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Atrapado entre sueños
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Libro electrónico725 páginas9 horas

Atrapado entre sueños

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¿Y si tu única salida pendiera de un arma de hielo?

Soñar es un acto que deslinda temores que permanecen ocultos e internamente en nuestras consciencias, pues somos acreedores del disfrute sobrio y pagano que representan los sueños; el placer inconsistente de soñar se responsabiliza de hacerte vivir cada pasión inimaginable que, finalmente, sucumbe tras el despertar, pero ¿qué pasaría si un día alguien más decidiese que no despertaras más?

Eso lo descubriría Aleric Hertone, un joven de diecisiete años que tras días de cansina rutina universitaria opta por una decisión que cambiaría el destino de sus días, pues tras enterarse de la creación de una vacuna capaz de desencadenar la habilidad de tener sueños lúcidos por parte de la industria más poderosa de su mundo, sin dudarlo, procede a inyectarse la solución.

Mas las malas decisiones le acompañarían en lo que próximamente se convertiría en una trampa mental que encerraría a Aleric en una odisea, recorriendo el mundo onírico a través de las pesadillas y los sueños de millares de personas en búsqueda de aquello que le brindara la libertad: lo inimaginable, aquello que no es posible materializar ni en los más lúcidos sueños.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 sept 2019
ISBN9788417915728
Atrapado entre sueños
Autor

Josthin Callerez

Josthin Callerez es un joven oriundo de Guadalajara, Jalisco (México), quien a sus diecisiete años concluiría su obra primogénita Atrapado entre sueños. Su obra te invita a adentrarte en la profunda reflexión que ocultan las líneas de su libro, donde Aleric, el protagonista de diecisiete años que vivió una odisea a través del extravagante mundo onírico, es quizá solo un pequeño fragmento de lo que ha sido la imaginación e ideas del propio autor. Un joven que desde su niñez llamó mucho la atención por su abstracta creatividad y talento, por ser un creador literario que asombró no solo a familiares, sino también a sus profesores, al poseer la particularidad de volverse un hito que, con el pasar de los años, pronto orientó su destino hasta convertirse en el escritor novel del que hoy día podemos ser partícipes de los inicios de su apogeo.

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    Atrapado entre sueños - Josthin Callerez

    Prólogo

    Usualmente, no suelo tener problemas con la cotidianidad. El transporte público resultaba incluso fastidioso, como si algo me inoculara insatisfacción desde mi asiento. Mi brazo reposaba sobre la ventana a la espera de que alguna imagen conmovedora se mostrara para romper este esquema, pero los metros que el autobús recorría solo me mostraban la misma cosa: la nada.

    Desconocía el origen de mi extrañez; posaba mi otro brazo sobre la mochila en mis piernas, listo para llegar a la escuela. Representaba aprietos y nervios que, en conjunto, se tornaban una tortura.

    «Último día de evaluación», se escuchaba sin parar dentro de mi cabeza. Olvidaba las sensaciones que me sometían en momentos de agotamiento, pues, tal vez, ahí se encontraría la respuesta a mi desencanto, pero no dejaba de lado mi sucumbir ante la monotonía; el mismo tráfico en la ciudad que fungía como el foco de estrés de todo conductor que, en intentos por sacar su descontento, no paraban de azotar los cláxones de sus autos.

    Las caras de los conductores lucían el cansancio que los pasajeros del autobús transformaban en ansiedad que colmaba su melancolía, y ese era el mismo estrés que hacía que llevara mis uñas a los dientes.

    La impaciencia se hacía presente. Las calles encerraban a los poseedores de buena memoria en peceras, pues si los peces tienen mala memoria, aquí nadie omitiría el descontento social. De repente, un semáforo atrapó al chófer en un alto, el cual rugía entre escupitajos, compartiendo infelicidad, la misma que se escondía en los rostros de las personas protagonistas de las pancartas publicitarias de la ciudad.

    ¿Cuándo terminaría la monotonía?, ¿acaso es nuestro destino tras el parto vivir estas indeseables experiencias? Las múltiples ideas llegaban a mi cabeza. Solté una risa que olvidaba ser piadosa, pues atrajo las miradas de mis acompañantes en el bus. Los ignoré, recordé la nula relevancia que cada quien representaba, la misma que a todos nos cobija, pero en la colectiva atracción siempre se marcha.

    Segundos o, quizás, minutos; en la ventana, un delito a mano armada acataba y retiraba miradas. En este punto, lo único que importaba es que las ruedas del vehículo comenzaran a girar y, con ello, era inevitable olvidar los hechos. Memorias que se perderían para jamás vengarse. Solo las palabras forzadas terminan con conflictos vacíos.

    Entre los murmullos que aparecían por la ciudad, había alguno que, tras cierto tiempo, destacó. El chófer avisaba con los aullidos que su ronco pecho era capaz de generar. Checar mis prendas y verificar mis pertenencias era una nueva prioridad antes de descender por la rampilla del autobús. Palabras sordas que no se podían evitar, pues otra vez debía enfrentar la misma mierda que todos los días necesitaba tragar contra mi voluntad. «Escuela Carte Blanche», se divisaba por la ventana, anunciando la parada. No habría otra acción más que realizar, era la hora de arribar.

    Capítulo 1:

    Solo otro día más

    El portal me conducía hacia los pasillos del plantel. Increíble y meramente indescriptible era como aquejaban las palabras que me sometían como víctima de una injusticia. Entre los llantos de mi agonía, me hallaba en la incredulidad que no asimilaba la corta estadía, pues, al imaginar que tan solo dos horas bastaban para acreditar una gran tragedia, mi relajación hacía de mí un mal chiste de salón.

    El estrés tomaba el control de mi ser, dejando de lado todo esfuerzo por tranquilizarme. «¿Qué más da?», esa era aquella pregunta que calmaba mi conciencia; hacía lo posible por convencerme de que se trataba de un proyecto de poca relevancia, mas insinuar que no existía un problema no haría que este se resolviese por sí mismo, pues, con guante blanco, la realidad hacía el intento de hacerse presente por más bofetadas que esta me diese. Estaba al filo de reprobar la carrera universitaria por la que había sacrificado muchas noches de desvelo. El percance representaba el mayor desliz en mi vida adulta, pues se ponía en riesgo mi estadía en la escuela.

    Ser médico era mi sueño; la ilusión de ser quien salvase la vida de centenares de enfermos estaba cayendo por un abismo debido a alguien que, tras los comienzos de su tercera década de vida, era presa de su inmadurez.

