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El primer despertar
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Libro electrónico382 páginas5 horas

El primer despertar

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Años y años intentando alcanzar el éxito, el dinero, el poder y la fama, sólo para encontrarme con la cruda realidad de que no logré una sola de mis metas. Sumado a ello, perdí gran parte de mi vida sólo deseando lograr y alcanzar lo inalcanzable; por lo tanto, decidí acabar con ella.
Al hacerlo, he descubierto otros mundos, otras personas y otras vidas. Otras, que muestran una perspectiva diferente de lo que aparentemente era. Puesto que, pese a lo que yo creía, aquello no era el fin; ya que ahora tendré que participar en un juego retorcido, en el cual todo está en riesgo: una vida, una persona, una existencia.
No obstante, antes de que el destino decidiera qué hacer conmigo, un grupo de extrañas y peligrosas entidades han elegido actuar por cuenta propia con el propósito de destruirme y, así, librarse de mí para alcanzar sus propios sueños.
A lo largo de cada uno de los dominios, tendré qué enfrentarme a ellos para evitar convertirme en una más de sus víctimas y alimentar los deseos de un grupo de individuos trastornados; que creen que, una vez que acaben conmigo, ellos serán libres.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 may 2023
ISBN9798223691945
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    El primer despertar - Abraham Delgado

    EL PRIMER DESPERTAR

    ABRAHAM DELGADO

    1a. edición, noviembre del 2022.

    © EL PRIMER DESPERTAR

    © HUGO ABRAHAM VARELA DELGADO

    © Todos los derechos reservados.

    © LIBRERÍO EDITORES

    FB @Librerio.editores

    www.librerioeditores.com.mx

    Queda prohibida toda la reproducción total, parcial o cualquier forma de plagio de esta obra sin previo consentimiento por escrito del autor o editor, caso contrario será sancionado conforme a la Ley de derechos de autor.

    Para mis padres, que deseaban que cumpliera mi sueño.

    Para mi hermana Laura, que cuidó de mí.

    Para Elihut y Karely, Que me adiestraron.

    Para la familia Delgado Núñez, que compartieron sus vidas conmigo.

    Para Raúl, que siempre me ha apoyado, y para Josue, que siempre ha creído en mí.

    AQUEL QUE HA FRACASADO

    Capítulo 1: Una paradoja humana

    Capítulo 2: Un personaje particular

    Capítulo 3: Aquel que lo sabe todo

    Capítulo 4: Una visión antigua de sí mismo

    Capítulo 5: La peor de todas las pérdidas

    Capítulo 6: La caída de los pilares

    Capítulo 7: El camino equivocado

    Capítulo 8: Una deuda pendiente

    Capítulo 9: Un destino peor que la muerte

    Capítulo 10: El valor de todo

    Capítulo 11: Una extraña conversación

    Capítulo 12: Aquel que lo juzga todo

    AQUEL QUE HA FRACASADO

    A lo largo de los años, muchas personas alardean del éxito. Gritan a los cuatro vientos cómo el fruto del trabajo duro y persistencia los llevó a alcanzar sus sueños. En la televisión aparecen celebridades compartiendo sus experiencias, disfrutando todo aquello que un niño desea. Cuando el internet se hizo presente en nuestras vidas, podía verse ese éxito un poco más de cerca. Sentías que casi podías tocarlo. A diferencia de la televisión, tenemos la aplicación en nuestro teléfono para informarnos en el preciso momento en que algo les ocurre a esas personas. En ese momento en que ellos logran algo trascendental. Esa fracción desconocida de la población que logró llegar y logró concluir sus metas. Observas y escuchas las palabras alegres e inspiradoras de quienes se diferencian del resto; que dicen lo fácil que es conseguir lo que queremos. Que en el querer está el poder. Que, si ellos pudieron, nosotros también. Miramos con envidia y anhelo los lujos, el poder, el dinero y la fama de la que ellos gozan. Llegamos a creerles y, a la vez, juzgamos a aquellos que aún no han llegado. Que no forman parte de ellos. ¿Fui yo parte de aquellos seres exitosos? La verdad, es que no.

