado, por si concentrándome aún podía evocar esa caricia que nacía y crecía desde una parte de mi ser a la que no podía acceder sola. Mi madre ni siquiera me reclamaría si remoloneaba en la cama y se me hacía tarde, pero comprendí que, por más que cerrara los ojos, el hombre de mis sueños no regresaría.

    En la estrecha franja de pasillo reflejada en el espejo del baño, en donde también cabía parte de la entrada a mi cuarto, creí ver una extensión de su silueta. De algún modo conocía su rostro, pero no podía evocarlo y me hubiese gustado tanto hacerlo, poder plasmarlo en mis dibujos. Me quedé vigilando ese reflejo por si volvía a aparecer y al fin podía encararlo, descubrir el verdadero color de sus ojos.

    Dios... ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué iban a pensar mis amigas? Bueno, ¿qué iba a pensar mi única amiga si le contaba que me estaba enamorando de un personaje de mis sueños? Había llegado el momento de considerar seriamente si me estaba volviendo loca, no solo porque de camino a la cocina también me sintiese acompañada, sino porque además esperaba traerme de mi próximo sueño algo más que una calentura...

    ... O tal vez quedarme allí para siempre.

    De pronto tuve náuseas. Cada vez me costaba más alejarme (de ÉL) de mi habitación. A lo mejor debería quedarme en cama, encontrar cualquier excusa para no ir al instituto. No había tanta gente a la que le importara lo que yo hiciera, aunque aparentaran que sí.

    —¿Por qué no desayunas?

    Aunque fue lo único que dijo mamá, bastó para que me diera cuenta de dónde me encontraba. En la puerta de casa no iba a encontrar mis galletas ni guardábamos ahí los paquetes de leche. Me asomé a la cocina. Mamá no me esperaba con un desayuno americano, la casa desde luego no olía a bacon recién hecho, sino a fruta podrida. No tenía intención de comer nada, y mucho menos si tenía que prepararme otra cosa que no fuera pan quemado. El tostador era el único electrodoméstico que por algún motivo conservaba su brillo original. El rostro de mamá (ya poco interesado en mi respuesta) se reflejó en su superficie, junto con un difuso detalle de una cocina como la nuestra en una realidad paralela. Había algo incómodo en permanecer allí de pie, o desayunaba o me iba, una de dos. Y opté por lo segundo, porque la mirada tuerta de mi madre, perdida en esa tostada que no se decidía a quemar, me recordó que el mundo real no era tan bonito, tan azul ni por supuesto olía tan bien como en mis sueños, y además me recordaba de manera insistente que no podía esquivarlo: ¿Por qué no desayunas? ¿Por qué no te marchas de una vez…?

    … ¿y dejas de soñar?

    2

    Desde que el mes anterior cerraran el acceso por la pequeña puerta lateral, asistir a las clases se me hacía más cuesta arriba, y no solo de manera literal, debido a la carretera tan inclinada que subía en perpendicular por la calle Mayor, sino también por la sensación opresiva, de algún modo pegajosa, de atravesar la cancela principal y abrirme paso a través de una telaraña de miradas y, en muchos casos, comentarios que me recorrían de las uñas a las pestañas. Había días, como este, en los que me sentía tentada de saltar la valla por el patio trasero (aunque normalmente el alumnado hiciese lo contrario, escapar por ahí hacia la calle), esperar entre los contenedores de basura, en el compartimento de contadores o incluso hacer una locura como dar la vuelta al recinto, por las vías del tren, y escalar la fachada con ayuda de los barrotes de las ventanas. Pero no quería ganarme la enemistad del profesorado, bastante tenía ya con la de parte del alumnado.

