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Caballero Halcón
Caballero Halcón
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Libro electrónico496 páginas8 horas

Caballero Halcón

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Caballero Halcn se desarrolla en las tierras mayas, poco tiempo despus que los olmecas, los toltecas y los teotihuacanos han desaparecido, destruidos por el Akabil, emisario de los Nueve Seores Oscuros que desean el mundo destruyendo la humanidad, intentando pasar por encima de los Caballeros de Kukulkn, Orden fundada por el mismo dios para ensear en la ciudad-escuela de Chichn Itz, donde los mismos Caballeros ensean a alumnos escogidos por ellos mismos para crear nuevos Caballeros. Ahora ha llegado un nuevo aprendiz y ha llegado una nueva ascencin del Akabil, un Caballero reniega de la Orden y su Maestro lo busca para eliminarlo, el joven Campo Florido tiene decisiones que tomar y su Maestro busca descubrir al nuevo campen de la Orden.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento19 ene 2011
ISBN9781617642357
Caballero Halcón
Autor

Nacaveva

César Nacaveva Serrano Cázarez, nacido en Culiacán, Sinaloa, México; hijo del escritor a. Nacaveva, licenciado por la Universidad Autónoma de Sinaloa en Lengua y Literatura Hispánicas, ferviente seguidor de mitología y fantasía, interesado en crear una mitología 100% mexicana por lo que escribe en este momento la segunda parte de la trilogía Los Caballeros de Kukulkán, la rebelión de Xibalbá: ¡JAGUAR! Vive en su ciudad natal con su esposa y tres hijas, investigador y fanático lector, reparte su tiempo entre escribir en su café favorito y su Asociación Civil, Mil Círculos de Lectura.

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    Caballero Halcón - Nacaveva

    Copyright © 2011 por Nacaveva.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso:        2010942968

    ISBN:                                    Tapa Dura                             978-1-6176-4234-0

                                                  Tapa Blanda                          978-1-6176-4236-4

                                                  Libro Electrónico                  978-1-6176-4235-7

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

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    Palibrio

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    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    307661

    ÍNDICE

    AGRADECIMIENTOS

    JUN

    KA

    HUX

    KAN

    JO

    WAK

    WUK

    WAXAK

    B´OLON

    LAJUN

    B´ULUK

    KALAJUN

    OXLAJUN

    KANLAJUN

    JOLAJUN

    WAKLAJUN

    WUKLAJUN

    WAXAKLAJUN

    B´OLONLAJUN

    JUN KAL

    GLOSARIO

    AGRADECIMIENTOS

    Mi agradecimiento a mi querida esposa que no sólo ha estado conmigo, si no que ha aguantado los malos humores, las frustraciones, los momentos en blanco y hasta mis olvidos.

    A mis nenas que siempre están ofreciéndome su amor incondicional, a las tres, y aguantando a su padre que muchas veces sólo es una molestia, regañándolas, prohibiéndoles, quitándolas de la diversión y también muchas veces, sin reparar en sus sentimientos. Las amo con todo mi corazón. Aunque muchas veces sólo palabras no digan todo lo que quiero.

    A mis hermanas, que más que hermanas son mis madres, a falta de una, alguien allá arriba me mandó tres y en ellas encuentro la fortaleza, la rectitud, el cariño y el camino; aunque muchas, muchísimas veces no soy el mejor hermano del mundo, ustedes sí son las mejores hermanas.

    También mis hermanos, tres de padre y madre y dos putativos que me fueron regalados por mis hermanas, que día a día luchan para sacar a su familia adelante, mi reconocimiento por las ayudas de ánimo, sobre todo a cachito por esto, que aunque no siempre sé cómo explicarme, él sí sabe cómo entenderme, y los putativos, que aunque no son de mi sangre, son más del corazón, y sobre todo, sin tener obligación alguna, tienden su mano siempre, eso no hay manera de pagarlo, pero el reconocimiento de su ayuda queda.

    La hermana y madre de mi mujer, que lo son ahora mías, su cariño y su apoyo significaron el mundo para mí, aquí mi agradecimiento.

    Y a tantos amigos inestimables que no registro, no por no saber quiénes son, si no porque no hay palabras por su aliento y cariño a prueba de todo.

    GRACIAS

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    JUN

    Olfateando el ambiente se calmó un poco, tenía un sentido del olfato muy agudo. Se rascó perezosa y cariñosamente entre las piernas, pensó en agacharse para lamerse un poco, refrescarse, pero con la modorra que le entraba en las situaciones de espera decidió que no y se volvió a apoyar en sus cuatro extremidades para estar más cómodo. Lo único que delataba en él su estado de ánimo eran sus orejas, se movían de adelante a atrás constantemente, a veces a la derecha, otras a la izquierda. Los ojos, casi totalmente redondos, dilatados gracias a la oscuridad reinante en la selva, parecían ser completamente negros a diferencia del día, cuando eran sólo una rendija para dejar pasar la luz. Confiaba en su piel manchada para que lo protegiera de la penetrante mirada de algún observador lejano y en sus compañeros distribuidos por la selva, esperando que llegara el tan ansiado premio, atajarlo antes de que pudiera destruirlos. Él quería destruir al Akabil, lo deseaba, lo necesitaba, ya había matado a muchos, una civilización entera, quizá dos. El día de hoy sería su fin, se acabaría el reinado de las sombras, la amenaza que pendía sobre su cultura terminaba. No había sido sencillo pero se había conseguido, se habían unido. Un gruñido de satisfacción salió de su garganta, su boca se arrugó, quizá había intentado esbozar una sonrisa pero ¿quién podía saber?