    Mi historia, era completamente lo opuesto a lo que la televisión y el internet mostraban. Había llegado a un punto en mi vida en la que había sido derrotado. Mis fracasos se acumularon uno tras otro, de la misma forma en que acumulaba tareas de la universidad que no terminé, o las promesas que nunca cumplí a mis familiares y amigos. Mis sueños se quebrantaron uno tras otro, dándome cuenta de que no podía llegar. 

    Esta, como muchas otras ideas, se originaron en el mismo escritorio en el cual pasaba sentado gran parte del día, jugando videojuegos en mi computadora, o viendo películas y series. Pensando en lo que pudo haber sido de mi día, y de lo que pude haber hecho, dejando que la culpa me envenenara lentamente por pasar tanto tiempo frente a una pantalla. 

    Al finalizar la jornada de culpas y frustraciones por lo que no hice o no logré. Me sentía pesado, cansado. Sin ánimos de volver a intentarlo. ¿Para qué?  No lo logré antes. Era doloroso salir de casa e intentar ir de nuevo a la escuela sabiendo que todo saldría mal otra vez, que todo se volvería un fracaso más. Incluso intentar trabajar perdió sentido. Iba de un empleo a otro porque la derrota me perseguía, sintiéndome mediocre en un empleo mediocre. ¿Por qué iba a dar mi mejor esfuerzo a un trabajo que no era lo que yo quería? ¿Por qué iba a entregarlo todo a un jefe al cual yo no le interesaba?

    Aun así, era más doloroso volver a casa y ver a mis padres a la cara. Ellos estaban decepcionados de mí. ¿Por qué no lo estarían? Invirtieron más de veinticuatro años de sus vidas en criarme, en mantenerme con vida y darme todo lo necesario para lograr alcanzar mis sueños. Les fallé a ellos, las personas más importantes de mi vida. La situación en casa era la misma todos los días: Tratar de evadirlos por las mañanas para que no se percataran de que volvería a quedarme acostado, durmiendo hasta mediodía. Al despertar, las discusiones eran iguales; siempre diciendo que era un irresponsable y un flojo, que solo pensaba en el vicio, que eran la computadora o el celular. Al acostarme por las noches, cambiaba la pantalla de mi ordenador por la de un celular, tratando de conciliar el sueño, viendo videos de motivación personal, o escuchando canciones que sólo me hacían llorar. Hacía un gran esfuerzo en motivarme, para evitar faltar al trabajo al día siguiente. Para poder asistir a clases de manera regular. Pero era inútil. Pasaba a las redes sociales, observando las fotografías de mis amigos que se veían sonrientes, disfrutando de un viaje fuera de la ciudad, tomados de la mano con sus parejas. Otros conduciendo un hermoso auto nuevo, producto de sus soñados trabajos en una elegante oficina mientras comían una ensalada o bebían una taza de café que se veía apetecible ante la pantalla. Conforme pasaba de una publicación a otra, las imágenes y los textos expresaban lo mismo: vida perfecta, situaciones perfectas, personas perfectas.

    Llegué más de una vez a pensar en lo injusta que la vida era, al no permitirme alcanzar ni uno solo de mis sueños. Envidiaba a todas esas personas felices, mientras que mis ojos se cansaban presas del llanto y la exposición a la luz artificial. Deseé que alguien adivinara cómo me sentía, y supiera que necesitaba su presencia para sentirme mejor. Quería que me preguntaran qué era lo que ocurría, que me abrazaran y dijeran que estaban de acuerdo. Que yo tenía razón al sentirme así, y que, efectivamente, la vida era injusta. Pero no. No existe aún una aplicación o una materia escolar que enseñara a las personas a leer las emociones de los demás. Lástima, salvaría muchas vidas. Como la mía. 

    Ese día, algo cambió. Volvía a casa después de haberme dado de baja por cuarta vez de una carrera universitaria cuyo nombre y finalidad desconocía. La discusión con mis padres, a diferencia de antes, se tornó bastante fría. Estaban hartos de ver el mismo comportamiento en mí, y decidieron ponerle fin al problema. Me quitaron el celular y la computadora, esperando que esto surtiera algún efecto positivo en mí, para ponerme en marcha y trabajar en ello. Al ver cómo empacaban todo en una caja para subirla al auto e ir a dejarla a un nuevo destino, lejos de mí, algo en mi interior se había roto. 