    Tampoco mi cambio de look había ayudado demasiado a salir del radar de quienes disfrutaban metiéndose conmigo. Creí que vestir de negro e insinuar cierta inclinación por lo gótico haría que los cuchicheos se inclinaran a mi favor, pero lo cierto era que lo primero en lo que se fijaron fue en lo subidos que tenía los calcetines oscuros y en cómo contrastaban con mis piernas blanquecinas. A mí me gustaba mi nueva estética y pensaba defenderla a toda costa, o eso me decía a mí misma cuando me miraba en el espejo antes de salir de casa, en las ventanillas de los vehículos o en los escaparates. En cualquiera de esos sitios me veía reflejada como me gustaba verme. Al llegar aquí, sin embargo, mi flequillo parecía torcido, y mi ropa lucía demasiado oscura y apretada para un cuerpo tan raquítico.

    Y ojalá se tratara solo de burlas. Supongo que no era la única que se enfrentaba a algún mote o a que la intimidaran en los deportes cuando se te daban mal. En un pueblo como este vivías eso desde la guardería; siempre había una niña mala que quería robarte el juguete, empujarte en la cola del tobogán o reírse de tus orejas de soplillo. Pero si únicamente se hubiese tratado de eso, jamás habría llevado el cúter oxidado en el fondillo de la chaqueta, ni habría tenido tanto miedo de salir la última del instituto, quedarme sola por la calle y encontrarme al de la cabeza rapada.

    No me gustaba que los pasillos del instituto fueran tan largos. Daba igual en qué curso estuvieses. Sí y o sí debías recorrer una interminable distancia hasta tu refugio temporal del aula (y eso suponiendo que el enemigo no anduviese cerca de tu pupitre), y era en ese momento, intentando caminar recta y no flexionar tanto las rodillas, tratando de contener la respiración por si así lograba llegar antes y pasar más desapercibida, cuando creía que algo malo de veras podía sucederme incluso aquí, rodeada de todo el mundo, porque no se trataba solo de que me señalaran con el dedo o me chistaran al pasar. Un empujón deliberado con el hombro era lo más suave que podía sucederme, sobre todo cuando los demás al igual que yo escondían algo peligroso (algo que podía cortar), y ese algo no se encontraba en la chaqueta, sino por ahí en los alrededores del instituto, con cicatrices en lugar de tatuajes.

    —Aparta, que ocupas espacio vital, aliento tufo de sardina.

    Apenas fue un roce en la costura de la chaqueta (por el lado donde escondía el cúter), ya que logré sortear en un noventa por ciento a Vera y sus amigos. Aprovechando que Sara salía de su aula (a ella la traían temprano en coche porque vivía en una pedanía a cinco kilómetros del pueblo), la enganché del brazo y la arrastré conmigo.

    Por un momento, por la cara que puso mi amiga, pensé que de verdad tenía esa peste en la boca. Había llegado a creerlo en cierta medida y por eso ahora mascaba chicle a todas horas, además de que hacerlo me daba un puntito extra de seguridad.

    —Ah, Luna... ¿Qué te pasa que vienes como una moto?

    —Acompáñame.

    —Espera, yo iba...

    —Porfi.

    Cuando me alejé lo suficiente del grupo de Vera, aminoré la marcha. No quería llegar tan pronto a mi aula y terminar el paseo con Sara. Doblamos por el corredor para perderlas de vista definitivamente.

    —¿Estás huyendo de tus admiradoras?

    Me gustaba cuando se relajaba y ya no intentaba soltarse de mi mano, y reír con ella antes y después de las clases. Me hacía sentir que llevaba una vida normal.

    —Tengo novio.

    —¿Quéee?

    Abrió tanto los ojos que parecían blancos en lugar de verdes. Ya no tenía tanta prisa. Dejé que dijera algo más:

    —... ¿Cómo?

    —¿Cómo que como? ¿Tanto te sorprende?

    Bajó a un tono más confidencial, puede que para no ofenderme delante de los dos chicos que pasaron a nuestro lado. Llevaban mochilas casi idénticas que entrechocaban como escudos de armas, la orden de los estudiantes que se pueden burlar de ti si sueltas alguna tontería.

    —Pero si apenas sales de casa, ¿ha sido por Internet?