    Su oreja se dobló hacia atrás en un giro sobresaltado. Creyó escuchar algo. Lentamente, anticipando lo que sabía que se le venía encima, volteó. Sólo vio la selva oscurecerse más y más. Ni un solo rugido salió de él.

    El Itz´aat estaba parado solo en medio del paraje donde se levantaban los cimientos de una pirámide. Los magos y sacerdotes suelen estar solos cuando hacen una invocación o utilizan magia de invocación de espíritus. No deben distraerse. Podrían tener una equivocación. No era bueno cuando se colaba algún espíritu como una Xtabay entre la servidumbre. Una Xtabay es muy distinta a un Alux. Los Aluxes no atraen a sus amos a una muerte por sofocación a un pantano por mandárseles hacer un kakaw o prender la lumbre.

    Ése era el primer paso que se debía dar en una casa de ricos, la servidumbre, y el Itz´aat sabía hacer su trabajo. Con su bordón por un lado, se concentraba en las invocaciones y movimientos sobre la base de la servidumbre, después vendrían los constructores para seguir con la segunda parte donde trabajaría también que era la de protección a los habitantes, se tenía que hacer después de los sirvientes para que ninguno pudiera entrar por debajo de las protecciones que eran reforzadas por el palo mágico, el chico zapote.

    La oreja se le movía hacia atrás. No hizo caso para poder terminar su trabajo, si no, tendría que esperar hasta la próxima luna nueva y eso era perder un winal entero. Él no quería perder ese tiempo sólo esperando la luna, quería volver a la Escuela lo antes posible. Aunque no había falta de estudiantes, sí veía que no había la suficiente fuerza y el K’atun se cumpliría sin la sangre necesaria para enfrentar lo que se avecinaba.

    Terminó los conjuros, al fin y al cabo, las primeras tres etapas eran sencillas. La última le costaría un poco más, sólo esperaba que hubieran acabado la pirámide antes de que se cumpliera el K´atun, no quería recibirlo sin fuerzas. Esta vez lucharía hasta morir. También la última vez lo había intentado y sólo pudo cubrirse de vergüenza. Hizo a un lado los pensamientos oscuros que le nublaban la mente y tomó su cayado para partir. La oreja le volvió a avisar que había alguien observándolo con curiosidad.

    Encima de un balché, el muchacho espiaba al viejo con su manto anudado encima del hombro izquierdo, el morral y el bordón en la mano derecha, mientras arreglaba sus muy escasas pertenencias para partir. Después, desapareció. Estaba seguro que sólo había parpadeado y el viejo ya no estaba. Volteó a derecha e izquierda y ni rastro del anciano sabio.

    Se dispuso a bajarse del matorral donde se había escondido. Extendió el pie descalzo pero no lo pudo apoyar en la rama por la que se había subido. Volvió a subir para voltear hacia abajo y poderla localizar, ya que cuando se estiraba para bajar, el mismo estiramiento de los brazos le impedía ver dónde apoyaba el pie. Sí, ahí estaba la rama. Lo intentó una vez más y por segunda vez subió sin encontrarla. Todavía la intentó una tercera vez y por tercera vez se vio obligado a subir. Se recolocó en su posición original para pensar cómo bajaría, brincar desde donde estaba no era la mejor opción, era la altura de dos hombres adultos, si lo hacía podría lastimarse y a eso no le tenía miedo, a lo que sí le tenía era a contarle a su padre cómo se había lastimado.

    Un niño que observaba a un mago trabajando, ¿observando? ESPIANDO, no era bien visto, y a su padre no le podía mentir, quizá no contarle todo lo que hacía en el día, pero mentirle no. Su padre no mentía y se lo había enseñado con el ejemplo. Le daba vueltas y más vueltas. Quizá como los chicleros. Su padre le decía que ellos trepaban a los altos Zapotes con sólo sus manos y pies para sangrarlos, un solo cuchillo de obsidiana y su fuerza. Quizá debería de intentarlo. Aunque un Balché no era un Zapote. Con eso en mente buscó con la mirada el tronco del pequeño árbol donde estaba trepado.

    En la rama opuesta a la que estaba él trepado encontró una figura que por su improbabilidad de haber llegado hasta ahí, no reconoció en un principio. El anciano lo vio con los ojos dilatados de interés y levantó el cayado liberando la rama en la que el muchacho intentaba apoyarse para bajar.

    -¿No sabes, pequeño ratón, que no se debe espiar a un mago mientras invoca espíritus sirvientes para una casa? ¿Sabes que si uno escapa de mi control la puedes pasar muy mal?

    El muchacho dejó de pensar en lo que podría pasarle desde esa altura si brincaba y se dejó caer. Pareció que ni siquiera había tocado el piso cuando ya había empezado la carrera para burlar a su perseguidor. Se le atravesaban árboles y arbustos que, gracias a su cuerpo delgado y ágil, lograba esquivar sin problemas, acostumbrado como estaba a correrías por la selva. Después de lo que creyó sería un largo trecho para dejar atrás al mago, se permitió bajar el ritmo de su frenética carrera y apoyarse en un árbol. Por más que corriera el viejo, sería casi imposible que lo alcanzara, además, nadie conocía esa parte de la selva como él la conocía de arriba abajo.