    Como un autómata, tomé un bolígrafo y un bloc de notas para escribir un mensaje final. En ese momento, no era completamente consciente de mis actos. Simplemente dejé que todo fluyera. Cada palabra sobre la hoja no necesitaba ser pensada. Me había rendido ante la realidad. Me disculpé con mis padres, por todo lo que les hice pasar, por las discusiones y las expectativas que tenían de mí que no logré cumplir. Les di la razón cuando me dijeron que perseguir mis sueños se tornaría en fracasos. Pedía perdón a mi hermana, para quien nunca fui un modelo a seguir; para quien nunca estuve presente cuando ella más me necesitaba. Y al final, coloqué mi firma como si al hacerlo, aceptara la culpa por mis actos. 

    Después de un coctel mortal de pastillas para dormir con una botella de vino guardada sin cuidado en una licorera, me despedí por última vez de la casa donde estuve vivo durante bastantes años. Caminé por todo el lugar, pasando las manos por las paredes, como un ciego que intenta encontrar la puerta. Tratando de memorizar por última vez las texturas, los aromas, los recuerdos que cada espacio tenía. Miré por la ventana al mundo deseándole que, sin mí, todos estuviesen mejor sin mi presencia. Sin mis constantes quejas, lloriqueos y berrinches. 

    Poco a poco, sentí aquel deseado adormecimiento; un fuerte llamado a descansar, a desconectarme de todo. Y lo hice. Me recosté en mi cama con el uniforme de la escuela puesto, sin siquiera molestarme en quitármelo. Sólo para llorar por última vez, despidiéndome sin emitir palabra alguna. En la comodidad de mi cama, en la privacidad de mi habitación. En mi soledad. 

    Y, finalmente, el silencio se hizo presente. Un sueño que invita a ser eterno. Un boleto de primera clase hacia la eterna nada. A no pensar, ni a sentir nunca más. Cerré los ojos por última vez, sintiendo solamente mi respiración hacerse más y más profunda, a la vez que mi consciencia se desvanecía lentamente.

    Nunca creería lo que pasó después...

    Una paradoja humana

    No sé cuánto tiempo transcurrió, pero estaba seguro de haberlo hecho. Habría sido muy penoso fracasar incluso en provocar mi propia muerte. Aun así, todo estaba oscuro. Sentía todo fuera de su lugar, como si cada parte de mi cuerpo fuera separándose. Mis sensaciones, mis percepciones, todas se contradecían; lo que hacía que ubicarme o saber lo que ocurría fuera imposible. No había luz alguna, o una dirección que pudiese seguir. No escuchaba un solo sonido, ni sentía el clima sobre mi piel, o el suelo bajo mis pies. No podía ver siquiera mis propias manos. No sabía si el tiempo transcurría o se detenía. Si había algún lugar, o si todo era una transición más. 

    De pronto, aquella densa oscuridad permitió hacer presente la forma de una puerta doble entre sus sombras, la cual se revelaba desde abajo hasta arriba. Al parecer, esta era mucho más antigua que cualquier puerta que hubiese visto en vida. Era gigantesca, con forma ovalada en la parte superior, y bastante gruesa, lo que suponía que moverla fuera una acción imposible. 

    Algo que captó completamente mi atención, fueron los grabados de una persona, que se hallaba incompleta. Le faltaba la cabeza y las manos, mientras que el resto del cuerpo vestía un traje y corbata bastante elegante. Por un momento me sentí identificado con esa imagen.

    –Un trabajo sin terminar –pensé amargamente.