    —No exactamente.

    Ahora fui yo quien bajó la voz. Me daba vergüenza incluso que lo escuchara ella, pero esa presión en las muñecas, el susurro que aún me estremecía, el chupetón que creía haberme visto esta mañana en el cuello (y que probablemente se tratase de una picadura de mosquito); todo eso me avisaba de que algo había cambiado, mi último sueño no había sido como los anteriores. Notaba su presencia a mi lado, como un fantasma que no quiere descansar hasta que todos se hayan dado cuenta de que está ahí. Bueno, esa era al menos la justificación que me daba a mí misma. La mentira, como mascar chicle, me daba seguridad, pero necesitaba creérmela, al menos un poco.

    —¿Entonces qué?

    —No es de aquí, pero no lo he conocido por Internet. Es decir, no es que hayamos salido de manera oficial, pero hablamos todas las noches.

    —¿Por teléfono?

    —Algo así... Escucha —me la llevé de nuevo y estaba dispuesta a colarse en mi aula, aunque ella no diese Latín—: creo que es algo mayor.

    —¿Mayor? ¿En serio? Pero Luna, a ver si es un viejo de esos que...

    —No, no tan mayor, no me refería a eso.

    De algún modo me fue arrinconando contra el muro lateral, el radiador lo noté ardiente pese a no estar encendido.

    —Pues no te entiendo.

    —Es complicado.

    —Y ¿no tendrás una foto?

    Si quería alcanzar mi aula, prácticamente debía ponerme de espaldas a la pared y sortear a mi amiga. Aunque lo hiciera, me sentiría igualmente acorralada.

    —Aún no.

    —¿Cómo? No te creo.

    No supe si se refería al hecho de tener una foto o al conjunto de la historia. Sara mostraba esa expresión, esa mueca suya que no era una sonrisa, porque era lo que iba antes de un bufido despectivo. El siguiente paso sería dar media vuelta por el pasillo y perder el interés en mí.

    —Pero seguro que más adelante podrás verlo.

    ¿En serio?, me dije, ¿Y qué vas a hacerle, un dibujo?

    —Podrías traértelo a la fiesta. —Aún no había perdido esa mueca.

    —¿Fiesta?

    La pregunta era más perplejidad que desconocimiento. Yo sabía de sobra a qué fiesta se refería. Ella también sabía que yo lo sabía. Me sudaba la espalda. Aquello se me estaba yendo de las manos a velocidad de vértigo. Ya estaba pensando en posibles excusas para cancelar lo de la fiesta en caso de que me comprometiera a ir, como estaba a punto de hacer.

    —Sí, la fiesta.

    —Pero... si aún falta un mes para Halloween.

    —Mejor, así lo planificáis con tiempo. Y podrá ir con máscara y disimular entre tanto adolescente.

    —Que no es mayor —dije, irritada.

    ¿No lo era? Tampoco tenía la sensación de que fuese joven. La palabra que mejor lo definiría sería antiguo.

    —Es broma —dijo, pero su mueca no había cambiado a otra más agradable—. En serio, me gustaría que fuésemos dos y dos, porque yo iré con un amigo, y aunque no es un baile de esos de ir con pareja... será más guay así.

    —O sea, que si no fuese con alguien no me ibas a invitar.

    —Yo no he dicho eso.

    —Pero no me habías pedido que fuese contigo hasta ahora.

    —Es que yo tampoco tenía muy claro si quería ir... Escucha, tu profesora está ya ahí, yo me voy, ¡nos vemos luego en el patio!

    Me lanzó su besito de amigui (algo cursi, aunque me gustaba) y se alejó rápido por el pasillo. Nunca discutía conmigo, y eso estaba bien, porque cada vez que nos encontrábamos era como si no hubiese ocurrido nada. Pero no colaba lo de que «Tampoco tenía muy claro si quería ir», porque en un pueblo como este había que importar costumbres extranjeras y tener una buena excusa para hacer una fiesta potente a la que pudieran asistir los alumnos de los dos únicos institutos del lugar. Y en cuanto a lo de comprometerme a quedar, tenía el pretexto perfecto para no ir, porque estaba claro que iba a ir sola, pero por otra parte no sabía cómo se iba a creer entonces que yo tenía novio...