    Después de voltear a ver si lo seguían, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el cedro y respiró profundamente para intentar calmar sus pulmones que sentía inundados de lumbre.

    -¿Ya te cansaste Ratón?

    Dando un brinco se puso de pie y dirigió la vista a todas partes, tratando de encontrar al anciano. Los ojos no podía abrirlos más del susto que le ocasionó y la sorpresa se reflejaba como un brillo en el rostro que le desencajaba la mandíbula y hacía que se le abriera la boca en una mueca parecida a las máscaras en las festividades de la ciudad a las que asistía con tanto gusto. Inmóvil, clavado en el suelo, sólo podía intentar decir algo, abría y cerraba la boca como los peces recién sacados del agua. El viejo sólo dijo.

    -Corre.

    El muchacho soltó un grito y volvió a echar a correr aunque ya las fuerzas las tenía muy menguadas, aunque el miedo da alas a los pies. No paró hasta ver su casa. Se metió como alma que lleva un Okol Pichan y se refugió entre los sacos de ixi´im casi vacíos a esperar a su padre.

    Pasaba el tiempo y poco a poco empezó a sentirse cómodo, el miedo empezó a desparecer ya que estaba dentro de su casa y el mago, brujo o lo que fuera no lo había seguido. Primero sacó un brazo. Poco tiempo después, sacó la mitad del cuerpo y al poco rato había salido completamente del bulto de sacos que había sido su refugio. Se acercó al kobin y de entre las piedras y cenizas sacó dos figurillas de barro cocido. Una era un jaguar, otra, un halcón. Se sentó y las colocó en manera de ataque, como si ambos animales fueran enemigos que se midieran antes de empezar a pelear. Los hacía dar vueltas viéndose directamente uno al otro, sin darse tregua ni un solo momento, como si trataran de encontrar un punto débil en la postura del rival.

    Llegado cierto momento, el momento más álgido del combate mental de los animales, el muchacho se puso tenso, los brazos fuertemente aferrados a las figuras de barro, la concentración le impedía darse cuenta de nada más, hasta el punto de no poder notar la ausencia de respiración y el sudor que corría por todo su cuerpo. Sus ojos clavados, ora en el jaguar, ora en el halcón, siendo él quien los tenía que mover, sentía que ellos se moverían por sí mismos, sus brazos salieron de la tensión a la que estaban sometidos con fuerza para arrancar las figuras de su inmovilidad total y dar comienzo al mortal combate cuando escuchó la voz como si saliera de las cenizas del kobin.

    -Nunca he visto que un Caballero Jaguar espere a un Caballero Halcón para atacar.

    El muchacho sintió la súbita necesidad de vaciar sus intestinos cuando otra voz lo calmó un poco.

    -Qué bueno que estás aquí hijo, el Ka´ansah Halcón Nocturno preguntaba por ti. Dice necesitar a algún muchacho de tu edad para que le ayude, y como es maestro de la más prestigiosa de las escuelas, te irás con él.

    El mundo se detuvo, la gran tortuga que flotaba en las aguas del inframundo se paró y él sintió la sacudida. ¿Irse con el brujo que casi lo había atrapado en la selva, del que no podía huir? Tanto correr para que lo agarrara en su casa. Bien había dicho el viejo: ratón. Lo había cazado en la trampa.

    Cuando Cielo Estrellado llegó poco tiempo después de amanecer a buscar a Campo Florido, sólo encontró a su padre que salía de su naah. Se quedó parada sin atreverse a mover ni un solo músculo, jamás había llegado antes que Palo Fuerte se hubiera ido a trabajar a su petén. ¿Le habría pasado algo malo a Campo Florido?

    Palo Fuerte descubrió a la niña que no se movía y no se atrevía a mirarlo a la cara.

    -¿Tú eres la amiga de Campo, verdad?

    Ella seguía renuente a verlo a la cara, los niños no veían a la cara a los adultos, su madre se lo había recalcado muchas veces, sólo atinó a acomodarse el sarong que por su extrema delgadez, se le bajaba de las axilas cada tantos pasos, y siguió con la vista clavada en el piso. Al padre de su amigo no le quedó más remedio que hacerla a un lado para dirigirse a su siembra. Su morral al hombro y su bordón eran todas sus pertenencias, ahora venía más vacía su bolsa, Campo se había ido muy temprano y lo que había hecho para comer, Palo Fuerte le había insistido que se lo llevara para el viaje. Caminaría junto con el Ka´ansah por dos k´in, y si el viejo se detenía por el camino para descansar, quizá más.