    —Ese profesor… —susurré. Yo era esa clase de persona que buscaba la manera de prosperar para mejorar, pero, ante la inexperiencia, lo último en que pensaría es en el provecho máximo si no se trataba de mí mismo; solo las palabras de un oportunista que había olvidado sonreírle a la vida.

    Mil ideas me acompañaban por mi paso a través de los múltiples salones, cabalgando junto a la inocencia traicionera, pues ella prefería verme soportando el peso de las lágrimas, que, en conjunto con un nudo en mi garganta, me abandonarían, víctimas de la ansiedad, presa de mi debilidad emocional, siendo inundado por una fuerte lluvia de recuerdos, cuando lo que más necesitaría era su apoyo, encarnado en alguien.

    Debía llegar puntual a la clase de las nueve de la mañana. Pisaba fuerte, sonando ecos a través de los pasillos de mi universidad. Universidad Carte Blanche, prestigio de renombre manchado por pretenciosos estudiantes. Sabía con quienes me atenía al decidir ingresar en esta universidad, pero, detrás de todo, había una razón que me hizo entrar en este lugar. El pesado ambiente que portaba cada quien volvía mi objetivo más cerrado; solo deseaba llegar al aula y encerrarme entre las clases, lo que menos quería era atraer la atención de mentes vacías vestidas con ropas de marca. Grados superiores o inferiores, nada de eso importaba; parecía que, donde fuera que anduviera, eran los mismos peleles de siempre: parejas hipócritas que, en su objetivo mutuo, compartían la particularidad de sentirse ganadores de quien aparentaba quererlos, estudiantes regulares que sacaban toda tarea copiada o hurtada desde sus mugrientos casilleros y aquellos que solo venían a lucir reputación en un estatus que presumía la riqueza de sus familias, pero la ignorancia que en ellas guardaban. Si pudiese hacer algo, sería nutrir su bajo sentir, pero todos, en conjunto, son la misma mierda de siempre.

    Observar que cada bicharraco oscilaba sintiéndose el rey de la cancha provocaba en mí un tremendo asco, casi el mismo asco que provocaba pensar que, gracias a ellos, esta bella escuela se convirtió en una pocilga donde muchos solo vienen a observar los traseros de todas las chicas, con risas que resultaban en chillidos irritantes que recordaban a sucias ratas, y el hecho de saber que estos incompetentes, en parte, dirigían sus risas hacia mí dolía como un piquete de avispa, pues, desafortunadamente, aquí no poseía una respetada reputación.

    Concentraba mi objetivo en lo que realmente importaba: llegar a clase, dejando detrás las críticas y las miradas, que ya no podían ser tan ignoradas. Pronto la calma fue el manifiesto de mi esfuerzo por encerrarme en mí mismo y saltar dentro de mi mundo, el único mundo donde sabía que nada me molestaría y solo yo era el protagonista. El mundo donde yo era importante, que sería destrozado a los pocos segundos tras ser interrumpido por alguien que emergía entre los ruidos de la muchedumbre.

    —¡Venga ya! Aquí viene de nuevo —mascullé, acomodando mi cabello con la diestra después de descubrir de quién se trataba.

    —¡Oh, Aleric! Dime, por favor, que ya tienes el… —parloteaba el hombre tras captar mi atención.

    —Sí, sí, tengo guardado el del profesor Ruelas. Hazme un favor y ve a molestar a algún otro idiota —interrumpía en medio de su comentario con un tono que cualquiera definiría como el de un desamparado. Mis palabras cortantes aparentaban haber sido ignoradas, pues lograba sentir cómo las manos de mi oyente se deslizaban sobre mis hombros.

    —¡Oh viens, garçon! Tienes diecisiete años, ¡no te comportes como un señor de cincuenta! Aún eres joven, no hay razones para cargar con esa actitud. Sé que son días difíciles por las evaluaciones, pero, si así lo deseas, después de la universidad, podemos salir a por unas bellas mademoiselles, ¿eh? —exclamaba, animado, tras hacer que lo mirara a los ojos, destilando una enorme despreocupación.

    Mi fiel camarada siempre poseía un brillo en los ojos si de mujeres se trataba.

    —¡He dicho que no me incordies, Serge! Necesito ponerme la bata para la última práctica de laboratorio antes de que comience la revisión de trabajos finales, ¡lo sabes perfectamente! Tengo prisa, ¡no me estorbes! —contesté, fastidiado, tras empujarlo, acomodando las arrugas de mi uniforme.

    —¡Uy! Te ofrecería una disculpa, presunto ocupado. Esperaba que aceptaras una invitación de tu amigo Serge. Sabes mejor que nadie que estos días han estado bastante podridos por estos professeurs que aún no logran comprender cómo consiguieron un empleo en una escuela como esta.

    »Pobrecillos todos; lo más irrelevante de la foule —incitaba despectivamente, rompiendo la línea de mi agrado con comentarios bastante acertados.

    Continuaba avanzando, siendo Serge seguidor de mis pasos. No tardamos mucho en ponernos en marcha, pues, fuera o no de mi agrado, era de los pocos que estaban de mi lado. Él era parte de mi selecto grupo de amigos, donde, a pesar de resultar carente y deficiente, se hallaban seres humanos de gran valor.

    Serge había demostrado ser uno de mis más grandes amigos. Lo conocí en secundaria, a la edad de doce años, cuando recién comenzaba a adaptarme a los primeros cambios. Él siempre fue despreocupado e indisciplinado, un desorden humano al comenzar su pubertad. Desistió, presa de su propia naturaleza: desde hace un par de años, continúa sus esfuerzos por hacer que alguna chica linda sea engañada por su charlatanería y talento para alardear sobre atributos de los cuales ha demostrado que su nivel de adulación solo es comparable con su inteligencia y necesidad de llevársela a la cama. Ser acompañado hasta los casilleros del laboratorio con alguien de tal reputación no representaba un gran orgullo, pero si necesitara a alguien, él sería el primero al que llamaría.

    Cada paso en el área de Medicina hacía un grato homenaje a lo que el campo de trabajo representaba, pues sus manchadas y olvidadas paredes representaban a la perfección la apariencia exacta de algún hospital abandonado. Nos tomamos la molestia de andar por cuatro minutos hasta la sala de los vestidores. Las conversaciones entre los dos hacían olvidar lo apurados que deberíamos estar. Pronto, sin percatarnos, nos detuvimos delante de la puerta de los vestidores, a solo dos pasos de ella, abriéndonos paso hasta los casilleros en una sala muy olvidada. Grata sería nuestra coincidencia, pues me disponía a abrir la puerta y acceder al interior, pero, tras abrir la puerta, un chico salía al mismo tiempo que nosotros entrábamos; sin embargo, quien salía de ahí no era otro que otro de mis más grandes amigos: Boris Fangetre.