    ... Ni tenía claro por qué era tan importante de repente que lo creyera.

    Reflexionando sobre todo esto, seguí a la profesora dentro del aula y, por primera vez en todo el curso, presté atención. Me resultó una lengua interesante y, sobre todo, antigua.

    3

    La hora de salida tampoco era mi preferida. Escuchar el timbre que anunciaba el final de la última clase no me producía la misma alegría que al resto de compañeros. Si pudieran, a Sara la recogerían sacándola por la ventana, ya que su padre hacía el turno de tarde y no permitía que su hija se entretuviera en la puerta, siempre iba con prisas; vamos, que no iban a acercarme a casa ni aunque les viniese de paso (y me preguntaba si en otras circunstancias Sara se lo habría pedido). Había días en que incluso me saltaba la última hora con tal de no salir entre la marabunta de alumnos para luego quedarme sola en la primera esquina o, en el peor de los casos, acompañada-perseguida por el grupo de Vera.

    Hoy tenía demasiadas cosas en la cabeza y no me apetecía aguantar las mismas tonterías de siempre, de modo que cerré el cuaderno antes que nadie y la mochila ya se encontraba abierta en el suelo, preparada para echarlo y salir la primera por el pasillo, evitar la aglomeración de alumnos que tanto me agobiaba (y que tan poca protección me ofrecía) y correr hacia casa evitando incluso a Sara, de la que siempre me despedía agitando el puño con el pulgar y el meñique extendidos en una señal de complicidad que, según creía recordar, me había inventado yo.

    Pero no conté con el de la cabeza rapada.

    Ni siquiera pretendía doblar la esquina. Todo ocurrió por mi manía de ir pegada al muro del instituto. Al llegar al cruce siempre me alejaba diagonalmente para bajar la acera, pero antes de lograrlo se me dobló el dedo al estrellarse contra los suyos, como si estrecháramos la mano. El sobre me siguió acompañado por el viento. Al tratar de esquivarlo a destiempo (mi cerebro no se había percatado de que ya habíamos chocado) le di un violento codazo que hizo que el bote diera un giro en el aire. Su contenido repiqueteó en una breve lluvia de boquillas. Se me dobló el tobillo en un intento de no pisarlas y caí sobre el otro codo. Me dolía más el primero. Más tarde me daría cuenta de que se me había partido la uña que me estaba dejando más larga que las demás (quería pintármela de otro color diferente al negro de las demás), y de que de algún modo me había arañado; su contacto era venenoso para mí. Además, su cigarrillo encendido salió disparado hacia mi ropa al escupirme:

    —¡Hija de puta!

    —Perdón...

    Mis disculpas sirvieron aún menos al darse cuenta de quién era yo.

    —Joder, la friki de mierda.

    El caparazón que llevaba por mochila se me subió al hombro. El contrapeso hizo que perdiera el equilibrio de nuevo. Lo del tobillo no era grave, pero de todas formas nunca sacaba más de un suficiente en Educación Física. La sombra de su cabeza rapada se cernió sobre mí.

    —... Me cago en la puta, ¿has visto lo que has hecho?

    Varios alumnos ralentizaron su marcha calle abajo. Si la cosa se ponía fea seguramente no podría contar con ellos, nunca podía. La mochila había replegado hacia atrás la chaqueta y el cúter estaba fuera de mi alcance. La forma en que me arrastré alejándome delató mi verdadera intención cuando le dije:

    —¿Te ayud...?