    Prefirió que su hijo se llevara las tortillas que eran su comida y él sólo agua, unos granos de kakaw y algo de atole, en fin, algo que echarse a la boca cuando el bendito sol llegara a la pura mitad del cielo avisándole que descansara un poco del duro trabajo de remover la tierra para que el agua pudiera entrar a todas las plantas encima de su petén y éstas crecieran fuertes y grandes para alimentarlos a él y a Campo. Campo se había ido con el Ka´ansah y aprendería muchas cosas, más de lo que un simple cultivador de petén podría enseñarle. Se detuvo y volvió la vista a ver su naah, ahora vacía, su mujer muerta, su Campo Florido en camino a otras tierras. Su vista se detuvo en la niña que se acomodaba el sarong con la vista fija en los pies de él, sin atreverse a alzar los ojos. Sintió súbita ternura, se le figuraba un tzul que ha perdido su dueño.

    -¿Cielo Estrellado, verdad? –casi imperceptible movimiento de hombros—Campo Florido se ha ido con un gran Ka´ansah, un gran maestro. Aprenderá muchas cosas. No volverá. Busca más amigos. Él vivirá ahora en la grandiosa ciudad-escuela de Chichén Itzá.

    -¿M-Maestro?—Campo Florido iba muy nervioso caminando detrás del viejo, aunque era más joven y no iba cargado más que con su itacate, le era muy difícil seguir el paso del hombre.

    -¿Mh?—ni siquiera disminuyó el paso para responderle al joven. Era extraño que un hombre mayor, que quizá rebasara los sesenta o setenta años no caminara encorvado ni apoyándose en el bordón para mantener la vertical, al contrario, llevaba fuertemente agarrado el cayado en la mano derecha, el morral en bandolera sobre el hombro, inclinado hacia el frente pero no como viejo, sino como intentando imprimir mayor velocidad a su cuerpo que, aún con muchísimos años menos, Campo Florido no lograba alcanzar. Él, con sólo un itacate en la punta de una vara, pequeño y ligero, parecía que cargara una roca para una pirámide, y aunque había empezado con un ímpetu equiparable al del viejo mago, lo había ido perdiendo por el camino y a fuerza de empinarse la jícara, se había acabado su agua.

    -¿Maestro, nos podemos parar un momento por favor? –el viejo volteó a medias sobre el hombro y unas manchas se le hicieron evidentes en la mejilla que intentó cubrir de nuevo con el manto por encima de la cabeza. Campo Florido hizo como que no lo vio, si algo había aprendido a casi un k’in de distancia de conocerlo, era que no podría huir de él y no se arriesgaría a caer de su gracia por un comentario sobre su poco agraciado rostro.

    El viejo se detuvo con unos ojos, que ahora con la luz del sol y de cerca, al muchacho le parecieron extrañamente pequeños y que parecían a punto de morderlo. Sonrió enseñando los dientes que el chico comparó con los de un carnívoro grande y un escalofrío le corrió de arriba abajo, una y otra vez por el espinazo hasta que le dejó toda la piel tiesa, como de pescado, de la misma temperatura y con muchos puntitos erectos.

    -Tienes razón Ratón, no has descansado nada, es hora de que te sientes un rato, comas algo y quizá duermas un poco –se volteó hacia el frente como viendo algo que el jovencito no alcanzaba a ver por la espesura del follaje y el juego de luces y sombras que hacían los árboles con el gran K´in-. Al fin y al cabo, creo que tendremos que caminar al amparo de la luna también. Quiero llegar lo antes posible a la escuela.

    Ratón, con el desasosiego en la mirada por el gran camino que les quedaba, eran tres k´in de distancia de su aldea a la gran ciudad-escuela de Chichén Itzá y el viejo, su amo ahora, estaba diciéndole que lo harían en un k´in y medio. Frunció el entrecejo pensando para sus adentros que si lo que quería era castigarlo por haberlo visto mientras hacía los hechizos, no le daría el gusto de verlo quebrarse. Sacó el ixi´im y buscó unas piedras para molerlo.

    -Maestro, usted ha pasado por aquí antes ¿verdad? –sin esperar que le contestara ni verlo a los ojos, que lo atemorizaban, siguió hablando-, lo que pasa es que necesito agua para hacer la comida y la que yo traía en mi jícara me la tomé –esto último lo dijo casi en un susurro temiendo que el viejo se enfadara. Aquél le tendió su propia jícara y le pidió la de él que extendió inmediatamente. El mago cerró los ojos, raros, brillantes, pequeños, como de serpiente, echó hacia atrás la cabeza y dilató las fosas nasales de su casi inexistente nariz, pegada a la cara, se podría decir chata pero sólo la tenía a ras del rostro, y aspiró fuerte, una, dos veces. Sin decir nada empezó a caminar hacia el nohol, Ratón se quedó observándolo mientras que con una mano arrojaba un poco de agua sobre el ixi´im para molerlo y hacer una pasta blanda y después amasarla y darle forma de tortillas que cocería sobre la piedra, calentándola. Con suerte encontraría algunos chiles que poner sobre la tortilla y no comer sólo eso.