    Miré alrededor para cerciorarme de que existiera algún otro camino o puerta, pero no apareció algo más. La puerta llamó mi atención al abrirse lentamente de par en par, con un sonido que provocaba eco en aquel vacío. Traté de caminar, pero una extraña fuerza me atraía por si sola hasta la entrada. Las fuerzas se me arrebataban al estar justo frente a ella. Al cruzar, una luz algo fuerte iluminaba los alrededores. Estaba enceguecido a pesar de lo tenue que era, por lo que tardé en adaptar la mirada. Un vasto jardín se abría paso en el gran paisaje, con grandes y frondosos árboles sobre un pasto cuidadosamente cortado, decorando elegantemente los pasillos de piedra llenos de hojas marchitas, parecido a un parque en otoño. Cada pasillo se erigía hasta donde la vista pudiese alcanzarle, como si se tratara de un laberinto sin paredes. Largas bancas de piedra se hallaban construidas sobre los caminos, con algunas personas sentadas sobre ellas, observando el paisaje en completo silencio, contemplativas. Aunque el paisaje en cuestión no parecía estar bajo el cuidado de alguna persona, ya que las hojas se acumulaban en algunos caminos hasta casi taparlos. En otros, pequeños estanques mecían sus aguas al ritmo del viento, donde los peces pequeños nadaban tranquilamente sin ser molestados. También me percaté de que, a lo largo de ese jardín, algunas glorietas donde se suponía debía haber alguna decoración, como una estatua o alguna obra arquitectónica, no se distinguiera objeto alguno.

    Intenté agudizar la vista para saber si había algo más adelante, pero los árboles no lo permitían, a la vez que una ligera niebla tapaba el camino. La luz de un atardecer a punto de terminar adornaba el sitio como si deseara pintarlo. Por alguna extraña razón, podía percibir los colores más vívidos de lo que yo recordaba. El viento era bastante agradable; no se sentía fresco ni cálido, lo que me producía cierta extrañeza.

    Volteé hacia atrás buscando la puerta por la que entré, pero ésta desapareció. A mi espalda se encontraban más caminos cubiertos de hojas. Si esto era estar muerto, creo que valió la pena. Ya que no había forma de comprender o adaptar mi mente y mi cuerpo al ambiente y a la situación que se presentaba ante mí. Me observaba como si quisiera identificar cada una de mis extremidades por primera vez, para luego notar que vestía un traje con saco, corbata, camisa y zapatos de color negro, a la vez que mis manos estaban cubiertos por unos guantes de cuero del mismo color.

    Algo me mantenía inquieto, y era la consecuencia de lo que hice. Había cruzado la línea, al atentar contra mí mismo. ¿Era esto la vida después de la muerte? ¿Qué seguía después de eso? ¿Por qué me encontraba en ese lugar y no en el cielo o el infierno? ¿Es esto el cielo? ¿O el infierno?

    –Nada de esto parece lógico –dije en voz alta, como si conversara con otra persona.

    –¿Y por qué debería serlo? –respondió una voz extrañamente familiar. Podía escuchar la voz, pero no podía ver quién hablaba. No podía sentir algo más que incertidumbre ante lo que me enfrentaba, si es que me enfrentaba a algo.

    –Como siempre, prejuzgándolo todo –dijo un sujeto a mi izquierda. No supe cuánto tiempo transcurrió sin que me percatara de su presencia. Hablaba a la vez que veía los alrededores. Era un sujeto alto de complexión delgada. Vestía de forma elegante, con un traje gris, guantes y zapatos negros. Portaba una larga melena peinada hacia atrás de color negro muy oscuro. Su rostro se mantenía cubierto por una máscara de madera oscura tallada con las caras de un demonio y un rostro humano conectados por la mitad. Extrañamente, la mitad humana tenía bastantes fracturas, mientras que el rostro demoníaco se mostraba intacto. Al verlo, sentí que mi mente se apagaba, como si mi presencia en ese lugar fuera sólo un momento para después ser olvidado.

    –Quieres saberlo todo, pero no quieres saber lo que no coincide con tus experiencias; lo que no concuerda con tus ideas. Lo que escapa a tu entendimiento te aterra –comentó pausadamente, con cierto aire de decepción. 

    Esperé a ver si alguien lograría identificar al sujeto de la máscara, pero nadie se acercó a nosotros. Algunas personas que caminaban por los pasillos, se limitaban a vernos un instante, y continuar con su recorrido.