    Me dejó sin aliento la forma tan letal con la que me retorció el brazo. Aun teniéndolo adormecido, aproveché mi oportunidad cuando vaciló. ¿Por qué me decían a mí aliento de sardina cuando era su boca la que apestaba? El aire estaba arrastrando las boquillas y el contenido del sobre que seguramente pretendía vender estaba a punto de correr la misma suerte. Lo agarró con la misma fuerza con la que me habría arrancado el cabello.

    Por suerte la calle Mayor se encontraba cerca y no me costó perderlo de vista girando a la derecha. Me detuve al cruzar la carretera, porque me dolía al caminar, y al apoyarme en la farola el chico me alcanzó.

    —¿Te has hecho daño?

    Me lo ha hecho, estuve a punto de decirle al de las gafas.

    —No. Un poco.

    —Pero ¿puedes caminar? Si quieres llamo a mi madre para que venga a recogernos en coche.

    En ese momento se me ocurrió que mi móvil solo servía para enviar whatsapps a Sara (algunos de los cuales con frecuencia se quedaban en visto). Y para llamar a la Policía, por supuesto. Era un último recurso casi tan válido como el cúter que escondía. Me entró una malsana envidia y sentí el impulso de mandarlo a la porra. Ninguno pensaba ayudarme si la cosa se hubiese puesto fea, y lo habían visto todos los que salían detrás de mí.

    —Sí, puedo. Gracias.

    —¿Te llamas Luna, verdad?

    Se había sonrojado por el esfuerzo de alcanzarme (estaba un poco rellenito) o por el esfuerzo de tratar de presentarse. Yo ni siquiera sabía su nombre, no iba a mis clases, y no tenía claro si era de un curso superior.

    —Sí. Bueno, me voy, tengo un poco de prisa.

    —¿Te... acompaño?

    —No.

    Mi brusquedad hizo que ni lo intentara.

    —Pero gracias. Gracias —dije sin darme la vuelta.

    4

    La tarde no tenía aspecto de mejorar. Mis planes de tirarme en la cama para recrearme en mis ensoñaciones mientras escuchaba música se complicaron nada más descolgarme la mochila. El brazo me dolía más de lo que sospechaba y pensé que se me estaba hinchando la muñeca. Al tratar de quitarme el asa de ese lado me quedé inútil y la mochila derribó la pecera de mi escritorio. No tenía peces, ni siquiera agua, pero sí una colección de conchas pintadas de colores que se fundieron como en un collage con los vidrios esparcidos en todas direcciones.

    A lo mejor fue ese ruido lo que despertó a mi madre de su letargo. En el más normal de mis días, mamá permanecía inmóvil e inexpresiva, como un maniquí, frente al televisor, mientras mi plato mal recalentado en el microondas aguardaba a que me lo llevase a mi habitación. Aun sin la certeza, yo tenía la sospecha de que ella a menudo ni siquiera comía. En el lado del sofá donde se sentaba, si se diese la vuelta ni siquiera me vería, ya que ese era el ojo del parche.

    Hoy sin embargo la televisión sonaba más alta de lo normal. El altavoz lateral incluso emitía una molesta vibración, semejante a la voz de mi madre cuando le daba por hablar.

    —¿Qué has roto?

    Estoy bien, mamá, no me he cortado. Solo se me está hinchando el brazo por momentos, nada más.

    —Mi pecera. Ya lo he recogido, pero ahora limpiaré a fondo cuando coma.

    —No te lo lleves.

    Retiré las manos del táper, que noté frío, como recién sacado del frigorífico. Me pregunté si no necesitaba de ambos ojos para ver lo que hacía.

    —¿Qué?

    —No te lo lleves a tu habitación.