    —Oh, hola, chicos. ¿Cómo les va el día de hoy? —preguntaba con gentileza, ignorando complicaciones. Se disponía a mirarnos a los ojos, llevando sus dedos hasta sus gafas. Era una gran casualidad que del lugar saliera un gran hombre, que se dispuso a saludar sin importar la tensión que pudiese generar.

    —Algo agitado, la verdad —contesté con el pesado sentir del repudio del amante francés—. El proyecto me ha dejado deshecho estos últimos días. No he dormido veinte horas en estos cuatro días; mi salud física y mental ya comienza a mostrar síntomas de deterioro y, si me lo preguntas, no puedo hacer nada más que desear el momento en que las vacaciones lleguen para descansar todo lo posible.

    —Sí, tu rostro lo denota bastante. Si hasta te han salido unas ojeras muy marcadas, chico. Creo que necesitas dormir lo suficiente, pero ¡ánimo!

    »Ya estamos a punto de dejar estos oscuros salones para regresar a nuestras casas y gozar por fin como se debe de nuestras vacaciones —pronunciaba con grandes ánimos, demostrando la empatía que lo inspiraba a subir mis ánimos—. Así que no comas ansias; ya estaremos a muy poco de nuestro descanso.

    La positividad y optimismo que el chico cargaba solo eran propios de él mismo; su nombre era Boris, la mejor persona que he tenido la oportunidad de conocer. Ejemplo a seguir y futuro prometedor en una sola persona, quien se disponía a erradicar genéticamente todo tipo de cáncer de las futuras generaciones. Un amigo de los que pocas veces —o incluso nunca— se hallan en la vida. Solo dos años fueron suficientes para demostrar que un sujeto puede protegerte y quererte tanto como un miembro de tu familia. Boris Fangetre, un hombre al que admiraba y siempre veía con orgullo. De los pocos seres humanos respetables que conocía, pues era aquel que hacía de la ética y la moral dos formas de vida, y de la correcta y absoluta bondad del ser humano, una realidad.

    Serge y Boris jamás se llevaron de lo mejor; podría asegurar que Serge, con su libertinaje, jamás fue del agrado de Boris, pero él lo toleraba. Por el contrario, Serge jamás destacó por ser de mente abierta, y aquí se veía demostrado: él estaba callado, ni siquiera dirigía su mirada a Boris, quien hacía un esfuerzo para que Serge le cayese bien. Resultaba contradictorio que pudiese relacionarme con ellos y que fueran mis amigos; era lo más cercano a estar entre la espada y la pared. No obstante, digamos que por personalidades contrarias, el trato entre ellos dos era así: Serge esperaba a que Boris se callara y se fuera, pero solo le quedaba callarse y escuchar, aunque ganas de intimidarlo le sobraban.

    —Uf, vaya, es cierto, pero yo lo necesito con mucha, mucha urgencia, y la verdad… —Barajaba unas últimas palabras, desempolvándolas de mi mente.

    El esfuerzo por buscar el correcto significado verbal hizo que desviara y buscara entre las memorias más prontas, entre las cuales aparecieron las que me avisaban de los pocos minutos que faltaban para la práctica.

    —Oh. Perdona que te interrumpa, Boris, acabo de recordar que todavía no estoy listo para la práctica final, así que, si me disculpas... —dejaba claro que necesitaba acceder a los casilleros, los cuales él bloqueaba con su propio cuerpo.

    —Oh, claro, claro. Entra, Aleric, perdona por interrumpirte —comprendió, atendiendo mi necesidad de abrir a un lado la puerta, manteniéndola abierta con sus manos, permitiendo que pasáramos.

    —No pasa nada, Boris. Te veo en clases —contesté, despidiéndome de él al entrar junto a Serge en los vestidores.

    —¡¡Sí, te veo en clases, Aleric!! —Esas fueron sus últimas palabras antes de empequeñecerse ante mi vista con cada paso que se alejaba—. Ah, y a ti también, Serge, ¡buena suerte!

    —No engañas a nadie, enfoncer bastard —dijo, susurrando como el hipócrita que atendía una falsa sonrisa en su rostro, sin perder de vista aquel punto infinito en su mirada—. Todavía no comprendo cómo ese falsete descarado te cae bien. Su fraudulenta bondad no hace olvidar que el imbécil se siente tan en las nubes que no para de presumir.

    —¿Presumir? —contestaba confuso, escuchando a Boris mientras nos dirigíamos a nuestros casilleros—. Serge, podrás odiarlo todo lo que quieras, pero es ridículo que lo juzgues por presumido; él no es así. Además, ¿a qué te refieres con que se siente en las nubes?

    Je ne connais pas, Aleric. El tarado no para de hablar de que ha empezado a hacer prácticas profesionales en Carretone. ¿Acaso no te lo ha contado?

    —¿Carretone? —contestaba, confundido, al desconocer tal palabra.

    —¡Claro, tonto! Carretone, ¡el mayor imperio médico a nivel global, hombre! ¿Deseas ser un médico y no conoces Carretone? —exclamaba como todo un gañán al reprochar mi ignorancia.

    —Bueno, bueno, tal como están las cosas, imaginaba que lo habías inventado para justificar tus envidias por tonterías como que él es más alto que tú —contesté a modo de burla, haciendo que Serge se enfadara ligeramente conmigo.

    Realmente no lo tomó como una broma. Se volteó hacia mí tras estrellar la puerta de su casillero con fuerza.

    —Aleric, no empieces con tus bromas chocantes. Sabes bien que ese sujeto me cae duro como un mosquito de medianoche. Alguien tan patético resulta en una decepción cada vez que escucho que todavía continúa siendo tu amigo —mascullaba con furia, a dentadas.

    —Ay, Serge, por favor. Si de decepciones se trata, no sé de qué hablas —respondí sin permitir tal falta de respeto. Serge supo sin problemas a qué hacía referencia.

    —Ja, ja, ja. Es gracioso que lo menciones, Aleric, porque, a pesar de que denotas ser un infeliz que odia la vida, invirtiendo su tiempo en criticar el estilo de vida de los demás y creyéndote mejor que todos, sin un claro fundamento alguno, resultas ser de vez en cuando un verdadero dolor de estómago, pero ¿tu sais quoi?

    »A estas alturas, me da igual, lo que digáis tú y otros poco me afecta. Je suis une personne de gustos simples, que se basa en lo que le gusta para adquirir lo que quiere; como consecuencia, cualquier hermosa chica que me vea de reojo y le guste divertirse como a mí no la veo con mala cara. Si a la belle femme le resulto atractivo, no le voy a decir que no.