    –¡Bienvenido! Mi nombre es Vastíl. ¿Cuál es tu nombre? –preguntó el enmascarado, en un tono algo tranquilizador, haciendo una reverencia.

    –Mi nombre es Hao –hasta ese instante, me di cuenta de que probablemente mi nombre ya no tenía sentido–. Dime, ¿En dónde estoy?

    –En ningún lugar –afirmó a la vez que señalaba el jardín con sus manos–. Lo que vez, lo que escuchas, lo que crees que percibes con tus sentidos, en realidad no existe. Sólo volviste al punto inicial. A la nada –añadió Vastíl seriamente, con un tono grave. Como si quisiera que no olvidara sus palabras.

    –Para que lo comprendas, yo soy el guardián de esto a lo que intentas llamar lugar. Yo albergo aquello que no fue, que no es, y no será –dijo con voz cantarina, como si tratara de recitar un poema.

    –Pero si existieras, entonces sería contradictorio –contesté algo irritado y confundido–. Es decir, serías algo, o alguien. Serías. Por lo tanto, dejarías de no existir, o de ser nada.

    Vastíl no respondió. Permanecía en silencio observándome. No comprender las cosas me frustraba bastante, ya que creía que trataban de burlarse de mí.

    –Mientes –continué aumentando el tono de mi voz mostrándome amenazador–. La nada es una idea fabricada para querer explicar lo que hay después de la muerte. Sólo es un conepto, una palabra...

    –Tratas de darle forma, color, tamaño, significado. Tratas de darle sentido –terció Vastíl fríamente sin siquiera voltear a verme–. Pero la simple intención de hacerlo se te escapa. Te resulta imposible. Verás, si no hubieses actuado, si no hubieses buscado en donde había, lo entenderías. Pero te aferraste a lo primero que pudiste ver, escuchar y tocar; a lo primero que apareció ante tus ojos. Por ello no comprendes en lo más mínimo mi nombre, ni lo que represento. Caminemos un poco, así podrás comenzar.

    El hombre apuntó en dirección a un camino serpenteante a nuestra izquierda. Al caminar, noté que las personas sentadas sobre las bancas tenían la mirada perdida; se mostraban desmotivados, sin ánimo alguno. Contrastaba mucho con el caminar de Vastíl, que se veía seguro y firme, casi arrogante en comparación con todos a nuestro alrededor. 

    A la derecha, había una mujer alta y delgada, de piel morena y ojos color castaño, delicadamente maquillada y con los labios pintados de rojo. Con su cabello negro rizado, que le llegaba a la mitad de la espalda. Portaba un vestido color tinto que llegaba hasta sus tobillos, calzando tacones altos; además de que sostenía una copa de vino en la mano, recargada bajo la sombra de un árbol. Llamó poderosamente mi atención, debido a que su vestimenta no concordaba mucho con la situación en la que se encontraba. Habría tenido mayor sentido para mí si le hubiese visto en una fiesta o una cena de gala. Ninguna persona de ese lugar hablaba con otros; no se escuchaba una sola conversación, o tan siquiera un murmullo, por lo que decidí separarme un momento de Vastíl para acercarme y conversar con ella.

    –Señorita, ¿Por qué está aquí? –pregunté un poco apenado. Ser sociable no era uno de mis talentos.

    –¿Qué no lo ves? –contestó la mujer de mala gana–. Estoy esperando al hombre de mis sueños. Pronto llegará y necesito estar preparada.

    Aquello me tomó por sorpresa. Decidí dejarla en paz, sin percatarme de que Vastíl no intentó acercarse. De hecho, no observaba a la mujer, sino a mí. –¿Qué ocurre? –pregunté algo incomodado.

    –Es predecible tu actitud, muchacho, tratando de ayudar a alguien que no está ahí –respondió Vastíl de forma curiosa–. Bueno, era algo recurrente en tu vida diaria. Tratar de interactuar con personas que no estaban.

    No logré entender sus palabras. ¿Cómo sabía Vastíl lo que yo hacía antes de llegar a ese lugar? ¿A qué se refería con ayudar a alguien que no está? Él interrumpió mis pensamientos inmediatamente, acercándose a otra persona. Esta permanecía sentada sobre el pasto y sostenía un cuaderno para dibujar y un lápiz, contemplando el paisaje en silencio.