    Para cuando terminaba la última de las tortillas, el Ka´ansah apareció, y de una manera poco usual. Campo Florido estaba agachado quitando la última tortilla de la piedra cuando el sonido de unas hojas aplastadas lo sobresaltó, giró la cabeza en esa dirección y vio al viejo parado a tres pasos de distancia de él. Eso lo sobresaltó aún más, al punto de que casi tira las tortillas. Se obligó a no soltar el paquete de delgados panes y a calmar el golpeteo de su corazón. No lo había visto ni escuchado llegar, sólo ese sonido de hojas aplastadas, y estaba seguro que si no hubiera habido hojas en ese preciso lugar, no hubiera escuchado nada. O si su Maestro no lo hubiera querido. Estaba seguro que no había llegado caminando y le daba un poco de temor que de la misma forma lo había perseguido el día anterior en la selva, sin un sonido, sin trazas ni señales en ninguna parte que dijeran que alguien estaba tras él. Eso lo atemorizaba mucho, no ser capaz de distinguir de dónde venía el peligro en plena selva, donde había vivido siempre, donde según él, conocía todos sus sonidos, sus olores, sus sabores, hasta podía entender a algunos animales. Ahora no había escuchado nada.

    El viejo dejó la jícara en el suelo, enseguida del muchacho y se sentó en frente de él, viéndolo directamente con sus extraños ojos tan parecidos a una serpiente, quizá a un gato o probablemente a un jaguar, el animal sagrado, el hijo de K´in, el sol, fuente de toda fuerza y energía. El chico le pasó el paquete de tortillas, siempre el mayor come primero, así de edad como de jerarquía y era el deber del menor esperar a que comiera o ser invitado a comer con él.

    -No, Ratón, yo ya comí, come para que recuperes fuerzas y descanses. Tenemos mucho camino para andar y si no estás preparado, podría dejarte en alguna ceiba y seguir yo mi camino.

    Campo Florido no se hizo del rogar y asustado por los comentarios del maestro, comió y descansó con los penetrantes ojos clavados en cada uno de sus movimientos.

    Pensó que apenas había cerrado los ojos cuando escuchó la voz del maestro.

    -Ratón, despierta, tenemos que seguir caminando, en la escuela tendrás más tiempo de descansar, pero ahora necesitas dar prueba de la fortaleza que tienes y que yo conozco. Arriba y que Ah Puch se apiade de nosotros –concluyó golpeándose la pierna, extrañamente musculosa, sus pertenencias en los brazos y la mirada perdida entre los árboles, muy lejos, a un lugar que Campo Florido no podía ver. Todavía.

    Cielo Estrellado seguía parada donde la dejó el padre de Campo Florido, mucho tiempo después de que éste se hubiera ido, seguía con la vista clavada en el trozo de madera de Chico Zapote encima de la puerta. K´in ya había alcanzado su cenit y avanzaba inexorablemente a su descanso y ella estaba hipnotizada en el madero que servía de u pakab. Después de tanto tiempo, la madera cobró forma, a sus ojos, primero como un escudo de piel, sin marcas de ningún guerrero. Después, con forma de víbora a punto de atacar, moviendo la cabeza de un lado a otro, dispuesta, los colores confundiéndose en el sol del mediodía, del verde más claro al negro, los rombos de la espalda moviéndose con ella en un claro baile que intenta avisar al intruso que no se acerque, la casa está custodiada y sólo destruyendo al guardián puedes entrar. Como si quisiera advertirle de qué se trataba lo que estaba viendo, en rápida sucesión de imágenes, el palo mágico le mostró varios animales en poses defensivas, de advertencia. Después, el madero recobró su forma y la niña lo siguió observando mucho tiempo después de haber terminado su demostración.

    Extrañamente, Cielo Estrellado no se había asustado, sólo se había sentido subyugada por las imágenes que le eran mostradas. Despacio, sin prisa, empezó a caminar hacia su casa. Mientras lo hacía, no miraba a nadie, chocaba con algunos esclavos cargados de mercaderías desde el tianguis o hacia las casas de sus amos donde tendrían que pronunciar las palabras mágicas para poder pasar por debajo de los dinteles semejantes al que le había comunicado sus secretos a la chiquilla, y aún así, saberse vigilados por el guardián de la puerta, sólo los amos pueden andar libremente en sus casas.

    Llegó a su casa, un poco más grande que la de Campo Florido y su papá. Su abuela había sido una hechicera respetada por la gente común; le regalaban, el que podía, vestidos, pájaros enjaulados, carne, pescados, mariscos, algunos. Los menos, le pagaban con cacao, con lo que fue haciendo crecer su chocita a chozota y pudo traer un poco de comodidad a los suyos.

    Su hijo se había convertido en alfarero, no por ser muy bueno, sólo para no morirse de hambre después de vender todo lo que le había quedado de su madre tras bebérselo en chi. Muchas veces había estado a punto de ser castigado con la muerte por su afición a embrutecerse, pero regalos y multas en cacao y animales que había pagado lo habían librado de ello.

    Era un hombre seco, con la piel pegada a los huesos, un color cobre muy oscuro, casi rozando en el del lodo de las lagunas escondidas, una mirada huidiza y los ojos pequeños, hasta para un maya, que no veían con cariño a nadie, todos sus hijos estaban sólo para servirle o para servirse de ellos, la codicia era un rasgo permanente en sus ojillos, en sus gestos nerviosos cuando se hablaba de alguien a quien los dioses favorecían, en los ademanes de sus manos, en la postura de su cuerpo.