    »Respeto que tú seas ese chico que se la pasa encerrado en su casa haciendo poca cosa, teniendo una mentalidad pobretona, de anciano de cajón de cementerio. Respeto eso y espero que respetes un poco los tratos que conservo. Pero, la verdad, bueno… Très bon pour toi.

    Arrogante y despectivo, dos ingredientes que siempre estaban presentes en las frases de Serge. Ser amigo suyo es un sufrimiento, sobre todo cuando dolor es lo que un amigo te provoca.

    Serge se mantuvo callado, esperando una contestación, puesto que posee un carácter bastante fuerte y no duda nada en echar en cara todo a todos. Yo solo lo dejé pasar. Con la mirada agachada hacia mi mochila, alcanzaba a ver un poco a Serge con los brazos cruzados, esperando mi respuesta. Solamente se desesperó y alcancé a notar que me susurró algo, sin tener claro qué me dijo. Salió de la habitación de la manera más arrogante posible. ¡Maldita sea! Qué ganas de pararme enfrente y meterle un puñetazo en la boca; sin embargo, eso acarraría consecuencias que no estoy dispuesto a aceptar y a crear de manera innecesaria.

    —Bueno, supongo que perro que ladra no muerde, muchacho. A ver si sigues entendiendo lo que te digo. No creas que mis intenciones son burlarme y hacerte sentir mal, Aleric, créeme que mi intención es, ja, hacerte ver cómo funciona el mundo —me decía de manera seria mientras se ponía las manos en la nuca, saliendo del cuarto. Antes de salir de la habitación, al ver algo raro, me grita, deseándome suerte—: ¡Ah!

    »Bueno, si te gusta secarte las lágrimas y sacar la mejor sonrisa que puedas, te deseo suerte para que lo hagas, porque lo que se te viene encima está fuerte, amigo mío. Adiós.

    No entendí en lo absoluto qué me quiso decir; sin embargo, por muy patético que sonara, realmente me estaba secando un poco los ojos. Debido a que soy bastante emocional, cualquier insulto de alguien que realmente me importe me daña considerablemente.

    Después volví a buscar entre las cosas de mi mochila y, tras sacar la llave para abrir el candado del locker que guarda mis cosas, escucho una dulce voz femenina que, en vez de hacerme sentir golpes en el corazón, lo alegra rápidamente al escucharla desde la lejanía del pasillo, acercándose hacia esta sala. En simples instantes, noto cómo mi pulso se empieza a acelerar y mi respiración se vuelve más constante. No cabe duda de que es ella, ¡debo cambiarme deprisa!

    Rápidamente, tomo la bata de laboratorio y cierro mi casillero con un golpetazo que se escucha por todo el lugar; ¡incluso hace que cierre los ojos por el mismo golpe! Apenado, me asomo por los alrededores. Pero, bueno, menos mal que la sala se encontraba sola. El problema es que, tras estar tocándome los bolsillos del pantalón, me doy cuenta de que las llaves del casillero se me han extraviado de alguna manera. Un gesto de angustia domina mi cara, pues escuchaba que ella se acercaba cada vez más rápido, pues su voz se escuchaba aún más fuerte. Paralizado tan solo un poco, rápidamente me digo a mí mismo:

    —A ver, Aleric, ¿qué estabas haciendo?, ¿acaso se te cayeron las llaves? Vamos, vamos, revisa bajo tu locker, es el único lugar en el cual se te pudieron haber caído. En el suelo no están. ¡¡Vamos, vamos, vamos!!

    Entonces fue cuando me agaché para observar qué había debajo de mi locker, pero lo que veo me saca un susto tremendo; nada más y nada menos que unas telarañas bastante viejas con dos arañas viudas negras caminando entre ellas. ¡Casi me da un infarto! Pero el mayor de los problemas era que si, efectivamente, mis llaves estaban entre la asquerosa telaraña polvorienta con esas arañas venenosas, por unas simples llaves no iba a arriesgar mi vida.

    —¡No, gracias! Prefiero perder mis cosas antes que morir —dije dramáticamente como consecuencia del nerviosismo que estuve experimentando, puesto que esos cortos segundos se transformaron en un estado temporal donde el tiempo realmente era algo que solo existía para la percepción de cada quien. ¡Se me estaban haciendo eternos!

    Cuando me levanté, solo vi cómo una silueta se proyectaba a través de la luz que dejaba el resplandor del foco del pasillo. La puerta había sido abierta con un rechinido muy agudo que afinó mis sentidos auditivos a tope. La verdad es que ya no quedaba tiempo, me tocaba verla y confrontarla; no quedaba otra que tragarme mis sentimientos y fingir que no me gustaba en lo absoluto para no denotar inferioridad ante el nerviosismo que una bella dama como ella causaba. Respiro profundamente y cierro mis ojos mientras camino hacia el pasillo sin mirar hacia dónde me dirijo, solo observando las tinieblas que mis párpados dejaban mostrar, cual persona que recién ha perdido la vista. Siento cómo mi macizo y embrutecido cuerpo choca contra un delgado y frágil cuerpo. Ante la textura de tan espectacular figura hecha por los majestuosos dioses, siento el mismísimo paraíso, como si el abrumador sentir del riguroso tronco del más viejo árbol tocase la textura suave y delicada de las alas de una sublime mariposa. Al abrir los ojos con la intención de disculparme apenada y nerviosamente, lo que mis ojos observan me deja sin palabras; la belleza misma se proyecta frente a mí. ¿Quién más podría ser? La seda del poderío rojo del magma sobre su cabeza, una piel tan blanca y suave que cualquier grano de arena sobre las más codiciadas playas sentiría envidia al tener a esta chica posando sobre tan cálidos suelos tropicales, una cara de ángel pulida por la perfección misma de cualquier ser celestial que toma entre sus manos un divino martillo que deja en ella el reflejo propio de la máxima expresión de beldad. Sin duda alguna, lo más admirable de la obra perfecta de Dios son los ojos. Al verlos, podrías perderte en la eterna belleza propia, al manifestar una elegancia cual hermoso collar de jade, todo eso guardado en la persona que era dueña de mis desvelos y anhelos, mis rezos y mis emociones. Ella era la dueña de mi ser: Amanda, la chica que me ha estado dejando como esclavo amoroso. La conocí hace dos años en la preparatoria y, desde entonces, siempre he querido ser su novio, entablar una historia digna de recordar junto a ella y mostrarle todo el afecto que guardo en el interior, listo para ser liberado en mínimos instantes; quiero abrazarla y besarla, pero, la verdad, siempre me miro a mí mismo y pienso quién soy yo, si a su lado parezco un simple peón entre toda la muchedumbre frente a la misma realeza. Su belleza deslumbra hasta tal punto que podría dejar paralizado al más egocéntrico de los hombres. Yo no era la excepción. Observo que, frente a mi cara, su rostro denota una sonrisita burlona que parece que se riera de lo nervioso que estoy frente a ella. Me arrebató toda palabra, como una parálisis del sueño. Ella, provechosa de su don, se me acerca y, parándose de puntas, me susurraba al oído:

    —Je, je, je. Hola, Aleric, ¿te ha comido la lengua un gato acaso? Je, je —musitaba, amable y muy seductora.