    Pues comeré aquí. No lo llegué a vocalizar, la tele solapaba mi voz y la conversación de mi madre ya era demasiado agotadora de por sí. No sabía si lo que me había preparado requería de cuchillo, pero cogí uno de todas formas. Me di cuenta de que hablaban sobre la cultura gótica y salía gente muy estrafalaria con pinchos y piercings por todas partes, entre ráfagas de clips musicales que debían de ser la banda sonora de alguna película clásica, y yo me preguntaba dónde estaba lo gótico ahí. Arqueé la ceja y me recorrió un agradable nerviosismo al pensar que podía estar compartiendo esto con mi madre, pero enseguida me mosqueé con lo que estaba escuchando. Por algún motivo que aún no había captado, se dedicaban a insinuar los peligros de una cultura que invitaba a una excesiva melancolía, a ideas suicidas y afición por sitios macabros como los cementerios. A pesar de mencionar de pasada que no era un movimiento musical violento de por sí, como se podría haber asociado al punk en sus inicios, por ejemplo, se empeñaban en enumerar episodios aislados con heridos, como aquel en que un artista se dedicó a lanzar botellas al público durante un concierto.

    —¿Qué es esto, mamá?

    —Escucha.

    Por un momento pensé que era a ella a quien debía escuchar. Fue la tele la que siguió hablando. Sujeté el tenedor con la izquierda, no podía sostener los macarrones con la otra. Ahora se estaban dedicando a analizar fuera de contexto las letras incluso de músicos que podrían encuadrarse en otros géneros musicales. Por ahí apareció algo de Marilyn Manson, a quien yo creía bastante olvidado hoy día y que no se me habría ocurrido incluir en mi playlist. De no ser por mi madre, me habría quedado ahí masticando los macarrones y mis propios argumentos sobre géneros musicales.

    —¿Estás oyendo?

    Aquello me tocó las narices.

    —De qué va este rollo que están soltando.

    —Pero ¿estás escuchando?

    ¿Qué tengo que escuchar, joder? Estuve a punto de decir. Por suerte el televisor continuaba solapándome. Tragué y esperé una pausa en el locutor.

    —¿A qué viene que estén diciendo todas esas tonterías?

    —¿Tonterías? Es por la chica que ha matado a sus padres. Tenía tu edad.

    Como si eso lo aclarase todo. Tenía mi edad.

    —Se pasaba las horas escuchando música rara de esa como la que escuchas tú. Era gótica.

    Ah, era gótica. Estupendo. Y tenía mi edad. Me declaro culpable, señoría, yo también soy una asesina en potencia.

    Me levanté a por agua. A mi madre se le debía de haber olvidado otra vez comprar garrafas. La bebí del grifo y me supo horrible, como la conversación.

    —Yo no soy gótica, solo visto de negro.

    Intenté apurar así la sesión de charla familiar, y el táper. Mamá se volteó por el lado del parche, como para corroborar mi afirmación, sin verme realmente. Nunca me había mirado con detenimiento.

    —Aquí dicen que es peligroso.

    Me habría defendido, ya me estaba tocando demasiado las narices y le habría preguntado por qué era peligroso, de no ser porque el cambio en el relato captó su adormecida atención. Me horrorizaba que pensase que tenía a una posible matricida en su propia casa, para una vez que se interesaba en algún remoto detalle de mi persona. Me levanté para tirar los incomibles macarrones del fondo del táper y fregarlo, quería huir de allí cuanto antes aprovechando el embelesamiento de mi progenitora, cuando el relato empezó a captar también mi atención.

    Un experto en lo sucedido años atrás en esta misma localidad, con una voz y una música de fondo tan melodramática y en cierto modo misteriosa que me lo imaginé con gabardina y gafas de sol, me contaba a mí directamente lo sucedido con una tal Lucrecia. La cadencia con la que presentaba algunas fotos de la joven, de otros compañeros de instituto, de los paisajes tan característicamente erosionados y coloridos de nuestro pueblo y, sobre todo, de los cadáveres encontrados, me dejó igual que a mi madre, como un maniquí que como mucho podía girar la cabeza.