    Cuando llegó Cielo Estrellado a platicar de lo que había visto en el dintel de la puerta de la casa de su amigo con su madre, una mujer que hablaba muy poco, y sólo con su marido, el codicioso Uno Tortuga, su padre, vio colmadas sus ambiciones, su hija sería otra Hechicera, mejor aún que su propia madre, que lo podría hacer vivir como rey sin tener que trabajar jamás, ni un solo día del resto de su vida y podría beber chi tanto como quisiera porque el padre de una Hechicera era poco menos que intocable, se podría tirar en su hamaca a engordar y ver sus días pasar plácidamente sin ninguna preocupación. Pero primero, tenía que encontrar quién enseñara a su hija los misterios de la magia. ¿Qué tal la ciudad-escuela de Chichén Itzá?

    El petén de Palo Fuerte es una extensión de sí mismo, no importa que lo haya hecho y deshecho cien veces a lo largo de su vida, siempre que sus plantas han empezado a perder color o fuerza o tamaño, ha tenido que rellenar de tierra otro lugar, no muy lejos de donde estaba el anterior, sólo clava unas varas en el fondo cenagoso de la charca de agua y comienza a llenarla de tierra hasta que se afirma, hasta que puede sostener a un hombre grande de pie sin hundirse, es entonces cuando puede empezar a sembrar sus plantas. Siempre lo ha hecho, así como siempre lo hizo su padre, y antes que él, el abuelo, hasta no sabía cuántas generaciones atrás. La misma charca les había servido a tantas generaciones de su familia que era más hogar que su propia naah, era tan parte suya que ahí mismo tenía las figurillas de barro que representaban a sus dioses familiares que tan bien habían colaborado con sus excelentes cosechas. ¿Riqueza? La única riqueza que existía era una buena tierra y que Chaac estuviera de su lado, por eso le dedicaba lo mejor de sus frutos.

    Había tenido tantos vecinos de petén que le resultaba muy difícil recordar las caras, siempre encorvado encima de sus plantas. Las voces eran las que recordaba a la perfección, aún si no la había escuchado en veinte años, podía saber, sin margen de duda, de quién se trataba. Así le había ocurrido en el mercado de una de las ciudades grandes hacía algunas estaciones. Lirio Verde había trabajado el petén de su padre cuando ambos eran jóvenes y deseosos de casarse y formar una familia. El petén de la familia de Lirio no dio buena cosecha y tuvieron que irse, no sabía muy bien a qué ciudad, podría haber sido alguna como Kan o Mutul pero no lo recordaba. De pronto vio a un esclavo que resbalaba y caía por falta de energías y un soldado que lo llevaba encordado, lo golpeó con una vara, el esclavo se encogió como una ahk en su caparazón, mientras gritaba que perdonara su torpeza, que se levantaría de inmediato y levantaría lo que destrozó. Él se acercó al soldado y le ofreció un poco de agua fresca, el soldado lo volteó a ver desconfiado pero al ver que era un hombre mayor con una jícara de agua fresca que le sonreía, dejó la vara mientras el esclavo se levantaba a duras penas y recogía las frutas desperdigadas.

    -Ese hombre no parece de por aquí –le dijo al soldado.

    -No, el A Jun Kal Baak al que sirvo lo capturó hace algunas estaciones en una batalla contra Kan, fue una verdadera carnicería. Él fue uno de los pocos que escapó con vida pero quizá hubiera sido mejor que muriera, mi jefe es un hombre que le gusta que las cosas se hagan como él dice y en el momento en que las dice, si no –dejó en el aire lo que podría haber dicho, miró al esclavo con un poco de conmiseración y le habló un poco menos golpeado que un momento antes-. Apresúrate ¿Lirio? –se volvió a Palo Fuerte como disculpándose-, fue un guerrero como lo soy yo ahora, quizá si me capturasen no me gustaría que trataran como lo hago con él, debería ser menos estricto. No sé lo que pasa pero este tipo de trabajo vuelve dura a la gente –volteó de nuevo con el esclavo y con una última mirada de reojo y agradecimiento a Palo Fuerte, le ayudó al esclavo con unas cuantas frutas.

    -Viejo amigo, es lo único que puedo hacer por ti.

    Para él, ésa era la vida. Hasta el momento en que su mujer había muerto de parto. Había destruido todos sus antepasados guardados en el altar enseguida de su petén. No había dejado ninguno. Todos sus antecesores habían mandado hacer las figuras de sus antepasados, sólo uno o dos en el transcurso de su vida. Su familia no era muy prolífica, sólo tenían un hijo por generación, y sin embargo habían sido felices.

    Él recordaba perfectamente a su padre, contentos, alegres por tenerse el uno al otro. También recordaba que su padre había sido un capataz temible que no dudaba en usar las varas que plantaba en el suelo de la charca al hacer su petén para castigarlo, cuando alguno de los muchos animales que gustaban de comer sus productos, se daban un pequeño festín a costillas de su inexperiencia como guardián al mediodía, cuando su padre, A Naab, El de los Lagos, dormía su siesta. En los momentos en que se enfurecía, hasta el Batabool, el jefe de la aldea, bajaba la mirada. El hombre de los Lagos era más grande que la mayoría de las personas de la aldea, y por mucho, el más fuerte y de un temperamento iracundo. En la intimidad de su naah, era el más paciente y amable de los padres. Le contaba tantas historias acerca de otros tiempos en los que los olmecas tenían poderosos guerreros que ayudaban en la guerra contra otras naciones que amenazaban sus fronteras. Después, hubo guerreros teotihuacanos también, muchas veces se tuvieron que defender de los mayas, que en aquel entonces eran naciones de pueblos nómadas que intentaban obtener alimentos, ropas, armas, sin tener que hacerlos; sin embargo, chocaban una y otra vez con el ejército de los olmecas.