    —¡¡Oh!! Este... —titubeé ante la cercanía de la mujer—. Ho-ho-hola, Ama-Ama...

    —Amanda —corrigió.

    —Oh, sí, sí, Amanda. Perdona, perdona, je, je —hablaba sin poder parar, deseando remediar la timidez, aparentaba ridículo sin querer—. Esto... ¿Co-cómo-cómo estás, Amanda?

    —Oh. Ja, ja, ja, ja, ja, ja —reía tras segundos de nerviosismo consumiendo mi valeroso intento de rectitud—. Aleric, eres taaaan... Je, je, je. Olvídalo, nos vemos en clase, niñito —susurraba, guardando unos pocos instantes para ella para juguetear con su cabello y acariciarme con la mirada, hasta que finalmente lo soltaba dentro de mi oído.

    Ese último comentario solo logró hacer que la cabeza me diera vueltas. ¿Niñito?, ¿a qué se refería?, ¿me veía solo como un niño?, ¿se estaba burlando de mí?

    Quizás el tiempo no alcanzaba para formular la idea correcta que, concisamente, atacaría la conversación. ¿Qué más daba? Para cuando regresaba en mí y daba cuenta nueva de lo que sucedía a mi alrededor, me sorprendía al ver que ella ya se había ido.

    —Pero ¿qué está pasando? Siempre me pasa lo mismo —reprochaba, inconforme y con ganas de azotarme—. Me quedo atónito al intentar hablarle y siempre termina jugando conmigo, como si fuese una plastilina moldeable. Estoy un poquito cansado de eso.

    Algo en el fondo me decía que no jugaba conmigo a propósito y que quizás solo intentaba alentarme para que por fin declarase lo que sentía por ella; siento que lo sabía, que estaba enterada de esta revolución dentro de mi cuerpo, pero, en tal caso, ¿por qué se comportaba así? No encontraba sentido a su comportamiento. Tocaba mi frente con una imagen de su rostro suspirando la fragancia que impregnaba en cada fibra de metal de los casilleros.

    Desde siempre, he imaginado una escena en la cual ella y yo compartimos en vida una novela romántica juntos. Ella y yo parados al borde de una cascada, observando el atardecer de un día espectacular, que proyecta la luz del sol sobre un bosque frondoso y denso, que inspira mucha felicidad y confianza.

    Suspiraba ante la imposibilidad; mis sentimientos, durante dos años, han estado cubiertos por mi personalidad, pretendiendo ser serio y maduro, pensando que los estudios son lo más importante en la vida de una persona. Sabía que algo debía retirar para no cosechar fracaso y mediocridad, que terminarían por convertirme en uno de muchos. A mis diecisiete años, nunca he tenido una novia, y la verdad es que muchas de esas veces siempre han ocurrido por los rechazos de todas aquellas que a mi corazón se le ha ocurrido mirar. Es una frustración un poco dolorosa, pues la verdad es que nunca he sentido que una persona ajena a mi familia sienta sentimientos puros y hermosos por mi persona. A veces, pienso que es algo imposible que alguien logre fijarse en mí, por eso, cuando me enamoré de Amanda, intenté matar los sentimientos que siento por ella, pero el dolor de mi pecho y las contracciones interiores que me provocan los sollozos que suelto cada noche por ella, acompañados de lágrimas llenas de dolor, siempre me hacen dudar de si realmente existe un chico para una chica, aunque, la verdad, intento no hacer mucho caso a mis emociones. Solo hago caso a lo que me da la razón. Mis sentimientos solo son un costal de arena que me impide avanzar en este pesado e inflexible mundo. Digo, después de todo, ¿a quién le he importado realmente?, ¿por qué perder mi amistad con Amanda por una declaración cuya respuesta es más que obvia? Mis ojos quieren secretar unas cuantas lágrimas, pero impido que salgan y aprieto mis dientes fuertemente mientras trago la poca saliva que tengo con una dificultad exorbitante, pues siento cómo mi garganta se hincha. Pero ¡no debo hacer caso a mi corazón! Debo seguir adelante; ¿para qué molestarme en que me rechacen de nuevo? Prefiero quedarme con la realidad de este vacío mundo donde solo sales adelante si aportas algo a la humanidad. Mis sentimientos no importan.

    «Mis sentimientos no importan ni un poco, debo... —golpeaban en las paredes de mi cerebro las palabras que nublaban un objetivo primordial—. ¡Debo-de-debo irme a clases! ¡Faltan dos minutos para que se acabe el retardo de la clase donde debo entregar el proyecto! ¡Es verdad! Mis sentimientos solo me traen problemas, debo irme rápido».

    Nuevamente, me toqueteo el cuerpo para comprobar que no me falte nada; pero, bueno, parece que no hace falta nada.

    —¡Debo ir rápido a mi salón de clases!

    Sin pensarlo dos veces, salgo corriendo de la sala de vestidores superestresado. ¿Qué me haría el profesor si llegaba tarde?, ¿y si me regañaba y me ponía una falta, anulando mi proyecto? ¡No! ¡Mi valioso proyecto no! Me había costado dos semanas de trabajo excesivo. «Ya estoy harto de todo, quiero dejar ese proyecto entregado y olvidarme de todo».

    Caminando por los sucios pasillos de la universidad, voy recorriendo cada salón hasta donde me toca. Necesito llegar hasta mi salón, que se encuentra en el piso de arriba. Los nervios hacen que me cueste encontrar un poco las escaleras.

    —¡Queda un minuto, madre santa! Por favor, que Ruelas me deje entrar. Es el peor profesor de todo el sector, ojalá no me haga la vida de cuadritos este último día de escuela.

    Más que tarde, por fin tocaba la puerta del salón con un poquito de agitación. Esperaba que el profesor, al menos, tuviera la decencia de abrirme, pues él era de lo peor. Una silueta se acercaba hacia la puerta y, reflejándose en la ventana de esta, siento un escalofrío que me recorre las células de la piel, acompañado de una puerta abriéndose. Ahí estaba, veo al profesor con una cara de repudio y, a la vez, sorpresa, observándome.