    ... Cuando la Policía acudió a casa de su madre para comunicarles el hallazgo del cadáver de su hija, junto al del resto de personas a las que entonces se presumía que había asesinado, ella les confesó que su hija llevaba tiempo vistiendo de manera extraña, siniestra, y realizando todo tipo de rituales mágicos. Su habitación siempre apestaba a hierbas y de ahí «Nada más que salían notas estridentes y siniestras», la música que Lucrecia al parecer escuchaba a todas horas. Debió de haberse vuelto progresivamente loca y, según se lamentaba su madre, ella no supo reaccionar a tiempo, pensó que con la medicación que le habían dado tras ser ingresada unos meses antes en el hospital sería suficiente, pero no lo fue. Su hija nunca se mostró muy comunicativa con ella, aunque era conocedora de que tenía problemas tanto dentro como fuera del instituto, con otros jóvenes que al parecer la acosaban. Si tan solo hubiese hablado más con ella, quizá no habría sentido la necesidad de vengarse de aquella forma. «Mi hija se volvió oscura», repetía su madre a los agentes una y otra vez...

    Mi hija se volvió oscura.

    —¿Ves? —dijo mi madre—. Y con esta loca que ha matado a sus padres mientras dormían ha pasado lo mismo que con la Lucrecia esa.

    Yo, casi de puntillas, ya había alcanzado la puerta corredera. Lejos de buscar similitudes entre esas chicas y yo para teorizar sobre los peligros de escuchar según qué música, lo que me impactó fue el nombre de Lucrecia. No recordaba esa historia como algo que le había sucedido a la prima de fulano o al vecino de mengano, sino más bien como un relato, el argumento de una novela cuya sinopsis había leído por ahí en alguna página de Internet. Y aunque no se lo confesaría a mi madre ni por supuesto daría la razón a la cantidad de chorradas que estaban soltando en la televisión por puro amarillismo, en cierto modo me sentí identificada. Y eso me asustaba.

    Con el sonido del televisor (y su molesta vibración) aún en mi cabeza, me encerré en mi cuarto como era mi plan original. La mirada de esa chica en las fotos, como emborronada porque se la habían tomado directamente durante una entrevista a la madre... No podía ser que tuviese los ojos completamente negros... Y ese flequillo, tan parecido al mío.

    Resoplé. Al final acabaría soltando los mismos desvaríos que mi madre. Traté de acomodarme. Encendí el ordenador y me puse los auriculares para escuchar una playlist de las mías, ideal para revolcarse entre las hojas secas del cementerio, nada de reguetón, por mucho que a mi madre le pesase. No encontré la canción adecuada. Tampoco sabía cómo ponerme. Me noté la muñeca con el grosor de una morcilla, no huesuda y frágil como era habitual en mí. Por el momento descarté pedirle a mi madre que me acercara a Urgencias. Pensé que tal vez debería ponerme hielo, unos guisantes congelados o algo, pero eso supondría acercarme de nuevo a la cocina, y mi madre seguía por allí cerca y podría escuchar la televisión muy adentro de mi cerebro.

    Al rato, me harté de no dar con la posición idónea. Menuda noche me esperaba si el brazo me seguía doliendo así. Ya me podía ir olvidando de encontrarme con el hombre de mis sueños (que por cierto, no tenía nombre, ¿cómo pensaba presentárselo a Sara?).

    Me estoy volviendo majara.

    Me incorporé con la honrosa intención de estudiar un poco y hacer las tareas que nos habían mandado para casa, pero si ya de por sí contaba con toda clase de excusas para no realizarlas, hoy que no lograba sacarme a Lucrecia de mi cabeza ya lo podía dar también por descartado.

    Miré el reloj. A lo tonto, el tiempo pasaba, no estaba haciendo nada y ni siquiera lo disfrutaba. Sería buena idea acercarme a un bazar y comprarme alguna máscara para la fiesta. Me puse el gorro y salí a la carrera, con la impresión de que la cabeza se me había hinchado. Esperaba no cruzarme con mi madre y por eso me sobresalté cuando el palo de la fregona me cayó encima y bloqueó las dos puertas que hacían esquina antes de llegar al recibidor.