    Los mayas, que eran un pueblo salvaje en ese entonces, los derrotaban a grandes costas para ellos, entonces llegaban los caballeros, vestidos con grandes plumas o pieles, sus armas eran garras de animales, podían ver en la noche como si fuera de día, se escondían en la selva hasta ser invisibles, hacían grandes matanzas entre aquellos mayas salvajes sin ser un ejército, eran algunos cuantos y era casi imposible acabarlos. Ya vencidos, los caballeros, lidereados por el gran Kukulkán, reunieron a todos los mayas que quedaron y los convirtieron en una sola nación, nuestra nación, los enseñaron a hacer Witz naah, las naah, la importancia de los kobin, ya que el hogar donde cocinaban tenía que ser una réplica del cielo, con sus tres piedras a modo de las estrellas de donde habían venido los dioses. El mismo Kukulkán había enseñado a los teotihuacanos a crear sus naciones y era el mismo que había guiado con su mano fuerte, su mente brillante y su corazón compasivo todas las naciones. Se decía que aún estaba en su palacio, su gran Witz naah en la ciudad-escuela de Chichén Itzá.

    Cuando llegó la noche, Campo Florido pensó que acabarían sus penas o que lo dejarían descansar un poco. El maestro pensó diferente. Caminaba como si viera en la noche cerrada de la selva, ni árboles, arbustos, lianas ni raíces le estorbaban el paso, se movía como por terreno llano, ni un solo traspiés, no hacía ruido al caminar, sólo cuando el joven parecía perder su pista, arrastraba un poco su bordón y encontraba su paso de nuevo. Campo Florido traía hasta la lengua de fuera, su itacate ya se había convertido en cinturón, el palo donde lo había amarrado servía de cayado y cojeaba un poco. Los olores de la selva eran más intensos a esa hora y los baatz´ no tenían descanso.

    Al atardecer los había escuchado fuerte y claro, quizá un poco más cerca de lo que acostumbraba, pero eran sonidos familiares, sólo que no acostumbraba estar despierto tanto tiempo después que el gran K´in se había ocultado, y a esa hora tan tarde, era temible la selva. Los suutz´ andaban hechos locos, los oía pasar muy por encima de sus cabezas revoloteando como muut nocturnos, chillando de manera enloquecida, sólo por llevar a su maestro por un lado no había corrido a esconderse en una hendidura en el suelo. En cierto momento hasta creyó haber escuchado un suave arrastre entre las hojas de los árboles caídas, como de algo grande y pesado, si hubiera sabido que era una gran kan tratando de cazar un chij, se hubiera perdido en la selva gritando.

    Las pocas veces que había intentado entablar una conversación o hacerle una pregunta al Ka´ansah, sólo había recibido el silencio de respuesta. Ya no traía peso alguno y sin embargo, era la parte del trayecto que más pesada estaba sintiendo, a modo de protección, su cerebro le proyectaba imágenes de lo que recientemente había dejado atrás, el petén de padre, donde había aprendido el ciclo de crecimiento de las plantas, de cómo poner trampas para los animales que intentaban comerse la siembra, los cuentos de Palo Fuerte, aún joven pero con una joroba que ya empezaba a marcarse en la parte de atrás de su nuca, Campo Florido le hacía bromas y Palo Fuerte sólo reía con la risa de su hijo, viéndolo crecer, sano, fuerte, inteligente, de genio muy vivo, con preguntas para todo y conformándose muy poco de las respuestas recibidas, le satisfacían más las propias sacadas de la imaginación, y vaya si tenía. Su amada selva, cercana a casa, donde si se cansaba, fácilmente podía llegar a descansar. Y sobre todo, su muy querida amiga, Cielo Estrellado, la niña con la que nadie quería jugar, fiera, salvaje, más fuerte que la mayoría de los demás muchachos. Y más ruda. Una sonrisa se dibujó en su rostro a pesar del cansancio, del extremo agotamiento, y hasta ese pequeño esfuerzo lo sintió en los huesos. Por lo menos podía cansarse, extenuarse al extremo, eso creía él, y seguir teniendo algo por lo que sonreír.

    -Sonreír como tonto no es buena señal.

    El comentario lo sacó de su ensimismamiento y lo obligó a poner atención en el camino, del que sólo podía ver las formas más grandes o que reflejaran la luz celeste.

    -Maestro, ¿cómo pudo ver que vengo sonriendo?

    El silencio fue la respuesta, eso y el sonido de grandes simios en las copas de los árboles chillando, sólo cuando pasaban por debajo de alguno de ellos, guardaban un súbito silencio, de expectativa. Campo Florido se imaginaba entonces a esos grandes animales acercándose al suelo a observar la pequeña caravana silenciosa. En el pensamiento de Campo Florido caminaban sin hacer ningún sonido y sólo el sentido del olfato de los animales lograba localizarlos, entonces se le erizaba la piel de imaginarlos preguntándose entre ellos si sería buena idea probar a los intrusos, sólo por curiosidad, y ver si tenían un sabor apetecible, quién sabe, podrían empezar con el jovencito, el viejo parecía tener una piel muy correosa y con esas manchas que le cubrían los hombros y parte de la cara, perdía el encanto de probarlo. Cada silencio lo acercaba a su maestro, y cada tantos pasos, volvía a quedarse atrás.