    —Órale, ¿y a ti qué te pasó? —preguntó, charlatán como de costumbre—. ¿Estudiante Hertone?, ¿es usted realmente?, ¿alguien tan dedicado, poco profesional y antidiplomático se atreve a llegar tarde?

    —Pero, profesor...

    —¡Ah! Y, peor aún, ¡en un día tan importante y tan preocupante como puede llegar a ser el día de la entrega de proyectos!

    —Profesor, le pido que...

    —Oh, venga, cállate y entra, estudiante Hertone. No interrumpa más mi clase y, por favor, no se comporte de manera más decepcionante de la que puede hacerlo. No quiero ver más de sus fracasos consecuentes clase tras clase, como es cotidiano, aunque, a pesar de ello, quiero aportar algo bueno a sus convicciones en este mundo y quiero que logre sus objetivos de la manera correcta, así que tiene dos puntos menos en la calificación total.

    »Agradézcame que haya sido un poco generoso esta vez; además, eso desarrollará el ámbito más importante de los que suelen ser los más exitosos en este globo: la puntualidad —me sermoneaba de la manera más despectiva y humillante posible mientras sufría la mayor indignación posible.

    Claro, todo con el hecho de ponerme en vergüenza y hacerme sentir peor de lo que ya me sentía. Claro, estos profesores solo buscan desatarse con uno mismo cuando menos lo esperas; imitando a feroces lobos hambrientos, te atacan cuando menos lo esperas.

    Y de la peor forma.

    Mi mirada perdida, rabia e impotencia hacen que, involuntariamente, truene mi cuello, moviéndolo bruscamente hacia mi lado izquierdo con un gesto muy seco, al tiempo que empiezo a tragar saliva tras pintarse una sonrisa delatante de mi enojo ante este profesor. Este torció los ojos de una manera tan sutil que nadie podría reclamarle una falta de respeto; sin embargo, ¡no quedaba otra! Debía entrar, tomar mi asiento y empezar a ponerme al corriente con la práctica diaria si no quiero afectar más mis esfuerzos académicos. Acercándome a mi pupitre, logro observar las burlas y miradas de todos los presentes, fingiendo demasiada sorpresa y desprecio. Solamente quieren llamarse la atención mutuamente, no son más que reacciones normales de adolescentes superficiales.

    —Me encantaría salir de esta realidad —me susurré a mí mismo en una exhalación de esperanza, como si al genio de la lámpara le recitara mis tres deseos tras haber tomado asiento en mi pupitre.

    Mirar por la ventana y observar las nubes que preludian una próxima tormenta me producían alientos de esperanza. Y así fue como pasó todo. Tras una hora de charlas y enseñanzas médicas, en menos tiempo del que fui capaz de percibir, la práctica había terminado y, al ser el último día de escuela, Ruelas se encontraba acomodando su escritorio mientras pedía los trabajos finales. No obstante, un ligero escalofrío se manifestaba desde mi cabeza hasta mi espalda, reclamando el dominio de los nervios sobre mi cuerpo. Vi cómo todos entregaban sus proyectos con unas expresiones muy parecidas a la mía, nerviosos. Todos saben lo asqueroso que es el profesor cuando son días de evaluación. Es como si el mismo profesor tomara venganza con todos, aunque ni siquiera seamos alumnos decadentes. Pero, a decir verdad, yo no me preocupo. Observo por la ventana junto a mi asiento y empiezo a observar cómo el día, poco a poco, se empieza a nublar, con las nubes grisáceas que parece que estaban destinadas a complementar la tristeza de un día tan poco motivante como hoy. Poco a poco, empezaban a escurrir unas cuantas gotas sobre el seco vidrio de la ventana; pareciese como si realmente el de allá arriba quisiera advertir desgracia, pero, a pesar de todo lo ya ocurrido y visto, no me preocupé en lo absoluto. Si acaso, lo único de lo que me lamentaría es que no traía mi sombrilla.

    —¡Estudiante Boris Fangetre!, ¡estudiante Serge Ofenitic!,

    ¡estudiante Amanda Casuso! ¡Y, por último, el estudiante Aleric Hertone! —gritó el profesor después de desapilar todas las carpetas consiguientes del montón de alumnos que ya habían salido del salón, unos con sonrisas felices y otros con lágrimas más saladas que el agua del océano.

    —¡Ya voy, profesor! —grité hacia donde se encontraba el profesor mientras me dirigía hacia él y, esperando una respuesta tan simple y obvia, según mi parecer, esperaba por fin salir de este infierno llamado universidad y dormir más de diez horas, como solía hacer en vacaciones, reparando mis energías y recobrando aquella humanidad que se me había arrebatado el día en que me transformé en esta especie de zombi.

    Sin embargo, al ver la expresión de Ruelas en su rostro, me pude dar cuenta de algo muy, muy obvio, que, para mi terrible noticia, no anunciaba nada bueno en ningún aspecto. Caminé con nerviosismo hacia Ruelas, quien estaba recibiendo y felicitando a Amanda, sin sorprenderme. Amanda salió de la fila que se había formado con una sonrisa en la cara. Sin querer, vi que me miró de reojo durante un breve y minucioso instante. Parándome frente a Ruelas, su aspecto enorgullecedor y halagador cambió drásticamente a un perfil muy diferente.

    —Vale, Aleric, vamos por partes. Este no es el formato que te pedí. El ensayo está muy, muy mal redactado. Te he pedido las bibliografías de libros de autores confiables, aparte de que, si eran científicos reconocidos, podrías obtener un plus en tus puntos de la calificación, y la verdad es que esto no da para mucho.

    »Parece un trabajo de un chico de preparatoria, y la verdad es que yo esperaba algo mucho mejor de ti, a pesar del contratiempo.

    —Pe-pero, profesor…

    —Lo siento, Aleric. Simple y sencillamente, tu trabajo no merece una calificación decente. Me temo que estarás de nuevo conmigo en los cursos de reforzamiento estas vacaciones, así que nos vemos en vacaciones, Aleric. Je, je —me decía el maldito profesor con una sonrisa estupefacta e hipócrita.

    Ya me lo estaba diciendo el superior, mandándome señales a diestra y siniestra. A pesar de mi negación a lo que sucedía, me quedé en una especie de shock, aunque sí era consciente de mi alrededor.

    Socorriendo un día asqueroso, en una tarde de lo menos agradable.

    Bienvenido a mis días.