    —¿Dónde crees que vas?

    Tardé varios segundos en averiguar desde qué rincón de casa me hablaba mi madre. El zumbido del televisor llegaba de fondo, enviando su mensaje subliminal: Lo gótico es malo.

    —¿Cómo que adónde voy? Al chino a comprar una cosa.

    —¿Con qué dinero?

    Me empecé a poner colorada de ira. ¿Acaso eso era una insinuación sobre si lo había robado, si ya me estaba convirtiendo en una peligrosa delincuente asesina?

    —Con el mío, mamá, ¿se puede saber qué te…?

    —No quiero que salgas hoy. Tienes que estudiar, supongo. Sé tus notas de la pasada evaluación, ¿sabes?

    Vaya, ahora de repente sí que sabes cosas sobre mí.

    —Luego termino con lo del insti, ahora solo voy un momento a la tienda.

    —No.

    —Pero...

    —A partir de ahora te voy a controlar más. Necesito asegurarme de que no sigues por mal camino.

    —¿En serio? ¿Te pasas todo el día con la mirada perdida, por las noches bebiendo para quedarte dormida y ahora de pronto me vas a controlar?

    Recuperó el palo de fregona, no necesariamente para darme con él, pero mi reacción fue dar un paso atrás.

    —Vuelve a tu habitación.

    —Joder, mamá, no soy una niña, solo voy al chino, me parece flipante que...

    —He dicho que VUELVAS a tu habitación.

    Hizo ademán de sujetarme el brazo y, a pesar de que no llegó más que a rozar la camiseta, solté un quejido.

    —Me duele, joder, ¿estás loca?

    La fregona fue de pared en pared. Retrocedí. El único ojo de mi madre brilló de una forma desconocida para mí. Juraría que su sombra se fragmentaba y multiplicaba, y esta vez no tenía la sensación de que el hombre de mis sueños estuviese a mi lado.

    —No me vuelvas a hablar así.

    —¡Dios! ¡Lo que me faltaba!

    Con un portazo me encerré en mi habitación y la atranqué apoyando la espalda. El corazón me latía con fuerza y noté un regusto amargo al tragar. No me esperaba una escena así en casa. No recordaba, ni siquiera de pequeña, que me regañasen con esa violencia contenida. Con todo, lo que más me trastornó fue el tono suave con el que me habló a través de la puerta, se diría que besuqueando la madera:

    —Hija, me preocupo por ti. Mucho. Mañana te llevaré a comprar más ropa, siempre vas de negro y eso es muy triste para una chica bonita como tú...

    Esto era de locos, no llevaba ni un solo tatuaje, no me había puesto piercings ni lucía nada extravagante, a lo sumo un colgante con una cruz y, por el amor de Dios, la camiseta que llevaba hoy era de los Ramones, que eso lo compraban hoy día en cualquier tienda como quien se pone algo con un dibujo de Mickey Mouse. Di un zapatazo en el suelo.

    —Déjame en paz, ¿no querías que estudiase? Pues vete.

    —De acuerdo, te dejaré, y mañana te acompañaré al bazar si quieres, pero me tienes que prometer una cosa.

    Al no contestar, insistió:

    —Me tienes que prometer que irás al psicólogo del instituto. He escuchado que se puede pedir cita. Te ayudará en los estudios y en todo lo demás, ¿me prometes que irás?

    No contesté.

    —Luna.

    —Que sí, vale, déjame en paz ya.

    Por supuesto, no tenía intención de ir ni de estudiar. Hundí la cabeza bajo la almohada, con la esperanza de perder la consciencia y reunirme con mi hombre, pero no ocurrió ni una cosa ni la otra. Me puse a llorar y a pensar, con morbosa fascinación, en la chica que había matado a sus padres, hasta que yo misma me asusté de tales pensamientos. Entonces, sonó un mensaje en el teléfono.

    Le bajé el volumen por si volvía a sonar el tono de organillo vampírico. ¿Hasta eso me

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