    –Ven acá –ordenó con suavidad–. Averigua un poco más si eso despeja tus dudas.

    La curiosidad pudo más que mi orgullo, y me acerqué al muchacho en el pasto. –Disculpa, ¿Qué haces aquí? –pregunté respetuosamente, esperando un trato un poco más amable que el de la mujer.

    –Estoy esperando a que el paisaje sea un poco más idóneo para poder dibujarlo, y así sacar un premio por mi trabajo –respondió animoso–. Aunque, no he tenido suerte para conseguirlo.

    Su actitud cambió rápidamente al decir esas últimas palabras. Su rostro se tornó desanimado y frustrado, prueba de alguien que no ha conseguido lo que quiere.

    –¿Y por qué no dibujar el paisaje que se presenta ahora? –sugerí tratando de animarlo un poco–. A mí me parece muy bello, incluso digno de un premio. –Esto al muchacho no le agradó en absoluto.

    –Creo que sé distinguir el paisaje perfecto cuando lo veo –respondió el muchacho hoscamente–. Cuando esté frente a mis ojos, lo sabré, y por lo tanto comenzaré mi dibujo. Ahora vete, es claro que no sabes de arte.

    Hice caso al chico y volví con Vastíl. Seguía sin comprender lo que había ocurrido. Las personas hasta ahora, estaban ahí, aunque no hacían algo en particular. Solo esperar. Decidí intentarlo una vez más. Me acerqué al estanque donde se hallaba un grupo de estudiantes con libros, cuadernos y lápices en sus manos. Extrañamente no se comunicaban entre sí.

    –Disculpen, ¿Qué es lo que hacen aquí? –pregunté algo nervioso. A lo cual los muchachos reaccionaron de forma alegre y enérgica.

    –Vamos a estudiar mucho para obtener buenas calificaciones, ¿No es así chicos? –preguntó uno de los muchachos al grupo. A lo cual el resto asintió de forma positiva. No obstante, sus expresiones cambiaron inmediatamente por miradas vacías y cansadas, hartas de esperar. Decidí no preguntar más. La situación me pareció muy extraña; suponiendo que, si continuaba, no reaccionarían de forma amable. Decidí acercarme a Vastíl, y ver si él podía disipar algunas de mis dudas.

    –Tú debes saber por qué están ellos aquí, ¿No? –pregunté sarcásticamente–. Después de todo tu eres el guardián de este lugar. –Dije señalándolo con la mano.

    –Ellos no están aquí –replicó relajadamente, sin voltear a verme.

    –Ellos están aquí, Vastíl. Puedo verlos y escucharlos. No comprendo lo que dices respecto a ellos –contesté molesto, como un niño al que tratan de corregir al decir algo incorrectamente.

    El hombre volteó hacia mí lentamente y me observó por un instante –Ya veo cuál es el problema –respondió algo sorprendido–. Tú tampoco estás.

    –Claro que sí –tercié desesperadamente, tratando de hacerle entender lo que quería decir–. Aquí estoy y tú no pareces ser de mucha ayuda. Estas personas parecen prisioneros, y puedo intuir en que eres tú quien los tiene aprisionados aquí.

    Vastíl volteó hacia atrás, observando a los invididuos a quienes yo había interrogado.

    –Eso es un prejuicio muchacho –aseveró Vastíl duramente–. De hecho, ese prejuicio ni siquiera te pertenece. ¿Crees que soy el carcelario de estas personas? –su tono de voz era serio y contundente, después continuó–: Te lo vuelvo a repetir, mi propósito es albergar lo que no fue, lo que no es, ni será. Ni más ni menos. En ningún momento dije que mi propósito era encarcelar personas o mantenerlas prisioneras. Pero bueno, es normal que digas semejantes tonterías. No es la primera vez que llega un tonto de tu tipo creyendo que lo sabe todo, pero carece totalmente de juicio propio. No obstante, pareces tener potencial. Comencemos con una pregunta: ¿Qué es un prisionero?