    Capítulo 2:

    Por fin libre

    Incredibilidad, ese era el santo remedio a mi malestar. Ruelas había dejado en mí su sucia incapacidad de apreciación, pues sus actos, cuyo propósito era desmeritar todo mi esfuerzo, lo volvían una ceniza que no me satisfacía ni por el ofrecimiento de una segunda oportunidad. La conformidad rompería las expectativas de mi propio actuar; sin embargo, ignoraba que todo eso ya no importaba. Estaba muy estresado y algo debía hacer para sopesarlo.

    Tomé mis cosas y salí del salón. Contrario a toda ejecución del pensamiento, preferí cubrirme con la monotonía de los pasillos antes de intentar entrar en conflicto con el profesor en un intento de cambiar la calificación de mi proyecto. Las paredes y los casilleros me resultaban más horrendos que de costumbre. Para mi sorpresa, estos, en realidad, no habían cambiado en lo absoluto, y eso me fastidiaba bastante. Sabía que la influencia de la negatividad era tal que mi perspectiva hacia las cosas se ennegrecía drásticamente. ¿Cómo era posible que algo tan sencillo pudiese influir en mí de esta manera? Triste y rencoroso, los truenos en el cielo me acompañaban a través del desdén que mofaría los lamentables instantes en el plantel, hasta que, a solo unos instantes de perderme entre mis pensamientos, el cristal del portal de la universidad hizo que despertara y rompiera la crisálida que estaba a punto de cubrirme para nunca escapar. Sacudí mi cabeza con cuidado de no generarme molestias por el estrés y salí al patio de la universidad.

    Al abrir las puertas del edificio del plantel, me detuve unos instantes para observar el vestíbulo. Ahí estaban todos, con sonrisas pintadas y disfrutando el goce del fin del ciclo.

    «Bien por ellos —pensaba—. Bien por ustedes, asquerosas ratas». Me di la vuelta y mi mirada se posó en el cielo. Efectivamente, las nubes grises que adornaban el recóndito cielo anunciaban que una tormenta haría de la ciudad un atolón en breves instantes. La imagen de los círculos vaporosos inspiraba un poco de relajación. Respiré profundo y me dije a mí mismo:

    —Si el día se monta gris, negro no puede serlo —cité, mas no podría estar más equivocado, pues, al instante, una gota de agua desde el lejano cielo osaba caer en mi ojo derecho.

    Me llevé el dorso para tallar mi ojo, momento perfecto para caer en la cuenta de que el patio se hallaba en soledad total; quizás la presencia de los pocos que se quedan al final para esperar a sus amigos de otros grados estaba aquí. Mi grupo había salido más temprano que el resto y ver gente aquí resultaba incongruente, pues los demás seguían en clases. No cuestioné mucho; los demás me daban igual, tiempo libre tenía y no iba a hacer uso de él viendo a los demás estudiantes.

    La mirada acompañaba al suelo y, por unos instantes, noté que las baldosas del suelo mostraban puntos en ellas cada vez más latentes. Cada gota que impactaba en el suelo no paraba de humedecer. Evidentemente, eso sugería el comienzo de la llovizna, agresiva en un futuro cercano. Las nubes estaban demasiado concentradas y grises. Si perdía más tiempo fuera antes de llegar a casa, sin lugar a duda, terminaría con los ropajes empapados. Casi sonaba motivador, pero ni siquiera imaginarme resfriado, con todas las dificultades que presenta, hace que me preocupe por mí mismo. Ya todo me daba igual; seguro que habría guardado mi paraguas en mi mochila, pero me daba más pena que este se mojase que yo me diera una lavada.

    Un par de pasos me condujeron cerca de la salida, mas mi atención desviaba mi intención por una nueva convicción; necesitaba saciar mi antojo y las máquinas expendedoras estaban aquí para cumplir mi capricho. Dentro de alguno de mis bolsillos poseía una cifra de dinero pequeña, pero suficiente; dudarlo sería un pecado. Inmediatamente, avancé hasta las jardineras, donde se hallaba la expendedora.

    Observaba a través del cristal mientras decidía mi elección. Mi celular se deslizaba por mi bolsillo hasta proporcionarme la hora. No era ni siquiera mediodía; un par de horas antes ya estaba libre. Un alumno regular estaría feliz de salir de vacaciones temprano, con un día en el cual mojarse bajo la lluvia con sus amigos o amigas, derrochando jovialidad, suena lindo, casi como una ilusión que solventaría supersticiones para desglosarlas en el disfrute; sin embargo, ese no era mi caso y jamás lo había sido. Esas simplicidades, que hasta yo mismo consideraría ridículas, me recordaban constantemente mi edad, la perfecta para vivir y gozar. El diecisiete es un número que a la sociedad no le importa juzgar; grande para pensar, pequeño para desacertar; esta es la edad en la cual todo chico debería tener experiencias como salir de fiesta y divertirse de la manera más agradable con quienes más lo aprecian. De joven, no importa corromper tu ideología; estás aquí para fallar y corregir. Sabía la funcionalidad de esta etapa de mi vida, mas mi naturaleza contrastaba con mis anhelos. Era de aquellos que disfrutaban más la comodidad de su casa, viendo algún programa en la televisión o algún video en Internet, alimentando a mi gato y, sobre todo, durmiendo.

    La lata caía después de introducir el dinero en la expendedora; una imagen en mi mente se materializaba con ilusiones y sensaciones que, en el universo físico, nunca podría siquiera describir. Recordé un disfrute único, quizás el hobbie más extraño que alguien tuviese como primera actividad recreativa: las aventuras en las que el mundo de los sueños me envolvía cada noche.

    —El Mundo Onírico —susurré, entablando una conversación con mi consciencia—. Sí, creo que ese era su nombre.

    Debía admitir que esas experiencias únicas se sobreponían ante cualquier experiencia real; las vivencias que hacen elevar la adrenalina al máximo y hacerme sentir bajo presión solo las encontraba fuera de esta sociedad. Controladas, mis ideas caían en constantes clichés que, al llevarse a la práctica, me frustraban al descubrir que formaba parte de una existencia acordonada. Es decir, veía la forma de mi cuerpo y la manera en que me tocó vivir. Buscaba posibilidades o respuestas sencillas que contrariaran lo que observaba en mi día a día, pero la diaria muestra del mismo protocolo dejaba claro que no había posibilidades diferentes, al menos aquí. La cotidianidad tiene a la libertad como un sinónimo de orden controlado por quienes más poder tienen, un poder social que derrocha un poder absoluto que sobrepasa el valor de cada forma de vida. Aquí me tienes: aquel entre tantos que ha optado por un estilo de vida mucho más relajado y pasivo del que un estudiante cualquiera de mi edad practica como una solución a su delirio.