    -Cuando utilizas tu energía en concentrarte en el camino, en donde pones los pies, en ver hacia adelante o ver a tu alrededor, puedes ver, muy poco al principio, cada vez que lo intentas, pero que lo intentes con todas tus fuerzas y toda tu concentración, podrás un poco más.

    -¿Y usted puede ver muy bien de noche y en la selva?

    Otro silencio.

    -Sí y no.

    -¿Eso quiere decir que usted ve y no ve?

    -¿Cómo puedes ver y no ver, Ratón?

    Esta vez, el silencio vino de otro lado. Apenado, contestó con toda la humildad que pudo reunir. Eso y el cansancio.

    -No tengo idea, maestro.

    Cuando contestó, Campo Florido podría jurar por Chaac que sonreía.

    -Cuando contestes eso, Ratón, podrás ver mejor que el jaguar de noche.

    ¿Yo, Hechicera?

    Gran parte de la noche había sido en vela para Cielo Estrellado. La noticia de que su amigo se había ido sin avisar la había dejado muy triste. Era la única persona con la que platicaba, jugaba, reía, hasta podía pelear con toda su fuerza sin temor a lastimarlo. Para su edad, Campo Florido era muy, muy fuerte, los muchachos de su edad no se le podían comparar, hasta creía que nunca había usado toda su fuerza peleando con ella. Él era muy tranquilo, no disfrutaba de la violencia como los demás, ni siquiera le gustaban los sacrificios que se hacían a los dioses siempre hambrientos de sangre. Hasta los animales merecían respeto según él. Eso sí le podía reconocer, tenía cada idea loca. Lo extrañaba. Después, el palo mágico le había revelado sus secretos, no era la primera vez que le sucedía algo extraño pero no taaan extraño. Eso la emocionó, le abrió otro mundo, cada que le pasaba algo extraño, creía que sólo estaba en su mente, por eso nunca lo platicaba a nadie. Sólo a Campo Florido y él le había creído. No pensaba que nadie más le creería. Eso sí había sido una sorpresa, quizá se había animado a contárselo a su madre por la falta de su mejor, bueno, único amigo. Siempre la habían tratado como un mueble más de su casa y ahora le creían. Eso era bueno, agradable, desconocido. Lo mejor vino después. La mandarían a la ciudad-escuela, la grande, sagrada, única, Chichén Itzá, la ciudad de Kukulkán, donde gobernaba el rector en el nombre del dios. Aprendería a ser la mejor de las Hechiceras, mejor aún que su abuela. Pero eso no era lo mejor. Lo mejor de todo era que viviría con Campo Florido.

    ¿Qué lo había despertado? No había ningún sonido en la noche selvática, ni los suutz´ se escuchaban, era la hora previa al amanecer y el silencio era casi completo, ráfagas de viento de baja intensidad traían una brisa fresca y el susurro de las hojas de los árboles. Algo le seguía dando comezón en la parte de atrás de la cabeza y lo tenía realmente incómodo. Cuando le tocaba la vigilancia se quitaba su paño para las caderas para que no le incomodara, hacía un pequeño agujero a un lado del camino, nada muy hondo, sólo lo suficiente para que obstruyera la visión y que su delgado cuerpo fuera confundido con una piedra o una hoja, en dado caso que alguien pudiera acercarse al punto de poderlo ver sin que él no se hubiera dado cuenta antes.

    Irguió la mitad del cuerpo para olfatear el aire y en ese momento fue muy tarde para él. Una garra gigante lo tomó del cuello y lo levantó de su refugio sin, al parecer, el mínimo esfuerzo, lo zarandeó un poco y lo lanzó hacia donde salía K´in, él dio una vuelta completa en el aire y cayó en sus cuatro extremidades mostrando unos colmillos más largos que una persona normal y siseando como un felino molesto. Sus pupilas se dilataron al máximo y las fijó en el punto donde había estado hecho un ovillo momentos antes. Una sombra un poco más oscura que la tierra a su alrededor, inmóvil, relajada; quería saltar sobre ella y usar sus garras para despedazarla, clavarle los colmillos, saborear su sangre, sentía cómo corría cada vez más rápido su energía, subiendo, escalando, sentía sus músculos creciendo. Sólo el Jaguar no despertaba en él.

    Levantó las orejas extrañado, aguzando el oído y dilatando las fosas nasales pegadas al cráneo y ahí lo encontró, un olor conocido, un ronco ronroneo como una risa contenida, se irguió empujándose con las extremidades delanteras y se paró en sus piernas, acercándose poco a poco, con respeto y temor a la figura que seguía dándole la espalda, ahora lo podía ver, no había cambiado de postura desde que lo lanzó fuera del camino. Se tocó, ahora que estaba calmado, el punto donde lo habían agarrado para lanzarlo, sólo sintió un leve escozor, no sintió rasgaduras, sabía que no le habían clavado las garras. Cuando llegó a la altura de la sombra, se inclinó casi hasta llegar al suelo.

    Uuts

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