    La situación se tornaba cada vez más confusa. Vastíl hacia cuestionamientos bastante extraños. Tanto, que me costaba asimilarlos al escucharle.

    –¿Por qué me preguntas algo tan obvio? –crucé los brazos a la vez que el calor me agobiaba.

    –Porque parece ser que no lo sabes –respondió aligerando su postura metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón–. Contesta, ¿Qué es un prisionero?

    –Es aquella persona a quien se le priva de su libertad. Eso es un prisionero –repliqué alzando la voz, molesto. –Muy bien –asintió Vastíl–. ¿Ves a alguien aquí a quien yo esté privando de su libertad?

    –¡Claro que sí! Nadie querría estar aquí, perdido en sus ideas, esperando por algo que tienen frente a ellos.

    Mi propia respuesta se sintió como un puñetazo en la cara. "Perdidos en sus ideas". Claro, son prisioneros de sí mismos. Vastíl no intentó interrumpir mi momento de realización. Solo me pidió continuar. 

    Observé al resto de los que deambulaban sin rumbo aparente por aquel hermoso jardín. Cada uno cargaba con un objeto diferente que no soltaba, aunque estuviese cansado. Fue entonces que comencé a ver algo de lo que no me había dado cuenta al llegar. Nadie hablaba o establecía contacto con otros, porque estaban demasiado ocupados soñando con lo que deseaban. Reanudamos el camino para seguir observando, y asegurarme de que lo que estaba ocurriendo era real.

    –Ellos son prisioneros de sí mismos. No están porque lo que quieren tener, o lo que quieren ser, no está. Y por eso están aquí –pude responder al final, con algo de dificultad.

    –Bravo! Por fin una aseveración propia. ¿Quién eres? –preguntó Vastíl reverenciándose una vez más.

    –Acabo de darte mi nombre. No sé por qué preguntas eso –respondí tratando de controlar el temblor en mis manos. Tanta confusión comenzaba a preocuparme.

    –Eso no contesta la pregunta –terció burlonamente.

    –¡Soy Hao maldita sea! ¡Ya te lo dije!

    Vastíl no reaccionó a mi agresividad. Solo continuó caminando. Lo seguí, en espera de resolver esa discusión.

    –Muchacho, ¿Puedes demostrarlo? ¿Cómo puedo estar seguro de que no vendrá otra persona afirmando ser Hao? ¿Cómo puedes asegurarme de que tú y solo tú eres Hao?

    Aquellas preguntas producían eco dentro de mí. Como grandes rocas lanzadas a un espantapájaros con la intención de destrozarlo. Todos volteaban brevemente hacia nosotros, y regresaban a su postura original. Nadie se molestaba por nuestros tonos de voz, o el ruido que hacíamos al crujir las hojas en el suelo con nuestro caminar. Solo cuando el hombre enmascarado profirió esas preguntas, todos voltearon a vernos por unos segundos de forma expectante.

    –Puedes estar seguro de que soy Hao, porque soy el único que posee este rostro, este cuerpo, estas manos. Nadie más puede venir a reclamar mi nombre.

    Vastíl detuvo el paso de golpe, y volteó a verme despacio –¿Qué rostro? –preguntó con voz grave, que casi sonaba aterradora.

    El miedo se hizo presente en mí por primera vez. Tuve el impulso de correr hasta el estanque para intentar ver mi reflejo sobre el agua. Cuán grande fue mi sorpresa, que al acercarme al agua y tratar de ver mi reflejo sobre ella, no podía ver mi rostro, ni mis manos. Sólo mi cuerpo vestido con el traje. 

    –¿Qué me hiciste? –pregunté tembloroso, tratando de ponerme de pie–. Algo me hiciste. No puedo ver mi reflejo en el agua.

    Vastíl permaneció en silencio.

    –Espera. Si no tengo reflejo, ¿Entonces cómo puedes verme? ¿O me pasa esto solo a mí?

    –Tu voz te da forma. Algo parecido a un sonido momentáneo que hace el aire al correr, pero eso es todo – Vastíl se acercó al estanque a observar el reflejo en el agua junto a mí–. Necesito algo más para saber que tú eres quien dices ser, y no un impostor. Aquí muchos dicen ser quienes quieren ser, lo que creen ser, o lo que creen que tienen para ser, pero siempre resultan ser impostores.