    Habría cosas que solucionaría. Mi espalda buscaba descansar y, rápidamente, me apoyé sobre el cristal de la máquina, siendo provechosa la ausencia de algún estudiante que deseara una gaseosa. Sorbía mi lata, librando unos cuantos segundos para reflexionar sobre la mesa mi necesidad. Cada chorro de la cola que se deslizaba por mi garganta mermaba el estrés como aguijones punzantes sobre la piel.

    —¿Qué sucede con la moralidad de este mundo? —cuestionaba en armonía entre sorbos de mi refresco.

    Razones desconocidas me socorrían; quizás reservaba un enojo oculto que, en consecuencia, hacía que temblara la lata, que lentamente se resbalaba de mi mano. Ante mí, quizás, algún sexto sentido manifestaba su existencia, pues fuese cual fuese la causa, la consecuencia dejaba caer mi bebida hasta derramar casi un cuarto de litro por todo el suelo. Estaba tan concentrado en mis pensamientos que tardé un par de segundos en reaccionar. Por mi apariencia, cualquiera me hubiera observado como un zoquete.

    —Ah, bien, Aleric. Pero serás imbécil —pronuncié, interrumpiendo el silencio de todo el patio con un abominable vocabulario.

    El sentido común dictó la acción de mi sentido común hacia la lata, pero, tras agacharme, no pude recuperar un solo mililitro de mi bebida; por el contrario, a mi poca gracia le era otorgada una risa picarona que, con una sorpresa, golpeaba mi cara como una cachetada mientras hacía que saltara.

    Levanté la mirada creyendo que no era necesario ocultar mi enojo, pero estaba equivocado. La piel se me ruborizó de tal forma que un guante de piel sería más suave que mis brazos. Una risa nerviosa manifestaba incomodidad, impropia de mí, con ciertas excepciones, las mismas que provocaban llantos a medianoche. Pensé: «¿Acaso solo tú puedes aparecer cuando me acontecen los más bochornosos de mis momentos?».

    —Amanda —mascullé sin quererlo. Ella estaba sentada en la mesa más cercana, observándome atentamente, con una pierna sobre la otra, presenciándome.

    Notaba cómo me había quedado embobado ante la astucia que hizo que no me percatara de que ella se había acercado a mí. Lo estaba esperando, pues conocía muy bien lo que ella, con su belleza, era capaz de hacer.

    —¿Tu mala suerte persiste? —preguntaba. Era una duda que no deseaba saber nada. Su mirada seductora esperaba que me doblegara ante su belleza.

    Amanda Casuso me incitaba a acercarme a ella, quizás con una premisa amistosa, pero que, finalmente, solo buscaría saciarse del gran nudo de emociones que manifestaba mi indecisión por medio de señas corporales. Me rascaba la cabeza y sudaba vergüenza. Ocultar lo que ella ya había descubierto se convertiría en un esfuerzo vano. Entonces, mis ojos giraron, buscando una salida, una oportunidad que me sacara del agujero y cortara las emociones que me tallaban; sin embargo, hoy no era mi día. Aquí no había un solo dios que se apiadase, ni un Boris o Serge que me tendieran una mano.

    Amanda esperaba, envolviéndose con un aire extraño, pues su mirada, a pesar de estar varios minutos a la espera de que fuese capaz de formular una palabra, me cobijaba con la misma confianza con la que hace años la recordaba. Sin embargo, los recuerdos de su humillante comportamiento generaban una incongruencia que me aterraba. Aguantaba sus risillas pícaras, pero también presumía cierto interés que la había hecho venir hasta mí. No lo dejé pasar más, disparé al cielo con la intención de acertar a la luna.

    —Ama… —susurré. Percatándome del susurro, olvidé mis complejos hasta capacitar una voz rígida que fuese audible. Hice un segundo intento—: ¡Amanda! ¿Qué haces aquí? No te había visto llegar, me ale… ¡me alegra verte!

    —¿Te alegra verme? —contestaba, presumiendo extrañeza, a pesar de no tenerla realmente. Mala jugada de mi parte por confiarme demasiado; había caído en su juego—. Oye, tranquilo, me acabas de ver hace un rato en la clase, ¿no es así? —respondía a la expectativa de mis reacciones.

    —¡Ah! Pero… este. —Temblaba mi boca al caer en el mismo círculo vicioso de siempre. Me sentía como un animal indefenso, pero ella era la persona que tanto quería—. ¡No es malo verte! Digo que no es malo verte de nuevo; más bien, no es como que no me guste verte, pero…

    —¿Pero...? —respondía, volteando su mirada hacia otro lado que no fuese yo. Cambiaban las tornas, ahora estaba desinteresada.

    —Pero… —Cartas en la mesa, mazo psicológico. Ahora yo quería atraer su atención—. ¡Bah! ¿Sabes qué? Olvida lo que he dicho; incluso se me ha olvidado qué iba a decirte. Imagina, por favor, que no te iba a decir nada.

    —Oh, está bien, está bien, por ti supongo que estará bien —pronunciaba, haciéndose la inocente. Acompañado de su simple contestación, un aire callado se creó.

    Ya no tenía intenciones de decir nada más, pero yo sí; veía mal dejar esto así, como si debiese decir algo más. Me vi a mí mismo parado frente a ella, como si fuera máxima prioridad. ¿Debería atender algo más de ella o debía marcharme sin decir más? Rápidamente, pensé en algo, mas no sabía qué para este punto. Ya estaba comiendo de su mano.

    —Amanda, eh, este… —pronuncié sin querer. Lo que estaba por decir no me atrevía a preguntarlo.

    —¿Hum?, ¿ibas a decirme algo? —contestaba mientas acariciaba su cabellera como una gata que se lamía las uñas.

    —Disculpa si la pregunta se te hace un poco incómoda, pero ¿qué es lo que haces aquí? Digo, me resulta extraño que una chica tan dedicada y tan tranquila como tú se quede después del final de la clase.

    —Oh, vamos, sé cómo soy yo, pero eso no me impide tomar unos minutos extras, ¿cierto? —contestó, pintándose con falsas ofensas—. Incluso podría decirse lo mismo de ti. Pero, bueno, si a esas vamos, supongo que solo he querido disfrutar unos cuantos minutos con quien he perdido comunicación.

    —¿Hablar conmigo? —repliqué, deleitado por su belleza, olvidando cada letra que suspiraba.

    Amanda bajaba sus brazos hacia la mesa, subía sus hombros ligeramente y cerraba los ojos gentilmente. Explicarme el nudo de incongruencias en su comportamiento se volvía un segundo plano, pues aquí enfrente todo el aire que respiraba cómodamente volvía cálidos mi pecho y abdomen. No podía evitarlo, ella hablaba y, con trabajo, soportaba las ganas de

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