    Traté de pensar en todas las respuestas posibles para poder afirmar que yo era Hao, pero... ¿Cómo afirmarlo? Podría haber dicho que era una persona sensible, amable, inteligente, introvertido, de gustos simples, de carácter fuerte pero alegre y risueño. Quizá podía decir que era una persona que gustaba de los videojuegos, de pasar mucho tiempo en casa, de viajar, pasear y comer comidas en restaurantes. Vestir ropa elegante si la ocasión lo requería, o que me gustaba usar equipos electrónicos como celulares o computadoras. Quizá podía decirle mis modelos favoritos de autos, o las ciudades que me parecían más bellas, pero cada respuesta sonaba más absurda que la anterior.

    –Esas características son únicas en ti? –Vastíl me sacó abruptamente de mi pensamiento mientras jugueteaba con los dedos en el agua–. Si otra persona viene clamando ser tú, ¿Es imposible que represente todo eso? Pregunto, ya que nadie puede venir a clamar mi nombre. Nadie puede representarme.

    Su argumento tuvo mucho sentido. En ese momento la tristeza se apoderó de mí. Volví a sentir ese vacío que me invadió al abrir la puerta. Decidí rendirme, ya que no tenía una respuesta viable a su cuestión.

    –No soy Hao –contesté tristemente–. No soy alguien. Soy nada.

    –Eso es imposible –interrumpió amenazante por primera vez, acercándose determinado hasta mí, sosteniéndome por el cuello de la camisa–. Te repito, nadie puede clamar mi nombre. Y claramente, tú no puedes. Yo represento la nada misma, y no necesito impostores viniendo a usurpar mi lugar. Te repetiré la pregunta: ¿Quién eres?

    –¡Da igual quién soy yo! ¡Yo ya estoy muerto! –grité dejando salir mi temor disfrazado de ira ante sus interrogantes.

    El hombre debió ser tomado por sorpresa ya que me soltó rápidamente, como si hubiese visto un fantasma. Tardó un par de segundos en reaccionar ante mi contestación.

    –¿Muerto? Lo siento. ¿Podrías explicarte? –preguntó el enmascarado, atónito ante mis palabras. Tragué seco, como si me hubiese percatado de haber cometido un grave error. No obstante, no sabía que la muerte hubiese generado tal impacto en él.

    –Me suicidé, Vastíl. Estaba harto de la vida tan tortuosa en la que me tocó participar. Fue suficiente sufrimiento para mí, por lo que tomé mi boleto de salida anticipadamente –repliqué despacio. Aquellas palabras sabían amargas en mi boca, incluso frías, como si tratara de sopezar un trozo de hielo. El extraño hombre no daba crédito alguno ante mi testimonio. No parecía creer en absoluto lo que estaba tratando de decirle. Se alejó del estanque lentamente, y continuó caminando, de forma casi automática. Decidí seguirlo, pensando que había dicho algo bastante perjudicial. A pesar de que desconocía qué era lo que tanto le incomodaba.

    –Muerte... ya había escuchado esa palabra anteriormente –profirió por fin mientras sostenía los brazos sobre su pecho–. Algunos de los individuos que llegan aquí afirman haberse quitado la vida, aunque no comprendo de qué es lo que hablan.

    –¿Qué es tan difícil de comprender, Vastíl? –pregunté algo desesperado, yendo detrás suyo todo el tiempo.

    –La vida y la muerte son dos conceptos que escapan de mi entendimiento –replicó con suavidad, como un niño que admite una verdad sin inmutarse un poco–. Quienes viven, no están aquí. Y quienes están muertos, dudo que puedan estar. Quizá exista un lugar para ellos, pero definitivamente no es aquí.

    Me detuve al instante. Caí en cuenta de una gran revelación: No estaba muerto. Fallé. Lo que hizo que perdiera control total de mi paciencia o mi serenidad, si es que había alguna. Al percatarme de ello, entonces, ¿En dónde diablos me encontraba? Vastíl continuaba caminando sin importarle el hecho de que ya no

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